viernes, 27 de noviembre de 2020

LO QUE ES CANELA FINA

 



   Del mismo modo que, como he confesado en múltiples ocasiones, me resulta muy difícil ponerme a escribir sin tener claro el título, algo a lo que aferrarme aunque puede que al concluir lo cambie por otro que encuentre más idóneo, se me hace muy enojoso querer preparar un texto para el blog sin tener claro el arranque, lo primero que quiero contar, el punto de partida. Sin embargo, en el caso que hoy nos ocupa tengo o, tal vez, lo más apropiado sea utilizar el condicional y afirmar que tendría mucho por dónde empezar (y continuar), es tanto lo que he sentido, lo que he evocado, lo que he suspirado, lo que he vibrado durante la lectura, las cuerdas menos templadas de este arpa se han afinado al máximo para extraer sonidos esenciales, exquisitos, profundos, sonidos vívidos y vivaces, la lectura ha supuesto un auténtico viaje a aquello que solemos llamar alma, he vuelto a ser Bastián, aquel niño abducido (literalmente) por un libro, participando de los avatares, venturas (pocas, todo hay que decirlo) y desventuras de los personajes. Sin embargo, en mi afán por no destripar nada, por no anticipar ni un ápice, va a haber bastantes cosas que me guarde y, así, no desvelar en lo más mínimo los múltiples vericuetos de una novela de esas que me encanta denominar torrenciales (por su flujo potente, por su riqueza, por el modo en que inundan al lector), novela que merece lanzarse de cabeza, sin contemplaciones, sin titubeos, sin mirar atrás, dejándose acoger por sus palabras, dejándose llevar por su impulso, rindiéndose a su fuerza, sumergiéndose en el mundo que convoca, recrea y homenajea. Es decir, si así lo desean (incluso les invito a ello), no hace falta que continúen en este ángulo oscuro del salón, les agradezco como siempre la visita y el interés, pero creo que no deben perder más tiempo con un servidor (los leales ya me tienen muy visto y soportado, el resto no tienen por qué aguantarme más) y buscar Libelo de sangre, la ópera prima de Sandra Aza publicada por Nova Casa Editorial, un auténtico impacto, un deleite, novela embrujadora en la que uno no puede sino sentirse feliz y pletórico, hipnotizado por su cuidada y riquísima prosa, conquistado por la historia (o historias: se mezclan con acierto las peripecias de bastantes personajes), recuperando unas calles por las que paseo (o lo que se puede actualmente) casi a diario y otras que he debido dejar de frecuentar (a las que he regresado gracias al poder de la literatura y a la precisión descriptiva de la autora), unos olores y sabores de aquí al lado, unas gentes que pasaron y dejaron huella, una herencia todavía muy viva, una realidad muy presente, el Madrid que aprendí a amar gracias a mi abuela, el Madrid que defenderé hasta la muerte, el Madrid de y para todos, mi ciudad, mi cuna, mi hogar, el verdadero protagonista de esta novela que late entre las manos, que arrebata, que roba el corazón, que lo ensancha.

 

   Como tantas experiencias y gentes enriquecedoras, Sandra Aza llegó a través de mi Pepa Muñoz, como lectura a compartir para uno de los encuentros que aún hemos de hacer vía Zoom (y es fabuloso poder coincidir con compañeros de otros lugares, pero se echa de menos, más en el caso que nos ocupa, no poder juntarnos físicamente -superamos con creces la limitación de seis personas-, charlar, abrazarnos, morirnos de risa, pasear, disfrutar en vivo), encuentro que tuvo lugar hace un par de semanas y que ustedes pueden ver completo, como siempre, en el canal de YouTube de Locura de Libros (https://www.youtube.com/watch?v=i9dcqpFlToY&t=14s), encuentro en el que pudimos constatar sin filtros (más allá del imprescindible de la pantalla) la calidad humana de la escritora (sí, ya lo eres, ¿quién te lo puede negar después de estas 858 páginas rebosantes de magia y sensibilidad literaria?), su inagotable generosidad (demostrada, por ejemplo, en la dedicatoria que me envió y que desvelaré en mi perfil de Instagram), su amor y pasión (y respeto) por esta carrera que acaba de emprender y en la que ha pasado directamente de debutante a maestra, no en vano ha empleado cuatro años de trabajo para dar lo mejor de sí misma y se percibe el mimo puesto en cada palabra, en cada detalle, procurando (y consiguiendo) que nada chirríe, estorbe o empequeñezca el conjunto. La documentación es profusa y minuciosa, tiene talante y hechuras enciclopédicas pero consigue hacerla fácil, la pone en pie como parte de la narración, muy pronto se hace imprescindible saber lo más posible, por qué una calle se llamaba (o llama todavía) de tal modo, de dónde viene aquella tradición (o esta que aún se sigue en la actualidad), qué edificios continúan en pie, cuáles no y qué se erige ahora en su lugar, traza un mapa físico y sentimental de Madrid como pocas veces se ha visto, sólo comparable (con otras intenciones) a lo que el genial Galdós plasmó en su obra, hay en ese sentido un potente vínculo entre don Benito y Sandra: Libelo de sangre es un magnífico folletín, un fresco bullicioso con una inmensa plétora de personajes, en mimbres y formas emparenta directamente con la tradición decimonónica de la que el sublime autor canario de cuya muerte se está conmemorando el primer centenario es máximo representante.

 

   Más la acción transcurre en pleno Siglo de Oro (en concreto en 1620-21), por lo que la prosa de la autora se envenena hasta la médula de un ritmo, unos tonos, un fulgor que no se apaga, recoge los ecos (y les da vida propia) de un teatro, una poesía, una literatura inigualable, bebe con ansia (y le aprovecha), también se nota con total admiración, de aquellos autores que trasladaron a sus obras (y les confirieron categoría) los decires de las gentes, ese modo de hablar natural por más que lo llamemos “barroco” con un sentido peyorativo, esa riqueza en ripios, requiebros, insultos, refranes, frases coloquiales, prosopopeya cotidiana que afloraba en cualquier rincón, habla fértil, lenguaje elaborado en sí mismo, sin afectación, porque así nacía, claramente distinto el de, por ejemplo, Rinconete y Cortadillo que el de Segismundo, de ahí la variedad de estilos, de ahí que tantos talentos alumbrasen en ese tiempo algunas (muchas) de las mejores páginas que vamos a leer (y gozar) jamás en castellano. Sandra Aza caracteriza a sus personajes por la manera de expresarse, por cómo (se) comunican, por su vocabulario, por su infinita capacidad para inventar vocablos o adaptar los fijados a su realidad, esa musicalidad impagable de las comedias de Lope, Calderón o Tirso, esa lengua viva que aún resuena en algunos barrios, en ciertos lugares, en creaciones de antes y de después, en los múltiples chascarrillos (algunos de los cuales aparecen en Libelo de sangre porque ya se empleaban entonces) que tuve la fortuna de aprender/heredar de mi abuela, gata por los cuatro costados, abanderada de un madrileñismo de brazos abiertos y sin clasismos (como ha sido y es la ciudad, como son y somos sus gentes, da igual la zarabanda -por no emplear otro término menos amistoso- que algunos organizan y las apropiaciones indebidas que de tal condición se hace, sin perder de vista que, por supuesto, tontos -y malvados- los hay en todos lados).

 

   La ópera prima de Sandra Aza captura un momento, una realidad, unas rutinas, unas tradiciones, se recrea en los detalles para que nos sintamos inmersos en lo que narra, reconstruye con meticulosidad y precisión, levanta ante nuestros ojos, erige en nuestros corazones una ciudad, suministra una información que, de modo natural, se imbrica con la peripecia, no es concebible Libelo de sangre sin la disección de las costumbres, las explicaciones pormenorizadas de los lugares en que la acción transcurre, los entresijos del funcionamiento de la sociedad, las acotaciones en que se pormenoriza el futuro, es decir, poder ubicar cada capítulo, cada edificio, incluso el domicilio de los personajes en el Madrid de ahora mismo. En lugar de, como podría suceder (y sucede en demasiadas ocasiones), lastrar el impulso novelístico, eso que solemos englobar en la palabra “trama”, la documentación histórica insufla energía, sentido y una innegable e irresistible emoción a la lectura porque se quiere saber algo más, conocer el pasado que en ocasiones tenemos al alcance de la mano sin prestarle atención, incluso habrá quien, como en mi caso, busque su calle, su casa, la de su familia, mire sus alrededores con otros ojos a partir de ahora y, como le comenté a Sandra durante el encuentro, aunque para siempre viviré, como me gusta decir, a espaldas de Misericordia de Galdós -vínculo que existe desde antes de ser vecino de este barrio, en eso que ando preparando lo explicaré con detalle-, desde ahora habito en Libelo de sangre, soy feliz prisionero de sus páginas, de su verdad, de su belleza, de su compromiso con la literatura y con la Historia, de su corazón (el de la novela y el de la autora). De mi abuela aprendí algo que se dice aquí, aquello de “don sin din, cojones en latín”; perdón si la frase suena mal (para mí es música celestial porque la escucho en la voz y la risa de esa mujer inolvidable), el caso es que Libelo de sangre tiene mucho din, lo tiene todo, no le sobra nada, de ahí su señorío, su empaque, su plausible grandeza, la novela de una vida, la que palpita en sus páginas, la que nos regala Sandra Aza, la que debe seguir alimentando con nuevos títulos para que la hazaña conseguida no se quede sola, aunque sólo sea “por tantas cosas buenas que soñamos desde aquí”.

domingo, 22 de noviembre de 2020

EL LUGAR DONDE TODO ES VERDAD

 




   A la hora de escribir sobre África, sobre lo que uno experimenta cuando (dicho en términos generales) tiene noticias sobre ella, sea como continente o centrándose en alguno de sus países, de sus lugares, buceando en la Historia, conociendo a sus gentes, aproximándose a ella en cualquiera de sus variadas y múltiples posibilidades/realidades, es inevitable recordar aquel huracán de nostalgia y fascinación que recorría la columna vertebral y hacía nido en el corazón de cuando, con quince años recién cumplidos, se vio por primera vez (y en la fabulosa pantalla del cine Palafox) Memorias de África. Más allá de motivos personales que ahora no vienen a cuento, me sentí apelado, llamado, conquistado, me rendí desde la primera y antológica frase, “Yo tenía una granja en África, al pie de las colinas de Ngong”, descubrí a una escritora, se inició mi reconciliación con Meryl Streep (que sería definitiva con Las horas), fue como volver a casa, estallar de felicidad, saberme acogido y protegido, una mágica sensación que, más allá de la belleza de las imágenes (y de la fuerza de la banda sonora entrando por cada poro de la piel), destilaba de aquellos parajes, de la naturaleza, de la belleza de un mundo virgen, puro, prístino, de un lugar (que daba igual fuese Kenia en concreto: se impone el todo) sometido, expoliado, arrasado, conquistado en aras de una civilización que, para más inri, nunca llega porque no interesa ni mucho menos preocupa a quienes sólo buscan beneficios antes, ahora y, por desgracia, después (ojalá el tiempo desmintiese pronto esta afirmación). Por debajo de la imagen indudablemente romántica e idealizada que muestra la película (y lo hace con maestría, nada que objetar), más allá del indudable encanto, de la belleza que transmite la prosa de Isak Dinesen, de la pátina evocadora que recubre sus palabras, de la añoranza de un tiempo pasado/perdido, África (de nuevo dicho como conjunto, como si fuese una única cosa, metonimia aceptada que se refiere a un espíritu, a algo intangible pero fácilmente perceptible) impone su verdad, su dolor, su vulnerabilidad, sus heridas, su escarnio, su aplastamiento, aquello de lo que, a pesar de todo, se erige victoriosa, resistiendo, peleando, avanzando, insuflando vida (allí brotó, allí nació, la sangre llama y no miente, de ahí que nos capture del modo en que lo hace).

 

   Cuando investigó para escribir la que tal vez sea su última gran novela, El jardinero fiel, mi admirado John Le Carré afirmó que África cambia para siempre la mirada, que uno no vuelve a ser el mismo, que se mete dentro, que afecta más allá de lo que se percibe en un primer momento, que altera la manera de escribir (es decir, el modo en que el escritor mira y cuenta el mundo) y, añade un servidor, eso no tiene por qué suponer nada negativo, se trata de variaciones, de si se quiere evolución, de un estilo que se va enriqueciendo, depurando, bebiendo de lo que le rodea. No puedo evitar formular esa pregunta a Gonzalo Giner cuando tengo el infinito placer de formar de nuevo parte del club de lectura que comanda mi Pepa Muñoz y participar en el encuentro vía Zoom celebrado a finales de octubre para conversar sobre La bruma verde (y que pueden ver completo en el canal de YouTube de Locura de Libros: https://www.youtube.com/watch?v=Ubzc1VZvPqo&t=25s) , título que le ha valido el Premio de Novela Fernando Lara 2020 y que Planeta publicó recientemente; lo cierto es que siempre me ha parecido un escritor eminentemente sensorial y sensitivo, sus obras exudan, huelen, envuelven, de algún modo se pueden tocar, pero encuentro que aquí esa capacidad ha aumentado, que sus palabras traen olores y sabores incorporados, que han adquirido un poder evocador que no es tal en el sentido de que se siente y vive lo que les pasa a los personajes y él reconoce que sí ha sentido que su mirada ha cambiado y, precisamente, lo ha hecho fundamentalmente en ese aspecto: “Mi mirada ha cambiado muchísimo, tanto es así que creo que en anteriores novelas había un trabajo de personajes un poco menos complejo que aquí, vamos a decirlo así. En ese sentido, mi mirada profundiza en el modo de contemplar a mis propios personajes, ahí he cambiado: he dado más trascendencia, mayor recorrido a cada uno de ellos”. Es, además, la primera vez en que Gonzalo Giner abandona las narraciones de corte histórico para abordar una historia de ahora mismo, cercana en el tiempo (arranca en diciembre de 2009), pero como él mismo explica en la apasionante nota incluida al final de la novela (y que no debe leerse antes, no me sean impacientes), “hay novelas que se meten en tu vida sin llamar, os lo puedo asegurar; entran en tu interior a codazo limpio e inundan tu cabeza a borbotones”, tal vez sea una vez más el efecto africano, el caso es que dejó aparcado el que iba a ser su nuevo trabajo (pero promete que lo retomará) para dejarse llevar por una historia que merecía ser contada.

 

   La bruma verde se alimenta de varios géneros, no es fácilmente clasificable, es una novela muy rica tanto en matices como en tramas que se imbrican conformando una narración apasionante que toca asuntos espinosos que deberían ocuparnos y preocuparnos más, que deberían aparecer en los medios de comunicación más allá de algunos titulares alarmistas y apocalípticos que buscan más el sensacionalismo (y los réditos -eso es siempre África para los demás: una fuente de ingresos-) que la concienciación, que la acción, que el cambio de comportamientos, que el final del continuado latrocinio tanto en recursos como en vidas, el agotamiento de fuentes naturales de vida, el exterminio de especies, una denuncia que Gonzalo maneja de manera magistral porque la articula de un modo orgánico, la explicita a través de los personajes, de lo que ocurre, de a lo que se enfrentan, de por lo que se sacrifican, evita cualquier tipo de discurso que lastre la novela, consigue hacerlo presente a través de los hechos: “Nunca me planteé una novela denuncia porque considero que ese no es el papel del escritor”. Del mismo modo, integra a la perfección en el devenir de los personajes y sin presentarlas como tales posibles soluciones a tantos desmanes, señala qué debería cambiar, nos abre los ojos (seguimos con el asunto de la mirada) de la mejor manera posible, a través de lo que viven los protagonistas: “Nada tiene una solución definitiva ni única, pero creo que si empujamos en la misma dirección podemos conseguir resultados positivos”. Es algo, por cierto, de lo que también hablan los fantásticos documentales a los que David Attenborough ha puesto voz (su emocionada y emocionante voz de 93 años) en Our Planet: no debemos olvidar (no deberían quienes lo interrumpen, alteran, expolian y masacran) el ciclo de la vida que tanto celebramos en el inicio de El rey león, si se mueve una pieza se viene abajo todo el edificio, a veces en cuestión de minutos, a veces en cuestión de eras, pero se diría que algunos están empeñados en que andemos inmersos en el final de una (o de varias).

 

   Piensa que estás viendo la gran arteria de África, el segundo mayor caudal del mundo después del Amazonas. Aunque tiene menos longitud que el Nilo, ahí donde lo ves, ese río es capaz de regar un territorio seis veces más grande que tu país. Gracias a su generoso caudal, cada día se obra un gran milagro, insospechado y enorme, justo ahí abajo, porque esas aguas tejen la vida”. Así le presenta Colin Blackhill, un cooperante británico, a Lola Freixido, una de las dos poderosas protagonistas femeninas de la novela (la otra es Bineka, una de las mayores creaciones de Gonzalo Giner, un personaje impactante y maravilloso), el río Congo, así es como el autor se impregna de la vida de los escenarios, se la da, nos los presenta con alma y corazón, describe sus múltiples caras, aquello por lo que deberían ser amados, aquello por lo que son codiciados: “(…) en este momento estamos sobrevolando un enorme país en venta. Cada día, grandes capitales compran miles y miles de hectáreas de esta selva. Sobre todo chinos, pero también un puñado de empresas de origen europeo, malasio, estadounidense, canadiense, con intención de explotarlas en el futuro como tierra de cultivo”. Con un profundo conocimiento del asunto que trata pero sin que eso pese excesivamente en la narración (algo que ya había demostrado en sus anteriores novelas, donde nunca la Historia fagocita lo puramente narrativo/ficticio), Gonzalo va diseccionando el terrorífico rompecabezas en que se ha convertido la República Democrática del Congo: “Se trata de trasladar la realidad, eso no es ninguna novela, y me hacía sentir impotente mientras escribía porque hay gente que está sufriendo y muriendo”. En ese sentido, no hay paños calientes en La bruma verde, se cuenta sin paliativos la crueldad, la brutalidad, la amoralidad, la codicia, pero también el empeño, la entrega, la solidaridad, la lucha en demasiadas ocasiones suicida pero necesaria y ejemplar, la valentía y el desprendimiento de “tantos soñadores llegados a aquel asombroso continente con la única intención de ayudar. Gente que lo daba todo, sin reservarse nada”. Da igual el motivo concreto por el que han llegado, como le explicará a Lola en un momento dado Keita, un médico nacido en Kinsasa que ha abandonado Nueva York para regresar a la tierra de sus ancestros “la mayoría estamos aquí porque tenemos algo que olvidar, algo que nos falta por hacer o algo que recuperar…”; el caso es que allí están, seducidos por un continente que, como afirma Colin, “te devuelve más de lo que tú le das”, es (volvemos a citar a Keita) “un lugar donde todo es verdad, por brutal y descarnado que parezca”.

 

   La formación y experiencia como veterinario del autor, sus conocimientos sobre el mundo animal (uno se atrevería a decir que sobre etología, al menos así lo demuestra en el modo en que lo transmite, en cómo caracteriza y mima a ese tipo de personajes) vuelven a aflorar en todo lo relativo a Bineka y los primates que la acogen en las primeras páginas, un análisis de sentimientos enormemente verosímil y en absoluto trivial ni infantilizado, les otorga su propia y verdadera personalidad, no se trata de humanizarlos (en el sentido más pueril, al modo de los cuentos o fábulas) sino de acercarse a ellos, de entenderlos, de plantear vías de comunicación, de viajar hasta el corazón de los instintos, de las pulsiones, de aquello que nos iguala, de no olvidar que el hombre es también un primate (por más que digamos lo de “superior”, tan mal utilizada y entendida esa ventaja, bien se demuestra en la novela). Es La bruma verde, por más que nos estruje las entrañas al hablar de lo que habla, un constante regocijo para el lector que vive una completa inmersión en un mundo que aún conserva esencias a salvo de la intoxicación capitalista (en cualquier sentido), que todavía hace latir un corazón que preserva su pureza, una bruma verde que se adueña de la mirada y del alma de quien no busca otro interés que el de vivir y dejar vivir, el de quien sólo escucha su voz interior esa que le conecta directamente con, como dice Gonzalo Giner, “el continente más sorprendente, el más bonito, el más variado, espectacular, pero siempre se ha ido a expoliar”, ojalá gracias a novelas como esta lo miremos con pupilas incontaminadas por el símbolo del dólar (como le sucedía al tío Gilito).

domingo, 15 de noviembre de 2020

EL BANDO DE LOS PERDEDORES

 




   Una vez más, andamos a vueltas con la novela negra, usando el término como nos gusta en este ángulo oscuro (guiño) del salón, es decir, en toda su amplitud, en toda su variedad de registros, incluso en lo que se aleja de su ortodoxia, de su pureza, de lo que fue en un principio, de lo que se acuñó como tal en un momento dado (dejando a un lado, eso sí, a aquellos que utilizan o les endilgan una etiqueta que nos les corresponde/pertenece para dar gato por liebre -y aumentar las ventas con tal reclamo-); ya saben que un servidor (a pesar de su carácter de lector omnívoro) es fiel al género en que, en gran medida, se gestó esta inacabable historia de amor, esta complicidad siempre activa, este vivir por y para la literatura que, como ya se ha contado tantas veces (como ahora ando recopilando/redactando de modo más prolijo y detallado para reconstruir mi biografía a través de lo leído), prácticamente se inició en el ámbito de lo misterioso, de las intrigas, de los enigmas por resolver, de los asesinatos a investigar, de todo lo relacionado con lo detectivesco/policiaco (de nuevo, en el sentido más amplio posible). En esta ocasión nos centraremos en uno de los aspectos que más la definen porque, no conviene olvidarlo, la novela negra, el noir, incluso antes de ser llamado así, nació como género eminentemente social, como revulsivo, como clamor, como denuncia, como reflejo de una sociedad deprimida económica y moralmente, desencantada, abocada al fracaso, a la miseria, impelida a sobrevivir sin contemplaciones, al grito de sálvese quien pueda, a lo que Horace McCoy retrató casi en tiempo real y sin florituras en la imprescindible ¿Acaso no matan a los caballos?, inspiración de la no menos tremenda (y magnífica) película de Sydney Pollack que en España conocemos como Danzad, danzad, malditos. Lo cierto es que el dibujo al natural de la sociedad del momento en que transcurre la acción (que en la mayoría de los casos es contemporánea al momento en que se escribe) se cuela por cualquier resquicio de una literatura que se nutre de ambientes, de tipos, de delitos/crímenes nacidos en/por unas circunstancias concretas (como me dijo en su día mi admirada Claudia Piñeiro, el asesinato, el modo de matar descrito en una novela de las suyas, puramente argentinas, es necesariamente distinto al de cualquiera de los títulos nórdicos que triunfan aquí y allá o en lo que se hace en España: para que sean creíbles, para que los del país de origen se crean lo narrado y la trama policial funcione, tienen que respetar/reflejar una idiosincrasia, un modo de ser, ya sólo en ese sentido la novela negra es también novela social); sin embargo, hay quien, porque lo aprendió en algún momento y se considera superior cacareándolo, habla continuamente de “crítica social” como elemento indispensable de lo negro, algo que no se da de un modo explícito en buena parte del género, la mayoría de las veces subyace, es el caldo de cultivo, el autor se limita a contar una realidad, no se percibe otra intención o, al menos, no la subraya, no juzga, si toma partido lo hace de un modo sutil, a través de la adjetivación, del modo de presentar/dibujar/definir los personajes, sin olvidar, por supuesto, lo que cada lector aporte, su propia percepción de la realidad y de la ficción enraizada en esta.  

 

   Sin menospreciar a otras voces que bien saben los leales me apasionan, cautivan y admiro, no me parece exagerado afirmar que Graziella Moreno es, tal vez, la autora de este género que en la actualidad más profundiza en lo social, que mejor lo conoce, que lo coloca en los cimientos de sus obras, que lo explica y, sobre todo, deja explicarse, da voz (y corazón y alma) a tantas personas a las que en demasiadas ocasiones se niega su individualidad, se ahoga (aún más de lo que lo están) en las estadísticas, se nombran como colectivo, se consideran prescindibles, gentes a las que no se atiende si no es buscando un rédito, que sólo preocupan como problema, a quien se niega de antemano cualquier solución distinta a su desaparición, su olvido, su negación, su arrinconar, su aplastamiento. Como juez en ejercicio, Graziella es una observadora privilegiada, una excelente conocedora de los resortes y comportamientos más si se quiere decir así extremos, estudia y analiza los porqués, está en contacto con quienes cometen delitos, con quienes son acusados de ellos sin haberlos cometido, con los que acusan (en ocasiones en falso), su material de trabajo más prístino son las personas, esas a las que en sus novelas ni encausa ni juzga ni mucho menos sentencia como autora: otra cosa bien distinta es lo que describe, lo que refleja, lo que reproduce, es decir, el modo y manera en que ese ente intangible llamado sociedad defenestra a los miembros que no considera válidos/útiles/productivos. Al mismo tiempo, evita el maniqueísmo tanto en una dirección como en otra, expone, cuenta, escarba, escribe de manera poliédrica, tampoco justifica, trivializa, suaviza, sencillamente aporta todos los datos, no con carácter eximente sino para completar el cuadro, para evitar injusticias, para abatir prejuicios, para desterrar veredictos torticeros o ausentes de Derecho, para intentar comprender un poco mejor los en tantas ocasiones inextricables mecanismos que rigen en el día a día.

 

   El salto de la araña, publicada por Alrevés en septiembre y galardonada con el Premio de Letras del Mediterráneo de la Diputación de Castellón 2020, se presenta como magnífico ejemplo de lo expuesto hasta ahora y, por encima de ello, es una obra de plena madurez, acongojante, estremecedora, electrizante, un compendio de las virtudes ya demostradas de la escritora, que descuellan y brillan aún más al dejar la narración en la médula, al no entretenerse ni divagar, a saber mantener y aumentar el clímax de su perturbador prólogo durante el resto de páginas, al entregar una novela concisa, veloz, necesariamente breve (sobre todo para lo que nos tiene acostumbrados el mercado, para el abuso de volumen que tanto se da, para el engorde artificial y artificioso de historias inanes), una novela a la que no le falta nada, una novela con innumerables ecos (y huecos) que resuenan en nuestro interior, una novela dolorosa, dolorida y doliente en su más pura y estricta esencia que no precisa de truculencias ni efectismos porque destila verdad, porque aunque no queramos o hayamos aprendido a no verlo sabemos que eso (y cosas aún peores) sucede. Otro de sus máximos aciertos es el de recurrir en parte a una estructura muy usada en el género, aquella en que uno de los personajes (una víctima, un culpable, un investigador, alguien a punto de morir) traza un enorme flashback y rememora la peripecia vivida hasta llegar a esa última escena, algo que nos hace vivir la narración en primera persona, de un modo inmediato, descontando minutos, urgencia que Graziella aumenta (y mide con pulso firme y audacia literaria) al presentarnos un relato que está a medias, que se está construyendo, que se está escribiendo ante nuestros ojos, al que aún le quedan capítulos, del que el propio narrador desconoce el final, por más que lo presienta, que lo asuma como inevitable, reconocimiento y aceptación que siembran más incógnitas de las surgidas tras la elipsis que se produce entre el prólogo y el primer capítulo presentado como tal cuando Javi (el que se presenta como “el monstruo a quien van a juzgar por un delito de homicidio”) empieza a desgranar recuerdos mientras se dirige al que se le impone como único destino posible: “Escribir el pasado duele, porque ya no puedes hacer nada para cambiarlo y eres consciente, por fin, de tu propia estupidez”.

 

   Debo reconocer que nunca me ha gustado demasiado la carga peyorativa, reprobatoria, insultante que se ha incorporado al término “perdedor”, parece haber quedado casi en exclusiva para referirse a aquel que no acepta sus carencias, al que se niega cualquier horizonte, al que se (aquí sí) condena y ejecuta por el lugar de nacimiento, por su falta de estudios (que se atribuye a su incapacidad mental, a su pereza, a su inconstancia), del que hacer mofa, aquel que los poderosos, los de “buena” cuna, los de bolsillo rebosante por herencia, los privilegiados, el sistema necesita para seguir funcionando en favor de todos ellos y similares. Es ese tipo de perdedor al que no se consiente prosperar, avanzar, medrar, desplegarse, al que no se permite ganar ni siquiera una baza, por más mínima que sea, no vaya a ser que se acostumbre y exija más, perdedores económicos y anímicos, perdedores entre los que Javi se incluye y, aunque está en las últimas (en cualquier sentido), a los que otorga algo de orgullo, al menos así lo aceptaba/quería cuando era niño y compartía con sus amigos: “Jugábamos a ser soldados defendiendo una Barcelona sobre la que caían bombas y más bombas, matando a la gente. El nuestro siempre era el bando de los perdedores; para nosotros tenía mucho más mérito morir defendiendo a los tuyos y a tus ideas, que ganar, y seguir viviendo”. Ese aliento trágico (sin cargar las tintas por eso conmueve más), esa dignidad abatida, ese penar constante, ese honor vencido pero no apagado es el que Graziella Moreno recoge de grandes nombres del género como Chester Himes o Jim Thompson, el que conoce de primera mano, el que frecuenta en el ejercicio de su profesión, el que transforma en literatura de alto voltaje porque no lo trata ni destila, porque no lo reduce, porque lo ofrece con la mayor pureza posible para que nos horade, para que nos afecte, para que nos importe, para que no olvidemos que, por debajo de la ficción, en realidad en primer plano, late la vida en la que andamos inmersos, lo que sucede a nuestro lado, la vida a la que se condena, la vida que se niega a demasiada gente.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

¿DÓNDE ESTABAS ENTONCES (Y DESPUÉS)?


 


   El ejercicio de la nostalgia en el mundo del arte, en contra de lo que parece ser la opinión generalizada, es muy peligroso porque, de nuevo al revés de lo que se cree (y afirma) en un altísimo porcentaje, si bien es cierto que consigue un rápido enganche y despierta con suma facilidad el interés del público que vivió aquella época (o del que quiere conocerla), tropieza en demasiadas ocasiones con un rechazo también inmediato, con el disgusto de quien se siente estafado/utilizado de una manera u otra, topa con el recuerdo de cada cual, con la sublimación o con el desengaño, con la añoranza o con el deseo de olvidar; por más que exista un pasado colectivo ineludible (a eso deben referirse con lo de ser -o no ser, perdón, admirado don Guillermo, por el chiste fácil- “hijo de su tiempo”), cada uno lo ha digerido/asumido/experimentado por sí mismo y no siempre se está dispuesto a cambiar esa visión (incluso aunque la reconozcamos parcial o hasta falseada, cuando no inventada) o a compartir la de otros. Por otro lado, en muchas de estas evocaciones/resurrecciones/revisiones o etiquetas similares es fácilmente detectable el mero y casi único afán recaudatorio, no hay verdaderas emociones, no hay creación/creatividad, falta corazón, se limitan a hacer recuento, a acumular referencias, a dispersarlas, a darles un tratamiento superficial (o ni eso), a coger el rábano por las hojas y considerar que todo el monte es orégano, que con apelar a la nostalgia es suficiente para obtener patente de corso (volvemos a lo del principio), pero ahí es cuando más se rebelan quienes, precisamente por vivir con intensidad y autenticidad tanto en lo placentero como en lo triste ese sentimiento de añoranza, no están dispuestos a que se adueñen de sus recuerdos con intenciones torticeras, vamos, que no se compra con tanta facilidad lo que, en muchas ocasiones, no necesita ser resucitado (más allá de lo que cada uno atesore en su memoria).

 

   Este es el primer escollo que supera con holgura Javier Menéndez Flores en su magnífica Todos nosotros, novela publicada por Planeta en septiembre, una brillante muestra de lo que el género negro fue desde sus orígenes (antes incluso de que sus páginas se llenasen de gánsteres y policías) y las cotas que puede alcanzar en su carácter radiográfico sin perder en intriga y tensión, un retrato vívido y (muy) al natural de la sociedad española de finales de 1981, todavía con las tinieblas del franquismo cerniéndose y poniendo palos en las ruedas de una titubeante democracia (es, recuérdese, el año de la intentona golpista que desde entonces conocemos como 23-F). Escritor de largo aliento y variadísimo registro, narrador de enorme solidez demostrada tanto en el periodismo como en el ensayo y en el género biográfico, en esta su cuarta novela Javier da un salto cualitativo de insólita envergadura (por el planteamiento, por su ejecución, por el resultado, no porque el escritor no nos tenga acostumbrados a la calidad en forma y contenido) al acometer un trabajo muy ambicioso en diferentes frentes y lograr un triunfo absoluto en todos que supone, a la larga (y a la corta, ahora iremos con ello), el triunfo del lector (sin apellidos, aunque el fan del noir gozará especialmente, no en vano el propio Javier reconoce que su biblioteca abunda en títulos del género, su favorito para leer junto a la poesía). Aunque sus conocimientos musicales son apabullantes, la acción no se sitúa en ese momento para que el autor pueda exhibirlos o como el recurso fácil de que se habló antes, sino porque resulta imprescindible, así se demuestra según vamos pasando páginas, así lo fue desde su gestación, en todo caso se trata de una nostalgia si se quiere estilística, de añorar cierta inocencia frente al aparataje tecnológico que ha arrinconado al método deductivo de Holmes, a las famosas células grises de Poirot, al factor humano que husmeaba Maigret, a la observación en que Miss Marple o el padre Brown basaban sus pesquisas: “Cuando imaginé esta novela, lo que se me ocurrió fue una historia que tenía que suceder en una gran ciudad y en un momento en el que pasaran muchas cosas en lo social. Hay dos motivos fundamentales por los que la novela arranca en 1981: uno, porque me planteé escribir una novela con aroma clásico, una novela negra de las de antes, es decir, huir de la influencia de “CSI”, no quería resolver el crimen en los laboratorios, quería hablar de un momento en que los medios técnicos y científicos fuesen muy limitados. En el 81, como queda reflejado en la novela, no había teléfonos móviles, no había pruebas de ADN, todo lo que ahora ayuda a resolver muchos crímenes: me interesaba que los policías no dispusieran de esos medios y tuvieran que encomendarse a su capacidad deductiva y a su perspicacia. Creo que una época así es mucho más atractiva para el lector: los policías de antes tenían que hacer un trabajo de campo más exhaustivo, comerse mucho el coco, ser muy analíticos, patearse las calles, coger una libreta y un bolígrafo, algo que se ha perdido en los últimos tiempos”.

 

   Un tanto paradójicamente (pero somos hijos de nuestro tiempo), es el teléfono móvil (y anteriormente las redes sociales) el que me permite recuperar el contacto con Javier, a quien conozco y sigo desde hace veinte años (en realidad, alguno más, pero fue en el 2000 cuando lo entrevisté por primera vez con motivo de aquel estupendo libro sobre Joaquín Sabina, Perdonen la tristeza, al que con el tiempo se unirían otros dos -En carne viva y No amanece jamás). Y aclarado de donde procede la anterior declaración, dejemos que siga compartiendo con nosotros el modo en que fue armando Todos nosotros: El segundo motivo es que me encantan los momentos históricos en que se vive una confluencia de hechos y se da una confrontación: 1981 es un año muy importante en nuestra historia reciente, teníamos una democracia muy frágil que se impuso contra todo pronóstico, que se refuerza tras la intentona golpista del 23-F; al reflejar ese momento, la novela habla de contrarios y extremos y está llena de símbolos y alegorías: en la primera parte, Diego Álamo y Roberto Guzmán lo son de las dos Españas que colisionaban entonces, la que moría y la que nacía. La segunda parte de la novela es consecuencia de la primera, yo sabía que tenía que producirse una fractura porque quería hacer, por debajo de la historia criminal, una crónica social de las dos últimas décadas del siglo XX y establecer un contraste entre la ausencia de medios técnicos de la primera parte y lo que refleja la segunda”. Ahí radica otra de las audacias de esta novela: el enorme salto temporal que da en un momento dado al situar la acción en el verano de 2002 (casi veintiún años después), incorporando nuevas sombras, alargando las que se arrastran desde el 81, ennegreciendo ánimos y espíritus, reconstruyendo la trama, enriqueciéndola con personajes que están obligados a ser tan atractivos y potentes como los ya presentados, es decir, lo que ahora se presentaría sí o sí como serie (al menos como trilogía, en demasiadas ocasiones sin que el resultado final justifique tal llamémoslo despliegue), Javier lo entrega como novela compacta, urdida con pericia, con oficio, con empeño, con muchos meandros y posibles afluentes, pero sin dejarse nada en la recámara, lo que es de agradecer e incluso de aplaudir (en ocasiones se echa de menos eso, que no sea necesario haber leído previamente no sé qué para entender/disfrutar lo que se anuncia como gran novedad -y resulta atractivo, no se puede negar- o haya que esperar equis años para conocer el desenlace -y, para colmo, este supone una decepción de dimensiones cósmicas-).

 

   La recreación que Javier hace de esos casi compases finales de la Transición (coincido con él en que esta se da por cerrada con el triunfo aplastante del PSOE en las elecciones de 1982) es milimétrica, rigurosa, de una precisión que deja sin aliento no sólo por lo que evoca, por lo que hace recordar, por lo que implica a quien conoció aquel momento, sino porque cada detalle, al margen de coadyuvar/propiciar una inmersión profunda en la trama, queda justificado, todo tiene un sentido, lo mismo se trate del estreno de Vaya par de gemelas como de, por supuesto, El Penta inmortalizado en Chica de ayer, lo que se describe es una sociedad, un modo de ser (o varios), por eso todos los datos importan, es la mejor manera de tener una visión lo más global y completa posible, es virtud del periodista encontrarlos y suministrarlos, es talento del novelista integrarlos para que la trama no se detenga y salga reforzada, es a través de la historia y evolución de la Policía como mejor se explican/comprendemos las diferentes personalidades del grupo que aquí se nos presenta, empezando por el protagonista (aunque no sea el único), Diego Álamo: “He concebido a Diego como un héroe romántico, un personaje muy literario: tiene la desdicha, la condena de soportar el peso del mundo sobre sus hombros, aun de forma inconsciente. Es tan vocacional, ama tanto lo que hace que lo de menos es su propia vida, su integridad física; su misión de vida es resolver el caso que tiene entre manos y hacer que la justicia, no la ley, se cumpla: respeta la ley, por supuesto, pero va más allá y quiere que se haga justicia. Lo que sí quise fue romper el tópico del policía quemado, también el del superhombre: Diego es un ciudadano de a pie que ama su profesión y ama a su mujer. A la hora de vivir la tragedia, no he recurrido a lo tan manido de refugiarle en la bebida, he querido que fuese un proceso interior”.

 

   Es pura novela negra en mimbres, en desarrollo, en contenido, en su mas pura esencia, lo es aún más en cómo escudriña y disecciona los tres puntos de vista sobre los que la novela bascula/se articula: los capítulos más largos corresponden a la investigación policial tanto en la primera como en la segunda parte, alternados con otros más cortos que en el 81 corresponden a una de las víctimas (aquella cuyo destino amarra a Diego al caso con garfios afilados) y en el 2002 suponen un viaje a lo más tenebroso, a lo más terrorífico, al ejercicio y disfrute del mal encarnado en un asesino despiadado, sádico, implacable. Es una estructura sólida, demoledora, sin resquicios, que impele a la lectura, que envuelve al lector desde los primeros compases, que no le da tregua, que no le suelta (por eso señalé antes que el disfrute empieza pronto -porque tal se produce cuando uno experimenta lo mismo que los personajes, cuando uno se involucra, cuando uno se interesa por ellos, cuando se duele y conduele de lo que les sucede, cuando se tiembla de terror, cuando el autor consigue transmitir emociones intensas y hondas, cuando hace honor al género escogido-): “La estructura es la misma en ambas partes, lo que varía es el punto de vista. A la hora de escribir, para mí es vital fijar la estructura, es tener la mitad de la novela: si no es sólida, el edificio se derrumba. Desde el principio, quise que reflejara los tres puntos de vista que a mi modo de ver sustentan las novelas criminales: el investigador, el verdugo y la víctima. Quería darles el mismo protagonismo y que el lector recibiera todo ese caudal de información de la misma manera, para cubrir así todos los ángulos. Fue ese trípode el que fijé como estructura, por eso, repito, en la segunda parte cambia la perspectiva, pero no la estructura. Luego, lo de los capítulos cortos en dos de los casos comparados con los que protagoniza la policía es porque así son mucho más efectivos: estamos hablando de dolor, de situaciones extremas que no se pueden prolongar, mientras que la investigación necesita más largo aliento”. ¿Y cómo sale uno indemne de la crudeza de capítulos tan dolorosos o terribles? “A duras penas: he salido a cuatro patas de la escritura de muchas páginas y he necesitado recomponerme. El escritor es como un actor, es un intérprete, hace un trabajo de transformación, sólo que lo hace hacia adentro: se cierran los ojos y se viaja a un lugar en que está el policía, está el asesino y está la víctima. Me ha tocado ser los tres, me he metido en sus psicologías, en sus mundos, me he puesto en la piel de alguien que asesina, algo que yo no he hecho, en serio, jajaja, alguien que, además, disfruta con ello”. Lo mismo que, repito, hace el lector porque Javier Menéndez Flores nunca baja la apuesta, porque asume un compromiso desde las primeras líneas y cumple con creces, porque no escatima en recursos, porque encuentra su propia voz como narrador pertrechado tras una plétora de voces (esa es otra de sus cimas: los diálogos hiperrealistas, verosímiles, reflejo de los personajes), porque, y no es un fácil juego de palabras, habla de todos nosotros (y queda bien claro al final pero, por supuesto, no se lo voy a contar: léanlo).