lunes, 26 de noviembre de 2018

SIN LA VOZ DEL AUTOR








   Casi como algo inédito, hoy comenzaré hablando del título de este escrito, explicándolo un poco en el sentido de que nadie piense que voy a hacer una crítica negativa del libro que ven ahí arriba retratado, es algo que pudiera inferirse de la preposición que lo inicia y que, como señala el DRAE, “denota carencia o ausencia de algo”; creo que, en todos estos años llenado el ángulo oscuro del salón con mi verborrea, no he publicado ningún texto dedicado (o escupido, nunca se sabe) a un libro que no me haya gustado, algo a lo que en general tampoco soy muy proclive (no puedo decir lo mismo -además, no lo evito- en lo que se refiere a películas y series u otros programas de televisión, en menor medida al teatro, si bien es cierto que mis mayores diatribas -algunas, lo reconozco, muy duras, pero siempre procuro argumentarlas- las reservo para las redes sociales y quedan fuera de aquí), en algún momento he hecho burla, sátira, mofa, he lanzado andanadas, he expresado mi desacuerdo con galardones, loas y parabienes concedidos/dedicados a títulos y/o autores que me aburren/agotan/no me interesan/me desagradan (o lo hicieron, lo digo en pasado porque procuro hablar sobre lo que conozco y, comportándome como el gato escaldado -no regresaré al tema ya tratado de los prejuicios y de cómo algunos no son tales por más que así los denominemos-, hay gentes a las que he dejado de frecuentar o, al menos, procuro mantenerlas lo más lejos posible), pero todo ello (en lo que al blog se refiere, reitero) no ha pasado de una frase, una ironía, un dardo, unas cuantas palabras, una parte muy breve de una entrada dedicada (como la mayoría) a contar experiencias gratas como lector, a compartir el placer y entusiasmo sentidos (luego, eso sí, puede suceder -y sucede- que determinados títulos me hayan provocado más regocijo que otros y eso se note en la intensidad de los adjetivos utilizados, en dar rienda suelta a la emoción o mantener un tono más correcto y/o profesional, podríamos decir). Dicho lo cual, no es que el autor de hoy no haya dejado su voz, su huella, en su última novela sino que, en las dos ocasiones anteriores en que Antonio Mercero visitó este rincón ocurrió eso literalmente, es decir, tuve el privilegio de conversar con él, de preguntarle sobre diferentes aspectos de su obra, de compartir aficiones, amores y devociones (especialmente en lo relativo a Patricia Highsmith), de tener tiempo para estrechar lazos personales (que, lógicamente, quedan para nosotros, no han aparecido aquí), de, eso sí me gusta decirlo a boca bien abierta, rendir continuo homenaje a su padre, el genial Antonio Mercero de quien heredó nombre, apellido y talento para narrar, de rogar que le diese algún abrazo de mi parte como eterno agradecimiento por todo lo que me hizo aprender y disfrutar (y lo sigue haciendo, ahí está, por no irnos más lejos, la web de TVE con gran parte de su obra al alcance de cualquiera), algo que ya no podré hacer más (sí enviar mi constante admiración hacia las estrellas), pero confío en tener una nueva oportunidad (o las que sean) de reencontrarnos para seguir hablando, fundamentalmente, sobre literatura, algo a lo que he tenido que renunciar (ha sido una decisión unilateral) porque mi horario de estos meses es tan caótico que ni yo mismo puedo hacer planes con un día (y hasta horas) de antelación, tengo la sensación de que mi tiempo no me pertenece, raro es que pueda cumplir los plazos para que me marco hasta para algo tan rutinario como hacer la compara y, por lo tanto, no quería tenerle pendiente de mí (es algo que me encorajina bastante), ya nos quitaremos la espinita (si a él le apetece, por supuesto).

   Intento no citarme más de lo tolerable (depende del límite de cada uno, claro, confieso que el mío es bajo en este aspecto), baste con señalar que no es la primera vez que se glosa una novela de Antonio, pero como El caso de las japonesas muertas publicada por Alfaguara es una novela que el autor prometió desde la propia solapa de El final del hombre, su anterior trabajo, y que, aunque pueden leerse de manera independiente porque ambas se explican en sí mismas, esta que ahora nos ocupa es una continuación de aquella en el sentido, como él mismo explicaba en su momento, de completar el viaje de su heroína, “la llegada a su destino”, nada mejor que remitirles a sus palabras de hace poco más de un año  (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2017/10/silogismos-llenos-de-poros.html) y, así, evito repetirme para aquellos que tuviesen la amabilidad de leerme en su momento y repetir ahora. Tanto esta novela como su predecesora poseen las suficientes entidad y coherencia como para ser fácilmente comprendidas sin necesidad de leer la otra, incluso pueden leerse al revés, es decir, primero la aparecida el pasado octubre y después la que lo hizo en 2017, pero no cabe duda de que quienes conozcan lo sucedido en la vida de Sofía Luna hasta llegar a ser quien ya es de pleno derecho desde las primeras páginas de El caso de las japonesas muertas captarán al vuelo detalles, anticiparán (lo intentarán al menos) hechos, reacciones, les bastará una frase para evocar o reconocer a un personaje, dialogarán con la novela a un nivel más si se quiere íntimo y/o profundo, aunque cualquiera que abra el libro quedará seducido por las personalidades (muy trabajadas, espléndidamente definidas, reflejadas y expresadas con la sabiduría adquirida tras una larga trayectoria como guionista) de unos seres que son tales, es decir, que suenan reales, que rehúyen lo inverosímil, que participando en una trama compleja (hablando de lo estrictamente policiaco) no están puestos al servicio de esta sino que es su participación en los diferentes hechos que se narran, su modo de ser, comportarse y pensar los que imprimen nervio, emoción e intriga a una historia que, como ya sucediera en El final del hombre, sigue con acierto un esquema clásico, por más que el modo de desarrollarla siga un camino particular, ese que permite a Antonio destacar una vez más como magnífico cronista de lo cotidiano, de lo aparentemente (o verdaderamente, así es la vida) trivial.

   Porque si resulta apasionante el misterio a resolver (que, además, le permite desplegar una paleta de colores -personajes- de lo más variopinta), tanto o más lo es la cotidianidad de los involucrados en el mismo, lo uno es indisoluble de lo otro, el autor consigue sin aparente esfuerzo (pero con indudable trabajo detrás) que no haya tiempos muertos y/o páginas prescindibles, que nada resulte anecdótico o estrambótico (en el sentido más literario del término), que sintamos tanta o más ansiedad cuando aparece un nuevo cadáver o cuando Sofía se enfrenta a su progenitor, cuando sentimos el peligro cernirse sobre alguien o cuando no sabemos cómo juzgar a un personaje (sobre todo si se trata de una traductora de japonés que parece estar jugando con más de una baraja a la vez -todo un hallazgo, no digamos su perro, un dúo irresistible aunque inquietante, tal vez si no fuesen lo segundo no serían lo primero-). Antonio posee un pulso bien templado que no precisa de recursos estridentes para que la tensión se mastique, dosifica con acierto y prudencia las sorpresas para que lo sean sin sobresaltos que, al final, provoquen una acusada pérdida de credibilidad, consigue que la intensidad pivote entre las varias subtramas que conforman el conjunto para que en cada página pueda olfatearse el aroma del mejor género negro/policiaco y demuestra gran capacidad de inventiva puesto que no se limita a repetir fórmula o jugada (ni lo intenta siquiera), ahí es donde cada novela de las dos que, por el momento (uno no puede -ni quiere- dejar de pensar que Sofía Luna aún tiene mucho por contar/vivir y anhela que el autor, como me comentó en su día, sienta que tiene que hay algo más que quiere contar), conforman lo que no hay que tener reparos en calificar como serie (menos ahora que se han vendido los derechos de ambas para ser adaptadas a televisión) adquiere su propia personalidad, su unicidad, no hay posibilidad de equívocos (y no sólo por su protagonista, quien marca con su sola presencia en qué título concreto estamos -prefiero no ahondar en detalles para quien quiera sorprenderse o descubrir quién fue/es Sofía Luna sin saber mucho más de lo que haya podido leer/escuchar por aquí o por allá-). Lo cierto es que Antonio Mercero ha cumplido con las expectativas y, en algunos casos, las ha superado, demostrando/confirmando su eficacia, su solvencia, su madurez narrativa en general (y en lo policiaco en particular, sobre todo si tenemos en cuenta que esta es su segunda inmersión en el género) y, al mismo tiempo, la de sus criaturas, esas que conforman el que podemos llamar sin miedo a sonar exagerados “universo Sofía Luna”.

lunes, 19 de noviembre de 2018

REPOSANDO (Y REPASANDO) LA LECTURA




   Las circunstancias se han dado así, ya saben que siempre tengo mil lecturas acumuladas, tonadas de arpa a medio componer (o, al menos, esbozadas en el pensamiento), que no puedo dedicar todo el tiempo que me gustaría a este ángulo oscuro del salón, que algunas veces me dejo vencer por la pereza de ponerme a escribir (inevitable aunque goce el momento concreto de teclear, es otra de mis contradicciones, siento que estoy siendo infiel a mi máxima pasión: zambullirme en las páginas de algún libro), que me quedan muchas deudas por cumplir y que la actualidad, la vida, se impone cada poco motivando una alteración sustancial en el orden más o menos previsto de estos escritos, en este caso, además, ha tenido mucho que ver el hecho de tener que transcribir hora y media de grabación en la que, salvo algunos minutos aquí y allá, todo era (es) valioso, lo complicado era armarlo, escoger lo significativo, eliminar sólo (como siempre) cualquier frase o mención que desvelase demasiado de la trama del libro, dejar la esencia de la palabra de un estupendo periodista que, hace unos meses, se destapó como novelista a tener en cuenta, muy en cuenta. Pero, tomando ejemplo de él, intentaré contar la historia en orden (o de modo comprensible, porque en seguida veremos que, como narrador de ficción, una de sus mayores virtudes es la de romper la cronología y dar saltos en el tiempo sin marear, despistar y/o confundir al lector). La maldición de la Casa Grande es el título de la primera novela de Juan Ramón Lucas, publicada por Espasa el pasado mes de junio, motivo por el cual tuve el placer de participar en un encuentro entre el ya escritor (por más que aún le cueste acostumbrarse a tal denominación/realidad) y un nutrido grupo de blogueros el mismo día en que la selección española de fútbol se veía las caras con la marroquí en el Mundial de Rusia (y a pesar de ello -y de que nos advirtieron, en parte por ese motivo, que no nos excediésemos en el tiempo de conversación previsto-, generoso como pocos, el autor -sí, Juanra, me refiero a ti- no tuvo inconveniente en alargar la cita más allá de cualquier prórroga más o menos habitual -y firmó los libros, se hizo fotos, charlamos sobre otros asuntos que nada tenían que ver con su novela-, de hecho la hubo en el partido y, viviendo bastante cerca del lugar del encuentro -el nuestro, no el futbolístico-, un servidor llegó a casa con aquella bien avanzada). Por lo tanto, como ya dije, había mucho y jugoso que transcribir, que volver a escuchar, mucho con lo que trabajar, a lo que se sumó un periodo estival en que, no lo niego, opté (digámoslo así) por lo más sencillo, por lo que podía sacar adelante a mayor velocidad en el sentido de no precisar un tiempo extra que dedicar a una grabación (o no a una tan extensa y con tanto contenido); por otro lado, La maldición de la Casa Grande es una obra tan madura, tan compacta, tan rica, tan densa (no en el sentido de difícil o abstrusa, que nadie se asuste, sí en el de lectura enriquecedora y con mucho sobre lo que reflexionar), con tanto por analizar y a lo que atender, que opté por, como señalo en el título, reposarla, meditarla, dejarla anidar aún más en mi corazón de lector, confirmar unos meses después que mi primera impresión no fue precipitada ni errónea: ha nacido un escritor que merece ser llamado así, con todas las letras.

   Cada uno madura a su modo y en un momento concreto, pero no cabe duda de que la experiencia, los años imprimen un carácter especial en aquellos que crean (o todo lo contrario, es cierto -deslumbramientos y epifanías que se van apagando o no vuelven a producirse-), y por eso la ópera prima de Juan Ramón Lucas posee hechuras y maneras de escritor curtido, combina a la perfección osadías, tentativas, inconsciencias de debutante (y él mismo las desgrana, las descubre, se las reprocha a veces, las reconoce sin tapujos, acepta y analiza -no justifica escudándose en su condición de novato- las que le señalamos los lectores allí reunidos) con páginas de enorme brillantez y magnífico acabado, propias de quien (como suele ocurrir) ha emborronado/tirado a la basura/borrado del ordenador muchas páginas antes de considerar completa y merecedora de ver la luz a La maldición de la Casa Grande: “No es mi primera novela, en el sentido de que la he escrito y reescrito unas cuatro veces y al final ha quedado la buena, espero. Llegué a esta historia a través de un amigo que en ese momento era alcalde de La Unión y me habló de la viuda de un minero que había conocido a Zapata cuando era niño, a principios del siglo XX”. Pero antes de entrar en detalles específicos, dejemos que Juanra siga contando cómo se hizo escritor, cómo empezó a confiar (aunque tímidamente) en sus facultades y posibilidades, dejemos que nos cuente, con desusadas honestidad y humildad, parte del proceso que le ha traído hasta aquí: “He intentado escribir una novela en otras ocasiones, pero siempre me ha parecido muy malo lo que escribía. Esta novela está viva porque Lola Cruz, mi editora, y Palmira Márquez, mi agente, me dijeron que era buena y que debía concluirla, la tenía en el cajón. Me ha gustado escribir desde que era muy pequeño, conservo un cuento ilustrado por mí de hace muchos años, pero nunca me he visto con la entidad suficiente: respeto mucho la escritura y a los escritores, ha hecho falta que me convenciese gente de fuera a la que considero con criterio. Me he sentido muy inseguro en todo el proceso y, de hecho, es esa la palabra que más veces he pronunciado: “inseguridad”. Cuando uno está acostumbrado a narrar historias cada día, historias de lo cotidiano, y te metes en un proyecto así, te das cuenta de la enorme dimensión que tiene escribir una novela, no me extraña que haya grandes novelistas que hablen de sudar sangre”. Su olfato periodístico no le engañó, encontró un personaje (o varios), una historia que contar, pero el material que muy pronto tuvo entre las manos excedía en mucho su profesión, tenía que hincarle el diente de otro modo pero, eso sí, le fue imprescindible contarla: “Me decido a escribir una novela porque Zapata se me presenta como un personaje literario de primer orden: un tipo que fue rico, inmensamente rico, muy ambicioso, cruel, que vivió una tragedia familiar y la tragedia de una enfermedad incurable que lo torturaba, alguien muy influyente y sin embargo olvidado no tanto tiempo después de su muerte. Su tumba está en el cementerio de San Javier y es un monolito de mármol muy pequeñito, en el que las únicas flores que se ven son las que yo le llevo en gratitud porque le debo haber escrito mi primera novela, por más que me parezca un auténtico hijo de puta, un tipo violento y cruel”.

   Y este soberbio personaje o viceversa, por decirlo en todos los sentidos, incidiendo especialmente en la manera espléndida en que le da vida Juan Ramón, cómo recoge leyendas, datos históricos, voces del pueblo y construye un Miguel Zapata, un tío Lobo, absolutamente inolvidable, queda, no obstante, a la sombra de una creación mayúscula, la narradora de la historia, la auténtica protagonista, María Adra, María la Guapa, un nombre envuelto en brumas, una mujer con aureola legendaria que, sin embargo, fue real: “De María la Guapa nadie sabe nada, pero durante la labor de documentación hablé con un tipo muy curioso que vive en La Unión, tiene una casa museo y lo sabe todo sobre la minería. Un buen día me comentó que él sabía algo sobre Lobo que nadie más sabía porque conocía a los familiares de esa mujer y fue entonces cuando me habló de una tal María la Guapa, de familia de mineros, cuyo hermano trabajaba en la mina y con quien Zapata jamás tuvo ningún trato de favor por más que, una vez le diagnostican la enfermedad, fue contratada para estar todo el día con él y ocuparse de las curas. Cuando muere Juana Hernández [la esposa de Zapata] en 1906, ella se convierte en su amante y viven juntos en una pequeña casa en Portmán, supongo que porque Maestre [el yerno de Zapata] no quiere que estén en la Casa Grande. Partiendo de esa realidad, encuentro inspiración para un personaje que me permite hacer lo que quería desde el principio: un hilo conductor que atraviesa transversalmente todos los sectores de la sociedad que aspiro a retratar y es un testigo de primera mano”. Y así apareció/encontró una magnífica voz narradora, alguien que a veces se diluye en la narración omnisciente para reaparecer con más fuerza y casi por sorpresa unas páginas después, una narradora que mezcla tiempos, se confunde, puede que tergiverse, cuenta a su modo, una voz muy viva rebosante de emociones y sensaciones, un absoluto hallazgo: “Me puse en la piel de una mujer porque me apetecía ese reto y porque me permitía distanciarme de mí mismo. Me ha servido para ahorrarme sesiones de psicoanálisis porque me he enfrentado a mi lado femenino y lo he sacado a flote: he descubierto y desarrollado una empatía que no podía ni sospechar con situaciones puramente femeninas que se cuentan en la novela. Puedo afirmar sin empacho que, durante la redacción final, cuando me sentaba a escribir era una mujer y me metía en las sensaciones de María, en los olores, en el tiempo, era ella la que escribía. De todo esto he sido consciente una vez he terminado y ojalá los hombres hiciéramos el ejercicio de ponernos en la piel de las mujeres y percatarnos de la desigualdad que nos pasa inadvertida”. Y, al margen de lo puramente literario, el autor no tiene reparos en reconocer lo terapéutico de ponerse en los zapatos de dos personajes de la potencia de sus protagonistas: “Yo soy María y también Zapata: es alucinante lo que queda de uno en el texto cuando se escribe ficción. Hay muchísimo de mí: la admiración, el miedo, la frustración, los secretos. Si hace años le hubiese dado la novela a mi psicoanalista me habría sacado cada detalle, “eres esto, eres este”, jajaja”.

   Vuelvo a la casa de los hombres que amé y odié, donde aprendí a leer y se escribió mi destino, para romper la maldición que pesa sobre los Zapata porque quiero salvar la vida de mi hijo”, así arranca La maldición de la Casa Grande, metiéndonos en una vorágine en apenas cuatro líneas, arrastrándonos con aromas del mejor folletín (y no lo digo por decir: Dickens, Dumas o Galdós sobrevuelan por sus páginas y, en según qué momentos, se hace presente uno u otro o resuenan ecos mezclados de ellos y de algunos de sus contemporáneos), no en vano la novela nos transporta a finales del siglo XIX: “Terminaba el otoño del año del cólera que cerró Cartagena. La Sierra Minera, cinco leguas de montaña de oeste a este sobre el Mediterráneo, entre Alumbres y cabo de Palos, bullía de ambiciones y desesperación con miles de seres humanos tratando de abrirse paso con sus familias hacia un destino tan luminoso como pudieran serlo el plomo o la plata que se escondían bajo la tierra esperando que alguien los encontrara y arrancara. Estaban ahí para los mejores, y cualquiera podía alcanzarlos”. Este fragmento del comienzo sirve como ejemplo de la prodigiosa manera en que Juan Ramón Lucas crea atmósferas, describe ambientes, reproduce una época, insufla vida a sus páginas, extrae del olvido a un lugar y unas gentes no tan lejanas, rastreando y confirmando datos como lleva años haciendo, pero jugando –y utilizando con acierto- con las herramientas que proporciona la ficción: “Empecé a trabajar en una novela histórica, pero según avanzaba me pareció que eso era más aburrido y menos apasionante porque lo más interesante era poner el acento en las personalidades y una novela histórica me obligaba a ser riguroso y a no salirme de lo que está documentando o más o menos probado. Reyes Calderón me ayudó mucho a trazar los perfiles de los personajes para que tuviesen credibilidad y ahí descubro que eso es lo que más me interesa y que es María la que me permite profundizar en todos ellos mientras expresa sus propias emociones”. Pero, y ahí de nuevo aparece el periodista, no ha querido fabular demasiado o dejarse llevar de lo que aún corre por la zona para no molestar más de lo debido: “Lo que más me preocupa es herir sensibilidades, pero, honestamente, creo que la gente de La Unión no puede estar descontenta porque se habla de ellos, de una época heroica, la novela está escrita con cariño y respeto hacia aquella gente. Ya me ha llegado que a descendientes de empresarios mineros contemporáneos de Zapata no les ha gustado que aparezcan muy poco y no sean el contrapunto, porque lo fueron, en el sentido de demostrar buen corazón y no recurrir a determinados métodos. Pero siempre explico que lo mío es ficción a partir de unos personajes reales y lo que me más me interesa es la atmósfera de aquella historia y la personalidad de aquella gente, especialmente de Zapata, claro, porque fue, además, el único que permaneció allí mientras los demás, empezando por su hijo y su yerno, se marcharon a Cartagena. Bueno, también se quedó un minero muy gracioso del que quiero averiguar más cosas al que llamaban “El Piñón” que hizo su palacio en La Unión y ese edificio es ahora el Ayuntamiento”.

   Sin desviarse de la línea de honestidad y casi confesión que caracteriza nuestra conversación, Juanra anticipa en ese momento que se plantea muy seriamente regresar a la novela, y a no tardar, puesto que, sin abandonar el momento, el lugar y los personajes de La maldición de la Casa Grande (más algunos que puedan incorporarse, sirva el antes mencionado Piñón como ejemplo), se ha visto obligado, por unas razones u otras, a prescindir de mucho material: “Hay personajes que aún tienen mucho recorrido, hay cosas que quedan en alto para poder continuarlas y lo haré. No estoy escribiendo todavía, pero sí tengo en la cabeza cómo me gustaría continuar, en parte por cosas que me he visto obligado a dejar fuera de esta novela”. Cuando se le alaba la estructura, la solvencia con la que va y viene en el tiempo, los episodios que sólo esboza para retomarlos después y completar (o ampliar) su narración e insertarlos en el tronco de la historia, vuelve a responder con pasmosas y plausibles sinceridad y humildad: “Hay muchas cosas en la novela que son fruto de una manera de narrar que no dudo en calificar de miedosa, pero al final han resultado eficaces, incluso sin ser consciente de ello mientras escribía. Por eso no seguí una estructura lineal: me daba miedo que el lector dejase de tener interés y por eso recurrí a capítulos cortos y a ir anticipando hechos sin explicar cómo y por qué sucedían, pequeñas tensiones para que el lector no abandonase. También por eso la narradora es alguien con mala memoria que desordena el relato, para paliar mis fallos, pero en lo lineal me sentía inseguro porque yo no tengo autoridad ni músculo narrativo”. No en lo escrito (o no tanto como en lo oral, maestro frente a la cámara y el micrófono), al menos no lo había ejercitado como hasta ahora, pero sí demuestra poseer (también) un poderoso músculo lector, hay mucha literatura aprehendida y sin duda disfrutada detrás de sus palabras (o junto a ellas), esa es una de las máximas virtudes de La maldición de la Casa Grande: ponerse a la altura de sus posibles influencias, moverse con holgura y eficacia por diferentes niveles de lectura posibles (sin que los unos interfieran en los otros, cada lector encontrará el suyo o los mezclará como su corazón le dicte), ya que entretiene, sorprende, cautiva y deja peso y poso; a pesar de la necesaria crudeza de determinados pasajes, uno se siente muy bien acogido entre las páginas de este más que prometedor debut literario (que no parece tal).

lunes, 12 de noviembre de 2018

DOS (O TRES) VECES BUENO





   Hoy no me remonto a los romanos ni me pongo a buscar mil antecedentes, hoy no toca rememorar experiencias resucitadas/reavivadas/puestas al día gracias a la lectura, puesto que, por así decirlo, vienen de fábrica con el volumen que acabo de cerrar hace apenas una hora, se mantiene muy vivo y presente el recuerdo de tantas horas de felicidad y jolgorio (nunca desaparecidas del todo por más que, por razones lógicas, fueron disminuyendo con el paso del tiempo) asociadas a los tebeos y libros de la editorial Bruguera; ya sé que muchos contarán la parte negativa, el ocaso de la empresa, los contratos draconianos (y puede que me quede corto) que sometían a los creadores y hasta les despojaba de la paternidad de sus criaturas, la mala gestión, lo que se quiera decir y puede ser demostrado, pero no es eso lo que ahora me interesa (ni lo niego ni lo oculto, bien se ve, pero permítanme que me quede sólo con lo bueno), puesto que es el momento de celebrar como merece la oportunidad de recuperar/descubrir/regresar a los tebeos a los que tanto debemos (hablo por mí, pero me consta que son sentimientos y agradecimientos compartidos con muchos y muchas, de generaciones muy diferentes además). Y aunque ese catálogo no se había perdido del todo gracias a diferentes ediciones (a veces poco cuidadas en lo que a contenido y/o tratamiento del material se refiere, se apelaba sin disimulos a la nostalgia y el entusiasmo de los lectores utilizando -más o menos arteramente o sin responder a la realidad- los nombres de autores y personajes míticos), resulta emocionante volver a tener entre las manos un Súper Humor en el que, como puede comprobarse en la foto que encabeza este texto, aparece el famosísimo logotipo del gato negro, nombre original de la editorial cuando fue fundada en 1910 por Juan Bruguera y que mantendría hasta que en 1939 -él había fallecido seis años antes- sus hijos y herederos decidieron homenajearle llamando a la empresa con el apellido familiar, el mismo que aparece junto a la palabra “clásica” en la contraportada (instantánea que reservo para Instagram).

   A pesar de los tebeos semanales (durante años coleccioné los Zipi y Zape, después la nueva época de Pulgarcito con el personaje homónimo de Jan como estrella principal -una de las historietas, con toda justicia, mejor valoradas de aquel universo, este en el que seguimos moviéndonos y gozando-), de los almanaques especiales, de las posibilidades que ofrecía el cambio de ejemplares en tiendas en las que surtirse para un tiempo (hubo una muy cerca de casa en la que creo que experimenté por primera vez en mi vida, antes de saber nombrarlo, el síndrome de Stendhal), un tomo de Súper Humor nos parecía lo más, era el regalo habitual (y anhelado) en Navidades o cumpleaños, un porrón de páginas (360 se anunciaba en las portadas de los primeros libros aparecidos con este nombre) de nuestros personajes favoritos (aunque, obviamente, cada uno teníamos querencia especial por alguno/-s en concreto, lo cierto es que la gran mayoría lo eran), varios ejemplares de la colección Olé (porque de eso se trataba) reunidos y no sólo los dedicados a los más famosos aunque estos se llevasen el gato al agua (eran los más deseados, todavía sucede, por eso es estimulante saber que, poco a poco, van a ir apareciendo -ya lo están haciendo- volúmenes monográficos dedicados a autores que no pueden ser dejados en el olvido -nombres a reivindicar o a situar al lado de los de sus creaciones que, en tantas ocasiones, se han comido al padre- y a personajes que, aunque permanecen en el recuerdo, se han visto un tanto silenciados o arrinconados por el brillo fulgurante de las primerísimas figuras). Y los intercambiábamos en el colegio, pasaban de unos a otros, regresaban a las manos originales y se releían como si fuesen nuevos, como si no hubiese un mañana, recordábamos situaciones en el recreo y nos partíamos la caja como si fuese la primera vez, rastreábamos qué aventuras aparecían en el número cuatro o en el nueve, por ellas los identificábamos a veces, también porque en aquel aparecían las hermanas Gilda y en este doña Tecla Bisturín (la enfermera de postín debida al talento de Raf), leíamos transversal, anárquica, deleitosamente, pasando de don Pío a Sir Tim O´Theo, yendo del profesor Tragacanto a Petra, alternando al botones Sacarino con doña Urraca, con tiempo para el repórter Tribulete, La Panda, Pepe Gotera y Otilio, Carioco, el doctor Cataplasma, la familia Trapisonda (y la Cebolleta) y lo que nos echasen, sin olvidar (cómo hacerlo) a los habitantes del 13, Rue del Percebe, los ya mencionados hermanos Zapatilla (es decir, Zipi y Zape), Rompetechos o Superlópez (que tuvieron su momento en este blog -el primero en https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/09/mi-vivo-retrato.html y el segundo en https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/08/uno-mas-de-la-familia.html-, pero volverán a aparecer a no tardar mucho porque siguen generando novedades editoriales) y, por supuesto, Mortadelo y Filemón.

   Y a la vieja usanza (del tirón y disfrutando del recopilatorio), he estado viviendo hasta llegar a la última página y lanzarme al ordenador momentos explosivos gracias al tomo 63 de Súper Humor, en el que se reúnen las que eran, hasta su aparición el pasado mes de septiembre, las tres últimas aventuras largas de los agentes de la TIA (muy poco después, en octubre, se publicó Urgencias del hospital… ¡fatal! con Rompetechos como artista invitado), la ya comentada en este rincón El 60 aniversario (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/03/estar-hecho-y-seguir-siendo-un-chaval.html), la cita de cada cuatro años con el fútbol (Mundial 2018) y la disparatada y repleta del sabor clásico de la serie (en estructura, en la manera de encadenar diferentes episodios en una trama central, cambiando de argumento cada pocas páginas pero dotando de unidad y coherencia al conjunto) Por el Olimpo ese. Además, algunas aventuras de 8 páginas y el suculento (aunque breve) añadido del primer Tete Cohete, el original, el que Ibáñez creó/presentó haciéndoselas pasar canutas a Mortadelo y Filemón. Y la ocasión es propicia para rendirse de nuevo ante la inventiva del maestro, ante su dibujo veloz y detallista, ante su pasmosa facilidad para el gag (visual o textual, en ambos terrenos brilla), ante su humor blanco, alocado, desopilante, sin malicia, combinado a la perfección con guiños adultos, con referencias muy directas a lo que leemos en la prensa, con ironías, coñas y sátiras políticas, caricaturizando (a veces lo justo puesto que la realidad sigue empeñada en superar a la ficción) a mandatarios y famosos de distintos ámbitos, con chistes que tienen diferentes niveles de lectura, en definitiva, con unos personajes que continúan en plena forma (al igual que su creador), algo que también sirve para esos imprescindibles secundarios como son el Súper, el profesor Bacterio (que tiene en esta ocasión mucho tiempo para el lucimiento -o para todo lo contrario, es decir, sus apariciones más estelares (la mayoría) se deben a sus continuos y estrepitosos fracasos a la hora de inventar gadgets que, al más puro estilo 007 (eso querría él), ayuden a Mortadelo y Filemón en la resolución de los casos encomendados-) y Ofelia, al margen de otra desternillante colaboración de Rompetechos en Por el Olimpo ese. Como ven, hay motivos más que sobra para el regocijo, historieta a historieta o, como en este caso, juntando varias para que no nos quedemos con ganas de más (aunque, en realidad, el número de páginas es lo de menos: siempre queremos otra y, gracias a Bruguera Clásica, vamos a estar muy bien surtidos y nutridos).