Hoy pudiera parecer un día para
escribir, y sin duda lo es, pero quiero hacer hincapié en la celebración del
Día del Libro (el único de este tipo que espero, anhelo, venero, respeto,
cumplo, aunque en realidad lo hago todos y cada uno de los 365 que tiene un año
-366 si toca bisiesto-) y, por lo tanto, aún mejor que dar forma a algo que
pueda ser leído es colocarme en la posición que más me ha gustado desde que
tengo memoria, compartir el placer siempre satisfecho que no se agota, el
disfrute buscado en cualquier momento y lugar, la aventura de asomarme a unas
páginas, la irresistible atracción que ejercen sobre mí las palabras de los
demás (con ciertas excepciones que ahora no vienen al caso –ni nunca lo harán,
¿para qué?-), la satisfacción del lector, el deleite de dejarse arrastrar por
los vientos, por los huracanes convocados por la imaginación, el talento, la
entrega de personas que se preguntan, indagan, escarban, profundizan, se
divierten, sufren, asesinan, descubren, aman, lloran, olvidan, recuerdan,
denuncian, ocultan, persiguen, evocan, fabulan, suponen, creen, inventan a
través de sus personajes y nos regalan el billete que no conoce fronteras, que
no pierde vigencia ni posibilidades de uso, que encuentra nuevos itinerarios
con suma facilidad; por eso, hoy más que nunca me reivindico como lector y me
encanta compartir ese nirvana, ese estado de flotación, esa sensación tan difícil
de explicar pero tan maravillosa de vivir, con tantos que así se sienten, con
los que convertimos en un acontecimiento cada nueva incorporación a esa
biblioteca que por muy abarrotada que esté, por mucho que los volúmenes se
hacinen, a pesar de que nos vemos obligados a guardarlos en cajas, en triples
filas, en un lugar más insólito, jamás consideramos completa o bien surtida. Y
con toda la intención del mundo guardé para hoy una recomendación que, en
realidad, no he dejado de hacer desde que tuve noticia de su existencia, aunque
gracias a Alianza Editorial podamos disfrutar de uno de sus mejores títulos, de
una de sus obras más aplaudidas y deslumbrantes, de una novela que ya no hay
que buscar desesperada e infructuosamente, puesto que ahora mismo puede
encontrarse en las mesas de novedades de cualquier librería: mi permanente
devoción es para Elena Poniatowska, centrándome en esta grata sorpresa que es
la reedición de Hasta no verte Jesús mío.
“Algún día que venga ya no me va a encontrar; se topará nomás con el
puro viento. Llegará ese día y cuando llegue, no habrá ni quien le dé una
razón. Y pensará que todo ha sido mentira. Es verdad, estamos aquí de a mentiras;
lo que cuentan en la radio son mentiras, mentiras las que dicen los vecinos y
mentira que me va a sentir. Si ya no le sirvo para nada, ¿qué carajos va a
extrañar? Y en el taller tampoco. ¿Quién quiere usted que me extrañe si ni
adioses voy a mandar?”, así se presenta Jesusa Palancares, una de las
creaciones más deslumbrantes de esta escritora y periodista, de este referente
ético y profesional, de una de las mujeres (y hombres) más lúcidas, humildes,
generosas, entregadas, trabajadoras e inteligentes que he tenido la fortuna de
conocer, de tratar, de abrazar, una franca sonrisa, unos ojos vivaces y
poderosos, una capacidad apabullante para plasmar en pocas palabras el sentir,
el dolor, las reivindicaciones, las emociones, los pensamientos de los
arrinconados, de los explotados, de los olvidados (nunca mejor el guiño al
maestro Buñuel a la hora de agasajar a esta gran dama de las letras mexicanas,
de las letras universales), una lucha permanente que supera los dogmatismos,
los discursos fáciles y huecos, lo aparatoso, el afán por figurar, un
compromiso que destila por cada poro, en cada escrito, sin ínfulas, sin darse
importancia, escribiendo quedito pero sin doblegarse, acariciando con su voz
que arrulla (así lo hace igualmente su prosa), pero llamando a las cosas por su
nombre y presentando batalla sin amedrentarse, clamando en todas direcciones,
fiel a sí misma y por encima de todo a cualquiera que sufra, que pase
calamidades, que sufra injusticias vengan de donde vengan. Así, por ejemplo,
resume la revolución mexicana en un momento de su obra maestra, ésta que nos
ocupa: “Allí fue donde los mariscaleños, la gente de Mariscal, comenzaron a
balacear a Julián Blanco que era carrancista. Había sido zapatista lo mismo que
Mariscal, pero cuando los carrancistas se hicieron del puerto, todos se
voltearon a ser carrancistas. Se olvidaron que eran zapatistas. Así fue la
revolución, que ahora soy de éstos, pero mañana seré de los otros, a chaquetazo
limpio, el caso es estar con el más fuerte, el que tiene más parque… También
ahora es así. Le caravanean al que está allá arriba encaramado. Pero adoran el
puesto, no al hombre. La prueba es que de cuando se acaba su tiempo, ya ni
quien lo horque”; ésta es Elena Poniatowska: clara, directa, sencilla,
asombrando en cada frase por su limpieza de estilo, por su continua innovación,
por su enriquecimiento del lenguaje, por beber de todas las fuentes, por no ponerse
límites, por aprovechar todas las posibilidades del riquísimo español de
América, por expresarse con aplastante mundanidad, con lo que para tantos
imbuidos de autoridad que hiede a naftalina serían barbarismos o incorrecciones
o jergas o coloquialismos, por encontrar el punto en que, con las
particularidades de cada uno, todos nos comprendemos porque poseemos un mismo
idioma.
Y con esa facilidad para encontrar la palabra justa, con ese
despojamiento de artificio, Poniatowska no se entretiene en lo accesorio, en lo
decorativo, desaparece en el texto (y ese es su mayor virtuosismo, su mejor
característica: que se note su mano, su tono, su sabiduría, sin enrocarse en
culteranismos ni parrafadas abstrusas, en saber suprimir) para que sea su
personaje el que se explique, el que nos provoque más de una carcajada, muchas
reflexiones, nos emocione, nos indigne (no todo lo que dice ha de ser
compartido), nos deje con la boca abierta, sea la más autocrítica, la más
mordaz, la más inmisericorde consigo misma: “Soy como los húngaros: de ninguna
parte. No me siento mexicana ni reconozco a los mexicanos. Aquí no existe más
que pura conveniencia y puro interés. Si yo tuviera dinero y bienes, sería
mexicana, pero como soy peor que la basura, pues no soy nada. Soy basura a la
que el perro le echa una miada y sigue adelante. Viene el aire y se la lleva y
se acabó todo… Soy basura porque no puedo ser otra cosa. Yo nunca he servido
para nada. Toda mi vida he sido el mismo microbio que ve… (…) Pero no estoy
triste, no. Al contrario, vivo alegre. Así es la vida, vivir alegre. Y ya. Vive
uno. A pasar. Porque no puede uno correr. ¡Ojalá y pudiera uno correr para que
se acabara más pronto la caminata! Pero tiene uno que ir al paso como Dios
disponga, siguiendo a la procesión”. Y golpea con su verbo a todo aquel que lo
merece, explicando por qué, incluso cuando se deja llevar por lo irracional,
por esos arrebatos que nadie sabe explicar pero no pueden refrenarse: “Las
monjas me caen todavía más gordas [que los curas] aunque no estén embarazadas. Yo
las he visto, y por eso les digo con toda la boca: mustias hijitas de Eva, no
se hagan guajes y denle por el derecho a la luz del día. Además, curas y monjas
¡qué feo!, unos y otros tras de sus naguas. Porque hay mujeres amantes de las
naguas negras y del olor a cura. Las he visto. Las he oído rechinar. Si no, no
les echaba la viga. No le hace que vaya yo a asarme en los infiernos pero es la
mera verdad. Todos los curas comen y tienen mujer y están gordos como ratas de
troje. Antes, las monjas eran sus queridas. (…) Y eso no es justo. Al pueblo lo
engañan vilmente. No creo que haiga buenos. No lo creo. Ése es el único defecto
que he tenido: que no creo. No hay bueno, ni buenas. Todos somos malos sobre el
haz de la tierra”. Y no tiene reparos en decir que “estuve en varios sindicatos
pero cuando vi que todos eran puros convenencieros les dije: -Allí les dejo su
arpa, ya no toco” y abundar en el asunto: “Con el sindicato fregaron tanto al que
puede como al que no puede. ¡No es chiste! ¡Ni siquiera le ayudan a uno! Al
contrario, lo arruinan. Y no nomás arruinan a dos o tres; arruinan a todos los
que se dejan, a todos los necesitados que no tienen más remedio que apechugar.
¡Al que no está sindicalizado no le dan trabajo, hágame favor! Así es de que
ése se aguanta el hambre y si está sindicalizado, le sacan sus centavos: que
cuota para esto y cuota para lo otro. Total: un desmadre. Y luego los
discursos: “Compañero, en el acuerdo de la junta del pasado mes de octubre…”,
total otro desmadre. A mí que no me anden compañereando”. ¡Quién diría que
escribió Hasta no verte Jesús mío en
1968 y que está narrando sucesos de la primera mitad del siglo XX! Estoy
convencido de que no se arrepentirán si leen a Elena Poniatowska, es una
verdadera intelectual, una periodista infatigable y honesta, una escritora
brillante y una mujer necesaria.
P.D.: No me resisto a copiar el regocijante discurso con el que ha
agradecido el Premio Cervantes 2013 que hace unas horas le fue entregado en la
Universidad de Alcalá de Henares:
«Soy la cuarta mujer en recibir el
Premio Cervantes, creado en 1976. (Los hombres son treinta y cinco.) María
Zambrano fue la primera y los mexicanos la consideramos nuestra porque debido a
la Guerra Civil Española vivió en México y enseñó en la Universidad Nicolaíta
en Morelia, Michoacán.
>>Simone
Weil,
la filósofa francesa, escribió que echar
raíces es quizá la necesidad más apremiante del alma humana. En María
Zambrano, el exilio fue una herida sin cura, pero ella fue una exiliada de todo
menos de su escritura.
>>La más joven de todas las poetas de
América Latina en la primera mitad del siglo XX, la cubana Dulce María Loynaz, segunda en recibir
el Cervantes, fue amiga de García Lorca y hospedó en su finca de La Habana a
Gabriela Mistral y a Juan Ramón Jiménez. Años más tarde, cuando le sugirieron
que abandonara la Cuba revolucionaria respondió que cómo iba a marcharse si
Cuba era invención de su familia.
>>A Ana María Matute, la conocí en El
Escorial en 2003. Hermosa y descreída,
sentí afinidad con su obsesión por la infancia y su imaginario riquísimo y
feroz.
>>María, Dulce María y Ana María, las
tres Marías, zarandeadas por sus
circunstancias, no tuvieron santo a quién encomendarse y sin
embargo, hoy por hoy, son las mujeres
de Cervantes, al igual que Dulcinea del Toboso, Luscinda, Zoraida y
Constanza. A diferencia de ellas, muchos dioses me han protegido porque en México hay un dios bajo cada piedra,
un dios para la lluvia, otro para la fertilidad, otro para la muerte. Contamos
con un dios para cada cosa y no con uno solo que de tan ocupado puede
equivocarse.
>>Del otro lado del océano, en el
siglo XVII la monja jerónima Sor Juana
Inés de la Cruz supo desde el primer momento que la única batalla que
vale la pena es la del conocimiento. Con mucha razón José Emilio Pacheco la
definió: «Sor Juana/ es la llama trémula/ en la noche de piedra del
virreinato».
>>Su respuesta a Sor Filotea de la Cruz es una
defensa liberadora, el primer alegato de una intelectual sobre quien se ejerce
la censura. En la literatura no existe otra mujer que al observar el eclipse
lunar del 22 de diciembre de 1684 haya ensayado una explicación del origen del
universo. Ella lo hizo en los 975 versos de su poema «Primero sueño». Dante
tuvo la mano de Virgilio para
bajar al infierno, pero nuestra Sor Juana descendió sola y al igual que Galileo y Giordano Bruno fue castigada
por amar la ciencia y reprendida por prelados que le eran harto inferiores.
>>Sor Juana contaba con telescopios,
astrolabios y compases para su búsqueda científica. También dentro de la
cultura de la pobreza se atesoran bienes inesperados. Jesusa Palancares, la protagonista de mi novela-testimonio «Hasta no verte Jesús mío», no
tuvo más que su intuición para asomarse por la única apertura de su vivienda a
observar el cielo nocturno como una gracia sin precio y sin explicación
posible. Jesusa vivía a la orilla del precipicio, por lo tanto el cielo
estrellado en su ventana era un milagro que intentaba descifrar. Quería
comprender por qué había venido a la Tierra, para qué era todo eso que la
rodeaba y cuál podría ser el sentido último de lo que veía. Al creer en la
reencarnación estaba segura de que muchos años antes había nacido como un
hombre malo que desgració a muchas mujeres y ahora tenía que pagar sus culpas
entre abrojos y espinas.
>>Mi madre nunca supo qué país me
había regalado cuando llegamos a
México, en 1942, en el «Marqués de Comillas», el barco con el que
Gilberto Bosques salvó la vida de tantos republicanos que se refugiaron en
México durante el gobierno del general Lázaro
Cárdenas. Mi familia siempre fue de pasajeros en tren: italianos que
terminan en Polonia, mexicanos que viven en Francia, norteamericanas que se
mudan a Europa. Mi hermana Kitzia y yo fuimos niñas francesas con un apellido polaco. Llegamos «a la inmensa
vida de México» —como diría José Emilio Pacheco—, al pueblo del sol. Desde entonces vivimos transfiguradas y nos envuelve entre otras encantaciones,
la ilusión de convertir fondas en castillos con rejas doradas.
>>Las
certezas de Francia y su afán por tener siempre la razón
palidecieron al lado de la humildad de
los mexicanos más pobres. Descalzos, caminaban bajo su sombrero o su
rebozo. Se escondían para que no se les viera la vergüenza en los ojos. Al
servicio de los blancos, sus voces eran dulces y cantaban al preguntar: «¿No le
molestaría enseñarme cómo quiere que le sirva?»
>>Aprendí
el español en la calle, con los gritos de los pregoneros y con unas rondas
que siempre se referían a la muerte. «Naranja dulce,/ limón celeste,/ dile a
María/ que no se acueste./ María, María/ ya se acostó,/ vino la muerte/y se la
llevó». O esta que es aún más aterradora: «Cuchito, cuchito/ mató a su mujer/
con un cuchillito/ del tamaño de él./ Le sacó las tripas/ y las fue a vender./
—¡Mercarán tripitas/ de mala mujer!»
>>Todavía
hoy se mercan las tripas femeninas. El pasado 13 de abril, dos mujeres fueron asesinadas de varios tiros
en la cabeza en Ciudad Juárez, una de 15 años y otra de 20, embarazada.
El cuerpo de la primera fue encontrado en un basurero.
>>Recuerdo mi asombro cuando oí por
primera vez la palabra «gracias»
y pensé que su sonido era más profundo que el «merci» francés. También me
intrigó ver en un mapa de México varios espacios pintados de amarillo marcados
con el letrero: «Zona por descubrir». En Francia, los jardines son un pañuelo,
todo está cultivado y al alcance de la mano. Este enorme país temible y secreto llamado México, en el que Francia
cabía tres veces, se extendía moreno y descalzo frente a mi hermana y a mí y
nos desafiaba: «Descúbranme». El idioma
era la llave para entrar al mundo indio, el mismo mundo del que habló Octavio
Paz, aquí en Alcalá de Henares en 1981, cuando dijo que sin el mundo indio no
seríamos lo que somos.
>>¿Cómo iba
yo a transitar de la palabra París a la palabra Parangaricutirimicuaro? Me gustó
poder pronunciar Xochitlquetzal, Nezahualcóyotl o Cuauhtémoc y me pregunté si los
conquistadores se habían dado cuenta quiénes eran sus conquistados.
>>Quienes me dieron la llave para abrir a México fueron
los mexicanos que andan en la calle. Desde 1953, aparecieron en la ciudad
muchos personajes de a pie semejantes a los que don Quijote y su fiel escudero
encuentran en su camino, un barbero, un cuidador de cabras, Maritornes la
ventera. Antes, en México, el cartero
traía uniforme cepillado y gorra azul y ahora ya ni se anuncia con su silbato,
solo avienta bajo la puerta la correspondencia que saca de su desvencijada
mochila. Antes también el afilador de
cuchillos aparecía empujando su gran piedra montada en un carrito
producto del ingenio popular, sin beca del Consejo Nacional de Ciencia y
Tecnología, y la iba mojando con el agua de una cubeta. Al hacerla girar, el
cuchillo sacaba chispas y partía en el aire los cabellos en dos; los cabellos
de la ciudad que en realidad no es sino su mujer a la que le afila las uñas, le
cepilla los dientes, le pule las mejillas, la contempla dormir y cuando la ve
vieja y ajada le hace el gran favor de encajarle un cuchillo largo y afilado en
su espalda de mujer confiada. Entonces la ciudad llora quedito, pero ningún
llanto más sobrecogedor que el lamento del vendedor de camotes que dejó un
rayón en el alma de los niños mexicanos
porque el sonido de sus carritos se parece al silbato del tren que
detiene el tiempo y hace que los que abren surcos en la milpa levanten la
cabeza y dejen el azadón y la pala para señalarle a su hijo: «Mira el tren,
está pasando el tren, allá va el tren; algún día, tú viajarás en tren».
>>Tina
Modotti
llegó de Italia pero bien podría considerarse la primera fotógrafa mexicana moderna. En 1936, en España cambió
de profesión y acompañó como enfermera al doctor Norman Bethune a hacer las
primeras transfusiones de sangre en el campo de batalla. Treinta y ocho años
más tarde, Rosario Ibarra de Piedra se levantó en contra de una nueva forma de
tortura, la desaparición de personas. Su protesta antecede al levantamiento de
las Madres de Plaza de Mayo con su pañuelo blanco en la cabeza por cada hijo
desaparecido. «Vivos los llevaron, vivos los queremos».
>>La última pintora surrealista,
Leonora Carrington, pudo escoger vivir en Nueva York al lado de Max Ernst y el círculo de Peggy Guggenheim pero, sin saber
español, prefirió venir a México con el poeta Renato Leduc, autor de un soneto
sobre el tiempo que pienso decirles más tarde si me da la vida para tanto.
>>Lo que se aprende de niña permanece
indeleble en la conciencia y fui del castellano colonizador al mundo
esplendoroso que encontraron los conquistadores. Antes de que los Estados Unidos pretendieran tragarse a todo el continente,
la resistencia indígena alzó
escudos de oro y penachos de plumas de quetzal y los levantó muy alto cuando
las mujeres de Chiapas, antes
humilladas y furtivas, declararon en 1994 que querían escoger ellas a su
hombre, mirarlo a los ojos, tener los hijos que deseaban y no ser cambiadas por una garrafa de alcohol.
Deseaban tener los mismos derechos que los hombres.
>>«¿Quien anda ahí?» «Nadie»,
consignó Octavio Paz en «El laberinto de la soledad». Muchos mexicanos se ningunean. «No hay nadie» —contesta la
sirvienta. «¿Y tú quién eres?» «No, pues nadie». No lo dicen para hacerse menos
ni por esconderse sino porque es parte de su naturaleza. Tampoco la naturaleza
dice lo que es ni se explica a sí misma, simplemente estalla. Durante el
terremoto de 1985, muchos jóvenes punk de esos que se pintan los ojos de negro
y el pelo de rojo, con chalecos y brazaletes cubiertos de estoperoles y clavos
arribaban a los lugares siniestrados, edificios convertidos en sándwich, y
pasaban la noche entera con picos y palas para sacar escombros que después
acarreaban en cubetas y carretillas. A las cinco de la mañana, ya cuando se
iban, les pregunté por su nombre y uno de ellos me respondió: «Pues póngame
nomás Juan», no sólo porque no quería singularizarse o temiera el rechazo sino
porque al igual que millones de pobres, su silencio es también un silencio de siglos de olvido y de
marginación.
>>Tenemos el dudoso privilegio de ser la ciudad más grande del mundo: casi 9 millones
de habitantes. El campo se vacía, todos llegan a la capital que tizna a
los pobres, los revuelca en la ceniza, les chamusca las alas aunque su
resistencia no tiene límites y llegan desde la Patagonia para montarse en el tren de la muerte llamado «La Bestia»
con el sólo fin de cruzar la frontera de Estados Unidos.
>>En 1979, Marta Traba publicó en Colombia una «Homérica Latina» en la que los
personajes son los perdedores de
nuestro continente, los de a pie, los que hurgan en la basura, los
recogedores de desechos de las ciudades perdidas, las multitudes que se
pisotean para ver al Papa, los que viajan en autobuses atestados, los que se
cubren la cabeza con sombreros de palma, los que aman a Dios en tierra de indios. He aquí a nuestros
personajes, los que llevan a sus niños
a fotografiar ya muertos para convertirlos en «angelitos santos»,
la multitud que rompe las vallas y desploma los templetes en los desfiles
militares, la que de pronto y sin esfuerzo hace fracasar todas las mal
intencionadas políticas de buena vecindad, esa masa anónima, oscura e imprevisible que va poblando
lentamente la cuadrícula de nuestro continente; el pueblo de las chinches, las pulgas y las cucarachas, el miserable pueblo que ahora mismo deglute
el planeta. Y es esa masa formidable la que crece y traspasa las
fronteras, trabaja de cargador y de mocito, de achichincle y lustrador de
zapatos —en México los llamamos boleros—. El novelista José Agustín declaró al
regresar de una universidad norteamericana: «Allá, creen que soy un limpiabotas
venido a más». Habría sido mejor que dijera «un limpiabotas venido a menos».
Todos somos venidos a menos, todos menesterosos, en reconocerlo está nuestra
fuerza. Muchas veces me he preguntado si esa gran masa que viene caminando
lenta e inexorablemente desde la Patagonia a Alaska se pregunta hoy por hoy en
qué grado depende de los Estados Unidos. Creo más bien que su grito es un grito de guerra y es
avasallador, es un grito cuya primera batalla literaria ha sido ganada
por los chicanos.
>>Los mexicanos que me han precedido
son cuatro: Octavio Paz en 1981, Carlos Fuentes en 1987, Sergio Pitol en 2005 y José Emilio
Pacheco en 2009. Rosario Castellanos y
María Luisa Puga no tuvieron la misma suerte y las invoco así
como a José Revueltas. Sé que
ahora los siete me acompañan, curiosos por lo que voy a decir, sobre todo
Octavio Paz.
>>Ya para terminar y porque me
encuentro en España, entre amigos, quisiera contarles que tuve un gran amor
«platónico» por Luis Buñuel porque juntos fuimos al Palacio Negro de Lecumberri
—cárcel legendaria de la ciudad de México—, a ver a nuestro amigo Álvaro Mutis,
el poeta y gaviero, compañero de batallas de nuestro indispensable Gabriel
García Márquez. La cárcel, con sus presos reincidentes llamados «conejos», nos
acercó a una realidad compartida: la de la vida y la muerte tras los barrotes.
>>Ningún acontecimiento más
importante en mi vida profesional que este premio que el jurado del Cervantes otorga
a una Sancho Panza femenina que
no es Teresa Panza ni Dulcinea del Toboso, ni Maritornes, ni la princesa
Micomicona que tanto le gustaba a Carlos Fuentes, sino una escritora que no puede hablar de molinos porque ya no los hay y
en cambio lo hace de los andariegos comunes y corrientes que cargan su bolsa
del mandado, su pico o su pala, duermen a la buena ventura y confían en una cronista
impulsiva que retiene lo que le cuentan.
>>Niños, mujeres, ancianos, presos,
dolientes y estudiantes caminan al lado de esta reportera que busca, como lo
pedía María Zambrano, «ir más allá de
la propia vida, estar en las otras vidas». Por todas estas
razones, el premio resulta más sorprendente y por lo tanto es más grande la
razón para agradecerlo.
>>El poder
financiero manda no sólo en México sino en el mundo. Los que
lo resisten, montados en Rocinante y seguidos por Sancho Panza son cada vez
menos. Me enorgullece caminar al lado
de los ilusos, los destartalados, los candorosos.
>>A mi hija Paula, su hija Luna, aquí
presente, le preguntó:
—Oye mamá, ¿y tú cuántos años
tienes?
Paula le dijo su edad y Luna
insistió:
—¿Antes o después de Cristo?
Es justo aclararle hoy a mi nieta,
que soy una evangelista después de
Cristo, que pertenezco a México
y a una vida nacional que se escribe todos los días y todos los días se borra
porque las hojas de papel de un periódico duran un día. Se las lleva el viento,
terminan en la basura o empolvadas en las hemerotecas. Mi padre las usaba para
prender la chimenea. A pesar de esto, mi padre preguntaba temprano en la mañana
si había llegado el «Excélsior», que entonces dirigía Julio Scherer García y
leíamos en familia. Frida Kahlo, pintora, escritora e ícono mexicano dijo
alguna vez: «Espero alegre la salida y espero no volver jamás».
>>A diferencia de ella, espero volver, volver, volver y ese es
el sentido que he querido darle a mis 82
años. Pretendo subir al cielo y
regresar con Cervantes de la mano para ayudarlo a repartir, como un
escudero femenino, premios a los jóvenes que como yo hoy, 23 de abril de 2014,
día internacional del libro, lleguen a Alcalá de Henares.
>>En los últimos años de su vida, el
astrónomo Guillermo Haro repetía las coplas de Jorge Manrique a la muerte de su padre. Observaba
durante horas a una jacaranda florecida y me hacía notar «cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte tan callando». Esa certeza del estrellero también la he
hecho mía, como siento mías las jacarandas que cada año cubren las aceras de
México con una alfombra morada que es la de la cuaresma, la muerte y la
resurrección».