martes, 27 de mayo de 2014

BUSCANDO LA TECLA ADECUADA





   Si tuviera que definir en pocas palabras (ese ejercicio tan complicado para alguien como yo –aunque el micrófono me ha ayudado a saber sintetizar si la ocasión lo requiere y el tiempo apremia-), si debiera señalar la causa principal por la que tengo tanta querencia por el formato del magazín, al margen de por la experiencia, de haberle dedicado tantas horas, de sentirme como pez en el agua precisamente porque es un territorio muchas veces explorado, diría sin dudarlo que lo más enriquecedor, lo más estimulante, lo que lo convierte en una apasionante tarea es su flexibilidad, su permanente capacidad para la sorpresa, su verdad: requiere mucho trabajo, hay que prepararlo concienzudamente, no se puede bajar la guardia incluso en el momento más mecánico, inyecta dosis maravillosamente letales de adrenalina, produce un gran placer cuando se está fabricando, ofreciendo, viviendo, es irrepetible, incluso aunque pueda resultar de lo más convencional (en el fondo, no hay nada que inventar, sólo pillarle el punto, cogerle el aire, imprimir un sello propio –o intentarlo- colocándose bajo los auspicios de los grandes radiofonistas que en el mundo han sido, haciendo lo que algunos tildan de “radio antigua”, malentendiendo como “moderna” la que sobrecarga de sonidos, de trucos, de distorsiones, de arabescos que la mayoría de las veces no suponen sino “ruido”, en el sentido en que se emplea la palabra en nuestro oficio, cuando en realidad se limita a acelerar y multiplicar recursos, pero en su base es clavadita a aquella de la que intenta distanciarse –por eso hay muy pocos que la hagan bien y, además, logren comunicar, trasciendan la escaleta plagada de indicaciones, la rigidez del guión-, enamorarse cada día de la palabra, la conversación, la música, el pulso de la vida marcado por la luz roja que indica que se está en el aire), es recoger aquella máxima de los maestros a la hora de colocarse frente a un público (se haga en el ámbito que se haga), “la mejor improvisación es la ensayada”, poner todos tus resortes, tus conocimientos, tu experiencia al servicio del programa, del invitado, ir haciendo kilómetros, atesorando reacciones, intentando no viciarse ni caer en la monotonía (por mucho que, es natural, pueda haber un contenido, una entrevista, un momento que no te guste, que no te pellizque, que ni te implique –no es culpa del oyente ni debe percibirse la desgana (excepto que sirva para expresar el desagrado ante ciertos discursos o determinadas circunstancias en las que, para no perder el oremus, mejor escudarse en la indiferencia que dejar salir lo que puja por hacerlo, pero que un buen profesional debe guardarse para su vida privada)-); son muchas las ocasiones en que echo la vista atrás (a veces sólo me hacía falta salir del estudio) y me recrimino no haber tenido más cintura o mejor capacidad de reacción o haber sabido trenzar con más brío mi opinión o haberme expresado con más claridad, es inevitable no estar siempre a la altura que se debe, pero esa es parte de la magia: querer estar un poco por delante, anticipando, reconociendo tonos, derivas, idas de olla, aplicando los mil y un recursos aprendidos, sabiendo que en esta carrera de fondo nunca se deja de aprender y, por eso, es tan enriquecedor, excitante, único, participar en un magazín, dar en cada emisión el triple salto mortal (y ser consciente de que a veces tú mismo te olvidaste de poner la red de seguridad).

   Así, por ejemplo, jamás olvidaré la llegada al estudio de Edith Salazar, pletórica, entregada, jacarandosa, espléndida, arrastrando a su chihuahua, Blacky, temblorosa, desconfiada, intentando ubicarse, porque “cuando iba a cerrar la puerta empezó a ladrar desconsolada y me dio un no sé qué… Además, a estas horas de la noche, pensé que a mi regreso iban a estar esperándome mis vecinos para lincharnos a las dos, jajajaja. Lo siento, veras que en cuanto se tranquilice no da nada de guerra”. Y comenzó la entrevista, tan sólo emitió un breve ladrido y algún suave gañido, la perrita no se manifestaba (su presencia casi fue imperceptible para los oyentes, más allá de esos sonidos y de que nosotros la desvelamos para justificar que Edith, en un momento dado, pudiese perder el hilo de la conversación) pero no dejaba de olfatear aquí y allá, intentaba zafarse de la correa con que Edith intentaba refrenar sus lógicos deseos de inspeccionarlo todo, sin abandonar el temblor al sentirse un tanto desvalida, sin comprender qué pasaba y por qué su dueña no paraba de hablar, carcajearse, departiendo amigablemente con esos desconocidos, hasta que en un momento dado, comprobando el azoramiento de la artista aunque todo se desarrollaba con normalidad, me agaché, cogí a Blacky por sorpresa, sin darle tiempo a reaccionar, y la cobijé en mi regazo, donde se sintió cómoda inmediatamente tras dedicarme un gesto de estupor y reconocer el terreno con su hocico (eso de que los perros se reconocen sigue funcionando, jajaja), desde donde asistió al resto de la entrevista, en la que Edith, con su generosidad habitual, entonó a capela un bolero y nos desarmó con la contundencia de su voz, se mostró todo lo artista que es, y en la que me lo pasé de miedo mientras de vez en cuando acariciaba a mi inesperada compañera. Desde entonces, en todas las oportunidades en que repetíamos la experiencia, Blacky acompañaba a su ama para ser la testigo más directa y cercana de la charla, bien recuperando su puesto de honor sobre mis piernas (y no saben lo bien que se hace una entrevista de ese modo), bien sobre las de Paulo, el marido de Edith, cuya presencia tiene efectos balsámicos en la chihuahua; sin embargo, el otro día Edith vino sola puesto que habíamos quedado en una cafetería para que me pusiera al día de lo que más que un proyecto ya es una realidad: sus conciertos íntimos en el teatro Alcázar de Madrid (sí, ya sé lo del nuevo nombre, lo hemos comentado muchas veces, pero todo el mundo sabe de qué local hablamos y lo encuentran a la primera aunque sólo escriban esa palabra) durante los jueves del mes de junio.

   Llevaba dos años sin cantar en Madrid y, chico, por un lado me apetecía mucho, claro, pero es que además ha habido gente que ha llegado a decirme que pensaba que me había retirado de los escenarios”, me dice Edith, con el lógico disgusto de una artista que se siente arrinconada y, por otro lado, sólo considerada cantante, “cuando yo, de verdad, lo que soy es música, compositora, investigadora, creo que ofrezco muchas facetas, no reniego de ninguna, pero me gustaría ser más valorada en las que no tienen la misma proyección que salir a cantar”. Aunque reconoce estar muerta de miedo –“en realidad, nunca quieres perderlo: supone respeto por el público, asunción de tu responsabilidad, tomarte las cosas en serio”-, no dudó en aceptar la propuesta de, en principio, actuar cuatro jueves y retomar el contacto con el escenario; mujer de recursos (lo que decíamos antes: hay que improvisar, continuar, no plegarse a lo escrito), topando con el terrible y castrador IVA cultural, con lo inestable del mercado, con lo impredecible de la recepción del público, Edith comenzó a reducir, a prescindir, a eliminar costes y, al final, “por mucho que eche de menos a la banda”, llegó a la conclusión de que ella y su piano tienen la suficiente entidad para enfrentarse al patio de butacas, “acompañada, eso sí, por "Pájaro" Juárez, un fantástico guitarrista con el que ya grabé el disco de boleros y que conoce mi garganta mejor que yo misma”. Y así fue naciendo este recital pequeño, minimalista, íntimo, muy pensado para el público (es un formato para paladear, para dejarse arrastrar), “todo un regalo para mí, no lo puedo negar, porque me está permitiendo encontrar nuevos registros, olvidarme del virtuosismo, de la excesiva dramatización, estoy descubriendo el placer de cantar pequeñito, de no exagerar, de evitar los aspavientos, de trabajar con las sonoridades, esto es otra cosa: lo de antes estuvo muy bien, no reniego, seguro que volveré a ello, pero ahora me apetece trabajar las emociones, sentirlas puras, sin tener que demostrar nada”. Coincido con ella en que, más allá de esas grandes voces indiscutibles y poderosas, las que más me cautivan, las que más me llenan son las que tienen personalidad, las que saben extraer de cada frase todo su potencial más allá de elevar el volumen, de demostrar capacidades huecas, gritos y alardes inadecuados o sin sentido, las que expresan: “Sí, cuando empezaba en esto no comprendía por qué se llamaba La Voz a Frank Sinatra hasta que empecé a escucharle sin prejuicios ni prisas, hasta que me fui empapando de sus matices, de su vocalización, de lo que debe ser un intérprete, ese paso más allá en que la técnica, el aprendizaje, el ensayo no se nota, parece que está cantando la canción por primera vez… ¡Quién pudiera!”. Y le digo que ella, sin duda, está capacitada para este ejercicio de desnudez porque, al margen de sus facultades, de su pundonor, de su maestría, juega a su favor su amplia cultura musical, su afán por seguir explorando y aprendiendo, su respeto por los demás artistas: “Nunca me gustó que me llamasen bolerista, por ejemplo, porque no lo soy, porque tardé mucho en cantarlos y porque los llevé a un terreno en el que me siento cómoda: el género tiene grandes defensores, yo soy una admiradora más, pero no puedo evitar, es influencia de mi madre, que aparezca alguno en el concierto, claro, ¡el público no me lo perdonaría, jajaja!”, pero tampoco ella quiere perderse la oportunidad de llevar Contigo aprendí o Bésame mucho hasta sus últimas consecuencias, extraerles todas las esencias o, por ejemplo, transformar Resistiré en una canción abolerada –“He descubierto al Dúo Dinámico como autores y sigo boquiabierta… ¡Qué lujo de letras! De hecho, por indicación de mi compañero José María Íñigo, también he incorporado al repertorio el "La, la, la", paseándome por la letra, incorporando otros ritmos al suyo original, tan pegadizo y precioso”-.

   El directo no te permite corregir, parar, volver a grabar, pero es el riesgo lo que te mantiene vivo, lo que te ayuda a crecer sobre el escenario, esa emoción que no quiero perder, que echo tanto de menos, y que me apetece recuperar pellizcando al público para que me devuelvan multiplicado el sentir” y por eso sigue probando, ensayando, cambiando el orden de los temas del concierto, buscando la mejor manera de crear un ambiente agradable y, a buen seguro, lo conseguirá y, ojalá, estos conciertos íntimos tengan el recorrido que merece, un espectáculo cambiante al que Edith pueda ir ajustando las costuras, incorporando canciones, alternándolas, haciendo cada noche un recital irrepetible, diferente, como por fuerza lo son cuando hay una verdadera artista que late con los espectadores, “como si estuviera diseñado en especial para cada uno de los asistentes”. A buen seguro joyas como Love me tender o Yesterday van a estar cuidadas, pulidas, abrillantadas, con facetas inesperadas y gozosas, al pasar por la garganta de Edith, al igual que sucederá con The winner takes it all, My Funny Valentine o Moliendo café y será una ocasión propicia para conocer algunas de sus composiciones, entre ellas dos instrumentales, todo para conocer el inmenso corazón, las pasiones, aquello que arrebata y estremece a la artista, esa que desde su piano irá buscando las teclas adecuadas para que el espectador vibre con ella. ¿De verdad se lo piensan perder?

martes, 20 de mayo de 2014

LA FE QUE PROFESO






   Cosa bastante extraña en mí, hoy comenzaré citando a Fernando Trueba, señor del que suelo discrepar bastante en su vida civil y del que sólo aprecio algunas de sus películas como director, pero nunca me han dolido prendas para reconocer el logro de alguien por quien no tengo demasiadas simpatías si así lo considero o viceversa con alguna persona que goza de mi mayor crédito cuando encuentro que se ha equivocado o no ha llegado a la altura esperada; en este caso, por un lado estuvo la alegría de ver Belle Époque, filme que adoré desde el primer visionado en la multitudinaria presentación a la prensa llevada a cabo en Madrid (se tenían los mejores auspicios y su carrera comercial y crítica los confirmó e incluso superó), alzarse con el Oscar a la mejor película en habla ni inglesa del año (una edición copada, por cierto, por el cine oriental, aunque sólo El banquete de boda de Ang Lee estaba a la altura de la cinta española –y tal vez la superaba, eso es cuestión de preferencias, gustos y/o matices-) y poco después del anuncio hecho por Anthony Hopkins llegó el segundo momento glorioso, el imperecedero, cuando Fernando afirmó que no sabía si creía en Dios pero siempre lo había hecho en Billy Wilder. Lo cierto es que uno cada vez tiene menos claro en qué cree, cómo imagina la vida trascendente, si hay o deja de haber algo más allá, pero cree a pies juntillas, con fe irredenta que no hace sino apuntalarse y reforzarse cuando encuentra nuevos dioses a los que rendir culto o nuevas razones para mantener vivos los ya existentes, y éstos se encuentran entre escritores, músicos, pintores, personas relacionadas con las artes y, por supuesto, actores. Y resulta que hace pocos días volví a sentirme imbuido del aire ceremonial del hecho teatral, de su ritual, de su capacidad para subyugar, de su permanente provocación en el sentido en que lo defiende la inmensa Nacha Guevara, una persona (o varias) que nos apela, nos inquiere, nos necesita, nos involucra, remueve, motiva, sólo armada con la palabra, recreando, inventando, haciendo soñar, haciendo teatro porque hay alguien mirando, comunicando con su silencio, con su atención, con sus reacciones, que es parte activa, que hay representación porque así se desea desde el patio de butacas; y es que no hay nada más que inventar, está muy bien seguir innovando, explorando, manteniéndolo vivo, pero no a costa de que pierda su esencia, su verdad, su importancia, no maleándolo, dando gato por liebre, convirtiendo en lo central, en lo único importante, en el núcleo, la figura del llamado/considerado/creído artista sólo por el nombre, por lo fácil, por lo engreído, por lo aparentemente novedoso y/o rompedor, por un hecho exógeno que tiene poco que ver con la obra pretendida (que en tantos casos queda sólo en pretenciosa), quedándose en la superficie, en el nuevo formato que bien usado puede que añada pero que no debe hacer perder de vista que lo que el público demanda es teatro y si tengo que descargarme una aplicación o zarandajas por el estilo, si llegamos al momento en que realmente no asistes a una función porque todo es virtual o en que, más allá de vivir una experiencia, es el público el que interpreta, participa, se convierte en el protagonista, en el artífice, llámenme antiguo, me da igual, hay gentes válidas y autorizadas para elevar la voz, para señalar con el dedo al Emperador desnudo –es el caso de Francisco Nieva, llamando a las cosas por su nombre en Barbarie en el teatro, artículo publicado por La Razón el pasado mes de febrero-, que se oponen a que eso sea considerado teatro y vendido como tal –no a que exista, tan sólo se pide un rigor, un criterio, un no confundir, una preparación, un verdadero amor por este noble oficio se participe en él desde la disciplina que se haga-. Y, como digo, las buenas esencias, las mejores, se condensan en Novecento. El pianista del océano, la versión del texto original de Alessandro Baricco que puede verse en la sala pequeña del Teatro Español hasta el próximo 15 de junio y que dirige con sabiduría y buen gusto Raúl Fuertes, sirviendo en bandeja a Miguel Rellán una de sus interpretaciones más brillantes y medidas, un prodigio de sensibilidad, comedimiento, naturalidad, una capacidad abracadabrante para adueñarse de la atención, de la voluntad, del cariño del espectador.

   Conocido sobre todo por su enorme talento cómico, ese capaz de merendarse películas como El bosque animado o Amanece, que no es poco (su alma en pena de la primera es estremecimiento puro, grandeza actoral, conmueve, divierte y permanece en la memoria para siempre), con esa facilidad para el encasillamiento o la repetición que se tiene en España (y es error achacable tanto a los directores como al público, que en tantas ocasiones reclama lo mismo), echamos tierra sobre carreras repletas de hallazgos, de grandes creaciones, ignoramos el grueso de alguien que, como Miguel Rellán, lleva en esta aventura casi cincuenta años; no en vano, me pareció la elección correcta (casi diría natural) para encarnar el personaje al que Fernando Fernán-Gómez dio vida en El viaje a ninguna parte, el heredero perfecto para imprimir aún más dignidad, cariño, admiración, respeto a ese cómico de la legua que a tantos representa en el monumental texto que el académico decidió regalar al mundo (y teniendo en cuenta que Miguel aparecía en la película, el círculo se cerraba a la perfección a la hora de llevar esa historia a las tablas). Y el propio actor cuenta que no estaba interesado en hacer un monólogo, que tuvo el texto mucho tiempo arrinconado, “pero como Raúl me insistía, al final decidí leerlo una noche para, así, poder decirle que no y seguir con mis cosas… Y, claro, no pude resistirme a Baricco, quedé fascinado, atrapado por esa historia maravillosa y tuve necesidad de contarla, puede decirse que ya tenía al personaje dentro de mí: él quiere hablar sobre Novecento, glosar su memoria, y yo mismo sentí que adquiría una especie de obligación. ¡Y aquí estamos!”. Y, efectivamente, ahí está él, solo, sin más ayuda que sus manos, su cuerpo, su voz, sus ojos (los matices que puede sacar de cada miembro, de cada expresión, de cada mínimo movimiento, son inagotables), puesto que el director quiso ir a la médula, a lo primigenio, implicar al espectador con honestidad: “El teatro se genera en la imaginación del que mira, por eso no hay nada en escena, ni el objeto más nimio porque nos dimos cuenta de que cualquiera elemento era un estorbo: condicionaba tanto a Miguel como al espectador”. Sin duda, la propuesta se fue concretando cada vez como un reto mayor pero, en realidad, fue cuando Miguel empezó a sentirse más cómodo: “Soy amigo de lo verosímil, me encanta lo imaginado, lo que creas tú, siempre que no sea muy fantasioso porque, al menos en este caso, sería ir en contra del texto, de la historia, del autor, puesto que una de las señas de identidad de Baricco es provocar emociones y preguntas, dar libertad al que lee, aquí al que escucha, al que se sienta enfrente”.

   Raúl Fuertes guardó diez años en un cajón esta versión de Novecento (también conocida como La leyenda del pianista en el océano, sobre todo tras la película de Guiseppe Tornatore inspirada en el mismo texto) esperando el momento y el intérprete oportunos: “Dirigir es establecer una mirada y ésta fue cambiando a lo largo del tiempo: llegué a pensar en hacerla con títeres, en grandiosidades de las que estaba un poco saturado tras mis experiencias en Islandia y Edimburgo, y decidí sorprenderme, esperar, y todo cuadró cuando, hablando con Miguel, me di cuenta de que tenía delante lo que llevaba esperando una década”. Y el caso es que, si uno busca la edición española de Novecento, aunque no es exactamente la que suena en escena, puesto que Baricco la concibió como monólogo tetral, ahora resulta imposible no acompasar la lectura al ritmo, a los tonos, a la manera de decir y sentir de Miguel Rellán, Max Tooney ya será siempre él, ese hombre a ratos hundido, otros melancólico, con una sonrisa franca, chulesca, triste, cohibida, ensoñadora (su paleta de colores no tiene fin), que sólo con el conjuro de su voz nos hace subir a uno de esos enormes transatlánticos que a principios del siglo XX hacían la travesía entre Europa y Estados Unidos y trabar conocimiento con la peripecia vital de ese pianista único al que se conoce como Novecento, existencia circunscrita a uno de esos paquebotes, del que jamás querrá bajar porque no conoce otro lugar, porque a bordo fue encontrado cuando era bebé, porque allí ha encontrado su pasión, su entrega, su virtuosismo, su fama, porque es donde su leyenda aún adquiere tintes más míticos; y aunque la iluminación es a ratos incómoda (sobre todo para un miope como yo), el magnetismo que Miguel ejerce es incuestionable y es difícil no caer en su red, en su cadencia, en la ternura desbordante que inunda todo (como señala su director), no dejarse mecer y llevar por sus palabras, sentir la música (“una de las cosas más bonitas que algún espectador me ha dicho es que quería hacerse un disco con la música que ha imaginado durante la función”, cuenta el actor, “ese era el máximo problema de la película de Tornatore: tenía que concretar, plasmar en imágenes y eso restaba magia al conjunto”), volver a cautivarse para algo tan enorme en su apabullante sencillez, en su fragilidad, en su mínima expresión: teatro en estado puro, texto y actor, mientras uno en la butaca da gracias por poder seguir viviéndolo como un acontecimiento, como una epifanía, en constante reclinatorio ante los artistas que nos invitan a soñar.

viernes, 16 de mayo de 2014

NO ES OJO PORQUE TE MIRA...





   Aún a riesgo de perderse en el camino, de malgastar el tiempo, de adquirir manías o gustos, aprecios o repulsas tan irracionales y poco cimentados como lo son la mayoría que desarrollamos en cualquier ámbito de la vida, de llegar demasiado pronto a unos autores, de escurrirse de la influencia de otros, de no encontrar nunca el momento para detenerse en este, de abundar más de la cuenta en aquel, por mucho que sea necesario un faro, una guía, un oráculo que ilumine nuestro camino (por desgracia, tan escasos los verdaderos maestros en el arte de envenenarnos con la literatura), es bueno dejarse llevar de los propios impulsos, de los arrebatos, de las ganas del momento, sentirse libre para elegir, sin imposiciones, sin que la tarea sea una obligación, una carga, sino lo que es: un gozo, una constante emoción, una aventura sin final, una satisfacción permanente (por mucho que lo que ocupe nuestro tiempo nos desagrade, el resultado, estar inmerso en el proceso, nunca dejará de ser grato ni de provocar ese agradable cosquilleo durante su realización); ser lector debe instalarnos en ese estadio en el que queremos perpetuarnos, del que no queremos salir, esa particular, íntima y propia comunión con el volumen seleccionado, esa hazaña, esa decepción, ese descubrimiento que sentimos como algo personal, como inédito hasta que nos sucedió precisamente a nosotros. En casa siempre hubo muchos libros y no había trabas a que el niño cogiese el que más le llamase la atención, con la excepción de algunos títulos que el tío Miguel había colocado en los estantes más altos, alguno incluso con el lomo hacia dentro, ocultando su identidad, los únicos que forraba con hojas de periódico cuando los leía o se los prestaba a Pepe el Galleta –así conocido porque trabajaba en Fontaneda-, los que con el tiempo descubrí eran los subidos de tono, los que versaban sobre clubes de matrimonios o se centraban en esas a las que a veces la abuela y la señora Matilde se referían como “bajas pasiones” –qué no sabría uno que prácticamente nació fan de los melodramas o que tenía libre acceso a series como Hombre rico, hombre pobre, a casi cualquier contenido televisivo, no había libertinaje ni anarquía, pero tampoco represión, y eso provoca que se acepte con naturalidad que hay tiempo para todo, que si no te dejan esos libros en concreto por algo será, y, en realidad, jamás me llamaron la atención porque, cuando se supone que llegó la edad de poder leerlos, ya sabía quién era el amante de una tal Lady Chatterley o Emma Bovary y, claro, habiendo paladeado textos de ese calibre poco podía satisfacerme una prosa, por llamarla algo, tan burda y mal elaborada (lo único que tenían de interesante es que eran libros semiprohibidos, editados de tapadillo, que se encargaban, es decir, una astracanada más de aquel régimen que iba feneciendo mientras yo crecía)-.


   Al margen de esta circunstancia concreta (en la que muchos podrán comprender por qué me sentí Bastian desde las primeras páginas de La historia interminable, por qué adoro esa narración de Michael Ende que algún día, tal y como me prometí en su momento, volveré a leer para reencontrarme con lo que me abdujo a los catorce años –y para cumplir con lo que la primera edición española marcaba, señalaba, refrendaba, aunaba, es decir, el hecho de que era una lectura para cualquier edad y, por eso, Alfaguara publicó un volumen que era a medias un título de su colección infantil y en su otra mitad uno de la dirigida al público adulto-), lo cierto es que hay obras que precisan de un bagaje, de una experiencia, de un conocimiento, y no hablo de esos experimentos, de esos códigos restringidos, de esos cultos al ombligo del autor, de ese fatuo elitismo que presume de no querer ser comercial, sino de sentimientos, sensaciones, universos que requieren una trastienda en el lector, un hábito, una costumbre, algo que no tienen en cuenta ni se preocupan en incentivar, en estimular, en crear, los diferentes programas de estudios que se han ido sucediendo, propiciadores del absentismo lector, continuadores de esa terrorífica máxima que afirmaba (y se ejecutaba y se sigue llevando a cabo) “la letra con sangre entra”, obligando a pasar por el Cantar del Mío Cid sin anestesia, eligiendo los textos más farragosos, las poesías menos estimulantes, imponiendo unos criterios, unos análisis, unas interpretaciones que en muchas ocasiones están totalmente obsoletas, responden a una intención catequizadora, han quedado ampliamente superadas por la realidad, por la Historia, por los investigadores, pero continúan siendo sancionados por pretendidos libros de texto (por panfletos, por propaganda descarada en muchos casos). Pero, sea como sea, agradezco haber sido aquel chaval inquieto, curioso, amante de los libros, apasionado del cine, que siempre fue espoleado para no poner reparos a nada antes de conocerlo y, además, la recepción que uno hace de una obra de arte también depende del estado de ánimo, del momento en que suceda, de los prejuicios o expectativas que no podemos (ni en ocasiones queremos) evitar y, de ese modo, no es insólito que aplaudamos o denostemos algo y que tiempo después hagamos todo lo contrario (lo único que uno se atrevería a exigir –o demandar, para que no suene tan fuerte- es que no haya ningún reparo en reconocerlo, sobre todo cuando hay hemerotecas, videotecas y demás lugares en los que es sencillo encontrar nuestra primera opinión; yo diría que, en contra de lo que algunos piensan y tantos temen, el hecho de desdecirse y argumentar los porqués imprime aún mayor verosimilitud a nuestras palabras, no resultan huecas o tomadas de otros); la revisión, la relectura, una nueva toma de contacto es en ocasiones el mejor refrendo, redoblar el placer, descubrir que la obra está viva, se mantiene, ha crecido, es inabarcable en el sentido de que el tiempo le añade facetas, sorpresas, apreciaciones e, incluso, es como enfrentarse a ella por primera vez. Así lo he sentido al revisar Reflejos en un ojo dorado, la película que John Huston dirigió inspirándose en la novela de Carson McCullers, uno de esos títulos que, como tantos, había visto en televisión, cinéfago impenitente (no me importa que el DRAE no reconozca la palabra: aunque no lo haga nunca, yo seguiré devorando todo el cine que se me ponga por delante, sea en el formato que sea, rodado para el soporte que esté rodado), película de la que no guardaba un recuerdo demasiado bueno: la recordaba un tanto histérica, manierista, con un Marlon Brando muy alejado del mito al que venero, con una Elizabeth Taylor desaforada, una experiencia desasosegante por incómoda, siempre la evocaba como un error de dirección, como desubicada, un envoltorio atractivo que no escondía nada en el interior.

  Un puesto militar en tiempo de paz es un lugar monótono. Pueden ocurrir algunas cosas, pero se repiten una y otra vez. El mismo plano de un campamento contribuye a dar una impresión de monotonía. Cuarteles enormes de cemento, filas de casitas de los oficiales, cuidadas e idénticas, el gimnasio, la capilla, el campo de golf, las piscinas… todo está proyectado ciñéndose a un patrón más bien rígido. Pero quizá sean las causas principales del tedio de un puesto militar el aislamiento y un exceso de ocio y seguridad; ya que si un hombre entra en el ejército sólo se espera de él que siga los talones que le preceden.
   >>Y a veces pasan también en una guarnición ciertas cosas que no deben volver a ocurrir. Hay en el Sur un fuerte donde, hace pocos años, se cometió un asesinato. Los participantes en esta tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo”.
   Así inicia Carson McCullers su narración y los que me conocen comprenderán por qué devoré Reflejos en un ojo dorado en apenas un par de días (sí, no es demasiado largo, pero es una prosa en la que conviene detenerse, saborearla, dejarla que vaya invadiéndote, que se deslice con facilidad, al fin y al cabo le da un aire de cuento, de historia contada a un pequeño que no quiere dormir hasta llegar a la conclusión). Como en otras ocasiones, Pablo me regaló el libro y la película anteriormente citada, estimulándome a que leyese a una autora a la que sentía muy lejana, tal vez por no haber captado su esencia o no haber podido conocerla a través de su traslación fílmica, quizás por esperar algo diferente del filme o no haber sabido cogerle la onda o, sencillamente, no estar en ella al desconocer el texto original. El caso es que Carson McCullers me ha dejado sin aliento, se ha apoderado de mí, ha hablado sin tapujos ni tremendismos de asuntos muy íntimos, muy personales, esos que todavía provocan ampollas en los que prefieren esconderlos debajo de la alfombra, fingir indiferencia aunque se mueren de ganas por dejarse arrastrar, que ensucian lo natural por considerarlo prohibido o hacerlo inaccesible, propio de animales (¿qué somos nosotros en realidad?), esos que alzan muros, crean guetos, condenan al ostracismo, a la desdicha, a la incomprensión, a la clandestinidad; Carson McCullers sabe exprimir hasta sus últimas consecuencias un tono de evocación, casi de leyenda, de candor, de calma en la exposición que, precisamente, otorga a su escritura un valor de denuncia, de demanda, de crítica, de reivindicación de los que la sociedad que tiene poder para ello margina que no ha perdido un ápice de vigencia, de furia, de abatimiento de máscaras, de necesidad de estallar: con una concreción que llega a lo poético en algunos tramos, la novelista se adentra en lo más profundo, en lo que se agazapa tras capas de hipocresía a las que se otorga la pátina de buena educación, en los rencores enquistados y cuyas llagas no dejan de supurar, en el enclaustramiento mental, social y moral al que conduce esa rutina que se despeña desde lo monótono hasta provocar un aburrimiento letal del que es imposible despegarse.

   Vista tras la lectura, la cinta que dirigió John Huston sigue con gran fidelidad lo que la autora planteaba, se atreve a tocar asuntos que nunca han estado bien vistos en Hollywood (esa pacata doble moral que, en ocasiones, ha sido el mejor caldo de cultivo para obras transgresoras y lapidarias, prueba contundente de la ignorancia y poca perspicacia de la censura), sabe insinuar al modo en que lo hace McCullers, pero falla en el conjunto porque se empeña en mostrar (tal vez como osadía, como descaro, como burla a los vigilantes de la moral) cuando lo sugerido sería mucho más efectivo. A pesar de todo, es una interesante aproximación a un universo muy particular, frágil como la salud de la autora, minúsculo y por eso mismo extensible a cualquiera (esa es la grandeza de los creadores que merecen tal calificativo), con una Elizabeth Taylor idónea para su personaje (sin duda, emparentado con la Martha que venía de encarnar en ¿Quién teme a Virginia Woolf?, aunque ésta fuese escrita veinte años después), con un Marlon Brando de lo más inadecuado (y aunque nunca dejaré de adorarle –El padrino, La ley del silencio, Un tranvía llamado Deseo-, no dejo de reconocer que cuando se ponía a ello podía resultar el peor actor del mundo), con una ambientación perfecta, con una Julie Harris absolutamente espectacular (otra de esas pequeñas enormes actrices, gran señora en las tablas como sus cinco Tonys avalan, espléndida en pantalla) y un John Huston que a veces pierde el tono, acelera el ritmo sin sentido, se abandona a sus juergas con Brando filmando cualquier cosa, cinta irregular pero nada desdeñable (al fin y al cabo, McCullers exige esa mezcla aunque en imágenes no quede tan perfecta como en sus palabras: y es que si prestamos atención a lo que se refleja en un gran ojo dorado comprobaremos que es algo delicado, pero también grotesco –los antónimos sirven para explicarse mutuamente- y que va a ser lo que ese ojo capte lo que ante los demás lo califique de una manera, de la otra... o de las dos).     

jueves, 8 de mayo de 2014

PALOMA DE CONCORDIA





   A los amigos los elegimos, es uno de nuestros pocos privilegios, y sin duda podemos ser definidos a través de esas personas con las que nos gusta pasar el tiempo, compartir los malos momentos, los fracasos, los dolores, las angustias (prueba de fuego que hace a más de uno abandonar el barco a las primeras de cambio dejando clara su verdadera condición), con las que sentimos y experimentamos una conexión particular que supera cualquier barrera (hay compañías sinceras, perennes y sustentadoras que no entienden de distancias, mientras que otras son efímeras, endebles, ficticias a pesar de la proximidad, grandes burbujas que estallan para hacer patente la nada que les daba forma); y tiene su intríngulis que sean precisamente ciertas personas que han demostrado con creces no comprender el significado genuino de esa palabra (a la que hay que llenar de contenido cada día, aportar una acepción propia, querer habitar y ejemplificar sin atender a otras razones que a las irracionales –sí, pedazo de oxímoron, pero estoy convencido de que más de uno, el que lo probó como diría Lope de Vega, sabe de lo que hablo-, sin poder ni querer explicarnos el porqué, limitándonos a desarrollarla, sin apuntes ni cuentas de resultados, aprehendiendo las satisfacciones de que tenga lugar), esas que antes o después ponen precio al acto más nimio (recuérdese a Antonio Machado, por favor, y cómo calificaba a los que confundían lo que pone en la etiqueta con lo intangible, con lo que queda, con lo que importa, con lo que es valioso) y sopesan las consecuencias de posicionarse, de apoyar, de defender, y sólo actúan en la dirección que les permite seguir disfrutando de sus privilegios (o sea, haciendo todo lo contrario a lo que es esperable de un amigo, sobre todo porque no lo exiges, no lo demandas, no lo impones, casi puedes llegar a comprender la salvaguarda de sí mismo, pero no es necesario porque se inmola por ti antes de que tengas ocasión de exigirle lo contrario –y no intenta enredarte en explicaciones lastimosas, dar la vuelta a la tortilla, hacerte compartir su retirada, confraternizar con su cobardía, con su endeble actitud, vender humo apelando, precisamente, a la amistad que os une para cimentar su nulidad como tal-). Son esos dogmáticos (de vaya usted a saber qué en realidad), esos totalitarios, esos que sólo ven el haz que les interesa, que ignoran el necesario envés que imprime carácter a aquel, que le da carta de naturaleza, el contrario, lo opuesto (sin que eso implique enfrentamiento: tan sólo la perdida y añorada dialéctica, el diálogo que debería centrar la existencia y que es el auténtico motor que ha hecho avanzar por momentos el periplo del ser humano sobre este mundo), el hecho de que hay luz porque existen las sombras, apreciamos –o deberíamos- las bonanzas porque conocemos las penurias y, en definitiva, regresando como tantas veces a las palabras certeras de Serrat, “cada uno es como es, cada quien es cada cual y baja las escaleras como quiere” y esa variedad es la que hace apasionante el día al día, son esos incapacitados para respetar y añadir matices, para poseer una paleta anímica en la que seguir jugando con los colores básicos y ampliar su gama hasta el infinito, los que osan censurar, denostar, hablar de tus idas de olla (obviaré otras palabras más gruesas o directamente groseras, hirientes, injustas, porque eso supone sepultar un poco más en el olvido a gentes que, por propia decisión, puse muy lejos –aunque, tal vez, volvamos dentro de poco, no a ellas, sino a las sensaciones provocadas por sus actitudes, pero será en otro texto), mover la cabeza con repulsa e incomprensión (aunque tampoco les interesa saber: se sienten más cómodos encastillados en sus esquemas, ciertamente esquemáticos, reduccionistas, maniqueos) cuando expreso mi orgullo por haber conocido y sentirme cercano (amigo es una palabra, como se ha dicho, demasiado importante como para usarla alegremente, pero me consta que la intención de seguir abonándola existe por ambas partes) a una periodista que desborda humanidad, comprensión, conciliación, apertura de miras, sabiduría (de la de verdad, la mundana, la cotidiana, la que nunca deja de expandirse si estamos dispuestos a ello –“será que soy muy cotilla” dice en más de una ocasión y yo me reconozco en esa definición: “Por eso nos hicimos periodistas, ¿no? Porque somos curiosos y tenemos la fortuna de poder saciar en parte ese ansia”-), una verdadera encantadora de serpientes a la que es imposible resistirse (incluso aunque vayas predispuesto a lo contrario: su cordialidad, su temple, su bondad, su capacidad narrativa te desarman en un minuto), una mujer de la que sólo se conoce (y muy someramente) la superficie, a la que se constriñe en un estereotipo que no le corresponde, imagen pública de la que no reniega pero que no la define ni le hace justicia; y es por eso, entre otras cosas, por lo que hoy quiero hablar de mi querida Paloma Gómez Borrero.

   Son ya muchos los años en que nos vamos tropezando aquí y allá, en el ejercicio de la profesión, a veces compartiéndola, otras como autora a la que entrevistar, últimamente como compañera de conversación (nuestros encuentros no son meros compromisos de una promoción: son un disfrute, una alegría, un placer, “Óscar, ¡otra vez! ¡Qué bueno!” –ese fue su saludo hace unos días cuando nos sentábamos a charlar-), siempre como referente por su pulcritud a la hora de informar, todo un descubrimiento para mí, debo reconocerlo, desde el momento en que la acompañé en un taxi hasta los estudios de Radio Intercontinental en 1996 donde nos esperaba Miguel Ángel Yáñez -¡Cuántas cosas buenas a su lado!- para que fuese la invitada especial del Cita a las dos de esa jornada. Yo, y ella lo sabe porque se lo he contado, llegaba a esa ocasión con escepticismo, incluso con prejuicios, nunca he sido muy religioso desde que tuve capacidad para decidir ciertas intimidades por mí mismo, no tenía nada claro cómo enfrentar el diálogo con alguien como Paloma (con alguien con la imagen que yo tenía de ella), por un lado me apetecía la oportunidad de verla de cerca, por otro me podía mi sempiterna curiosidad, quería encontrar mis propios adjetivos, mi habitual diplomacia, la educación que me dieron en casa, me hizo esperarla en la acera con la mejor de mis sonrisas, la que se ensanchó y tornó en franca pocos minutos después, los necesarios para que Paloma extendiese sus redes (en las que nunca pretende confundirte) al asomar por el portal muerta de la risa (“Miguel Ángel me estaba llamando porque no tenía claro si venías a recogerme y yo le decía que me llamó alguien muy simpático que decía que tenía mi libro lleno de pósits, con muchas preguntas que hacerme, y él no lo ha dudado: “Entonces, hablaste con Óscar”. Y, claro, cuando además suena el portero automático y me dices que eres tú, yo le suelto: “Oye, parece que un Óscar está aquí, ahora nos vemos, a no ser que sea un secuestrador muy educado. ¡Qué gracia!”), al iniciar una conversación de igual a igual, tratándome como colega, sin ponerse en un escalón superior, hablando de mil cosas, ninguna relativas a Juan Pablo, amigo, el libro que venía a presentar, interesándose por mi trabajo, por mil cosas ajenas al Vaticano. “En realidad, la mayoría de las veces son los demás los que sacan el tema: se quiera o no, el Papa interesa, ese pequeño Estado en medio de Roma, ese lugar estudiado en Arte, que sale en los telediarios, en mil películas, que rezuma Historia, despierta interés, tiene una aureola propia que no tiene nada que ver con las creencias, nadie es inmune”, y puedo dar fe (nunca mejor dicho, aunque lo que sentí estremecerse en mi interior tuvo más que ver con el vértigo de los siglos, con la belleza que me rodeaba, con esa sensibilidad que llevo tan a flor de piel cuando me enfrento al eco de los que nos antecedieron, cuando me coloco ante cualquier manifestación artística), pude constatar que eso sucede cuando miras ese balcón tantas veces visto en fotos o televisión, esa Basílica impresionante, esa columnata de Bernini que quita los sentidos por su perfección geométrica, por su juego óptico, por su contundente realidad.

   Paloma siempre me pregunta por Pablo, no arruga la nariz, nos dedica los libros a los dos, insiste en que tenemos que ir a verla a Roma (¿Se imaginan tenerla como cicerone? Yo, desde luego, sólo de pensarlo me pongo a temblar por la emoción, porque con ella sería como entrar en el libro de texto al modo en que Mary Poppins se llevaba de excursión a los niños al interior de la baldosa dibujada por Bert), me habla de Madres de película (uno de nuestros reencuentros fue durante la promoción del mismo y se llevó un ejemplar a Roma), es una persona que no niega el saludo a nadie, que no pretende catequizar, que no esconde sus creencias pero no las impone, que acepta la oposición siempre que se cimiente, se explique, mantenga un discurso coherente, huye de lo incendiario, es una Sherezade que sabe tejer la historia para hipnotizarte (el modo en que, regresando de un Premio de Novela Ciudad de Torrevieja, paralizó a todos los que íbamos en su vagón contándonos el día en que pensó que habían asesinado a la revisora del tren de cercanías en que regresaba hacia Roma es digno de una maestra del suspense –es largo, y pierde al escribirse, al margen de que es su anécdota, pero puede que algún día, sobre todo si ella me da permiso, la transcriba-), sus ojos son vivaces, sus manos no paran quietas, es vitalista, infatigable (como va y viene de Roma y sólo estaba en Madrid poco más de un día la cita es a las nueve y cuarto de la mañana, pero cualquiera diría que ha dormido diez horas y te contagia el entusiasmo –“No me digas que este madrugón no te lo pegas por nadie más, que no sé qué decir”, “Es que es cierto, Paloma: ahora, para mi desgracia, tengo demasiado tiempo libre, pero lo de levantarse tan pronto como que no, jajaja. Pero no es un reproche: es necesidad de verte, ganas por estar un rato juntos” “No, si al final me sonrojaré”-). Sé que, de nuevo, habrá alguna voz que me acuse de sufrir el síndrome de Estocolmo, pero no se trata de eso porque lo que me gana es la persona, la colega cariñosa y respetuosa, la conversadora amena, a la que le preocupa poco si hablamos sobre Juan Pablo II: Recuerdos de la vida de un santo, su último trabajo publicado por Plaza y Janés, aunque lo hacemos, por supuesto, ya que gracias a este volumen –“Es una deuda que tenía pendiente, pero tenía muy claro que sólo iba a saldarla cuando le canonizasen; de no haber llegado ese momento, no lo hubiera escrito”- nos enteramos de que el Papa Wojtyla invitó a Liliana Cavani al Vaticano para ver junto a ella su película Francesco (ella, como Pasolini, como Saramago, como Scorsese, como tantos, se hace preguntas al margen de la ortodoxa, no pudiendo resistirse a lo que es una pulsión del ser humano, “y en contra de lo que algunos dicen, yo no lo veo una ofensa, porque su intención es la de comprender, comprenderse, son pensadores que engrandecen su objeto de estudio”, dice Paloma, “y así lo entendía el Papa, por eso quiso poner en común con Liliana lo que ella plasmó en la pantalla… ¡y mira que le dijeron que era como invitar al demonio!”), se reviven momentos muy conocidos a los que la autora aporta su visión, su recuerdo (“Es un libro que he ido anotando en mi corazón, es un archivo emocional, todo lo que no tenía cabida en las crónicas, sensaciones, evocaciones, los detalles esos que tanto me gustan, incluso más que el propio acontecimiento pero es al que toca prestar atención cuando ejerces como periodista”), mantiene sus opiniones (“No me hubiera gustado verle en sus últimos días, sé que no quiso esconder su agonía, que casi exigió aparecer en aquellos momentos terribles, muerto literalmente de dolor, sin poder emitir más que ese sonido gutural estremecedor, pero hubiera preferido no quedarme con esa imagen”), se descubren otros inéditos, insólitos, sorprendentes (“No escondo mi predilección, es comprensible, han sido 27 años y medio muy cerca de él; mi devoción es otra cosa, pertenece a mi intimidad, como debe ser. De todos modos, no quiero imponer ni convencer a nadie de nada: es un libro para los incondicionales, sí, pero no es excluyente, aunque tengo muy claro a quién agradará y a quién no”, y yo le digo que, a pesar de todo, cualquiera que la conoce la quiere y, de nuevo, deja que el candor coloree sus mejillas, mientras que empiezo a echarla de menos y a anhelar un próximo encuentro).