Sábado 20:
CUANDO LAS
CANCIONES HABLAN DE TI
Aunque no niego (en parte me enorgullezco de ello) que siempre ando con
la nostalgia a cuestas, con el recuerdo vivo de aquellos años en que, aunque me
he tomado las cosas desde pequeño un poco (o un mucho) a la tremenda, soy lo
que se llama un intensito (me desbordo, me desparramo, me paso de frenada, peco
de expansivo/expresivo), añorando, decía, aquel tiempo en que todo parecía más
fácil, en que lo era, puesto que los verdaderos problemas, las angustias más terribles
quedaban para la gente mayor, hay momentos en que intensifico la evocación, la
procuro, la alimento, me lo pide el cuerpo, la necesito, incluso sabiendo (o
precisamente por ello) que soltaré más de una lágrima triste (no es una
redundancia: las hay muy alegres y gratas -no es un oxímoron-), que llegaré a
un punto en que los agujeros de mi corazón se agrandarán, en que echaré de
menos con intensidad lacerante a las gentes que me forjaron, que hicieron mi
vida más interesante, rica y enriquecedora, que alimentaron mis pasiones, mi
vocación, que la tuvieron clara antes que yo mismo, que me nutrieron de libros,
de películas, de música. Y hoy no quise evitar hacer lo que tantas mañanas de
sábado (por supuesto, tras haber disfrutado de la programación matinal con la
que TVE proporcionó tantas alegrías a los niños y jóvenes de entonces), es
decir, dejar sonar la música, ahora que es tan sencillo gracias a los llamados
altavoces inteligentes.
No tengo listas en ninguna plataforma (o como se llamen, es posible que
no me esté refiriendo con propiedad a cosas que, de alguna manera, me superan),
me limito a decir el nombre de algún intérprete y dejo que Alexa me sorprenda
reproduciendo “de forma aleatoria” lo que encuentra por ahí, hoy pedí que
buscase canciones de Ana Belén, alguien que es banda sonora imprescindible de
mi vida, y el viaje ha sido impresionante, ni escogido por mí tema a tema, ha
dibujado con fidelidad y viveza capítulos de mi niñez y adolescencia, he
regresado a tantas tardes en las que, gracias a mi hermana y sus amigas,
descubrí a los cantautores, a la variadísima colección de discos y casetes que el
tío Miguel reunió (así me apropié de coplas, cuplés, zarzuelas, palos flamencos,
boleros, igualmente de, por ejemplo Jesucristo Superstar, Quilapayún,
Barbra Streisand, Frank Sinatra, Patxi Andión -por sí solo e interpretando Evita-),
colección de la que no me desprendido en lo que a los vinilos se refiere. Me he
dejado embrujar una vez más por ese Agapimú que, bien demostrado quedó
en lo más oscuro del confinamiento hace precisamente cosa de un año (¡Gracias,
Ojete Calor, por la inyección de vitalidad y jocosidad, por dibujarnos sonrisas
en el rostro y en el alma!), conserva intacta su frescura, su cascabeleo, su
estallido; me he sentido transportado con De qué callada manera, esa
joya de Nicolás Guillén a la que Pablo Milanés puso música y que Ana hizo suya
para siempre en el primer corte del, por tantos motivos, decisivo e idolatrado
doble LP Querido Pablo (que con los años adquirí en CD); me he dejado
arrollar (literalmente: el corazón ha botado, rebotado y redoblado) por El
trenecito, glorioso dúo dirigido al público infantil entre mi adorada y
Miguel Bosé (lo de ahora no quita lo de antes, una cosa -¿cuántas veces habrá
que decirlo?- es el artista y otra bien diferente el civil-), ha sido toda una
catarsis, a pesar de esa pena negra que, de tantas formas, llevo sobre los
hombros (soy exagerado, ya lo dije, pero el caso es que así lo siento desde
hace mucho, antes incluso de que Víctor Manuel lo escribiese en una de las
canciones que nos ha regalado a través de la voz de Ana), me he sentido
reconfortado, han resonado en mi alma los ecos de aquellas voces que tanto
necesito escuchar, la mano amorosa se ha posado en mi hombro y me ha
transmitido su confianza, su apoyo, su convicción (que es la mía) de que las
cosas van a salir mejor, que estoy dando buenos pasos, que no me impaciente,
que sigo siendo su pequeño.
Domingo 21:
«LA ESCONDIDA SENDA POR DONDE HAN IDO…»
Ese temblor del descubrimiento constante, del asombro cotidiano, de la
emoción de ir encadenando lecturas, de hacerlo del modo más anárquico posible,
a pura pulsión, a puro enamoramiento, ese sentir como familiares y propios los nombres
de Antonio Machado, Miguel Hernández, Federico García Lorca, Pablo Neruda, de
tantos poetas que llegaron y se quedaron en forma de canciones, de
adaptaciones/versiones populares y de otras que no lo eran tanto, ese rápido
enganche con aquellos que aparecían en los libros de texto, ese disfrute previo
que eliminaba de un plumazo la aridez de las lecturas obligatorias (tan mal
escogidas y peor o nada explicadas, sin hacerlas atractivas, sin consentirlas
fluir -salvo excepciones-), esa pasión bien nutrida y mejor alimentada que uno
traía de casa, esa tensión estimulante de lo que se presiente o se espera (aunque
me centre en los libros, sirve lo mismo para otras disciplinas/manifestaciones
artísticas) no ha perdido un ápice de intensidad, no la he dejado menguar, pero
lógicamente no es tan prístina e instintiva como lo fue en los años de estudiante,
cuando tenía (casi) todo por leer (ahora también, pero de otra manera, a otro
ritmo, con otro sentir), cuando buscaba conexiones, cuando vivía la literatura
casi como una cuestión de resistencia/supervivencia ante la manifiesta
hostilidad de quienes consideraba mis amigos, a los que quise como tales (y no
siempre lo demostré, es cierto, no siempre estuve a la altura -lo uno no quita
que reconozca lo otro-). Y ese cosquilleo, ese placer, esa plenitud es la que implosiona
con suma complacencia cuando uno es seducido desde las primeras líneas (no
puede ser de otro modo) por El manuscrito de barro, la nueva novela de
Luis García Jambrina con Fernando de Rojas como protagonista, publicada por
Espasa en enero.
Aunque en lo que se refiere a la asignatura en sí la cosa no fuese para
tirar cohetes, tuve la fortuna de topar en el instituto con profesores que
amaban la lectura y sabían transmitir ese entusiasmo (curiosamente, fueron
algunos de la rama de Ciencias los más influyentes y cómplices), que procuraban
que los libros cobrasen vida, que durante un gozoso viaje a Salamanca nos llevaban
al lugar (sí, creámoslo, entremos en el juego, hagamos real la ficción) donde
se conocieron Calixto y Melibea o donde se ponía sonoro y doloroso punto final a
la aventura de Lázaro de Tormes con el ciego. Todo sin olvidar que una serie de
televisión como Las pícaras (otra de tantas que devorar en las inolvidables
noches de viernes de aquellos primeros años) me había puesto en la senda correcta,
en la misma que ya recorría desde la histórica adaptación en dibujos animados
de Don Quijote de La Mancha (que no me cansaré de reivindicar, de demandar
su inclusión en los programas de estudio, esos tan devaluados -por no decir
algo peor- en lo que a las Humanidades se refiere), en la que nunca he
abandonado pero he vuelto a ver despejada y bien señalizada gracias a la
sabiduría narrativa y docente de mi tan y bien admirado Luis García Jambrina,
autor por el que sentimos especial predilección los del club de lectura (mi
Pepa Muñoz le sigue desde siempre, igual que yo) y con quien mantuvimos un apasionante
encuentro para celebrar la que ya es quinta entrega de una lograda serie de manuscritos
en las qwue se recogen las pesquisas llevadas a cabo por el autor de La Celestina
(pueden verlo completo si pinchan en el siguiente enlace: https://www.youtube.com/watch?v=tyq5hokOGqI&t=2366s).
Estamos, tal vez, ante el título más quijotesco de la saga, es fácil percibir la
sombra del ingenioso hidalgo y su escudero (también la de Holmes y Watson), no
en vano la magna obra transcurre casi en su totalidad en el camino, mientras
los personajes se desplazan, encuentran a otros, conocen sus historias,
dialogan, conversan, disputan, discrepan, la información necesaria para el
lector así como la psicología de ambos se transmite fundamentalmente a través
de lo que les cuentan y se cuentan, con esa naturalidad (ya practicada en las anteriores
entregas) es con la que Jambrina recrea una época, unas gentes, reproduce lo
que era cotidiano entonces (la acción tiene lugar en 1525), demuestra sus
conocimientos sin alardear, sin sobrecargar el texto, sin perderse en
disquisiciones/exposiciones, ¡qué envidia de profesor (y de maestro, que no es
lo mismo)! No voy a contarles más, ya lo saben, tan sólo indicar que, como sucede
con sus predecesores, el volumen puede leerse con completa autonomía y que el
escenario escogido (a través del cual queda fielmente reflejado el momento que
se vivía no sólo en España sino en Europa), un escenario al que se da
tratamiento (y verdad) de personaje es el Camino de Santiago.
Lunes 22:
QUÉ NO DARÍA YO…
No se habla de otra cosa desde anoche, yo
también estuve pegado al televisor, en parte porque se habló
de unos años en que de alguna manera yo estaba cerca de muchos de los involucrados,
no es una justificación, es decir, lo vi porque así lo quise (y pienso hacer lo
mismo con las próximas entregas), pero poco voy a escribir sobre el testimonio
televisado de Rocío Carrasco, al menos hasta que no se emita íntegro (o todo lo
íntegro -dicho sea sin segundas- que la cadena estime pertinente -alguna pieza
guardarán, seguro, para que el negocio les siga siendo tan rentable como la audiencia
alcanzada indica). Lo cierto, por otro lado, es que algunas circunstancias que
conozco relacionadas con este espinoso asunto me llegaron en forma de
confidencias de gente muy cercana, testimonios que sé verídicos, pero si ellos
no lo cuentan no seré yo quien rompa el secreto profesional, digamos tan sólo que
tengo una opinión bastante bien (in)formada sobre determinados episodios, que,
ya que se han puesto, confío en que se aborde la historia desde todos los
puntos de vista, que me gustaría se hiciese justicia con el que me parece
(antes y ahora) uno de los mayores damnificados, sino el más, me refiero a
Pedro Carrasco.
Y, mientras tanto, me he vuelto a ver debutando en televisión, en agosto
de 1992, en la sección de Cultura de los informativos de Telemadrid, más allá
de escarceos previos en la radio (que no oculto y que agradezco, que me dieron
seguridad y algo de experiencia, que me pusieron en contacto con quien durante
muchos años fue maestro, compañero y amigo), ese fue, nunca mejor dicho, mi
verdadero punto de partida, ahí empecé una trayectoria sin apenas
interrupciones hasta 2012, pronto llegaría mi etapa en la prensa del corazón
(donde aprendí a hacer periodismo de investigación, el que merece ser loado de
esa manera), todo lo demás, el caso es que por ese motivo no pude conocer la
Expo de Sevilla, iba a ir con los tíos en septiembre, pero al menos gocé de la
grabación de Azabache con esa Rocío Jurado pletórica, excesiva y
excelsa, señora, paloma brava, diva sin consideraciones, artista de una pieza
(o de muchas, no en vano ha sido una de las más largas en lo que a cantes se
refiere), en este huracán nostálgico en que me hallo sumido, cómo no desear
empezar de nuevo para que me cuenten un cuento bonito y me hagan dormir.
Martes 23:
…È BEN TROVATO
Cuando por fin conocí, pisé y recorrí entusiasmado el Coliseo de Roma
(junto a Pablo), me situé en el que me pareció lugar más apropiado y preciso
para decir “aquí estoy como Nerón… que nunca estuvo”, en el imaginario
colectivo tenemos al icónico y legendario Peter Ustinov de Quo vadis?
protagonizando un anacronismo que se ha dado por bueno (y habrá quien lo siga haciendo),
en realidad el monumental anfiteatro empezó a construirse pocos años después de
su muerte, pero resulta irresistible lo de sentirse como el emperador (y más
teniendo en cuenta que canto bastante mal) cuando tienes el decorado natural
tan a mano, cuando puedes vivir por unos momentos en un fotograma. Quien sí
cuenta la historia (en mayúscula y en minúscula) siguiendo lo más posible lo
que hay documentado, lo escrito, quien fabula con acierto pero con gran
conocimiento (y por eso inventa lo justo) es Juan Tranche en su primera novela,
una ópera prima espléndida, de gran calibre, una de esas lecturas que nos
devuelve (una vez más) el gusto y placer adolescente por un género, por una
asignatura que no debe ser un ejercicio memorístico, que no puede limitarse a
una recopilación de datos, fechas, nombres, una asignatura que debe transmitirse
como lo que es, una constante aventura, tal y como nos deja sin aliento en las
páginas de Spiculus, publicada por Suma de Letras.
Gracias a los buenos oficios de mi Pepa Muñoz (y, como dice ella, al
bendito Zoom), pudimos conversar con Juan Tranche en un encuentro repleto de
sorpresas y alegrías (que pueden descubrir y compartir pinchando en el enlace https://www.youtube.com/watch?v=mqD2rp3sab4&t=24s),
una charla emocionada sobre pasiones que, sin que doliesen, sin que pesaran,
sin sentirlo, nos inocularon desde pequeños el cine, la televisión, los cuentos,
los dibujos animados, la Historia como diversión (incluso lo resultaba aquello que
no teníamos edad para entender, pero nos atrapaba con una cabecera sencilla e
impactante, una música que inquietaba, seducía y obligaba a no despegar la
mirada de la pantalla -me refiero a Yo, Claudio-). Con ese entusiasmo,
con ese arrebato, con esa admiración ha forjado su prosa el autor consiguiendo
una obra digna de encomio que se paladea, con la que se vibra, con infinita
capacidad sensorial, la arena en que la pelean a muerte los gladiadores se
mastica, se queda entre los dientes, nos subyugan perfumes, fragancias, las
papilas gustativas anticipan exquisiteces culinarias, banquetes de infinitos
sabores, los hedores nos ahogan, los fluidos se entremezclan, Spiculus es
un continuo regalo y cuenta con una impresionante nómina de personajes reales,
entre los que uno se rinde a Agripina y a Séneca, en lo bueno y en lo malo, en
lo noble y en lo conspiratorio, en el estudio y en la ambición. No será la
última vez que esta arpa suene con melodías inspiradas por tan magnífica
novela, tengan un poco de paciencia.
Miércoles 24:
UNA
REVOLUCIÓN EN TODA REGLA
No me gusta escoger como título
el mismo de aquello sobre lo que voy a hablar, pero en esta ocasión no se me
ocurre nada más apropiado, es de esas veces en que la traducción (que no es
tal, ya que el original se llama Period. End of Sentence) me resulta
plausible, pone el dedo en la llaga, hace un fantástico juego de palabras sin
traicionar ni tergiversar el contenido, todo lo contrario. Una revolución en
toda regla ganó hace dos años el Oscar al mejor corto documental y
constituye uno de los más emocionantes y ejemplares manifiestos feministas,
esos de los que tan necesitados estamos en un tiempo en que hay quien se ha apropiado
del término/movimiento, lo ha manipulado, lo ha vulnerado, convirtiéndolo en el
arma más letal contra sus más puras esencias, su idoneidad, su necesidad, su
valor, su espíritu, su corazón, contra la labor de tantas pioneras, tantas
valientes, tantas honestas, tantas víctimas (y no hay más que encender la
televisión). La directora Rayka Zehtabchi refleja una verdad sin adulterar, a
través de la explosión casi constante de alegría que mostró al mundo Dominique Lapierre
y que tan cara es a los habitantes más humildes de la India, sin hacer
discursos, sin rencor ni rabia, consciente de que las imágenes, los hechos, las
mujeres y los hombres que se muestran tal cual son y explican lo que hacen (o
no tienen reparos en reconocer lo que ignoran) son la mejor herramienta para seguir
construyendo futuro, para continuar dando pasos hacia la plena igualdad sin
enfrentamientos ni odios. Sólo se puede asentir (y desear que todas puedan
decirlo algún día) cuando una de ellas afirma que le sienta bien que su marido
la respete o morirse de risa (algo, por cierto, que contagia el corto en no
pocas ocasiones) cuando otra reconoce que las compresas que ellas fabrican no
se ven tan bonitas como las que se venden en las farmacias, pero las prefiere
porque es como “cuando conoces un hombre feo, pero eficiente”, ¿con cuál
se queda una a la larga (y a la corta)? ¡Lo suscribo!
JUEVES 25:
CONSUMACIÓN
Y CONSUMICIÓN
He leído con total deleite María Blanchard. Como una sombra, la bellísima
novela editada por Alianza Editorial en que Baltasar Magro reproduce con enorme
y muy plausible plasticidad (no en vano es licenciado en Historia del Arte), no
sólo en lo pictórico sino en lo humano, los últimos meses de vida la de (¡Oh,
dolor!) olvidada por no decir desconocida/desaparecida/borrada (y que cada palo
aguante su vela) pintora que le da título, la grandísima artista cubista (y no
sólo eso), aquella a la que Picasso elogió en vida, mujer con nombre propio
que, para algunos, ha quedado en las notas a pie de página (si acaso) de las biografías
del malagueño, Juan Gris o Diego Rivera. Con una prodigiosa capacidad de síntesis,
dividiendo la narración en pequeños cuadros (nunca mejor dicho), recogiendo
algunos testimonios (de la propia biografiada y de quienes estuvieron cerca), Baltasar
Magro hace justicia, da un lugar, rescata de las sombras a quien llegó a decir:
“Yo no estoy hecha para otra cosa, creo, que no sea dar brochazos a las
telas, aunque no he probado otras lides; vete a saber dónde habría terminado si
me hubiera cruzado con un altruista y buen mozo; tal vez habría abandonado este
oficio porque mi pequeña inteligencia habría sido consumida por la descendencia”.
María se abandona, literalmente, anhela pintar todo lo que le sea
posible, sabe que el final está cerca y no hace nada por evitarlo, incluso
acorta su tiempo, se tortura sin misericordia, trabaja sin descanso, taladrada por
el dolor, sin querer ajustar cuentas con nadie salvo consigo misma, con su
obra, viviendo (malviviendo, sobreviviendo, infraviviendo) por y para el arte: “El
arte es una mentira (…), una hermosa y fantástica mentira que nos
permite todo. Por eso nos gusta tanto, porque nos traslada a otra realidad,
porque nos faculta para ver la vida, los objetos, las personas desde una óptica
diferente y abierta a cualquier pensamiento e interpretación. Eso es lo que lo
hace tan sugerente y seductor. El arte es emoción en sí mismo. Y peligroso para
quien se considere superior porque disponga de la capacidad de crear algo que
le haga destacar por encima de los demás”. Ojalá la meritoria labor
didáctica que Baltasar Magro ha acometido con esta novela a la que cuadra como
a pocas el adjetivo “imprescindible” (también el de “necesaria”) dé sus frutos
y puedan contemplarse los resultados donde deberían verse desde hace mucho: en
las paredes de los museos.