domingo, 27 de septiembre de 2020

LIBROS QUE (TE) CUENTAN




   Hay épocas en que, por unas razones u otras, uno está más sensible, más receptivo, más si se quiere obsesionado, en que sólo piensa en una situación, en una persona, en una ficción, en hacer realidad un deseo, en recuperar el tiempo perdido, en deshacer un error, en algo/alguien que le mantiene (pre)ocupado y quiere creer que lo/le conseguirá porque el universo conspira en su favor, encuentra señales de ello por todos lados: el horóscopo más irrisorio y ridículo promete vaguedades polisémicas (o sea, ni vaticina ni adivina), frases hechas de humo que se asumen como certezas, que se aceptan como destino irremediable (el que gustaría que tal fuese) al que nadie puede torcer la mano; se reinterpreta la palabra/el gesto más anodino e incluso opuesto a nuestros intereses como pretendida promesa de aquello que jamás vamos a conseguir (y no sería tan difícil percibirlo si no estuviéramos cegados) o cuando menos no tenemos tan al alcance de la mano como nos jactamos; todas las canciones se convierten en propias, son “mías”, “suyas”, “nuestras” (según quien lo diga), sus letras hablan de nosotros, son misiles directos al corazón como, precisamente, decía una de tantas que sonando en el momento preciso diríase compuesta para uno mismo. Pero, al margen de esta situación que suele corresponderse con el enamoramiento más adolescente y sublimado para el que la edad no es solución (hay quien se queda toda la vida en lo mismo, por más que esta desmienta a cada paso las fábulas almibaradas con obligatorio final feliz, si lo que leen -al menos lo hacen, algo es algo- no lo tiene lo rechazan sin contemplaciones y se les llena la boca afirmando que eso no es literatura romántica -¿Dónde queda el joven Werther? ¿Qué hacemos con Love Story? ¿También por esto vamos a perseguir y estigmatizar a Lo que el viento se llevó?-), es indudable que determinados artistas -por eso los admiramos, por eso seguimos su obra, por eso no pasan de moda novelas, obras de teatro, ensayos, canciones, poemas, artículos de prensa, pinturas, sinfonías, monumentos, cualquier manifestación artística-, alcanzan tal categoría porque trascienden, porque transmiten, porque nos retratan, porque nos comprenden, porque consiguen establecer un diálogo íntimo con nosotros aunque en apariencia (y en esencia) se estén refiriendo a otra cosa, sean de otra época, otras latitudes, creasen en otro contexto, otra sociedad, no buscasen más que dar salida a su instinto, a su fuerza, a su inspiración, a sus sentimientos. El caso es que, centrándonos en la literatura como es lo habitual es este ángulo oscuro del salón, esos escritos/escritores siempre llegan en el momento idóneo porque en seguida surge la chispa, la identificación, la implicación, el reconocimiento, aunque sólo sea parcial, puede darse la circunstancia nada paradójica de que lo que estemos leyendo nos resulte/sea algo lejano, por no decir ajeno, pero en su esencia, en lo más profundo, en el tiempo que aún debe pasar para estrecharlo y anudarlo ya existe un lazo indubitable que nos une a esas palabras y a lo que sugieren, proponen, describen (así me sucedió con, por ejemplo, Muerte en Venecia: a los catorce-quince años no podía ni concebir una mínima parte de la melancolía, la decadencia, el patetismo, la rendición física, ética y vital que asfixia a Aschenbach, pero noté la puesta en marcha de algún resorte en un rincón del alma, el mismo que ha seguido trabajando cada más a mayor rendimiento y, sin llegar a esos extremos, me ha colocado en relecturas posteriores muy próximo a la obsesión insana -si es que hay alguna sana, tal vez la de, en mi caso al menos, leer- y las ganas de abandonarlo todo, incluso a uno mismo -sé que sonará melodramático y exagerado, pero quien haya navegado esas procelosas y pantanosas aguas tal vez comparta mis sensaciones-).

 

   Al margen de mi tendencia habitual a desbarrar y tardar un buen rato en entrar en materia (en la que puede interesarles a ustedes), he expuesto lo anterior porque últimamente ando inmerso en una de esas épocas y, sea por el centenario de Benedetti o ante la muerte de Juliette Gréco, cualquier frase/poema/canción me viene bien para mis intenciones, para mis pesares, para pedir perdón, para dar la lata como sufren cada día aquellos leales que tienen a bien interesarse por lo que publico en las redes sociales, pero, precisamente por ello, me gustaría dejar claro que la identificación/complicidad que experimento cuando me adentro en alguno de los libros de Nando López no responde a nada en concreto sino a todo, es decir, pocos autores capturan con detalle y hondura lo que uno vive, lo que a uno le pasa, lo que uno recuerda, lo que uno fue y es (y según pasen los años llegaremos al “será”, parte del cual a buen seguro ya se encuentra reflejado en alguna de las páginas a él debidas). De hecho, leí Hasta nunca, Peter Pan a principios de marzo, cuando estaba recién publicado por Espasa, cuando tuve el inmenso placer de asistir a uno de esos encuentros que tanto añoro, cuando mi Pepa Muñoz (sí, lo sigue siendo y lo será para siempre) consiguió (e inmortalizó, pueden ver la secuencia completa en https://www.youtube.com/watch?v=zRifaBpicF8&t=133s) que conociese y entrevistase a un autor al que admiro, respeto y quiero desde hace tiempo (lo consigue tanto por lo que cuenta, por cómo lo cuenta y, fundamentalmente, por cómo nos cuenta, cómo habla de/con nosotros), cuando aún no queríamos creer lo que pocos días después iba a venírsenos encima; fue uno de los libros que dejé de lado porque, como saben, tuve que terminar un trabajo que, además, se prolongó más de lo esperado/deseado debido al confinamiento, lo dejé reposar, quise recuperar el brío y el espíritu necesarios para transmitir mi entusiasmo, mi agradecimiento, mis vínculos con lo que Nando narra, con lo que nos hace vivir/revivir y así he podido reconfirmar lo que ya sabía, es decir, que da igual en qué momento le lea porque siempre me siento parte activa de sus obras, me involucra, me representa (en todos los sentidos), a veces tengo la sensación de que ha estado a mi lado en momentos de mi vida (o ha sido testigo de los mismos).

 

   Y lo dicho no se refiere sólo a que, repasando las notas tomadas durante la lectura, revisando la entrevista, recordando el encuentro que mantuvimos en Cervantes y Compañía (y que pueden ver completo en el siguiente link: https://www.youtube.com/watch?v=AbqMflDAJns&t=7s), me he reafirmado en sensaciones que, al fin y al cabo, apenas tienen unos cuantos meses, sino a que quise releer La edad de la ira, con permiso de los demás tal vez el título más importante y significativo de los escritos por Nando (hasta que llegó Hasta nunca, Peter Pan a igualarlo/cerrar el círculo); de hecho, me hubiese gustado que fuera el primer libro comprado tras el confinamiento, pero cuando por fin pude visitar una librería me encontré con el chasco/la gran noticia de que estaba agotado y tuve que esperar unos días (pero no me fui de vacío porque le compré a Pablo Los vecinos de Fredrika Bremer, recomendación de la tan llorada y añorada Belén Bermejo). Cuando lo leí por primera vez, cuando me lo prestaron, cuando era novedad hace cosa de diez años, ya llevaba, obviamente, mucho tiempo alejado de las aulas y, a pesar de ello, volví a respirar y a sentir como cuando estaba en el instituto, me eran muy cercanos aquellos chavales, también sus profesores, Nando posee una sensibilidad extrema (agudizada por su experiencia como docente) para captar lo más recóndito, para conectar con lo más hondo, para llegar hasta y comprender lo más íntimo, una verdadera prospección sin prejuicios ni juicios que cristaliza en personajes tan verosímiles, tan tremenda y fieramente reales que perturban, conmueven, sacuden y duelen, son como nosotros, son nosotros. La iba a decir sorpresa pero no es tal, la infinita satisfacción lectora y personal es comprobar que, hace apenas un mes, las impresiones son las mismas (o intensificadas), los latidos de entonces son los de ahora, por supuesto algo ha cambiado en mi modo de leer y asumir lo que leo, pero La edad de la ira se mantiene prístina, fresca, dispuesta, sigue teniendo vigencia emocional (y social), aún me representa (como a tantos, de ahí sus reediciones, de ahí su triunfo, de ahí que sea lectura para jóvenes y adultos) y me consta que lo seguirá haciendo cuando la relea (me comprometo a ello si llego -cruzo los dedos-) dentro de otros diez años (puesto que, como bien dice en esta que ahora nos va a ocupar, todos arrastramos “esos breves episodios adolescentes que necesitan gran parte de nuestra vida adulta para ser olvidados”).

 

   En estas, como digo, llega Hasta nunca, Peter Pan a cerrar un círculo porque sus protagonistas son más mayores, están más cercanos a un servidor en edad y realidad (aunque también hay un adolescente que vuelve a demostrar la maestría de Nando a la hora de escribir sobre esa edad tan complicada y tan mal entendida y peor expresada en demasiadas novelas/películas/series), incluso los más diferentes o distantes establecen algún punto de contacto (aunque sea esa atracción de los polos opuestos) con un servidor, bien por motivos particulares, bien porque se parecen a alguien que he conocido/conozco, bien porque dicen/hacen cosas que uno ha pensado a veces en decir/hacer y o no se ha atrevido o no ha tenido la oportunidad, también porque uno ha querido que sucediese algo parecido: “De vez en cuando desearía hacer un fundido en negro. Cambiar de escena sin que fuera necesario atravesar los minutos incómodos que siguen a esas conversaciones en las que siente que, diga lo que diga, ha de salir magullado”. Al igual que ya sucediese en La edad de la ira, pero aquí elevado a la máxima potencia, jugando con brillantez todas sus cartas, permitiéndose juegos expresivos y formales que reflejan su madurez como autor, Nando López se decanta por una estructura que tiene mucho de collage, de dar a cada fragmento su peculiaridad, mezcla con enormes solvencia y naturalidad estilos, géneros, incluso formatos, pero nada resulta forzado o rebuscado: de hecho, uno de los momentos más emocionantes y logrados puede que sea al mismo tiempo el más metaliterario, el más punzante, el más revelador, del que más enseñanzas (que el autor jamás subraya ni tan siquiera presenta como tales) extraer, pero todo está resuelto con tan pasmosa sencillez, todo se hace fluir, se pone el foco en lo fundamental, es decir, en los personajes, que sólo una vez se termina de leer se percibe lo que subyace, lo que se nos queda dentro, lo que nos queda por hacer y avanzar; por supuesto, no les romperé la magia describiendo/destripando lo que no se debe, baste con decir -para que lo reconozcan cuando lleguen- que las barreras en apariencia insalvables pueden ser abatidas, en contra de lo que tantas veces, gracias a la tecnología, que los aparatos/pantallas que solemos utilizar para aislarnos son, para eso se inventaron, una muy buena forma de comunicación.

 

   David por fin se explica el frío minimalismo de ese apartamento donde el vacío no es ausencia, sino necesidad de olvido. Nada que recuerde. Nada que ate. Nada que pueda ser convertido en un improvisado altar fúnebre. Por eso las paredes blancas. Las mesas transparentes. La sensación casi etérea de un espacio donde nada pesa. Donde todo goza de esa levedad que tanto tiempo ha echado de menos”. Con Nando López ocurre aquello que expresó como nadie Lope de Vega con respecto al amor, que quien lo probó lo sabe, es decir, que habla de situaciones cotidianas (en lo digamos social, en lo compartido como en lo íntimo) que, repetimos, o uno identifica/asume como propias (a veces obra ese llamémosle milagro de que caemos en la cuenta de que así de injustos/lerdos/simples fuimos, así de enamorados estuvimos, así de geniales -también puede haber/hay ocasión para ello- fuimos) o sabe que, si diesen las circunstancias (o sin ser consciente de ellas), las reproduciría de ese modo, no sólo porque hable de películas y diga lo mismo que uno firmaría (“(…) no podía compartir el entusiasmo de su amigo por aquel pastiche romántico [Call Me by Your Name] con el que tanto Sergio como Héctor, su novio, se habían obsesionado”), no sólo porque refleja con la necesaria crudeza pero sin crueldad excesiva el eterno desencanto de todas las generaciones consigo mismas y, al mismo tiempo, de cualquier persona con sus logros (“Quizá nos hemos imaginado tanto lo que íbamos a ser que es imposible que nos satisfaga lo que estamos siendo”), el maltrato a que nos sometemos por tener unas expectativas demasiado altas o asumir una nostalgia sublimada y paralizante que, inevitablemente, nos lleva al fracaso o a sentirnos de ese modo (“Lo peor, Sergio, es que si lo mejor fue aquello, si es cierto que lo mejor ya lo hemos vivido, no tengo ni idea de qué estamos haciendo aquí”), sino por algo que yo mismo he dejado caer casi al principio, esa especie de rechazo de la felicidad, su negación, su presunta falsedad, es efímera, sí, la sublimamos, por supuesto, pero no es imposible y, sin embargo, nos hemos empeñado en ir en dirección contraria: “Nuestras canciones. Nuestras películas. Son todas tristes. Dramas de gente que echa de menos lo que pudo ser. O lo que ni siquiera fue, pero cree que debería haber sido. No ha habido ni una puta canción feliz ahí dentro. Todo va de gente a la que deja. O que deja. Gente que tira una moneda al aire y le sale cruz. Siempre”.

 

   Nando López es honesto, es realista, de ahí que sus obras contengan un nudo dramático, de ahí que alerte (de un modo natural y podríamos considerar amable -o recurriendo a la ironía, a los toques esperpénticos, a tintes paródicos- cuando se trata de adultos -o eso decimos, jajaja-, de manera implacable -para ver si despertamos- cuando se refiere a adolescentes),  nos alerta, decía, sobre aquello en que nos equivocamos o directamente ignoramos o sobre lo que no reflexionamos lo suficiente. Al mismo tiempo, al menos es fácilmente detectable en Hasta nunca, Peter Pan, le alienta un optimismo moderado pero irreductible en el ser humano, en nuestra capacidad de adaptación, en nuestro instinto gregario, en nuestra necesidad (por más que la neguemos, como aquí el asocial que gusta presentarse de ese modo) de los demás: “Pero [los otros] son el infierno porque permitimos que lo sean. Preferimos no pensar en lo que estamos haciendo y nos limitamos a seguir haciéndolo. Cualquier cosa es mejor que parar y mirarnos, no vaya a ser que nos asuste la mediocridad de lo que estamos componiendo”. Aunque se pretenda escogida (o así se quiere, pero casi nunca se sabe gestionar ni mucho menos vivir sino como caldo de cultivo para el rencor, cuando no el odio), la soledad termina por oprimirnos, por molestarnos, por inquietarnos, por roernos, por resultar insoportable, asfixiante, terrorífica, destructiva, puesto que para apreciarla hay que haber conocido antes su opuesto, la compañía, y no se puede renunciar a ella para siempre, sobre todo de la de ciertas personas por más que queramos convencernos de ello: “Puede que la nostalgia surgiera en otros lugares. En algún bar compartido. En alguna calle especial. Incluso antes de entrar a ver algún estreno en los Verdi, donde le había contado que, huyendo de las aglomeraciones y las palomitas, solían acudir juntos a la última sesión de los domingos. Diez años eran demasiado tiempo como para que no hubiesen trazado un mapa urbano propio, así que Bea estaba convencida de que su hermano solo se daría cuenta de que Marta no continuaba a su lado cuando la buscase fuera de esas paredes, en una ciudad en la que empezaría a encontrar pequeñas traiciones en los mismos rincones donde antes hubo memorias compartidas. Madrid acababa de llenarse de trampas que él aún no podía ni siquiera prever”. Sí, he vuelto a hacerlo: me ha adueñado de las palabras de Nando López, he vuelto a lamerme las heridas, a hablar de mi monumental error de los últimos tiempos, ese del que parece que me voy recuperando gracias al buen hacer de una amiga a la que nunca debí poner en esa tesitura, pero no es afán de protagonismo, en serio, es lo que este autor provoca/consigue como pocos, es que de mí (y de ustedes) habla con gran ternura en Hasta nunca, Peter Pan. ¡Gracias!

viernes, 18 de septiembre de 2020

A TI, VERA (Y A PEPA)


 

   Por favor, ten paciencia; sé que no es una de tus virtudes, en eso estamos a la par, tampoco puede decirse que yo haga gala de ella más que en determinados momentos que, puedes creerme, no dejan de sorprenderme (si a veces me es tan fácil refrenarme, ¿por qué lo habitual es que suelte una réplica desabrida y/o a pleno pulmón sin contener un impulso que, lo sé de antemano, va a llevarme a un lugar que no me satisface? Por eso ando como ando, ahora te lo cuento). Sin embargo, me consta que eres alguien que sabe escuchar, alguien que de las palabras de los demás extrae conclusiones certeras que permiten la resolución de crímenes y otras intrigas, no sólo las obvias (una mujer asesinada en una sauna como en la novela que terminé hace ya unos días y en la que vuelves a hacer gala de tus habilidades -y de tus defectos-) sino especialmente en lo que se refiere a aquellas que se han ido enredando con el paso de los años, las familiares, las personales, las sociales, las que de un modo u otro han sido causa de lo que te toca investigar, madejas emocionales a las que quitas los nudos más apretados con precisión quirúrgica. Hace mucho tiempo que no hago esto, por más que procuro tener el músculo escritor en forma, por más que es el único ejercicio que practico a diario (bueno, y los paseos con Fosco que, puedes creerme, no son cortos -no me reproches nada porque tu mayor e intensa actividad es la cerebral-), por más que ahora se escribe más que nunca, todo son mensajes de WhatsApp, textitos de diferente enjundia en las redes (la mayoría deberían ser llamados con aquel genial neologismo que acuñó Nuria Barrios en Amores patológicos, es decir, “textículos”), frases sueltas, comentarios, reflexiones e irreflexiones, ocurrencias y naderías (dejemos fuera lo por desgracia más abundante, es decir, lo tóxico, lo nefasto, lo delictivo -bastante tienes con tus casos-), aunque estamos gran parte del día tecleando, por más que el tráfico postal se haya incrementado/globalizado en el formato electrónico (o como deba decirse, para muchas cosas soy tan fósil como tú), el caso es que hemos dejado de escribir cartas, el género epistolar ha caído en picado o se ha transformado en otra cosa; sí, lo seguimos llamando correo, pero tú y yo -y muchos más- sabemos que no es lo mismo, que por mucha disposición que pongas, por muy íntimo que sea el contenido, por más que tengamos oficio en lo que a la escritura se refiere, lo del e-mail marca una inevitable (y a veces insalvable) distancia, parece que las palabras/los sentimientos no fluyen del mismo modo, se estancan, se convierten en impenetrables y, para justificar una escasa por no decir nula comprensión lectora, incapacidad manifiesta incluso entre quienes mantienen (mantenemos, todos caemos más de lo debido en el vicio de leer rápido, mal, de modo incompleto, tergiversando, reinterpretando) muy vivo el sano hábito de sumergirse en las páginas de un libro, se suele utilizar el escudo/comodín del público (o de la llamada si alguien se siente señalado), la endeble justificación de que en las redes/los mensajes no hay tonos y todo se malinterpreta, excusa un tanto absurda a la que incluso recurren experimentados escribidores, esos que son capaces de emocionarnos/conmocionarnos con su obra, esos que saben conectar y transmitir, como cantaba aquella, con solo una palabra, de quienes captamos sin género de dudas la ironía, el doble sentido, la ambigüedad buscada, lo que pretendan (bueno, siempre hay quien no, claro, pero eso es abrir un melón que ahora no viene a cuento, si es que todo lo anterior es pertinente, motivo por el que vuelvo a apelar a tu paciencia o, cuando menos, a tu saber escuchar).

 

   Aunque sea algo habitual en quien suscribe, me he enredado más de la cuenta y ese es el mejor ejemplo de lo que intentaba decirte: hace muchísimo que no escribo una carta en el sentido más canónico; por más que sea un tanto redicho y de tecla fácil, por más que conmigo no va desde hace mucho lo de sujeto, verbo y predicado (excepto en comunicaciones que por su propia naturaleza requieran laconismo, cuando no plegarse a fórmulas establecidas), aunque mis emails procuren estar muy elaborados, he perdido la práctica y me siento un tanto perdido, estoy como Lope de Vega en su día (sin querer/poder compararme, no creas que estoy tan pagado de mí mismo), sintiéndome en tal aprieto que la única forma de salir del mismo es ir “burla burlando” dando salida a las palabras y confiando en tu indudable humanidad (por más que la camufles, por mucho que evites que los demás la perciban -yo hago lo mismo, ¿te das cuenta de lo mucho que nos parecemos?-). Lo fácil sería no escribir esta carta, no hay ninguna obligación, no envío misivas desde este ángulo oscuro del salón, pero quiero que lo sea porque me sirve como desahogo, me sirve para intentar explicarme, para apelar a tu complicidad, para rogar que obres tu magia, esa que despliegas de manera innata y con la que consigues, al margen de encontrar al culpable, despejar borrascas que ennegrecen corazones, aliviar pesadas cargas emocionales, reconciliar a personas con su pasado, con su familia, con sus amigos, con ellas mismas, extirpando las malas hierbas, disolviendo traumas y rencores, despejando futuros. Por eso, Vera, tengo que escribirte una carta, pero así me lo propuso alguien a quien quiero seguir llamando (porque es como la siento) “mi” Pepa Muñoz cuando le dije que estaba leyendo las novelas en que Ann Cleeves te dio vida, las que por fin van llegando a España gracias a Maeva, en cuanto le comenté que tenía claro el título del texto (algo imprescindible para ponerme a la tarea), el mismo que puedes ver ahí en lo alto, se echó a reír, dio una palmada, y lo tuvo muy claro: “Escríbele una carta”. Y en esas andamos, pero necesito que me hagas un favor porque en la actualidad Pepa y yo vivimos un alejamiento, un desencuentro, una ruptura que acepto/admito/me acuso de haber provocado al dejarme llevar por un arrebato, lo que te decía al principio, es cierto que algo estalló en mi interior, que como ya he ido desgranando en algún escrito anterior y en las redes (no tendrás problema en que Joe, Charlie o Holly recopilen toda la información que puedas necesitar) me sentí agobiado, pero el único culpable de ello he sido yo, necesitaba espacio, soltar cargas que aunque no lo fuesen yo había transformado en tales, solté amarras de golpe, más de las debidas/queridas, en realidad no quería hacerlo, llevaba unos meses acariciando esa idea, si lo consultaba con alguien (especialmente con Pepa) no me iba a ver capaz de hacerlo (no porque ella me convenciese de lo contrario, sino porque me iba a resultar aún más difícil mirándola a los ojos o escuchando sus palabras), fui drástico, injusto, desproporcionado, lo he dicho muchas veces desde aquel día y seguiré haciéndolo. Asumo las consecuencias del daño que he hecho, puesto que yo no quise hablar cuando debí Pepa está en su pleno derecho de zanjar la cuestión sin más, pero me gustaría que, ahora que estoy más tranquilo y entero, ahora que mis lágrimas siguen siendo negras pero sólo brotan de vez en cuando, ahora que conozco su comprensible rabia, su dolor, su desengaño, ahora que la amistad aún puede salvarse, así lo creo firmemente, me gustaría que le dijeras que me dé la oportunidad de hablar, aunque sea para echarme a la cara todos los justos reproches (e incluso los injustos), no se trata de dar pasos atrás, no se trata de suplicar una tabla rasa, lo del olvido no va conmigo (hay que aprender de los errores), sino de retomar desde la herida (que he infligido yo, repito), pedir perdón, aceptar la penitencia, pero intentar que la sentencia no sea tan inapelable, no la quería así, sé que tiene muchos motivos para rechazarme, se los he dado, pero creo que ambos los tenemos (y más poderosos, firmes y sinceros) para escucharnos, para enfadarnos, para pelearnos, para discutirlo, para ganarnos, para recuperarla. Sé que ella lee tus historias y te aprecia y valora, tú has sido capaz de abatir muros de incomprensión, desprecio, resentimiento, olvido, enemistades enquistadas en los árboles genealógicos, creo que lo nuestro es mucho más sencillo y nadie como tú, Vera, para acercar posiciones y (re)hermanar corazones, yo no estaría escribiéndote esta carta de no ser por Pepa, creo que nos lo debes, no me abandones.

 

   Lo cierto es que me dirijo a ti, personaje de novela, pero veo el rostro de la magnífica actriz Brenda Blethyn, la que te ha dado vida en televisión durante los últimos diez años (no hace mucho se ha confirmado que empezará a rodarse en breve la undécima temporada), la que te ha hecho enormemente popular (aunque, como para tantas cosas, no más que verlo en tu caso y en el de tu creadora, en España hemos ido con retraso, ¡benditos viajes antes tan frecuentes a Londres en que descubrir películas y series!), la que te ha hecho justicia, la que ha captado a la perfección tu idiosincrasia, tus particularidades, tus imperfecciones, tus oquedades, tus oscuridades, la que te ha dulcificado un poco (sólo un poquito), a la que resulta imposible no imaginar y escuchar cuando uno lee alguna de las novelas en que Ann Cleeves te ha dado vida, autora de la que, por cierto, nos gustaría leer más (guiño -y agradecimiento- a Maeva, editorial que tanto cuida a los lectores en general con su cuidada selección de títulos y, en particular, a los amantes del género detectivesco/de intriga/policiaco/negro). Tu primera aparición tuvo lugar en Una trampa para cuervos (publicada en España con traducción de Esther Roig hace seis años, quince después de su lanzamiento en Reino Unido), en realidad eras un personaje secundario, muy potente, impactante, decisivo en la trama, pero la autora tardaba en presentarte y, de hecho, no decía tu nombre ni tu cargo ni qué pintabas hasta algunas páginas después, sin embargo te dibujaba de una manera asombrosa, no sé si tendría previsto continuar contigo (de hecho, pasaron seis años hasta que te recuperó para otra novela), pero no puede dudarse de que te tenía muy clara, sabía bien quién y cómo eras, te hacía irrumpir de esta manera: “Era una mujer de cincuenta y pico años. La primera impresión era la de una pordiosera que venía de la calle. Llevaba un gran bolso de piel colgado al hombro y una bolsa de supermercado en una mano. Tenía la cara grisácea y con manchas. Llevaba una falda hasta la rodilla y un jersey largo con los bolsillos llenos. Iba sin medias. A pesar de todo, afrontaba la situación con tal seguridad y aplomo que todos dieron por sentado que tenía derecho a estar allí”. Cuando completaba el retrato aún no desvelaba tu identidad, se la reservaba hasta que tú misma te presentabas unas cuantas líneas más adelante, pero a esas alturas el lector ya se encuentra cautivado por y prisionero de lo que Ann Cleeves cuenta, también de ti, tanto aquel que te espera por conocerte a través de la televisión como el que, de repente, se topa con toda una creación, un personaje inolvidable desde ese mismo momento: “Era una mujer robusta, una buena osamenta cubierta con generosidad, una nariz bulbosa, pies grandes, de hombre. Llevaba las piernas al aire y sandalias de piel. Los dedos, cuadrados, estaban sucios de barro. Tenía la cara enrojecida y llena de manchas, por lo que Rachael pensó que debía de sufrir de algún tipo de enfermedad cutánea o alergia. Llevaba un impermeable de plástico transparente y se quedó quieta, goteando agua de lluvia en el suelo, con los cabellos grises pegados a la frente, como una turista de mediana edad sorprendida por una tormenta repentina en paseo de Blackpool”.

 

   Indudablemente, tuviste tu impacto, al menos en tu creadora porque, como decíamos, optó por recuperarte y convertirte en protagonista absoluta de una serie literaria de grandísima altura, heredera de una tradición que fusiona con maestría lo meramente policiaco con lo psicológico, en que los escenarios definen idiosincrasias, transforman a los personajes, se adueñan de ellos, los completan, los absorben, son indisociables los unos de los otros, Ann Cleeves maneja con pasmosa soltura y resultados impactantes el policial sustentado en lo particular, en lo cotidiano, tu especialidad son los crímenes podría decirse domésticos, los que a pesar de su brutalidad (o precisamente por ella), a pesar de su posible sofisticación, resultan creíbles, probables, porque su germen está en lo familiar, en lo cercano, en pequeñas comunidades, en lazos de sangre o convivencia, en lo que tantas veces me gusta repetir, en el factor humano de que hablaba (y de manera tan sublime describía y escribía) Graham Greene. Y ese es tu reino, inspectora Vera Stanhope de la Policía de Northumberland, uno de los cuarenta y siete condados de Inglaterra, Reino Unido, en la región Nordeste y limitando al norte con Escocia (doy tantos datos para que quien sepa poco o nada de ti te ubique perfectamente y se entienda lo señalado sobre los lugares en que se desarrollan las novelas), ahí estás tú, criatura de aquellas latitudes, con todos los fantasmas que eso conlleva (aunque tú los alimentas y alientas porque mejor ellos “que la sensación de no ser de ningún sitio”), con aquellos que sientes latir como si fuesen de carne y hueso, con los que te comunicas a diario: “No llegué a conocer a mi madre. Murió durante el parto. No es muy agradable, la verdad. Es como si nacer fuera un delito. O al menos un acto violento. Podría decirse que me interesé por el crimen desde el principio. La profesión me eligió a mí”. Aunque la carga más pesada que arrastras es la que hace referencia a tu padre, veamos lo que se cuenta en Una verdad oculta, el segundo título publicado por Maeva (aunque es el tercero de la serie) en 2018, también con traducción de Esther Roig: “Cuando era pequeña, la gente también se había reído de ella. Vivía sola con un padre loco. Sin madre. Nadie que la planchara el uniforme de la escuela o le hiciera pasteles para el día del deporte. Nadie que la llevara a la peluquería o le hablara del periodo. Solo Hector, que pasaba todo el tiempo libre deambulando por las colinas buscando nidos de aves rapaces, que parecía apreciar más a sus amigos a los que también les gustaba salir a buscar huevos que a su fea hija. Pero no serviría de nada que le hablara de ello a Laura. Los jóvenes veían a los mayores como una especie diferente”. Todo ello (sumado a lo que no conviene contar en espera de que lo descubra cada lector) te ha forjado así, quiérase o no, te guste o no, eres una superviviente, pero lo has conseguido sola, equivocándote, tropezando, tomando el camino erróneo, volviendo a tomarlo, bebiendo más de la cuenta, despreciándote, replegándote, ocultándote bajo demasiadas capas/corazas, desarrollando un radar preciso e implacable en lo que al dolor anímico se refiere, empatizando a tu pesar con gentes tan golpeadas, baqueteadas y heridas como tú, huraña, solitaria, déspota, desconfiada, rencorosa, huidiza, fiera e indudablemente humana, un personaje con múltiples aristas que tu creadora va perfilando y afilando en cada nuevo título, alguien a quien, tal vez por lo dicho, precisamente por lo dicho, resulta imposible no rendirse.

 

   Almas silenciosas apareció en nuestro país en los últimos meses de 2019 (con traducción de Isabel Hurtado de Mendoza) y, qué quieres que te diga, me parece el mejor de los tres títulos que ha publicado Maeva porque refleja la madurez alcanzada por Ann Cleeves, la solidez conseguida tanto en el dibujo de personajes como en lo tortuoso de la trama (y en las almas de aquellos), te mueves como pez en el agua en medio de esa maraña que la autora enreda sin necesidad de aspavientos, truculencias o pirotecnia artificiosa; lo bueno es que estamos ante una serie a la vieja usanza, maravillosamente clásica, orgullosa de esos galones, encontrando su propia voz sin hacerse notar, poniéndose al servicio del género y no al revés, regalándonos un entretenimiento que deja poso, también sin que se note demasiado durante la lectura en el sentido de que lo fundamental es la intriga, pero ahí estás tú, Vera, para ir sembrando el camino del lector con sombras, brumas, el silencio acumulado, la amargura que lo tiñe todo, las lesiones morales y las físicas, las que se procuran disimular y las que se exhiben, ahí estás tú con tu tormento y tu tortura, sin darte tregua, consciente de lo que te perjudica pero refocilándote en ello, rescatando a los demás del lodazal, no teniendo claro si tú estarías mejor fuera, por eso sigues ahí: “Vera estaba sentada en la casa que había pertenecido a su padre. En noches como esa, tras un par de whiskys, todavía podía imaginárselo allí, como amo y señor de la única butaca cómoda junto a la lumbre. También a la mesa, cubierta con planchas de plástico, con los ojos entrecerrados en un gesto de concentración mientras le metía mano a algún pájaro muerto para disecarlo. Ese olor a carne muerta y productos químicos”. Pero eres brillante también en eso porque lo conoces y reconoces, lo tienes identificado/localizado, aunque sea infernal has conseguido convertirlo en el fuego que te alimenta y mueve, el que te mantiene alerta, el que te involucra en cada caso más allá de cualquier prudencia/medida, sin importarte el daño que te hagas, haciendo de la heterodoxia (por no decir de lo indebido) virtud, haciendo justicia a/por las víctimas, no reconociendo más autoridad que la tuya en lo policial y en lo íntimo: “Yo también debería ser así, todo estrategia y política. Es lo que quieren de mí los jefes. Pero, joder, ¡menudo coñazo!”. Indudablemente, sobre todo para el lector que a veces no puede evitar la sonrisa por los métodos y maneras utilizados, por cómo tu creadora hace hincapié en que tu físico: “Y allí estaba ella, grande y desastrosa, sin medias y con la piel llena de manchas. Nunca se maquillaba. Parecía una pordiosera”. Lo que cuentan son los resultados, ¿no?, pues los tuyos/vuestros (en el plural incluyo tanto a Ann Cleeves como a Brenda Blethyn) son inmejorables, en lo literario y en lo personal (por eso mismo, no olvides mi petición: prometo contarte el final que, confío, deseo y presiento, será bueno, no puede ser de otro modo contigo y con Pepa en la ecuación).

jueves, 10 de septiembre de 2020

LA PARTE EXTRAVIADA DEL MUNDO

 



   No llegamos al extremo porque no se dieron las circunstancias (aunque sí, para algunos, pillerías, hurtos y otros actos delictivos -la historia de tantos barrios en aquellos tiempos, igual que antes, igual que después, sólo quien ha vivido en una burbuja de privilegio pregunta al terminar la película de qué manga se ha sacado/inventado Fernando León de Aranoa unos personajes como los de Barrio-), pero puede decirse que los chavales de esa/esta generación que ronda los 50, los tiene o los sobrepasa por poco fuimos sin saberlo precursores de Henry Hill, el protagonista de Uno de los nuestros, puesto que nos pusieron muy fácil aquello de querer ser un gánster desde que tuvimos uso de razón. Curiosamente, a la hora de reproducir en el recreo las películas que TVE emitía los sábados por la tarde, todos queríamos ser el sheriff, un vaquero, formar parte del Séptimo de Caballería, identificábamos a los indios como los malos (y, por cierto, ese tipo de influencia preocupa muy poco a los que procuran salvaguardar la moral, la inocencia, a los que no quieren que los niños sean “manipulados” -en lo mental-, a los que practican aquello que se supone condenan/persiguen e imponen con sangre -literal- sus dogmas sin preocuparse entonces de las “pobres criaturitas”), también preferíamos hacer de Mazinger Z que de alguno de los ingenios del doctor Infierno (lo que no es óbice para nos molasen un montón, sobre todo para coleccionar sus cromos), lo mismo puede decirse en lo tocante a las series policiacas del momento, daba igual que se tratase de Harrelson y sus hombres, de Starsky y Hutch e incluso de aquellas tres muchachitas que fueron a la Academia de Policía (excepto los que más alardeaban de machitos, todos competíamos por ser Sabrina, Jill o la fastuosa Kelly Garrett -mi favorita-, sin ninguna otra connotación más que la de ansiar encarnar al héroe/heroína); sin embargo, cuando el género negro entró en nuestras vidas ya éramos algo más mayores y lo prohibido (lo sea del modo en que lo sea) resulta irresistible, no es de extrañar que todos nos sintiéramos inmediatamente atraídos, cautivados y casi abducidos por los capos de la mafia, por los que no respetaban las leyes, personajes atractivos que nos parecían modélicos porque, además, los encarnaban actores tan magnéticos y asombrosos como Humphrey Bogart, Edward G. Robinson o James Cagney.

 

   Como tantas cosas, fue la televisión (TVE, ¡quién te ha visto -muchísimo- y quién -no- te ve!) la que nos permitió y facilitó el acceso al cine negro, la que nos convirtió en admiradores, en fans ansiosos que esperábamos la entrega de cada miércoles (recuerdo mis entusiasmadas charlas con Carlos Vázquez al día siguiente entre clase y clase), fue a partir de octubre de 1983 cuando ese universo que, además (también como tantas cosas -lagrimita-), los tíos adoraban se materializó semanalmente en casa gracias al histórico ciclo dedicado al género, ciclo previsto para el último trimestre del año pero, ante el éxito de convocatoria (y no porque sólo hubiese dos cadenas, sino porque los títulos eran, por ejemplo, Hampa dorada, El halcón maltés o El cartero siempre llama dos veces -eso por citar tan sólo los tres primeros que fueron emitidos-), se amplió tres meses más (fue entonces, por cierto, cuando llegaron cintas interpretadas por Cagney, quien, paradójicamente, había quedado fuera de la primera selección). No es de extrañar que, con todo esto, con lo que había oído contar, con lo que el tío Miguel decía sobre la novela y la tía Carmen sobre la película, pidiese como parte de los regalos por mi decimocuarto cumpleaños (estaba a pocos meses de abandonar el colegio para empezar el BUP, ya me hacía mayor) poder leer ese libro que tanto me llamaba la atención y estaba en uno de los estantes altos de la librería (“tienes que estar preparado, aún es pronto”), la edición de El Padrino del Círculo de Lectores con una pistola dibujada sobre fondo azul en la portada, ejemplar que aún conservo y al que siempre me refiero como “es el del tío”, la que por siempre será del tío (como remate, ese verano se reestrenó el filme de Coppola y lo vi con ellos en pantalla grande), no es ilógico que se fuesen grabando a fuego en mi corazón, en mi personalidad, algunas de las indudables cualidades de estas gentes que, obviando lo que hacen y los crímenes que cometen (sí, es mucho obviar, pero no crean que he cambiado tanto en ello, entiéndanme el sentido en que lo digo, más aún con los años que tenía cuando forjé esta alianza/identificación), son personas de respeto (como se les conoce y reconoce), tienen unos códigos éticos a los que se ciñen sin fisuras, no perdonan la traición, si están contigo lo están hasta la muerte (nunca mejor dicho), se puede contar con ellos para todo (con matices, por supuesto) y puede que nunca se cobren el favor (que, seamos sinceros, es más de lo que hacen muchos que se llaman amigos y/o tienen por generosos). No los glorifiqué en ningún momento (ni mis compañeros, más allá de que nos molase G. Robinson en Cayo Largo -aunque no dejábamos de reconocer que era un esto y un aquello- o nos fascinase una Lana Turner que justificaba cualquier crimen), no fue necesaria una caída del caballo en el camino de Damasco como la que viven los jóvenes protagonistas de Ángeles con caras sucias, no hacía falta un Cagney fingiendo cobardía como acto de redención, nadie tuvo que reclamar la retirada de esas películas o la inserción de un cartel explicativo, el discernimiento estaba activo, el revisionismo (y los complejos) aún no habían llegado, todo era mucho más sencillo, fluido y, sobre todo, se permitía al público pensar por sí mismo, lo de evitar influencias perniciosas se dejaba para aspectos más trascendentales -y reales- del día a día (tal vez hubo quien, tras ver Los violentos años veinte o La ley del Hampa se lanzó a las calles a balear a los de las pandillas rivales -porque no podían considerarse bandas, mucho menos familias (en el sentido estricto, sí, los Molina, por ejemplo), las que trapicheaban o atracaban alguna tienda en el barrio-, pero no es algo que me conste o, al menos, sucediese cerca).

 

   Por supuesto, en medio de todo ello, no podía ser de otro modo en un ratoncito de biblioteca tan curioso y voraz como quien suscribe, llegó la literatura negra, ha quedado reflejado en mi anhelado encuentro con la novela más famosa de Mario Puzo, por ese mismo cumpleaños mi hermano (en las lides literarias siempre nos hemos entendido de maravilla) me regaló Cosecha roja, decir que Hammett revolucionó mi vida es decir poco, su lectura me zambulló de cabeza (algo que nunca aprendí a hacer en la vida real) en un género del que ya no me he despegado, del que acepto revisiones, añadidos, hijos bastardos, lo que llevo mal es (como con el resto) que alguien use la etiqueta indebidamente (sobre todo cuando es a sabiendas como sucede con tantos textos de solapa o contraportada, con tantas fajas, con tantas frases publicitarias, con tantas críticas interesadas -cuando no recompensadas-), se apropie de lo que no le corresponde o venda una ortodoxia que no es tal (o que no conoce, que es lo que más abunda). Lo negro en literatura nace de la crisis, de la Depresión, de lo social, de lo periodístico, tiene un mucho de crónica, de reflejo de una época, hay un desencanto generalizado, una crítica descarnada, transforma unos arquetipos en universales, en características, en señas de identidad, pero no necesariamente se utilizan todos o son imprescindibles que una narración sea considerada parte del género, incluso un clásico, así encontramos, por ejemplo, un título absolutamente canónico como ¿Acaso no matan a los caballos? de Horace McCoy donde no hay gánsteres ni tan siquiera una intriga policial, pero sí un despiadado y estremecedor (por verosímil, por auténtico) retrato que entronca y se hermana con lo que en esos años publicaban o iban a publicar gentes como Steinbeck, Faulkner o Dos Passos, cuya Manhattan Transfer estudié en la facultad como fuente/influencia del citado Hammett, su discípulo más aventajado Chandler y tantos otros que fueron construyendo, puliendo, definiendo y redefiniendo lo que, en términos generales, llamamos novela negra (sea dicho porque, aunque es un aspecto/ingrediente capital, no es cierto que, como afirma por ahí algún enteradillo de medio pelo, “si no hay crítica social, no es novela negra”, asunto que queda muy diluido -o ni esbozado- en muchos de los títulos de Ross Macdonald donde prima lo detectivesco, del mismo modo que demuestran haber leído poco los que piensan que todo son garitos clandestinos, mercado negro, ciudades sin ley, contrabandistas, policías y/o detectives más o menos atormentados, cínicos e incluso violentos -cuando no corruptos-,  olvidando/desconociendo a un señor como James M. Cain con obras señeras como la ya citada El cartero siempre llama dos veces, Mildred Pierce o la que en España se publicó como Pacto de sangre -su título original es Double Indemnity, el mismo de su primera y sublime adaptación cinematográfica a cargo de Billy Wilder y que aquí conocemos como Perdición-).

 

   En nuestro país se ha escrito y escribe una magnífica novela negra que responde a los estándares del género, que los amplifica, que los engrandece, ahí tenemos al inigualable Vázquez Montalbán, al magistral González Ledesma (una de mis epifanías: cogí su Crónica sentimental en rojo porque el título me parecía bellísimo, no sabía más -al margen de que había ganado el Planeta, claro-, no leí nada de lo escrito en la contraportada, me lancé y me encontré con una de las historias más impresionantes que he leído en mi vida -y, además, era policiaca, qué más podía pedir aquel adolescente de quince años-), no puedo olvidarme de una de mis escritoras preferidas en cualquier género, de cualquier época y nacionalidad, como es Alicia Giménez Bartlett, el género en su esencia más pura está muy bien representado y defendido y así lo atestigua la obra del espléndido Juan Ramón Biedma, algo que queda sobradamente demostrado y disfrutado con su título más reciente, El sonido de tu cabello, galardonado con el XXI Premio Unicaja de Novela Fernando Quiñones y que publicó el pasado mes de mayo Alianza Editorial. Conversamos con él a mediados de agosto (fue, sin saberlo entonces, el último encuentro en que tuve el placer de participar, el caso es que no se me ocurre mejor broche), vía Zoom por supuesto, diseccionando una novela de la que conviene saber muy poco porque es un gustazo ir descubriéndola, levantando capas, dejándose arrastrar por su prosa poderosa, contundente, lapidaria, magnífica, desoladora, impactante por su verismo, por su lirismo, por su verdad, por lo que cuenta y por cómo lo cuenta, da igual que uno conozca a Biedma, es una de sus muchas cualidades, de sus mejores virtudes, nunca se repite, siempre golpea con las mismas fuerza e intensidad, nunca se está preparado, nunca deja indemne, siempre regala un inagotable placer lector. Fíjense, por ejemplo y para, como digo, no destripar nada, el modo en que describe/explora/disecciona a un personaje que sólo aparece en las primeras páginas: “Tiene treinta y siete años, aparenta cuarenta y ocho, era viuda desde los veintinueve, volvió a casarse de nuevo hace cuatro y se arrepintió de hacerlo dos días después de la boda”. Esa capacidad de síntesis y, al mismo tiempo, de profundización, de diseño de personalidad, de implacable manera de explicar una vida sólo está al alcance de un maestro, de alguien que, por cierto, es muy cuidadoso con lo que escribe, no se contagia de manierismos, de truculencias excesivas y sobre todo fingidas (eso que, después de ver/sufrir la dichosa peliculita, intensa y ególatra como toda su filmografía -por más que a veces me resulte efectivo como en Amores perros-, llamo el “síndrome Biutiful”, por no denominarlo “síndrome Iñárritu”), como él mismo explica “lo que hay en mis novelas no es peor que lo que hay en los telediarios”, pero a pesar de ello “intento no ser gore, no recrearme en las vísceras, no salpicar al lector” (lo hace, las cosas como son, pero con exquisitez y comedimiento aunque a alguno pueda parecerle contradictorio esto que digo).

 

   Juan Ramón Biedma no duda en citar a Vázquez Montalbán como uno de sus referentes, así como a Ross Macdonald, pero dice que sus máximas influencias son Pío Baroja y Pérez Galdós (y son fácilmente detectables -no por imitación, sino por cómo recoge sus virtudes, sus personalidades, su narrativa, el laconismo del primero y el detallismo del segundo, combinando a la perfección lo que pueden parecer dos extremos-), sin duda posee esa aparente facilidad para definir tipos, para hurgar en psicologías, para pulir y ofrecer unos diálogos veraces y explicativos a través de los cuales la acción avanza y las emociones se expresan/convocan, para captar de un vistazo atmósferas, dolores, ausencias, traumas y dramas, verdades tan lapidarias como que “la penumbra del locutorio huele a mochila repleta de cuarenta mil kilómetros de ropa interior usada”. Es El sonido de tu cabello una novela coral, una novela como un mosaico con las teselas descolocadas en la que cada una va ocupando su lugar pero en la que el lector nunca se siente perdido (en el sentido más estricto del término, en lo puramente narrativo, otra cosa es lo que sucede con su ánimo, con su choque de bruces con una realidad que está al alcance de la mano, a apenas unos metros de casa, con la que se convive/a la que se ignora -pero deberíamos saber que lo que se oculta bajo la alfombra no desaparece, todo lo contrario-), una novela que podría ser varias (técnicamente lo es en el sentido de que algunos personajes que aparecen o son citados son viejos conocidos de los seguidores de Biedma) pero que el autor sabe reunir, cohesionar y convertir en una sola sin que nada sobre; es más, si me apuran, espero hacerme explicar (estoy convencido de que Juan Ramón lo entenderá), a uno puede parecerle prescindible la historia de Luisa Orujo en el sentido de que un personaje de ese calibre hubiese podido protagonizar su propia novela, pero el autor le hace justicia, le dedica páginas admirables, momentos dolorosos, de hecho, nada me ha arrasado tanto como el pasaje en que este juguete roto desde que nació, esta perdedora que acepta la derrota pero no se resigna, esta sociópata que actúa siguiendo los latidos del corazón (no es paradójico, cuando lo lean lo comprobarán) recuerda que “cuando era pequeña, su madre la llevó una vez a la feria. Pasaron semanas malcomiendo, haciéndose trampas en los pequeños gastos, calculando la vida a la baja. (…) Hasta que agotaron el presupuesto y creció la sensación de que allí estaban de más. Que no encajaban. Que ni siquiera eran visibles. Antes de abandonar el recinto, como pertenecían a esos cientos de miles de sevillanos que carecen del privilegio de la caseta propia, cenaron una tortilla de patatas acartonada con un par de refrescos por un precio desorbitado en uno de los puestos callejeros y volvieron a casa sin haber consumado una sola sonrisa”. Ya la elección de ese último verbo, “consumado”, define a la perfección quién es y cómo escribe Juan Ramón Biedma, uno de los mejores cronistas que tenemos en este país de eso que él define como la parte extraviada del mundo que el sol apenas consigue clarear.

jueves, 3 de septiembre de 2020

UN AMOR COMO NO HAY OTRO IGUAL





   (NOTA PREVIA: Uno ha sentido que debía dar algunas explicaciones, creo que los leales/los amigos así lo merecen, pero el larguísimo exordio es totalmente prescindible incluso para ellos, no tengan por lo tanto reparos en obviar el inacabable primer párrafo -que no he fragmentado para que, a pesar de su extensión, sea más fácil esquivarlo- e ir directamente al segundo y, así, leer lo que verdaderamente importa, es decir, aquello relacionado con La librera y el ladrón).

   Puede que este texto sorprenda a más de un leal a este ángulo oscuro del salón teniendo en cuenta lo que publiqué en las redes sociales hace cosa de ocho días, pero como me consta que son lectores que captan los matices y, sobre todo, no reinterpretan lo escrito como les conviene para que coincida con lo que traen pensado de casa, seguro que desde el primer momento supieron que, no podía ser de otro modo, regresaría a este rincón. Para aquellos que lleguen directamente (bien porque no mantenemos contacto en las redes, bien porque no hayan leído aquel post ni alguno posterior), sólo explicar que el pasado martes anuncié mi intención de dejar de hacer sonar el arpa, aunque en seguida desmentía mi tono categórico afirmando que era posible que volviese a tañer sus cuerdas al día siguiente, “puede que para retomar melodías perdidas a ratos sueltos, quizás para no sonar nunca más”, como se ve no parecía muy convencido de ello; acepto que rematé el texto con un lapidario “la que se despide es el arpa”, lo cierto es que así lo sentía en ese momento, quería despegar de un tirón el esparadrapo con que jugueteaba desde hace meses sin valor ni fuerzas para arrancarlo, sin querer hacerlo, por eso jugué la baza de “tomar distancia” y, así, ganar tiempo para reflexionar y asumir las consecuencias de mi acción pero sin tener que renunciar a algo que tantas satisfacciones me ha reportado y, a pesar de lo que ahora intentaré explicar, me sigue reportando. Este blog nació como una vía de escape, como una necesidad, como un grito, como una reivindicación de mi profesión, como un lugar en que sentirme yo mismo y hacer uso de (como me señaló el apreciado colega Enrique Ordiales) mi bien ganada y pagada libertad (y eso que en muchas ocasiones me he limitado a lanzar insinuaciones o, sencillamente, a guardar silencio, en parte porque nunca podría mejorar lo que narró magistralmente Pablo en 24 horas de un periodista desesperado -libro en parte profético, por cierto, ahí tienen al poeta huero más encumbrado y apoltronado en el sillón que nunca, ahí le tienen moviendo los hilos ya sin recato porque tiene a pocos por encima y al resto por debajo, ahí le ven engordando feliz mientras presenta una “nueva” programación tributaria casi en su totalidad de lo que diseñaron otros y cuyo mayor aporte es recurrir a la que rechazó una película que ganó cuatro “Oscares” -¿No has pensado que tal vez fue por eso, es decir, que contigo detrás de la cámara no hubiera llegado a tanto?- o a una triste dizque experta eurovisiva que afirmó en su día que los grupos nunca llegan lejos en el Festival, que se lo pregunten a ABBA, a Lordi e incluso a Mocedades-, en parte porque hay cosas/gentes que si no las nombras parece que no existen -es un placebo, sí, pero da gustito y regocijo-); volviendo a lo de la libertad, por más que aplicando ciertos estándares y un marcado talante periodístico, es cierto que aquí me he permitido licencias, comentarios, frases tajantes, emociones personales a las que nunca hubiese dado rienda suelta delante del micrófono, no me sentía condicionado a hablar sobre nada ni en una dirección ni en otra, era totalmente independiente y rotundamente honesto, me mojaba y empapaba, poco a poco fui derivando a hablar sobre libros casi en exclusividad, sobre aquellos que me resultaban interesantes, me divertían, me motivaban, me traían recuerdos, me centré en aquellas lecturas que, de una manera u otra, me producían placer y dejaba a un lado las decepcionantes, las que me aburrían, aunque a veces (muchas en realidad porque uno es así y no puede evitarlo -ni va a cambiar a esta provecta edad-) me permitía ironías y despellejes mientras hablaba de otra cosa. Quiero dejar claro que nadie me ha obligado a publicar nada o a decir esto o lo otro, que no me desdigo de nada de lo escrito en todos estos años (y de lo que sí ya lo expliqué en cada momento concreto), pero fui tejiendo una red de compromisos, intereses, amistades, pequeñas colaboraciones que, aunque fuese de un modo imperceptible (al menos siempre lo he procurado), aunque sólo lo supiese yo, me convirtieron en juez y parte, notaba que me refrenaba, me amordazaba, medía cada palabra para no interferir en/afectar el trabajo de otras personas, los sólidos vínculos afectivos estrechados día a día eran como losas a la hora de afrontar una tarea que cada vez se me hizo más ingrata porque me sentía un farsante, me obligaba a publicar sin tener ánimo ni inspiración, por cumplir con otros (no siempre, por supuesto, no todos los días, pero sí demasiados cuando hasta unos meses atrás lo habitual era estar impaciente por sentarme frente al teclado y la pantalla). Y, como nunca he sabido hacerlo de otro modo, solté amarras de un modo drástico y desproporcionado, lanzándolo a los cuatro vientos para no retroceder (algo que me hubiera sido muy sencillo, por eso no lo comenté/consulté con nadie, escogí la política de hechos consumados), opté por huir, cerré los vasos comunicantes para volver a ser un simple lector que interactúa con los libros sin brújula, sin planificación (bueno, a veces sí, pero como respuesta a un impulso, a una apetencia, a un capricho). Y en esas estamos, por lo tanto, aunque como es de bien nacido ser agradecido, puesto que hubo gente que en su día confío en mí, no podía volver a las esencias, al origen, no podía echar a dormir al arpa (aunque va a seguir sonando, pero a otro ritmo, puede que con otro tono, cuando encuentre melodías, cuando tropiece con ellas, sin ninguna premeditación), esta etapa no podía cerrarse sin, al menos, rescatar algunos de los títulos que han quedado pendientes, aquellos con los que más he disfrutado, aquellos que en casos como el que ahora vamos a abordar suponen recordar momentos inolvidables que atesoro con cariño pero que, aunque no se comprenda es lo que siento, a la larga me provocaban insatisfacción (el único culpable he sido yo, por no haberlo evitado, por haber llegado a ello, por hacer daño a otros). 

 

    Me recuerdo leyendo desde siempre, no tengo un primer momento grabado como no sean aquellos paseos hasta la Dehesa de la Villa en que el tío Miguel me iba enseñando las letras en las matrículas de los coches (en realidad, aunque me vengan algunas imágenes vagas de aquello, son evocaciones provocadas por lo que tantas veces escuché a mi abuela, a mis padres, a mis hermanos, a la tía Carmen, porque yo entonces tenía poco más de tres años), el caso es que muy pronto fui abducido (con pleno consentimiento y goce total) por cuentos, tebeos, cualquier cosa que, como decía la tía Acracia (otra amante apasionada de la lectura), tuviese letras. No es extraño, por lo tanto, que una novela como La librera y el ladrón, la ópera prima de Oliver Espinosa que Planeta publicó el pasado julio, me atrajese desde la sinopsis, desde el texto de contraportada en que queda claro, más allá del título, que el mundo de los libros, los libros en sí (especialmente uno, ahora iremos con ello) son los protagonistas de una muy interesante aventura de la que resulta imposible despegar los ojos una vez se comienza la lectura, también en este caso hay que destacar y aplaudir la magnífica edición, la hermosa portada escogida, el irresistible volumen que salta a las manos y enamora a primera vista. A principios de agosto mantuvimos con el autor un encuentro vía Zoom que pueden ver completo si pinchan en el enlace https://www.youtube.com/watch?v=XPBb1Ez1TMg&t=23s (advirtiendo de que algún que otro spoiler puede que haya), encuentro de lo más entusiasta puesto que, más que nunca, se trataba de celebrar aquello que amamos (al menos en mi caso aunque sé que puedo hablar por todos los participantes) por encima de todas las cosas: la lectura y, por consiguiente, los libros. Es algo que conviene matizar y que Oliver hace porque su novela se adentra en el mundo del coleccionismo y, por más que a algunos les pese (porque hay de todo, por supuesto, y es algo que queda muy claro en La librera y el ladrón), “el coleccionismo no tiene nada que ver con la lectura”; no, se puede ser bibliófilo sin preocuparse/interesarse por el contenido, se trata de encuadernaciones, ediciones, caracteres, nervaduras, ilustraciones, mil detalles que convierten el libro en una obra de arte, erratas que lo transforman en algo único, no es algo que uno critique/repruebe, sólo que se me antoja imposible tener un libro con la única intención de contemplarlo/exhibirlo no para leerlo, por más que deba hacerse con guantes, sobre un atril, con un cuidado extremo, casi sin tocarlo, manejándolo con virtuosismo, con miedo a estropearlo o a desintegrarlo (algo que viví muy de cerca durante los dos meses en que hice las prácticas del curso de Producción Editorial en la librería Arrebato y tuve entre mis -torpes- manos, por ejemplo, una primera edición de La Regenta).

 

   La librera y el ladrón demuestra el profundo conocimiento que el autor tiene sobre la parte más oscura del mercado de libros antiguos, de joyas literarias, es decir, la especulación, el robo, el contrabando, la obsesión desmedida, la ambición por poseer, en este caso un manuscrito medieval del Infierno de la Divina Comedia del que el padre de Laura (la librera del título) jamás quiso desprenderse incluso aunque eso suponga el fin de su negocio, cerrazón que su hija también ha heredado (como todo lo demás) y que un servidor comparte con la misma ceguera, con el mismo ideal romántico, queriendo creer que la pena por tal desprendimiento sería insoportable, por no decir letal. La novela juega las mejores bazas del thriller sin requerir del lector más que sus ganas por involucrarse en la aventura, la jerga del oficio (u oficios) está magníficamente explicada e integrada, no hay parrafadas abstrusas y/o de lucimiento (que tanto lastraban El Club Dumas -y otras obras de quien siempre se sitúa varios peldaños por encima, presumiendo de erudición y llenando páginas hasta la extenuación-), incluso las referencias al texto de Dante son someras, precisas, accesibles, no es necesario ni tan siquiera haber leído su obra, mucho menos ser un experto en la misma para comprender (o intentarlo al menos) los vericuetos de la trama y los comportamientos de los personajes, aquí lo principal es la acción, los sentimientos y, por supuesto, la complicidad que se establece con algunos de los protagonistas gracias a ese amor por los libros que vertebra la novela (y a quien lee). Sin duda, y así se demostró en el encuentro, es Marcos, el mentor de Pol, el anciano maestro del ladrón de guante blanco que completa el título (y que, perdonen la frivolidad -así se lo agradecí al autor-, uno imaginó en cada línea con el rostro, el cuerpo y el encanto de Matt Bomer -y, qué quieren que les diga, fue un placer añadido a la lectura-), es Marcos, decía, quien se lleva el gato al agua por entrañable, por carismático sin pretenderlo, por erudito sin alardear ni resultar fatuo, por bondadoso, por humano, porque está enamorado de los libros (aunque los expolia, algo que jamás se me ocurriría), por sus oscuridades (ahí está el paréntesis anterior como máximo ejemplo), por su sentencia física (y aunque se cuenta muy pronto, prefiero que la descubran ustedes en el momento correcto), porque (y es algo extensivo al resto de personajes) está muy bien trazado incluso en sus ambigüedades, en lo que Oliver deja al albur de cada lector: “Yo no quiero ser exhaustivo con los personajes porque creo que hay una parte que no queda del todo definida y que se define a través de la lectura y de cómo cada lector conecta los puntos”. Es esa digamos libertad, esa necesidad de colaboración/participación la que nos arrastra, sumado a una agilidad narrativa que no descuida la prosa, el buen gusto, pocas veces continente y contenido se aúnan y complementan de tal manera, pocas veces un libro late de ese modo particular que sólo reconoce y secunda otro amante de los libros, ese cordón umbilical que nos alimenta tanto a los lectores como a los personajes y al autor y que nos hermana y, sobre todo, gratifica y enriquece (por ello, La librera y el ladrón es de esos volúmenes que uno cierra con un profundo suspiro y abraza con calidez y emoción).