martes, 29 de octubre de 2019

TODO EN LA VIDA ES COMO UNA CANCIÓN





   Aunque me he moderado con el tiempo (o atemperado con los años, cosas de la edad que jamás niego -50 años en febrero-), sigo teniendo fama/me sigo comportando en muchas ocasiones como aquel “crítico feroz” al que bautizó de semejante modo José Luis García Sánchez, feliz de que su Tranvía a la Malvarrosa me hubiese resultado una película divertida y bien resuelta; algo más de dos décadas después de esta anécdota que tanto me gusta recordar (porque sucedió en medio de una de esas entrevistas gozosas que he tenido el privilegio de mantener con gente a la que admiro), he aprendido gracias al constante ejercicio de mi profesión (que he procurado tener siempre presente en mis comentarios en redes sociales, por más que la mayoría los haya hecho a título personal, no como periodista) a aplicar convenientemente las enseñanzas de maestros a los que nunca dejo de citar/agradecer como fueron Mercedes Gómez del Manzano, Bernardino M. Hernando, Teófilo Ruiz y, por supuesto, Luis Landero, es decir, a exponer/argumentar/razonar o a procurarlo al menos, identificando como lo que son visceralidades, filias, fobias, estallidos en caliente, apreciaciones poco o nada meditadas, sin perder tampoco de vista aquello que demandaban/valoraban en mí mentores como Miguel Ángel Yáñez o Beatriz Pécker (y algunos de los anteriormente citados), es decir, aportar mi valoración, mi criterio, mi gusto/disgusto, poner de verdad en práctica el género de la crítica (el que puede/debe/merece ser llamado así, en breve tengo pensado reflexionar con ustedes con más detenimiento sobre este asunto), no resultar tibio, es decir, no tener validez al no dejar clara la postura adoptada frente a una obra artística o al mantener un día esta y al siguiente la contraria según convenga (algo en que era/es experto aquel que, gracias sean dadas a quien correspondan, cruzó el Atlántico), reconociendo con franqueza, cuando existan, los condicionantes que nos llevan a decir esto o aquello (e incluso evitando la ocasión, inhibiéndonos para no emitir lo que sería un juicio viciado/interesado/inauténtico). Sé que en ocasiones resulto demasiado categórico, eso también se debe a la edad (tengo la suficiente como para no andarme con paños calientes o absurdas correcciones políticas que no dejan de ser autocensura), pero procuro dejar claro qué provoca el tono acre y hasta intransigente que puede adoptar mi discurso, reconociendo incluso la irracionalidad de algunos pareceres plenamente viscerales (no digamos mis contradicciones, si ya saben los leales que el oxímoron -utilizarlo y encarnarlo- es mi perdición).

   El caso es que volví a recurrir a una introducción más extensa de lo pensada para terminar llegando a lo que hubiese debido ser punto de origen, pero creo que así se comprende mejor el exabrupto (que no lo es tanto) que viene a continuación: todos tenemos un género favorito, a estas alturas no puedo ocultar (aunque tampoco lo he pretendido jamás) que el mío es el policíaco/negro/de misterio, me parece muy bien que haya quien no quiera leer nada que se salga de lo que le gusta, pero eso le invalida para juzgar con propiedad otro tipo de obras (a las que desprecian por no ser, pongamos por caso, románticas, pero no se preocupan/ocupan de conocer, todo lo sustentan en un -perdón si suena fuerte, puede que si conocen algún caso coincidan conmigo- fundamentalismo atroz), son lectores unidireccionales (con, todo hay que decirlo, faltas de ortografía, pésima redacción, abundancia cuando no exclusividad de frases hechas, ignorancia supina y osada -hablo de lo que se puede leer/escuchar por ahí sin tener que buscar demasiado-), que rechazan con furia y sin miramientos aquello que se sale del esquema que conocen/consideran perfecto/único, es como si un servidor exigiera a todos los escritores del género que imitasen/plagiasen a la tía Agatha (cuando, al revés, es algo que me enerva sobremanera) y se negase a leer (ni tan siquiera a empezar, basta con lo que hayan dicho los considerados iguales o, las cosas como son, con lo que se exponga en la solapa o contra del libro) cualquier obra que no se parezca a Asesinato en el Orient Express. Y al poner este ejemplo es cuando entro de verdad en materia, puesto que me sirve para enlazar con algo que contó Paloma Sánchez-Garnica durante el apasionante encuentro que mantuvimos con ella el pasado septiembre en Casa del Libro de Gran Vía para hablar sobre La sospecha de Sofía, su por el momento última y muy exitosa novela (Planeta la lanzó a finales de febrero -justo el día de mi cumpleaños, era una señal- y hace pocos días anunciaba la octava edición): “Creo que es importante que el lector salga de su zona de confort y se ponga en la piel de cada personaje, algo que yo procuro hacer durante el proceso de escritura”. En seguida iremos con las aristas de algunos personajes, con personalidades que van evolucionando, con el corazón que se puede inocular en los arquetipos (y, al fin y al cabo, a eso podemos reducir a la mayoría de las criaturas que pululan por las páginas de la literatura universal), quedémonos un momento en lo de la zona de confort puesto que es de lo que estábamos hablando y mantenerse en esa cápsula provoca que seamos (con plural mayestático y sálvese quien pueda) como poco injustos con muchos escritores, no ya porque (repito, sin conocerlo) hayamos decidido (¿en base a qué?) que lo suyo no nos interesa, sino porque no aceptamos que un escritor a quien seguimos cambie mínimamente los que consideramos sus parámetros, los que lo fueron antes, nos comportemos (vuelvo a citarla, me asusta lo presente que la tengo -y eso que aún no empecé la segunda temporada de Castle Rock en la que han recurrido a ella-) como Annie Wilkes (o como los seguidores de Juego de tronos) y pretendamos dictar al escritor aquello que queremos leer (o ver en pantalla), cercenando la creatividad, es decir, regresando por un momento a la tía Agatha para cerrar este párrafo como si sólo la apreciásemos por haber escrito no sé cuántas variaciones de (me voy a uno de sus primeros triunfos) El asesinato de Roger Ackroyd, como si sólo aceptásemos constantes reescrituras de la misma, lo que invalidaría tanto Testigo de cargo como El tren de las 4.50, Diez negritos como La casa torcida y hasta la perenne La ratonera (vaya esto como una poco sutil andanada dedicada a los que dicen que todas sus historias son iguales).

   Empecé a pensar en este asunto bastante antes de escuchar a Paloma Sánchez-Garnica decir lo que transcribí en el párrafo anterior, casi desde que llegó a mis manos La sospecha de Sofía porque (en alguna otra reunión similar a la que no sólo acudimos los lectores habituales -que hicimos pleno, por cierto, con mi Pepa Muñoz como abanderada, por supuesto, en el acto en que, ahora lo podrán comprobar, la escritora fue enormemente generosa a la hora de contarnos su método de trabajo y el arduo proceso de creación de esta novela-), había escuchado por ahí, como les decía, algunas voces disconformes con el nuevo trabajo de Sánchez-Garnica (si bien es cierto que son de las que mantengo en permanente cuarentena por mucho de lo ya expuesto) y muy pronto comprendí a qué respondían: al hecho de que, una vez más (porque esa es otra), la autora tomase un camino distinto al ya transitado. En realidad (y por desgracia), hay quien se quedó prendado de La sonata del silencio (para no hacerlo), el título que la consagró definitivamente hace un lustro, olvidando/desconociendo sus títulos anteriores (El Gran Arcano o El alma de las piedras), y sólo espera nuevas melodías que no lo sean tanto y suenen del mismo modo que aquella, ritmo, compás, cadencia, elegancia y capacidad evocadora que son reconocibles en cada novela sin que eso suponga copiarse a sí misma, se reconoce su impronta, su sello, su manera de construir y desarrollar las historias, su estilo, su personalidad literaria que adapta sin aparente esfuerzo a lo que quiere contar en cada momento (antes de continuar, aclararé que no son tantos como pueda traslucirse de mis palabras los que así se comportan, lo que ocurre es que suelen tocarme cerca en estos eventos y, para colmo, noto sus nefastos efectos en gente conocida que, al ver lo que estoy leyendo, me dicen “¡Ah, eso es como La sonata del silencio pero con el Muro de Berlín!”, lo que no tendría por qué ser negativo de ser así, pero no es el caso). Abandonar la zona de confort (es algo que digo yo, no la autora) también supone leer sin esquematismos ni (demasiadas) ideas preconcebidas, dejándonos asombrar y capturar, algo que se le da de perlas a Paloma aborde el asunto (y la época) que aborde, sembrando el texto de mil sorpresas no todas relacionadas con giros, revelaciones, golpes de efecto, incógnitas por resolver, finales de capítulo en alto, sino que lo suponen en sí mismos tanto el propio planteamiento de la historia como la estructura, dejando cabos sueltos que se retoman en el momento idóneo para provocar mayor impacto, por más que alguno pueda intuirlos/esperarlos (pero no todos -en ambos sentidos: lectores y sucesos).

   Como les decía, Paloma Sánchez-Garnica hizo todo un alarde (sin darse/-le importancia) de generosidad (ella lo llamó agradecimiento a lectores fieles) puesto que no tuvo reparos en desgranar el proceloso y complicado proceso de creación (sobre todo de puesta en marcha) de esta novela que, además, se complicó con un asunto de salud que minó sus fuerzas y ánimo; sin entrar en intimidades (aunque fue enormemente discreta, más allá de alguna mención), dejemos que sea ella quien narre, como ella sabe, el modo en que La sospecha de Sofía comenzó a andar: “Soy muy disciplinada, sólo me dedico a la escritura y me siento todos los días frente al ordenador; estuve probando con diferentes historias que, algunas más pronto que otras, se me iban deshaciendo, me encontraba bastante perdida: sólo puedo seguir escribiendo si me apasiona lo que escribo y por el momento no me pasaba, llegué a tener 200 páginas de algo que al final no avanzó más, estar así es una sensación muy frustrante e insegura, pero seguí buscando la historia y me apropié de la frase “no me voy a rendir”. Concibo la escritura como un refugio, un lugar de protección. Cuando la situación me ahogaba me ponía a leer, es algo que hago a diario pero en esos momentos me volcaba, fue leyendo como tuve la primera chispa, algo saltó: la espera, alguien que espera a un ser querido, la incertidumbre. Como tenía claro que quería escribir sobre el final de los años 60, los 70, la época que viví de adolescente, cuando salías de casa y no había WhatsApp ni nada similar, si te ibas de viaje al extranjero podías estar sin llamar a casa varios días, comprendí que lo de la incertidumbre me venía bien. Entonces leí [cita dos libros que prefiero obviar para no dar pistas a quien aún no ha leído la novela] en apenas dos días, me puse a escribir y en seguida supe que ya tenía historia”. Y dejó, como siempre hace, que esa historia y, sobre todo, los personajes que la viven se adueñasen de ella: “Escribo con brújula, como se suele decir, empecé sin saber nada más que alguien estaba espiando a una familia, ese es el arranque: me tengo que dejar llevar, escuchar a los personajes, por eso necesito un espacio propio, aislarme, lejos de todo el mundo, que nadie me interrumpa, tengo la fortuna de tener el mejor compañero posible [su marido], es algo que he hablado con otros escritores y que se demuestra necesario. Como digo, escucho a los personajes, les tengo un respeto reverencial, tanto que me hicieron entrar en un territorio que jamás había pisado, el del espionaje, pero el asunto se presentó y, además, fue fascinante investigar sobre la época”. Y aquí aparece la gran sorpresa porque, al más puro estilo Paloma Sánchez-Garnica (es decir, primando las emociones de los personajes, el retrato sentimental de estos, poniendo el foco en las relaciones afectivas), La sospecha de Sofía es una muy meritoria y bien armada novela de espionaje en el sentido más clásico del término, puesto que la historia comienza en abril de 1968, pocos días antes de que Massiel gane Eurovisión, y muy pronto nos lleva hasta el Berlín dividido por esa infamia llamada Muro, reconstrucción de una época que, como es seña de identidad en la escritora, hace a través de los personajes, de cómo se comportan, cómo piensan, qué roles ocupan/aceptan/anhelan, de mil detalles cotidianos que nos acercan/vuelven a traer (depende de la edad del lector) el pasado (más o menos reciente) en una recreación llena de viveza y sensaciones ineludibles, convocados por el verbo preciso, rico y profusamente documentado (y cuidado) de Paloma: “La base de mi documentación es siempre la lectura: novelas que traten la época de que se trate o hayan sido escritas en aquel momento, busco la historia en minúsculas, lo que le pasaba a la gente, la literatura es la historia de las personas comunes, proporciona personajes de carne y hueso; también ensayos, por supuesto, en este caso diarios del mayo de 68 que me ayudasen a encontrar la mirada de Sofía sobre aquellos acontecimientos. Me sirvió mucho también “La vida de los otros”, al igual que “Soñadores” o “Good Bye, Lenin!”. Además, tuve la fortuna de estar el 18-19 de septiembre de 1989 en la RDA [justo estamos reunidos un 19 de septiembre treinta años después], hice el mismo viaje que mis personajes, sentí el mismo agobio que describo en el puesto fronterizo, en un minuto pasé de una ciudad alegre, vitalista, moderna, con aires de libertad a otra detenida en el tiempo, gris, escaparates enormes y vacíos, todo muy triste, nadie pensaba que apenas 40 días después caería el Muro”.

   Explicando la historia real que inspiró Libre a Armenteros y Herrero (esa canción que, aún hoy en día, mucha gente canta pensando que es una mera metáfora) en un breve prólogo, Paloma Sánchez-Garnica empieza a extender su habitual tela de araña (por el modo en que envuelve al lector y por cómo va expandiendo la historia), dando muy pronto la primera sorpresa puesto que la Sofía del título, a priori la protagonista (que lo será), desaparece durante un buen puñado de páginas para que la vida de los otros (perdón por el robo descarado), ya que no le han dejado vivir una propia, la arrolle sin concesiones ni avisar, mientras construye ese personaje digamos en ausencia, la autora aprovecha para ir presentando/desarrollando otros de importancia y magnetismo similares, magníficamente armados porque la autora les ha permitido ocupar el lugar que les corresponde: “Para mí, escribir es como leer un libro en el sentido de que no sé lo que va a pasar; es cierto que soy muy disciplina y estoy cada vez más convencida de que la inspiración viene cuando estás trabajando, pero durante los primeros pasos van apareciendo personajes, personas que no conozco, algunas llegan con el nombre clarísimo y otras no, voy escribiendo lo que ellos van contando, algún secundario se hace fuerte, como Elvira en este caso [la secretaria del bufete, todo un homenaje a tantas mujeres de aquel entonces -que no es tan lejano-, con un par de escenas que laceran], así es como día a día dejo que me colonicen y se apoderen de mis rutinas, mis silencios, mis horas de natación, mis lecturas, mis vigilias, de modo que cuando armo la primera estructura ya los conozco muy bien. Entonces llegan las relecturas en las que empiezo a definir, a perfilar muy bien, a pulir, a determinar cada escena, ya los he hecho míos. Pero la fase de escupir la historia es a ciegas, en las primeras novelas hacía esquemas que no me valieron de nada”. Pero Paloma se toma muy en serio su oficio, está verdadera y absolutamente comprometida con la literatura y con los lectores, de ahí que sus novelas se noten trabajadas, mimadas, armadas y si se me permite el neologismo almadas, con, como decía el bolero, alma, corazón y vida, abordando temas que ya ha tocado en obras anteriores (y en eso la reconocemos, es lo que se llama universo propio, lo de menos es el género escogido) pero haciéndolo desde una nueva perspectiva, tomando en esta ocasión como inspiración a una grandísima mujer: “Sofía se puede reconstruir en la novela gracias a su compañero, era algo que no podía dejar de contar: buscando mujeres como referencia para crear el personaje me fijé en la figura de Margarita Salas, gran investigadora, discípula de Severo Ochoa, hizo el posdoctorado en Química en Nueva York, regresó en 1968 junto con su marido, Eladio Viñuela, también investigador. Al abrir su laboratorio de Bilogía Molecular, todo el equipo se dirigía a ella como la mujer de él, sin darle su lugar, por lo que, siendo muy generoso, se quitó de en medio, se retiró a su propia investigación y ella quedó como directora a la que todos tuvieron que tratar como tal”. Si alguno de los recalcitrantes llegase hasta aquí, puede que detectase los nexos de unión entre La sospecha de Sofía y La sonata del silencio, porque lo importante no es el cómo (que también, pero sé que comprenden en qué sentido lo digo) se cuenta sino el qué se cuenta y en Paloma Sánchez-Garnica siempre es jugoso, palpitante, emocionante, melódico y armonioso (tanto que esta novela tiene su propia banda sonora compuesta por uno de los hijos de la escritora, Javier de Jorge).

lunes, 21 de octubre de 2019

TRAYECTORIA DE BUMERÁN





   Sé que habrá más de uno que, al descubrir el asunto del libro que hoy nos ocupa, pensará que el título del texto responde al afán (no conseguido: nada más simple y obvio) de ser ingenioso y sintetizar el argumento en una (burda) alegoría, no negaré que así me llegó, una imagen rápida y escasamente original, pero pronto me di cuenta de que, empezando a tirar como tantas veces del hilo de los recuerdos que la lectura me ha inspirado/hecho revivir, yo mismo iba a hacer ese recorrido de 360 grados (o sea, volver al origen: a ver si de una vez dejan de decirlo mal aquellos que pretenden dar un giro a su vida y, parece que no teniendo nada claro en qué consiste ni aquello ni eso, se empeñan en trazar una circunferencia completa en lugar de conformarse con 180 grados para, así sí, terminar en el extremo opuesto a aquel al que se encuentren, sea físico, mental o personal), fue algo que corroboré cuando el propio Álber Vázquez, durante la presentación que tuvo lugar hace cosa de un mes en la Librería Náutica Robinson (en la que estuvimos presentes algunos de los cómplices lectores habituales -mi Pepa Muñoz siempre en vanguardia-), se refirió a Poniente, su nueva y emocionante novela (publicada por La Esfera de los Libros), como un relato de aventuras al estilo de aquellos que devorábamos de chavales, “esos libros que nos han marcado, por eso ocurren cosas como las relativas a Enid Blyton [se refiere a las acusaciones de racismo, sexismo y homofobia vertidas por la Real Casa de la Moneda Británica que dieron al traste con un homenaje previsto] y los lectores salen a defender aquello que tanto les gustó”, lealtades literarias que se hacen más fuertes con el paso del tiempo, da igual que jamás regresemos a ellas más que con el recuerdo, la nostalgia e incluso una cierta sublimación o que sigamos rindiéndoles culto en forma de relecturas (magnífica experiencia la de rastrear/recuperar la ingenuidad, la sorpresa, el goce prístino con que nos zambullíamos en las páginas, descubrir/redescubrir sensaciones, conversar con el lector que fuimos). Así, no podía ser de otro modo, me decanté por el título que ya han leído para encabezar este escrito, que fue el que endilgaron en España (bueno, escribiendo boomerang, un servidor ha optado por utilizar la palabra que aparece en el DRAE) a la novela que Agatha Christie llamó ¿Por qué no le preguntaron a Evans? -tal y como siempre nos hemos referido a la estupenda versión televisiva de 1980 (que en España vimos en 1983) por más que se haya editado en formato doméstico con el otro título que, todo hay que decirlo, en gran parte supone un spoiler o al menos proporciona demasiadas pistas-, no puedo dejar de mencionarla/reivindicarla en cuanto tengo ocasión, son muchos años de deleite, con ella di el salto a la literatura para adultos (algo, por cierto, que le debemos muchísimos), porque mis primeras y no olvidadas lecturas se me fueron presentando de manera natural, porque he disfrutado como entonces (o más) con Poniente, por eso, por esa evocación, aunque parezca paradójico, la abandono durante un rato.

   Hace ya demasiado (deberíamos vernos más), hablaba con el muy querido amigo Miguel Ángel Delgado (que tanto sabe del asunto, al igual que de todos los demás porque es un auténtico erudito -y lo mejor es la poca importancia que se da-) sobre este mismo asunto al releer Cinco semanas en globo, en la que Julio Verne se detiene en prolijas explicaciones sobre los gases, el peso que gracias a su acción/combustión se puede elevar, los cálculos de los protagonistas para conseguir la altura idónea de vuelo, datos que ayudan a la verosimilitud de la historia (y que demuestran el conocimiento de Verne sobre el asunto, según me señaló Miguel Ángel -recuerden que uno se sintió siempre un hombre de Letras y, ¡gran error!, no hizo ningún esfuerzo por atesorar/retener aquellos saberes que consideraba un escollo, mera materia de examen, a pesar de Carl Sagan, Félix Rodríguez de la Fuente, 3, 2, 1… contacto y divulgadores/programas similares-), minuciosidad podríamos llamar científica que también se encuentra en, por ejemplo, Veinte mil leguas de viaje submarino, De la Tierra a la Luna o Robur el conquistador, por más que siempre destaquemos su prodigiosa e inagotable imaginación (que anticipó tantos llamados entonces ingenios, es decir, que eran posibles y, por lo tanto, muy válidas sus descripciones). Lo más curioso de todo esto, y en eso coincidíamos mi amigo y yo (y otros con los que compartimos el “descubrimiento”), es que leíamos aquellas páginas con el mismo interés que las aventuras (o las relativas a paisajes, fauna, flora, escrupulosamente documentadas), no nos saltábamos ni una línea, no nos estorbaban ni nos desenganchaban de la peripecia que era lo que después comentábamos o reproducíamos en nuestros juegos (sí, se publicaron mil versiones/adaptaciones/condensaciones, pero he podido comprobar que los libros de Historias Selección de Bruguera ofrecían las obras completas, sin infantilizaciones ni recortes). Lo mismo puede decirse, por supuesto, de aquellas novelas que tuvieran ambiente marinero/marítimo (una de mis favoritas -y lo sigue siendo- fue Un capitán de quince años), algo que comparte con otros títulos/autores que iban cayendo en nuestras manos/apareciendo en nuestras vidas en esos años, tales como Salgari, Stevenson, Conrad o Melville, ambiente que considerábamos propicio para la aventura gracias también a la famosísima adaptación televisiva de Los tigres de Mompracem del primero de los citados que conocimos (y seguimos espectadores de todas las edades) como Sandokán y a Primera sesión que tantas tardes de los sábados nos entretuvo (e hizo cinéfilos) al programar El mundo en sus manos, Viento en las velas, Capitanes intrépidos o La isla del tesoro. Pero, al igual que en lo relacionado con la ciencia en cualquiera de sus ramas, debo decir que nunca me ha llamado ese mundo más allá de disfrutar con los títulos mencionados y muchos otros, que la profusión, el uso y abuso de la terminología marina, mi absoluta incapacidad para retener significados más allá del momento concreto en que se explican (o ni eso, confieso: me siento abrumado/superado por ese -y por otros- argot riquísimo que posee palabras específicas para cada cuerda -cabo es más preciso, ¿verdad? No pretendo que suene a chiste-, vela, embarcación), de ahí que nunca me haya enganchado a la saga creada por Patrick O´Brien o me resultara intragable La carta esférica de Pérez-Reverte, en gran parte porque creo que ambos quieren demostrar su conocimiento y/o contentar a los expertos en la materia (y epatar, especialmente en el caso del segundo), hablan con un código excesivamente restringido y dejan de lado la historia, lo humano, aquello que nos sigue cautivando cuando les pasa a Jim Hawkins y Long John Silver aunque no sepamos definir qué es un obenque, qué son las jarcias, dudemos (una vez más) dónde está babor y dónde estribor.

    Y así es cómo completo mi giro de 360 grados, puesto que eso es algo que me gustaría señalar/destacar antes de iniciar la singladura (terminará hoy mismo, tranquilos, de ahí que la anuncie como tal) o justo en las primeras leguas (algo voy aprendiendo, no cabe duda), Álber Vázquez ha escrito una novela que se me antoja hará las delicias de los que conocen la materia, de aquellos que aman la mar como escenario literario y/o porque la frecuentan/viven, utilizando el vocabulario adecuado con suma precisión, también con prudencia y acierto, sin detenerse en explicaciones prolijas que aburrirían al conocedor, sin agobiar ni apabullar al profano, sin que el ajeno se sienta de ese modo, evitando que el ignorante (va por mí, que nadie se dé por aludido) se pierda o no comprenda qué está pasando, el modo realista y casi documental en que refleja la gesta que supuso dar la primera vuelta al mundo (por detallado, por atender todos los frentes posibles, por un notable afán global, cuenta la expedición y se detiene en cada momento en lo que necesita para que ese relato, que es el que quiere hacer, continúe) es una hazaña en sí misma puesto que jamás pierde de vista que está escribiendo una novela para un público lo más amplio posible, combinando perfectamente su indudable cultura marinera, aquello que le viene de familia y conoce de primera mano, integrando su saber en lo que cuenta, explicando herramientas, velas, partes de la embarcación a través de la acción, de los pensamientos, de los personajes. Nos encontramos con Álber Vázquez justo 500 años después del día en que arranca Poniente, el 17 de septiembre de 1519, cuando está a punto de partir de Sanlúcar de Barrameda (lo hicieron el 20) la nao Victoria, que será la que regresará al mismo puerto casi tres años después (el 6 de septiembre de 1522) tras haber logrado la primera circunvalación al globo terráqueo, aunque no partió sola, formaba parte de una expedición puramente comercial (iban a comprar especias) que, eso sí, pretendía encontrar (y lo hizo) una ruta que no conllevase surcar aguas portuguesas, es decir, no rodear África, dar la vuelta en el cabo de Buena Esperanza y poner rumbo a la India, sino surcar el Pacífico hasta el final de América y atravesar el paso del Noroeste (que, por más que lo dieran por hecho, nadie podía asegurar existiese). Estamos, de un modo u otro, ante una de las más grandes proezas que hayan visto los tiempos, cien por cien española, pero inexplicablemente nunca se ha glosado como merece, empezando por aquella escuela de mi infancia, aún con tantos resabios franquistas, en la que se glorificaba (y ponía acento entusiasta en las palabras) el descubrimiento de América, las conquistas de México y Perú, otras heroicidades, pero a la hora de hablar de Elcano no se pasaba de una mención, de que memorizásemos lo que había conseguido sin extenderse demasiado en los hechos.

   Elcano es una figura blanca, hay poco o nada que echarle en cara, no entiendo por qué no se le reivindica, más allá de nuestros complejos y de haber consentido que algunos se apropien de figuras como la suya cuando es un personaje transversal, da igual quién gobierne”, Álber Vázquez pone el dedo en la llaga sin tapujos, señalando una de nuestras mayores rémoras en tantos aspectos, confundir las cosas, ser tremendamente superficiales a la hora de catalogar, tener miedo a llamar a las cosas por su verdadero nombre, considerar reaccionario el hecho de contar (y celebrar) la Historia, creer que la gloria es nefasta en sí misma, avergonzarse de lo que debería ser motivo de orgullo, sin adjetivos, sin bandos, sin interpretaciones torticeras, estamos hablando de unos marineros que cumplieron con la misión encomendada y, de paso, marcaron un hito, esas personalidades, esos corazones, esas vidas son las que homenajea/recrea de manera inigualable el escritor en las páginas de Poniente: “La labor del novelista es muy diferente a la de un historiador: se trata de crear una capa de emociones, incorporar la sentimentalidad. Yo quiero que el lector se sienta a bordo de las naos, conviva con la tripulación, conozca a esos hombres, comprenda sus motivaciones, hay que contar una historia, no la Historia”. Y lo hace con vigor inusitado, con una voz narradora pletórica de recursos y tonos, entrando en las cabezas de los personajes, observándolos desde fuera, interpelando al lector, hablando con la cadencia y los modos de la época (pero sin modismos que motiven notas a pie de página o el estupor del lector actual) para utilizar de repente, con brío y jocoso descaro, con desparpajo y brillante audacia, giros y decires de ahora, con un modo de narrar poliédrico que no deja de dar sorpresas y de imprimir un ritmo interno que no desfallece jamás, engarzando episodios rebosantes de ecos de las lecturas que se citaron al principio (exploraciones, encuentros con nativos, ceremonias y rituales, un momento mágico como el relativo a Tierra del Fuego) con el magnífico dibujo de personalidades, con la precisión con que el autor fija en la memoria del lector los múltiples personajes que pueblan la novela, necesarios para contar los hechos del modo más auténtico posible: “Uno de los grandes peligros de esta historia es su carácter coral: hay demasiados personajes, sin tener que estar sujeto a la realidad hubiese prescindido de muchos, sobre todo porque algunos tienen mucha importancia en un momento concreto pero luego la pierden y, novelísticamente hablando, eso es un problema. Me tracé unos esquemas muy detallados en lo que a cronología se refiere, cree un documento de Excel donde cada línea era un día y, así, tenía la visión completa de la expedición, el tiempo que iba transcurriendo y qué sucedía en cada momento”.

    Habrá quien se pregunte dónde está Magallanes puesto que hasta ahora no le he nombrado, está en el libro desde casi el principio, no puede ser de otro modo, las naos partieron de España bajo su mando, pero fue Elcano quien completó la vuelta al mundo, a cada uno hay que procurar darle lo que le corresponde: “Magallanes no me cae mal, en serio, ya sé que hay quien lo piensa, y lo que hace me parece sobresaliente: descubre el estrecho que precisamente por ello lleva su nombre, atraviesa el Pacífico y averigua la verdadera anchura de ese océano. Lo que ocurre es que lo hace Elcano supera con creces esto, puesto que toma una decisión determinante, es uno de esos hitos en la historia de la humanidad que, sin exagerar, deben ser señalizados. Para mí, no hay controversia posible; además, ¿cómo no reivindicar y defender en España la figura de Elcano? Estamos constantemente tirando piedras a nuestro tejado y nos anulamos como país: es decir, no se trata de manía personal porque los hechos son los que son”. Y el novelista procura atenerse a ellos todo lo que puede, cuenta las sombras si las hay, pero también las luces: “Magallanes es un hombre de carácter difícil, lo que le acarrea muchos problemas porque no dialoga, no comparte sus decisiones con los oficiales, se granjea enemistades sin necesidad. Incluso su muerte ocurre por un empeño absurdo en algo a lo que nada le obligaba, algún relator llega a calificarlo de casquetada, pero lo hace dando la cara por su gente y muere porque se queda el último: es un hombre severo, sin duda, pero atiende a los suyos”. Y Elcano tarda en aparecer en la novela porque al principio no importa y porque, también en eso, Vázquez quiere ser lo más fiel posible a lo que sucedió: “Cobró protagonismo según pasó el tiempo, al principio era uno más, no desempeñaba un papel clave. Hay algunas referencias históricas en las que se describe a Elcano como un hombre seco, taciturno, que no dice una palabra si no es necesario, que es dialogante cuando hay que serlo; son rasgos que reconozco porque son prototípicos del marinero vasco, mi abuelo era así, es una forma de ser que no me es ajena”. En su afán por ser lo más justo posible, el escritor no deja de señalar que, aunque con Magallanes no hubiera sido así, Elcano consigue la hazaña sin pretenderla porque su auténtico objetivo es completar su misión: “Circunnavegar la Tierra es algo que se le ocurre a Elcano, Magallanes hubiera regresado por el camino de ida, pero no es una machada, como se ha dicho a veces, o el afán de hacer algo que nunca antes se había hecho, todo responde a una decisión estratégica: no ser capturados por los portugueses y, para ello, decide regresar por donde menos los esperan, es decir, por la ruta portuguesa”. La miremos desde el ángulo que la miremos, estamos ante una soberbia novela de aventuras (¡Lo que hubieran hecho los ingleses con ella!) que por fin alguien cuenta como tal, con pasión, con garra, haciendo honor a los hombres que la hicieron realidad, narrando la Historia sin que pese, sin complejos, sin necesidad de subrayar nada más que lo que no deberíamos reducir a unas pocas líneas (mal o incorrectamente redactadas, poco precisas, insuficientes) en los libros de texto (en los que yo tuve, digo), Álber Vázquez pone las cosas en su sitio y lo hace (lo que es doblemente de agradecer) con maestría literaria.