sábado, 25 de enero de 2020

LO ETERNO Y LO EFÍMERO






   Lo de mi alabada memoria, esa que tanto celebran mis compañeros de avatares lectores, esa que puede resultar implacable y en ese sentido no temen lo suficiente (será que la olvidan, valga la paradoja) familiares y llamados amigos cuando sacan el pasado a relucir, esa que a veces he podido exhibir en tantas horas de directo radiofónico, que tantas dudas ha despejado en un momento, que tantos argumentos me ha permitido armar en cuestión de segundos, que tantos errores (por no decir falsedades dichas a sabiendas confiando en que nadie tuviese a mano el dato correcto) ha subsanado, esa que hace aparición cuando menos lo espero fluyendo espontáneamente, lo de mi buenísima memoria, venía a decir, es matizable, por más que en líneas generales se mantenga en buena forma y lo demuestre en cuanto surge la menor oportunidad. Lo primero que conviene decir es que nunca he tenido que hacer demasiados esfuerzos para ir archivando/atesorando títulos de libros, nombres de autores, fechas de realización/estreno de una película, premios ganados por tal o cual intérprete, filmografías de cineastas, letras de canciones, momento (mes, día -no sólo el número sino en cuál de la semana tuvo lugar- e incluso la hora exacta con pocos minutos de margen) en que pasó esto o aquello, he sido (y soy) en muchas ocasiones el primer sorprendido por la claridad con que recuerdo algo, la facilidad con que me viene algún hecho a la cabeza, la boca y/o el corazón con profusión de detalles, sin ser muy consciente de tenerlo tan presente/vívido, brota sin más cuando es preciso o se impone sin haber sido convocado, sin tenerlo previsto, sin quererlo (ya sabemos qué terremoto emocional puede asolarnos, qué catarata evocadora/nostálgica puede anegarnos con apenas un inocente mordisco a una magdalena); esa reconocida facilidad para, por ejemplo, recordar con bastante precisión los nominados y ganadores de las diferentes ediciones de los Oscar (antes por lo menos, ahora, no sé si porque lo que allí ocurre y concurre no resulta tan memorable, tengo que hacer mayores esfuerzos para ello -y, no nos engañemos, uno va perdiendo facultades-), llegó a ser envidiada por mí mismo (a veces me veo desde fuera, me desdoblo y soy mi peor juez) durante las maratonianas horas de estudio de demasiadas asignaturas en que para aprobar se exigía reproducir literalmente los apuntes y/o el libro de texto, lo de menos era que se entendiese/aprendiese algo. Por otro lado, lamento destruir el mito, esa memoria no es tanta como parece, es decir, tengo una natural que trabaja a destajo sin que apenas lo perciba, acumulando mucho conocimiento inútil (aunque él emplea el término en otro sentido, me ha gustado llamarlo así desde que leí el fantástico ensayo homónimo de Jean-François Revel), con ello quiero decir innecesario (sobre todo porque ocupa espacio y no deja que entre otro que me gustaría más retener), y al mismo tiempo olvido casi al momento argumentos de películas y novelas, incluso aunque las haya visto/leído más de una vez (mucho menos lo segundo por desgracia: haría falta una vida sólo para releer todo lo que quisiera), incluso aunque me entusiasmen, aunque me dejen huella profunda (permanece imborrable la sensación experimentada, pero ayuna de datos concretos, esos que otras veces reproduzco con precisión fotográfica), equivoco mil y un detalles o soy incapaz de describirlos, lo que, no hay mal que por bien no venga, me ha permitido en ocasiones, como envidiaba aquel lector con el que Mark Twain coincidió en un tren, vivir la obra de que se tratase con la misma (o mayor) intensidad que la primera vez.

   En este ya largo y venturoso trayecto como lector/espectador, gran parte de los recuerdos más nítidos que conservo, los que se mantienen más vivos y frescos, como si hubiesen sucedido hace pocos días (u horas), son aquellos que dan cuenta de lo mucho disfrutado, admirado, aplaudido, vibrado durante una función de teatro, tal vez por la inmediatez, por la cercanía, porque sucede ante nuestros ojos sin filtros, porque es algo único como la propia vida, porque mantiene ese carácter inédito, porque nunca es exactamente igual a lo que sucedió con/al público de ayer ni a lo que sucederá con/al de mañana, porque se ejecuta sin red, porque no se puede rebobinar, porque se respira verdad, porque crea atmósfera vital, porque se la están jugando tal y como lo hacemos en el día a día, porque no es una repetición sino algo nuevo aunque texto y decorado sean los mismos. Ya lo dijo (como casi todo) el gran Antonio Machado, “lo nuestro es pasar”, pero no sólo por “pasar haciendo caminos” sino por estar continuamente sucediendo, somos gerundios andantes hasta que nos convertimos en eterno pasado o entramos directamente en el olvido, en el desconocimiento de los que lleguen después, todo dependerá en gran medida de la memoria de quienes puedan dar testimonio, en cómo se estimule o apague la de los demás; recuperando la literalidad del verso, vamos transcurriendo, vamos viviendo, pasamos de esto a aquello, la vida sigue su curso, y hay cosas que así lo hacen también (pasar) mientras otras quedan y eso es lo que, como digo, me pasa con el teatro, arte efímero en sí mismo, cada representación nace y muere en cuestión de horas, su trascendencia, su recuerdo, su inmortalidad depende de cada espectador, aunque puedan quedar mil testimonios del mismo en forma de afiches, fotografías, grabaciones, carteles, críticas de los periódicos, entrevistas, su auténtica perdurabilidad se la conceden los comentarios, los parabienes, los aplausos y ovaciones, lo que uno cuenta a los demás, lo que sigue evocando y recreando años después sin necesidad de que se lo cuenten hemerotecas. Esa urgencia del momento, ese carácter perecedero que lleva intrínseco, esa bajada de telón que sirve para vaciar la escena y prepararla para lo que venga después, esa condición del teatro es la que captura con la sabiduría que dan tantos años entregado al noble arte de la interpretación Emilio Gutiérrez Caba en El tiempo heredado, libro publicado por Aguilar en noviembre del pasado año, cuando afirma: “Eso, ni más ni menos, es el teatro: un instante de brillo, de éxito y el olvido”.

   Enfrentar y vencer a este último es el plausible y conseguido objetivo de este particular libro de memorias, puesto que no lo es al uso o no estrictamente, en el sentido de que su autor se coloca en segundo plano, no habla sobre él más que cuando es imprescindible, no repasa su trayectoria, sus logros, sus triunfos y fracasos: “(…) aquí no trato de contar mi vida, sino la de las mujeres de mi familia, la de las mujeres que conocí y la de las que las antecedieron. Su historia, no la mía, aunque, a ratos, esta se entrecruza, claro”. Y en esos casos se comporta más como testigo que como protagonista, con la humildad que le caracteriza cede gustoso el foco a aquellas que define como “frágiles, menudas, intangibles, expuestas a la crítica del tiempo. Son las mujeres de mi familia. Todas actrices, todas conocidas, respetadas y queridas en su tiempo. Llenaron escenarios y pantallas de cine y televisión. Descubrieron el teatro a muchas generaciones, vivieron y murieron por él. Desde la distancia, desde la relativa traición de la memoria, evoco su historia y su paso por la vida, su época y la de este país tan amado y tan dolido; la de su teatro y su cine. Todo lo que he podido recordar y saber de aquellas mujeres, de aquellas admirables actrices que me enseñaron a querer este mundo, a tratar de entenderlo, está en estas páginas. Es emocionante que sea mi familia, es emocionante poder escribir de ellas a las que tanto debo. Es lo que el tiempo me ha dejado”. Aunque no sea ninguna sorpresa para quienes hemos tenido la fortuna de conocerle más allá de manera más personal (no puedo olvidar el momento en que nos entrevistó a Pablo y a un servidor sobre Madres de película en una colaboración que hacía en aquel momento con la SER y se mostró generoso, informado, cercano, agradecido -su hermana Irene, grande donde las haya, aparece dos veces en el libro y demostró haberse leído esos y otros capítulos, había buscado entrevistas anteriores incluso sobre nuestro anterior trabajo en conjunto-), El tiempo heredado permite confirmar las virtudes enumeradas y algunas más, la humanidad que, aunque puesta al servicio de cada personaje, destilan tantas de sus interpretaciones (y por eso impacta como lo hace en La comunidad al despojarse de la misma, hacernos olvidar el afecto que despierta para espantarnos, amedrentarnos, hacernos temblar), hace bueno el refrán porque se muestra agradecido precisamente por bien nacido, es decir, por recuperar las figuras de quienes fraguaron una de las sagas interpretativas más memorables de nuestro país (y, me atrevería a decir, casi de cualquiera), una genealogía que se remonta al XIX y que Emilio reconstruye a base de recortes de periódicos, cartas, testimonios directos, levantando acta de teatros, funciones, giras, directores, empresarios, centrándose, por supuesto, en su familia, en aquellos que dieron lustre a los apellidos que aún siguen brillando en las marquesinas, a los que lo hicieron antes, a los que se han sumado después.

   Emilio articula su libro en torno a las reflexiones/evocaciones que le brotan durante las horas previas a un estreno, “como siempre que llega ese día, me hago la misma pregunta: ¿Qué demonios se me ha perdido a mí en un escenario? (…) empiezo a recordar viejas conversaciones escuchadas en mi casa cuando era niño, relatos sobre antepasados que nunca conocí (…). Aquellas palabras que, como piezas de un puzle, visualizo en este momento y que completan el panorama de sus recuerdos y de los míos. ¿Qué hago yo subido a un escenario?”. La respuesta (en parte) está en los suyos, en quienes le precedieron, en quienes introdujeron el gen teatral en la sangre común, empezando por el bisabuelo materno del autor, Pascual Alba Sors: “En los meses de mayo y junio de 1994, cuando estuve en Granada ensayando una obra teatral, intenté localizar la sepultura de mi bisabuelo, pero fue inútil. Sí, don Pascual Alba fue el «responsable» de que hoy yo esté en este teatro (…). Tal vez la búsqueda de su sepultura en Granada encerraba la intención inconsciente de situarme delante de la lápida, guardar silencio y preguntarle: «¿Por qué te dedicaste a esto? ¿Qué sentido tenía? ¿No hubiese sido mejor (…) abrirte camino en la vida de una forma más segura en vez de embarcarte en este mundo del espectáculo tan inasible, tan efímero, tan frágil? No te entiendo, Pascual, en menudo lío nos metiste a todos. Es hermoso lo que hacemos, sí, pero hay que ver qué malos ratos se pasan, a veces, como hoy, esperando la hora del estreno. Claro que si hubiese encontrado tu tumba a lo mejor no te había preguntado nada: me hubiera quedado en silencio, eso sí, y luego hubiese musitado en voz muy baja: “Gracias, muchas gracias, don Pascual, por esta inseguridad tan dura y al mismo tiempo tan excitante, tan necesaria y tan hermosa”»”. Don Pascual tuvo dos hijas, Leocadia e Irene, tía abuela y abuela respectivamente de Emilio, la primera gozó de gran éxito y prestigio (fue la señá Rita en el estreno de La verbena de la Paloma el 17 de febrero de 1874, donde también actuó su hermana), uno de los varios nombres que se rescatan del olvido/desconocimiento, suministrando abundante e interesante información para el espectador que no se conforma con aquello que ha visto y encuentra/descubre en el libro fechas, estrenos, autores, títulos, teatros, aquello de lo que ha quedado constancia, aquello de lo que el autor tiene testimonio: “Me siento terriblemente frustrado por no haber tenido cuando murió [Leocadia Alba en diciembre de 1952] la edad de mis hermanas y haberle podido preguntar muchas cosas de su vida que se siempre se han conjeturado en mi familia, que nunca se han sabido con certeza”. Estas palabras son toda una declaración de intenciones, puesto que cada página del libro es precisa, honesta, directa, tanto en lo profesional como en lo íntimo, ateniéndose a los hechos, un brillante ejercicio de pulcritud y respeto, sin ocultar episodios oscuros (económicos, laborales, personales) pero sin recurrir a tanto exhibicionismo obsceno como abunda por ahí (y que tan celebrado y bien pagado es), brutalidad innecesaria que, además, en muchos casos tiene más de ficción que de realidad, todo lo contrario a lo que hace Emilio con suma elegancia.

   Mi madre [Irene Caba Alba], trabajadora, obediente, responsable, irremediablemente sumisa, entró en la profesión de sus padres, como años después lo haría mi tía Julia, resignada más que convencida, pero sin capacidad de respuesta ante el carácter enérgico de mi abuela [Irene Alba]. Empezó en el teatro bajo la protección de su progenitora y poco a poco le fue gustando sin entusiasmarla, dándose cuenta de lo importante que era en la vida tener un oficio, trabajar. Bien es cierto que aquello no la liberaba; nunca sabré qué le hubiera gustado ser de no haberse dedicado al teatro, aunque intuyo que sus aspiraciones coincidirían con las de la mayoría de las jóvenes de su época: fundar una familia, criar a sus vástagos y cuidar a sus padres cuando llegasen a la ancianidad; dedicarse al teatro le permitía desarrollar unas facultades intelectuales que, difícilmente, podían presentarse en otras profesiones”. Como se ve, Emilio escribe con plena sinceridad, expresa las emociones justas (como sabe hacer con maestría cuando interpreta), sabe convertirse en narrador y tomar distancia, equilibra con sumo gusto sus opiniones, sus afectos, sus juicios, deja muy claro cuando el corazón le lleva a adjetivar de un modo que, tal vez, no responda fielmente a la realidad: “(…) desde la perspectiva de los años y la edad, uno juzga menos severamente ciertos comportamientos, ciertas maneras de ser. Creo que es una de las pocas cosas que te da la edad: comprensión ante ciertas actitudes, ante ciertas reacciones. La intolerancia debería estar reñida con las canas, aunque no sea así muchas veces”.

   Dos de las personalidades, de las mujeres, fundamentales en el libro son, por supuesto, las de sus hermanas, Irene y Julia, grandes señoras de la interpretación, la primera fallecida demasiado pronto (las páginas dedicadas a sus últimos meses son especialmente dolorosas y, de nuevo, Emilio consigue mantener una contención admirable por más que exprese su rabia, su angustia, su pena), la segunda aún en activo (si están a tiempo no se pierdan Cartas de amor, creo que quedan pocas representaciones), ambas repitieron lo sucedido con su madre y su tía, lo de Irene fue vocacional, Julia aprendió a amar el oficio desempeñándolo (y elevándolo a cimas muy altas), a la primera sólo la pude aplaudir a través del cine y la televisión (gracias a esos espacios dramáticos de TVE que tantos espectadores ganaron para el teatro), a la segunda he podido disfrutarla varias veces en escena e incluso (permítanme la presunción) compartir muy cerca de ella (y de su hermano) la feliz noche en que se llevó un Goya para casa, Emilio otro, ¡cuánta alegría compartida al reunir a ambos para la que la fue la foto de aquella noche como la de hoy (escribo apenas hora y media antes de que empiece la ceremonia de entrega)! “En cierta ocasión Pilar Miró me dijo, medio en serio, medio en broma: «Dile a tus hermanas que discutan alguna vez por algo, porque es una lata verlas siempre tan bien avenidas». Pilar jugaba con los nombres de las dos y llamaba Julia a Irene e Irene a Julia. Era un guiño afectivo que le divertía mucho, sabiendo que ninguna de las dos se iba a ofender por ello”. Con la discreción que le caracteriza, pero sin ambages, Emilio cuenta aspectos íntimos de sus hermanas, precisamente para dejar claro que nadie ni nada pudo quebrantar los lazos que las unían desde siempre y se mantuvieron firmes hasta la temprana muerte de Irene: “[Cuando niñas] Julia, morena, alérgica a las fotografías, torpona en los juegos, aceptaba de mala gana, a veces, el liderazgo de su hermana en la organización de todo. Irene ejerce de hermana mayor; en las fotos siempre aparece abrazando a mi hermana Julia, agarrándola de la mano, mientras Julia muestra su rechazo a retratarse, prefiere estar en un segundo plano. Las fotos de ambas en la infancia nos hablan de niñas felices, queridas”.

   Tras este estupendo regalo para el aficionado al teatro (y al cine y a la televisión, pero es el primero el que importa -en el libro y en el corazón de este lector-), ojalá Emilio se anime a completar la historia, es decir, a contar la suya, a hablarnos sobre sus inicios, sobre La caza y Nueve cartas a Berta (son películas, sí, inolvidables), sobre Olvida los tambores (que aquí menciona para explicar una de las fotografías que ilustran y completan el texto), sobre aquellas funciones que uno no pudo ver por su corta edad, sobre aquellas en las que he podido admirarle y ovacionarle (y que, como dije al principio, puedo reproducir con mayor detalle que funciones vistas hace un mes), sobre lo que esté haciendo en ese momento porque, como todos los grandes que llevan el bendito veneno del teatro en las venas por pasión/vocación y por herencia sanguínea, ahí seguirá mientras pueda (porque el público quiere que siga, no hay duda), destilando las mismas humanidad y verdad que en las páginas escritas: “Cuando me preguntan cómo son nuestras relaciones familiares, nunca sé qué responder, tratando de explicar lo peculiares y poco convencionales que resultan. Lo cierto es que sabemos cómo es nuestra profesión y el escaso o nulo tiempo de que disponemos para establecer un calendario adelantado de encuentros. Estos se producen de manera improvisada, por sorpresa, pero siempre hemos tenido la sensación de que las relaciones entre nosotros eran firmes, afectuosas, pasando por los baches considerados normales en todas las relaciones humanas. La verdad es que nos queríamos y mucho. Creo que nunca dejamos de hacerlo pese a estar varios meses sin vernos, pese a no existir entonces ni ordenadores ni teléfonos móviles. Nos llamábamos por el teléfono fijo o nos escribíamos postales y cartas. (…) No, no celebrábamos cumpleaños ni santos ni bodas. Vivíamos”.

jueves, 16 de enero de 2020

"FALCON CREST" VINO (NUNCA MEJOR DICHO) DESPUÉS





   Del mismo modo que se me abalanza y aplasta como una losa, que me sume en episodios desconsolados de añoranza, que no consigo evitar la virulencia con que a ratos me estruja el corazón y vence el ánimo, aunque he aprendido a mantener cierta distancia y no darle ninguna importancia (pero vence el pulso en más de una ocasión, consigo quedar en tablas durante un tiempo de duración variable hasta que un poderoso envite tumba de nuevo mis defensas), al igual que la Navidad me horada sin misericordia (cuando se supone que debería ser lo contrario, ¿no?) desde que (cada vez más pronto, por cierto) empiezan a decorarse/iluminarse calles, escaparates, domicilios, locales y los villancicos (o, para los que vivimos cerca, la cancioncilla asociada a un determinado centro comercial) se transforman en la banda sonora no pedida de cualquier lugar, puedo afirmar rotundamente que ahora apenas deja eco y que, al contrario de cuando era niño y me pasaba algunas semanas echándola de menos y prolongándola en mi ánimo (por más que año tras año supusiera una gran frustración), antes me costaba aparcar el llamémosle espíritu navideño, vivía con auténtica angustia la cuenta atrás que nos llevaba al 8 de enero (fecha fatídica en que se regresaba a las aulas), en la actualidad me la quito en encima con suma facilidad, en gran parte porque apenas me cubro con ella. En realidad, mis anhelos navideños (esos que, como digo, quedaban en nada aunque a ratos hubo destellos de, como diría Pablo Milanés, “lo que yo, simplemente, soñé”) me llegaban a través de películas, cuentos, dibujos animados, sublimaciones variadas con las que, aún hoy, se bombardea el inconsciente colectivo, celebraciones ajenas, otros modos de encarar y sentir estos no tan entrañables días, eran muchas las cosas que uno descubría a través de los canales citados y otros similares (incluyendo la memoria de los mayores al evocar festejos humildes y espontáneos en que los vecinos compartían lo poco que tenían, cantando y dando palmas hasta altas horas de la madrugada), ¡cómo no desear formar parte de los Hollister (esos que desterré por ñoños no mucho después), aún más de los Cinco y de los Tres Investigadores que, para colmo, se veían envueltos en misterios apasionantes (también los primeros, sí, pero muy pronto salió a la luz la moralina, el aunque sutil y casi inocente comparado con lo que ha venido después adoctrinamiento que parecía preocupar al autor mucho más que los enigmas y las aventuras)!

   Lo cierto es que fue antes de esos días que solemos denominar “tan señalados” y aún están tan cercanos (algunas calles de por aquí siguen decoradas para la ocasión, poco a poco se van retirando luces y demás aditamentos) cuando volví la vista atrás movido, como tantas veces, por una lectura: el pasado noviembre participé en otro de los encuentros organizados por mi Pepa Muñoz en Casa del Libro de Gran Vía, en esta ocasión para conversar con mi tocayo Óscar Soto Colás con motivo de la publicación de su segunda novela, La sangre de la tierra, editada por La Esfera de los Libros. En una de esas asociaciones de ideas un tanto extrañas que me asaltan, evoqué aquellos años en que éramos esponjas, todo nos estimulaba/resultaba atractivo, llenábamos los juegos y la cotidianidad de aquello que leíamos y veíamos en televisión o el cine, en que nos transformábamos al más puro estilo de Maya la de Espacio 1999 en los personajes más variopintos según lo que estuviese de moda/en emisión, también queríamos ser Parchís, faltaría más, incluso recuerdo que, puesto que se repuso en verano (época en que había, por así decirlo, barra libre -durante el curso los niños buenos se iban temprano a la cama, no un servidor-) y vimos en Morata durante las vacaciones algunos episodios, Emilito Cela y yo jugamos a reproducir la antológica pelea entre Nick Nolte y William Smith en Hombre rico, hombre pobre; cuando llegó Dallas (y posteriormente Dinastía, pero fue aquella la que nos inspiró), Iván, el nieto de la señora Matilde que vivía en Bilbao (que nació allí) y venía con sus padres y primero hermana después también hermano a pasar parte de agosto en casa de su abuela, me propuso que inventásemos nuestro propio serial al más puro estilo de los que llegaban de EEUU y a ello nos pusimos con osadía y sin complejos, reproduciendo la estética, incluso el modo de comportarse, las fiestas, los rituales, las enrevesadas relaciones familiares, un calco descarado de aquello que (era así) detenía el tiempo cada martes por la noche, al menos comprendimos que no podíamos centrarnos en el mundo del petróleo porque no sería creíble (como si lo demás lo fuese, jajaja) y, en un alarde de ingenio, Iván propuso (y yo lo acepté inmediatamente porque me pareció una gran idea) que las intrigas debían tejerse en una empresa dedicada a la exportación de naranjas, que eso era muy español, y por ello titulamos a nuestro proyecto Vitamina C (así éramos, qué quieren que les diga, no exagero nada). Falcon Crest llegó a España cuando ya estábamos en el instituto, fue toda una fiebre, los que teníamos vídeo y podíamos grabar los capítulos de las tardes que teníamos clase (lunes, martes y jueves) poníamos al día a los demás para que pudieran seguirla sin problemas, el enganche aún duraba cuando empecé la carrera, resultó que Juan Mairena también era seguidor de la serie y, además, venía de Bollullos del Condado, tierra de valorados y ricos vinos, el resto ya lo pueden imaginar (algo que, obviamente, él ya había hecho con sus amigos de allí), jugamos a imaginar escenas dignas de los Gioberti y hasta mi gran entrada (diseñada como final de capítulo) cuando fuese a conocer a su familia (lo que sucedió en el verano de 1989), dejando caer la maleta, mirando a mi alrededor con complacencia y diciendo: “He venido… para quedarme”; como se ve, seguíamos tremendamente influenciados por el modo de contar y hacer de los (como decíamos entonces -y ahora-) americanos.

   Óscar Soto, con enorme inteligencia, cuenta su historia como corresponde a quien la ha (nunca mejor dicho, perdón por repetir lo del título) bebido desde siempre, con modos, maneras y realidades propias, reconstruyendo una época y siguiendo los cauces de la gran novela social y folletinesca de profunda raigambre española, por más que fuese una obra francesa la que le estimuló e hizo prender la llama: “Leyendo “Germinal” de Zola, pensé por qué nadie había contado lo que se vivió en mi tierra, una auténtica epopeya, fue así, en la que campesinos se transforman en terratenientes”. Ya sé que, siguiendo la tónica habitual, me he excedido en lo que hubiese debido ser un mero introito, unas cuantas líneas, pero al reírme (y un poco congratularme, no lo negaré, de que nos pusiéramos a crear como parte de los juegos) de aquella audacia infantil y posterior, pretendo destacar uno de los aspectos más positivos de la novela de Óscar que, además, imprime gran verosimilitud y humanidad a la narración, puesto que no escoge (como tantas veces se hace en lo literario y en lo audiovisual -y en la mayoría los resultados son lamentables/risibles-) modelos ajenos para limitarse a imitarlos (hay quien no cambia ni los nombres de los personajes), él se limita a inspirarse en Zola para contar cómo llegó La Rioja a ser lo que es hoy en día en lo que a la industria vinícola se refiere, pero lo hace, como se ha apuntado, a nuestro modo, se huelen aromas de autores como Valera, Pardo Bazán, Pereda o Galdós, realismo y naturalismo entreverados en la propia esencia de quienes lo vivían sin ser conscientes de ello, la cotidianeidad transformada en literatura, eso es lo que Soto Colás recupera, apuntes del natural muy bien entreverados con los hechos históricos en una trama que se bifurca en varias ocasiones, el tronco va dando fruto según avanzamos en la lectura, y que se sirve mediante una estructura que responde/refleja fielmente la época en que transcurre. Ese aire tan reconocible que crea atmósfera y nos invita a viajar en el tiempo y que, en algunos momentos, tomó prestado, así nos lo cuenta, de los estupendos guiones de Julian Fellowes para Downton Abbey (a su vez claramente inspirados en los novelones decimonónicos que se publicaban por capítulos), lo que, repito, no significa que copie nada ya que, además, cuenta una historia muy diferente en tono y escenario, que tanta importancia tiene en este caso, que tanto condiciona las acciones y pasiones de los personajes, no en vano el título de la novela lo coloca al frente de la narración:El título lo tuve antes de escribir la primera frase [por cierto, fantástica y digna continuadora de la tradición señalada: “Aquella era la primera vez que Víctor Arriola salía de su Bilbao natal en sus veinte años de vida”], que también tuve en seguida: es algo que me ocurre generalmente, me gusta madurar esas ideas, tener esa sensación de ansiedad de ponerme a escribir porque hay un arranque y, al mismo tiempo, dominarla un poco para no ponerme a soltar y soltar sin más. El título, como digo, lo tuve muy pronto y me pareció sorprendente que nadie lo hubiese utilizado antes porque es una metáfora tan sencilla, sólo encontré en Chile una obra de teatro con ese nombre [montaje de la compañía El Circo del Mundo estrenado en mayo de 2017] e incluso eso es posterior a elegirlo yo”.

   La sangre de la tierra, tal vez por aquella lejana pero decisiva inspiración zoliana, nació con tintes más colosalistas, que a buen seguro hubiesen producido una novela igual (o más al menos en el número de páginas) de emocionante y atractiva, pero el autor optó por no dispersarse y así ganaba peso la historia íntima, la particular, la que engancha a los lectores, la que tantos descubrimos, la que Óscar quería recuperar: “Mi primera idea fue cubrir casi un siglo, desde los comienzos del XIX hasta los del XX, pero pasaron tantas cosas en ese momento en España que la historia que verdaderamente quería contar, la del vino, se diluía y por eso tuve que acotarla y centrarla en un periodo muy específico y olvidar el resto, aunque puedo decir que está, tanto en mi cabeza como en el ordenador, nunca se sabe…”. Demuestra, de este modo también, ser digno heredero de los autores citados (y otros como Balzac) puesto que crea un gran universo en el que conviven otros más reducidos, puede ampliar o cerrar el foco a conveniencia, elabora un gran puzle del que muestra las piezas precisas, todo tiene sentido, lo que no es óbice para poder añadir otras más adelante en forma de novela independiente (incluso aunque formase parte de lo que se presentase, de nuevo a la manera de Zola, como ciclo), aquí entre nosotros ojalá lo haga. En contra de lo que pueda pensarse, Óscar Soto Colás no tiene nada que ver con aquello que cuenta, simplemente tuvo la agudeza de percatarse de que podía (y debía) hacerse, que había una historia que poner en valor y, en muchos casos, rescatar del olvido/la ignorancia: “No tengo familiares directos que sean bodegueros, ni tan siquiera alguno que tenga vides, sí un tío lejano que lo fabrica y su mayor ilusión es dártelo a probar porque es algo suyo, es lo que va a trascender, cuando él se vaya dejará un legado en forma de botellas. Son cosas que entendí desde pequeño al haber nacido allí, del mismo modo que aprendí que la tierra sólo te da cuando le pides, cuando te esfuerzas, no vale cogerlo, hay que quitárselo; eso es algo que marca el carácter, que crea una cierta ética del trabajo”. Habla de ambiciones de todo tipo, de visionarios que demostraron su acierto, de gentes que supieron aprovechar las circunstancias en su favor, hace un retrato ecuánime (con personajes ficticios por más que inspirados en documentos y testimonios de la época) y poco o nada triunfalista/sublimado de lo sucedido en La Rioja a partir de la segunda mitad del XIX, al fin y al cabo todo empezó con una (cruel para quienes sufrieron sus efectos) carambola del destino: “Que la industria vinícola naciese y se asentase en La Rioja fue a causa de la filoxera: desde Francia, la epidemia se fue extendiendo por toda Europa y España se libró en un principio gracias al clima. Cuando llegó, el último sitio al que lo hizo fue La Rioja, es decir, se dieron las circunstancias perfectas: una región a salvo de la plaga en un momento en que los franceses comprenden que es mucho mejor enseñar sus técnicas a otros que comprar el vino e importarlo y a eso se sumó el dinero de los señores de Vizcaya que vieron la oportunidad de hacer y tener el negocio muy cerca de su casa”.

   La sangre de la tierra se beneficia de una prosa clara y mesurada a través de la cual Óscar Soto Colás va desgranando aquellos sucesos históricos que influyen directamente en la acción y en el devenir de los personajes, haciendo comprensible para el profano todo lo relacionado con la elaboración del vino a través de cómo estos se comportan, desean, imaginan, ambicionan o trabajan, dotando de corazón y personalidad a los episódicos pero fundamentales en el desarrollo de la trama y cómo se sientan las bases de un universo literario, evitando quedarse en lo arquetípico, añadiendo matices, explicando conductas sin maniqueísmos, explorando la parte humana (que tantos olvidan por quedarse en la carcasa) que alienta esas pasiones que así adjetivamos: la ambición, el rencor, el dolor, la envidia, el odio y otras más están tratadas aquí sin esquematismos, con contenido, construyendo almas (más o menos limpias, más o menos tortuosas), siendo motor que nunca pierde carburante (ni coherencia), alimentando una novela de esas que no se pueden soltar y que dejan en pañales a la mismísima Angela Channing en lo que a intrigas personales y empresariales se refiere.