domingo, 17 de mayo de 2015

COMO SI FUERA LA PRIMERA VEZ





  No hace mucho leí un titular de esos que, un tanto sin ton ni son y que explican bastante poco (o sea, no cumplen la función que se les supone, puesto que ahí no se puede encontrar el resto de la noticia), van pasando en un continuo como faldón en el Canal 24 Horas de TVE y me llamó la atención (sí, es lo que en parte debe ocurrir con un titular –pero si debo ir a otro lugar para ello, si no lo van a desarrollar, que al menos respete mínimamente lo de las seis uves dobles o, en caso contrario, que se lo ahorren-); resulta que el actor Nacho Fresneda declaraba que el éxito de la serie El Ministerio del Tiempo demostraba que había un público preparado y ahí dejaban el asunto, como si no mereciese más desarrollo, casi sentenciando. Debo explicar que la frase caía en territorio abonado después de que algunas voces absurdas (es mi forma de verlas: si ellas me consideran ciertas cosas por mis hábitos y/o gustos, yo también puedo expresar lo que sus comentarios me provocan) se estuvieran jactando de su supuesto nivel intelectual por saber quién es Phileas Fogg mientras que hay otros que citan a Willy Fog para hablar de viajeros (me consta que hay muchísima gente que conoce a los dos, pero no podemos negar que el trasunto animado del primero, o sea el segundo, es tremendamente popular gracias a la televisión, y que aquellas sobremesas de sábado al compás de lo que cantaba Mocedades –“Son ochenta días son, ochenta nada más, para dar la vuelta al mundo”- siempre quedarán en el recuerdo –no sólo de los chavales, por cierto- y que a muchos les abrieron las ganas de saber y de leer a Julio Verne) o, como es habitual en ellas (en femenino porque sigo hablando de voces absurdas, que nadie se ponga quisquilloso), destacasen la calidad de la serie (hemos vuelto a El Ministerio del Tiempo) porque le dedican su tiempo, porque la siguen, porque lo merece. Una vez vistos los dos primeros capítulos, puedo decir que tiene una factura técnica bastante bien trabajada (aunque ciertas digitalizaciones cantan ópera –algo que también sucede en productos que nos llegan de EEUU, por cierto-), que su ritmo y temática se alejan de lo que viene siendo lo habitual en los últimos tiempos (por desgracia, casi a donde quiera que mire a lo largo y ancho de la programación de tantísimos canales, encuentro que, en lo que a ficción se refiere, la realización es de lo más convencional, sin gracia ni empeño, cuando no directamente zafia, con un resultado que se percibe rodado a la carrera y sin ningún cuidado, cifrándolo todo al constante griterío que exigen a los actores, la mayoría –es mi apreciación, es el cómputo que hago- con escasa enjundia interpretativa, limitándose a repetir tics, guiños, gracietas, recursos que, por cierto, encontramos a lo largo de la historia, forman parte de una tradición –sin necesidad de tantos aspavientos, sustentados en la vis cómica natural en la personalidad que cada uno se creaba en escena- que sirven a estos intelectualoides de nuevo cuño para criticar despiadadamente a intérpretes que, por mucho que les pese, ya ocupan un lugar en la memoria colectiva, han definido una época, quedan como testimonio de quiénes fuimos, casi podríamos decirse que de los que somos ahora, de ahí que sigan obteniendo audiencias millonarias-), que sabe enganchar y entretener (sí, ese verbo que tanta urticaria provoca y que El Ministerio del Tiempo –y es una de sus mejores bazas- no descuida, todo lo contrario), pero nadie es más listo o más tonto por preferir un programa u otro, se trata de que los haya variados, de diferentes tonos y contenidos, dejando que cada uno encuentre sus espectadores, cifra que, por cierto, no debe ser el objetivo primordial de una televisión pública (y, las cosas como son, eso es lo que en realidad afirmaba Nacho Fresneda –busqué la entrevista completa-, aunque se le escapase un ramalazo de superioridad al afirmar “la audiencia está más preparada y hay que dejar de preguntar si la señora de Cuenca entenderá lo que contamos. Basta de tópicos despectivos, porque se puede ofrecer otra programación" –no hace falta concretar en ninguna ubicación: conozco muchos en Madrid con bastantes pocas luces, estas voces absurdas de las que vengo hablando, tan sólo se trata de hacer entender a quien corresponda que el público entenderá o dejará de entender (y de atender) lo que le venga en gana, que nadie en los despachos tiene una bola de cristal, que muchos de los que los ocupan son los primeros que se quedan a cuadros cuando les proponen un proyecto que mezcla a Lorca, Lope de Vega, “el Empecinado” o el mismísimo Franco-).
   Pero, sin necesidad de ponernos nostálgicos (dejémoslo en evocadores), sin creer que cualquier tiempo pasado fue mejor (qué injustos con éste que nos toca vivir, claro que hay mucho que mejorar, mucho que desear, pero es el nuestro, no podemos quedarnos en un rincón lamentándonos), riéndonos de esas voces que se creen heraldos y adalides de la cultura (y dentro de ellas las hay más y mejor formadas que otras), esos expertos que a cada paso demuestran todo lo que ignoran (especialmente lo relativo a aquellas materias en las que se proclaman como tales), Pablo y yo, como tantas veces, nos pusimos a hacer memoria de la televisión que vimos cuando niños, cuando chavales, aquella que fue alimentando nuestras pasiones, que nos aportó tanto conocimiento sin necesidad de sangre, divirtiéndonos, interesándonos, familiarizándonos con escritores, con la Historia, con el conocimiento, sabiendo transmitir y retransmitir (en ambas acepciones del DRAE) en multiplicidad de códigos (y era posible que nos riésemos con Los Roper, y primero con Un hombre en casa, tanto los adultos como los críos), todo el mundo (yo lo compartía con la tía Carmen y me consta que muchos compañeros de colegio también lo veían con sus padres o con sus hermanos mayores) se admiraba con Érase una vez… el hombre, El libro gordo de Petete o Un globo, dos globos, tres globos y, del mismo modo, aunque no captásemos casi ni media esencia de las muchas que flotaban atendíamos muy interesados las emisiones de Yo, Claudio, Raíces o Retorno a Brideshead, no digamos Cañas y barro, Fortunata y Jacinta, Anillos de oro y aquel Estudio 1 en que igual te morías de la risa con Jardiel Poncela como te asomabas al universo de William Shakespeare o al de un autor a priori tan poco conveniente y tan hermético como Strindberg (son hechos que se descubren a posteriori, mucho tiempo después, pero cuya semilla quedó bien plantada). Del mismo modo, como ya se ha recordado en otras ocasiones, los programas con entrevistas a intelectuales, gentes con cosas que contar, personalidades inspiradoras, invitados con sustancia y contenido, con debates ilustrados y preparados (porque sus intervinientes lo eran y estaban), tenían su lugar en las mejores horas y nadie se preguntaba si el público lo iba a entender, sencillamente se emitía. Y, por eso, hemos decidido ir poco a poco recuperando aquellas series que vimos pero no pudimos apreciar en toda su complejidad, en su auténtica dimensión, en ocasiones hemos leído las obras que les dieron origen (porque la mayoría tienen un antecedente literario –sí, como Willy Fog-) o hemos conocido las circunstancias históricas que narraban, de una forma u otra todas dejaron un poso, también aquellas que no vimos completas o que no nos interesaron porque no teníamos la edad adecuada (lo de la preparación lo dejamos en cuarentena, tal y como se verá en seguida). No hace mucho nos quedamos sin aliento ante Elisabeth R, una serie compleja, con un contenido que excede sus imágenes, con una encarnación de Glenda Jackson que se sale de la pantalla, con unos guiones llenos de meandros y referencias, una serie que se emitió en la sobremesa en su día y que, por ejemplo, fascinaba a la tía Carmen, quien me animaba a leer sobre esa reina tras cada capítulo, mientras comentaba lo que éste hubiera dado de sí. ¿Cuál es la preparación que hace falta? ¿No se trata más bien de sensibilidad? (y de gusto, que es particular y libre por muchos que algunos quieran conducirlo y otros establecer jerarquías, repartir certificados de idoneidad –lo que te resulta de buen gusto, puede ser una horterada para mí y viceversa-, establecer ellos la frontera entre lo “bueno” y lo “malo”, conceptos abstractos que no significan nada –“Qué serie tan buena que hasta la veo yo”, ya ves la exquisita, reconociendo que hace lo que todo el mundo, no sé por qué te gusta entonces ni sé qué quieres decir con “buena”, ¿podrías definir y analizar, querida superficial?-).
   Y así ha sido como estas últimas noches las hemos dedicado a revisar La Joya de la Corona (en realidad, descubrir y esa es parte de la magia:  las emociones no se recuerdan, se experimentan ahora, porque Pablo no la había visto entera ni yo tampoco ya que Chari, la peluquera de la familia –una mujer que adoraba leer aunque no tenía el graduado escolar (de nuevo, lo de la preparación, en el sentido de tener estudios, demuestra ser un argumento falso y endeble que sólo busca discriminar-, me prestó los libros en que se inspiraba y, por lo tanto, dejé de seguirla –pero hablo de una lectura de hace treinta años, sólo recordaba el punto de partida y alguna anécdota suelta-), una serie basada en el Cuarteto del Raj, tetralogía de Paul Scott compuesta por la novela que sirvió para titular la serie, El día del escorpión, Las torres del silencio y Reparto de despojos. Es, de nuevo, un producto que tapa bocas porque gozó desde su emisión del favor popular, arrasó por donde pasó (no hay más que pensar que los libros se lanzaron en España coincidiendo con su emisión –por lo tanto, se confiaba en el éxito de antemano-, con todos los honores y un gran despliegue), recuerdo que la señora Matilde, una vecina, llegó más tarde de lo que esperaba un día que había salido con una de sus hijas y ambas se lamentaron durante toda la semana por haberse perdido el capítulo correspondiente (la cita era los martes por la noche, un producto estelar que empezó a emitirse en junio, es decir, que en verano también se cuidaba a la audiencia), comentaban con la abuela todo lo que hubiese sucedido y lo que pensaban que iba a pasar, entraban perfectamente en la trama, en los resquicios de los personajes, no perdían detalle de una historia contada con muchas elipsis, con multiplicidad de sobreentendidos, que reducía hechos históricos a un simple comentario o a unos minutos de noticiario (escenas reales insertadas en la ficción, contextualizando, dando algunos esbozos de lo que sucedía, de la Historia que influye en la particular, en la concreta, en la -no tan- inventada), una obra compleja desarrollada con mano maestra por Ken Taylor, el adaptador, quien respetó el modo a ratos abstruso pero que se va desentrañando con paciencia y deleite en que Paul Scott narra los últimos años de poderío británico en la India. Es una serie que, todavía hoy, resulta audaz por hablar claramente de asuntos sexuales (que, por cierto, no recuerdo ocasionasen ningún rubor a las espectadoras que tenía más cercanas), un reflejo de la ambigüedad y la represión que el propio autor ejerció sobre sí mismo, pronunciando “homosexualidad” sin rubor y con naturalidad, insinuando y mostrando sin censura las preferencias de unos personajes, los requiebros de otros, los escarceos de aquellos, las maliciosas insinuaciones de algunos sobre los demás; fue la televisión la que devolvió y en realidad confirió a las novelas originales su merecido prestigio, puesto que, tal vez por el modo descarnado, abrupto y sin concesiones en que se juzgaba la presencia británica en la India, los conflictos religiosos, los comportamientos militares y civiles, también la carga sexual (tanto la explícita como la implícita), el Cuarteto del Raj no fue especialmente bien recibido, sólo el tercer tomo (Las torres del silencio) tuvo cierta repercusión al ser galardonado con el Booker en 1971, galardón que Scott volvería a obtener con Los rezagados (en 1977, apenas unos meses antes de su fallecimiento), una especie de coda de su monumental tetralogía (narra lo que sucedió después de 1947 en la India, aunque es un texto independiente).
   A un ritmo muy pausado, en realidad prestando más atención a lo que pudiera pensarse anecdótico y en realidad prescindible, creando atmósfera, jugando con las sutilezas, describiendo a través de algunas frases, de lo que queda en segundo plano, construyendo con tiento y sabiduría narrativa, La Joya de la Corona se degusta con calma pero sintiendo cómo en el interior se desatan el nerviosismo, la preocupación, el temor, los interrogantes, cómo resulta imposible despegarse de la pantalla, cómo los mínimos detalles cuentan tanto, cómo se reconstruye una época desde lo cotidiano, desde lo pequeño, desde lo humano, cómo se pone la Historia al servicio de la historia y no al revés. De entre sus magníficas interpretaciones (Tim Pigott-Simith, Geraldine James, Judy Parfitt, Charles Dance, Wendy Morgan, Rosemary Leech, Eric Porter), hay que destacar como merece (porque, además, es una de las pocas oportunidades de gozarla, ya que el grueso de su carrera, los cimientos y la práctica totalidad del edificio en que se hospeda su prestigio los desarrolló sobre las tablas –su nombre es tan venerado en el Reino Unido que hay una placa que la recuerda en la Abadía de Westminster-) la intervención de Peggy Ashcroft quien, con un personaje que a priori hubiese podido quedar reducido a unas escasas apariciones (también en los libros), asume el protagonismo de la serie durante siete capítulos (aunque en el primero que aparece nos la presentan y poco más y en el último en que interviene su presencia se limita a una breve secuencia –eso sí, estremecedora-), haciendo gala de su grandeza, su sencillez, su verosimilitud, convirtiendo cada intervención en inolvidable, dejando huella, sobrevolando cuando no está (algo, por cierto, que volvería a hacer en la esplendorosa Pasaje a la India (1984), la película que estuvo a punto de no rodar porque no le apetecía repetir la experiencia de una filmación en aquel lugar, el premio Oscar que la ha impreso a fuego en la retina de los espectadores): sólo por esos ojos, por esa sonrisa, por el modo en que se humilla con tal de que se respeten las últimas voluntades de su amiga, por cómo recibe los latigazos de la indiferencia de casi todos, cómo soporta las impertinencias y groserías de alguien que se considera superior, cómo imprime significación subliminal a cualquier frase, ya valdría la pena meterse entre pecho y espalda La Joya de la Corona pero es que, además, hay mucho por descubrir y disfrutar (mejor enmudecer para que nada les perturbe el momento. ¿Preparados? ¡Seguro que sí! –pistoletazo de salida-).     

viernes, 15 de mayo de 2015

HERENCIA TENGAS Y LA APROVECHES






  Puede que haya estado un poco más susceptible de lo normal por llevar los últimos meses inmerso en todo lo relacionado con la testamentaría de mi padre (el proceso aún no ha terminado, quedan un par de trámites –los peores porque, al margen de todo lo que te remueve y convulsiona, de estar permanentemente hurgando en la herida y mientras intentas asimilar la pérdida apenas puedes consentirte unos minutos para ti porque hay que atender todo el papeleo que en pleno siglo XXI aún hay que llevar, rellenar, proporcionar, fotocopiar, compulsar, volver con él mañana, revivir a Larra, sentirte un trasunto de Josef K, cuando no él mismo, o involucrado en el eterno proceso Jarndyce y Jarndyce en torno al cual Dickens articula su monumental Casa Desolada, mientras se supone que con un golpe de ratón debería aparecer en pantalla hasta la primera marca de papilla que consumimos, estamos en el momento de las liquidaciones, plusvalías y demás portazgos, cuando las autoridades te sangran lo que no tienes, porque esa es otra, en realidad la de siempre: pagas por morirte y, claro, como no pueden rendir cuentas contigo lo hacen con los que quedan, lo gravan absolutamente todo, a pesar de que el anteriormente terrible impuesto de sucesiones, cobran más de una vez por cada bien por mucho que éste pierda valor a lo largo del tiempo y que su posible rédito haya sido abonado con creces-), el caso es que la lectura de La Oculta de Héctor Abad Faciolince que publicó Alfaguara el pasado febrero me ha tocado muchas fibras y me ha hecho reflexionar, no sólo sobre la propia narración, no sólo sobre la peripecia (mejor en plural) que viven sus personajes, sino, como sucede con las novelas que cobran auténtica vida, que parecen salirse de las páginas impresas, que se desbordan hasta inundar la mente, el corazón, los recuerdos del lector, sobre uno mismo, sobre el que era antes de abrir el libro y aquel en que me iba convirtiendo según me bebía sus palabras, no porque me haya transformado (aunque es un efecto que siempre provoca la literatura –o debería provocarlo: incluso en algo tan insustancial y placentero como el mero entretenimiento, cuando uno sólo busca pasar un buen rato, si el autor es honesto y juega sus bazas con limpieza, un trocito de nuestra alma se queda entre las líneas, un algo imperceptible pero que se instala en nuestro ánimo para reaparecer cuando menos lo esperamos nos impregna y complementa-), como digo no se trata de trazar una línea drástica ni de marcar un antes y un después, pero sí es cierto y palpable (en caso contrario, no estaría escribiendo ahora) que Faciolince ha sabido escarbar, ahondar, interpelarme, enfrentarme (sin dramas ni contiendas, como inspiración, como diálogo, como relectura íntima) a pensamientos, conclusiones, creencias, opiniones que he ido conformando, matizando, trocando o reforzando según he acumulado experiencia (también cobra más sentido si se dice en plural).
   No es algo insólito en el autor colombiano, todo lo contrario: uno que, a pesar de lo que pueda aparentar, es bastante despistado y tiene una memoria muy flaca en lo que se refiere a argumentos, líneas narrativas, sucesos que jalonan una narración (aunque, por otro lado, eso propicia el enorme gusto de la relectura, de la revisión, del reencuentro, del permanente descubrimiento –abundaremos en breve en este asunto, cuando glosemos como merece esa serie británica que hace honor a su título: La Joya de la Corona-), nunca podrá olvidar el estremecimiento sufrido, las lágrimas vertidas, la falta de aire con que leí/viví El olvido que seremos, ese texto que tanto me conmovió en su momento y que ahora hago aún más propio al haber perdido a mi padre (aunque no es necesario ser huérfano en el sentido literal para comprender lo que allí se narra, para compartir los lamentos, para dolerse con los mordiscos que proporcionan las injusticias, las ausencias, los redobles de conciencia que, exógenos o endógenos, siempre dejan sonar su cantinela por y para nosotros, por mucho que hagamos oídos sordos). Héctor Abad Faciolince posee una prosa clara, casi diríase transparente, sencilla a fuerza de brotar con naturalidad desde lo más profundo, herencia (pocas veces voy a utilizar esta palabra con más intención que en este momento, tal y como el título del presente escrito señala), en realidad actualización perpetua, rasgo de inmortalidad de esa tradición oral que se pierde en la noche de los tiempos, esa afición a contar historias, leyendas, sucedidos, mitos, fábulas, parábolas que no debería perderse porque supone renunciar a lo que es nuestro por derecho propio, porque es un patrimonio que debe reclamarse y aumentarse, porque no paga tributos ni se le puede poner precio pero tiene un valor incalculable y posee la mejor riqueza, la inmaterial, la anímica, la personal, la fieramente humana (sí, hoy estoy recurriendo a Blas de Otero más de la cuenta –nunca es demasiado para un poeta de su vigor, para un verso en plena forma, para uno de esos autores que dificulta la tarea de juntar palabras puesto que ya lo escribió todo antes y con mayor fortuna y talento que un servidor-), la que nos define y nos explica ante nosotros mismos y ante todos los demás, una herencia a la que no hay que renunciar. Gabriel García Márquez siempre culpabilizó a su abuela (¡Bendita culpa! ¡Gracias, señora!) de su afición a primero escuchar y muy pronto narrar historias (por cierto, de la aventura de ser auditorio también hablaremos dentro de poco, en parte por un asunto relacionado con lo de revisar y poner al día series de hace años –perdón por la tendencia a ir postergando temas, pero todo termina por llegar-); su paisano y rendido admirador (tildó a Gabo de “rey Midas de las palabras”) también reconoce esa influencia y se prosterna ante la narrativa oral, algo claramente patente en una de sus primeras novelas, Tratado de culinaria para mujeres tristes, y también en la posterior, Fragmentos de amor furtivo (que, por cierto, entronca con ese segundo tema que ha quedado pospuesto, puesto que para desarrollarlo partiremos de la serie que José María Forqué dirigió a principios de los años 80 del pasado siglo y que tituló El jardín de Venus, inspirándose en, entre otros, Boccaccio, al igual que hace Faciolince).
   Si queremos rizar el rizo del paralelismo entre ambos autores, podemos establecer un rápido nexo de unión entre La Oculta y La hojarasca, la ópera prima de García Márquez, puesto que esta nueva novela de Faciolince también se estructura en torno a los recuerdos, los monólogos interiores, aquello que tres personajes piensan, se reprochan, se explican, lanzan hacia el lector sin filtros, sin pudor, una catarata que aumenta en furia según pasan las páginas, remolinos de palabras que arrastran hasta el final, pero más allá de este punto de partida, de esta manera de reducir el contenido de ambos libros a unas cuantas palabras, La Oculta toma su propio camino desde el principio: ante la noticia de la muerte de su madre en el que fue hogar familiar (donde ella seguía habitando con una de sus hijas y su yerno), tres hermanos van repasando la historia familiar, vinculada, representada, vivida, encarnada en esa finca cuyo patronímico señala su carácter de lugar remoto en las montañas de Colombia, incorporando a la narración todo lo que sucede desde ese momento, es decir, qué destino piensan dar a La Oculta, síntesis y máxima expresión de la herencia recibida, la tangible, la que puede cuantificarse, un lugar construido a base de sacrificios, sudores, tragedias, compromisos, amor, incomprensiones, cariño, duelos y quebrantos. Y ahí está el verdadero núcleo de la novela, tan pasmosa como el resto de la producción de Faciolince, un absoluto prodigio por su manera de integrar al lector, de absorberle, de conducirle sin freno pero con cautela, con un gusto exquisito por las palabras (es una prosa muy elaborada, muy meditada, muy sopesada, pero consigue presentarse con una naturalidad y sencillez que hacen resaltar aún más sus valores, es el trabajo de un orfebre, cada párrafo se percibe muy pulido pero el esfuerzo no se nota porque se impone la fluidez, la velocidad, la precisión): todos tienen sus razones, como cualquiera, para querer y para rechazar a La Oculta, la familia Ángel ha entregado mucho a esa tierra que, por otro lado, les cobijó, les permitió desarrollarse, les confirió un carácter propio, sirvió para insuflar savia al árbol genealógico del que siguen brotando nuevas ramas, más allá de sus hectáreas hay una atmósfera, un aura, una herencia intangible, el peso de los siglos, la historia que pasará a los libros (o ésa, al menos, sería la intención de Antonio, el único varón, que investiga, indaga, resuelve incógnitas, quiere rellenar huecos, desterrar mitos y apuntalar hechos). Y es por ahí por donde uno se pone a meditar, a llevarse la novela a su terreno, a pensar en cuánto se paga (no sólo, no necesariamente hablo ahora de lo meramente crematístico, sino de las muescas que uno trae impresas por el mero hecho de pertenecer a una familia o a otra), en cuánto nos exige/exigimos por algo que, tal vez, no sentimos como nuestro, lo que no lleva aparejado un desprecio, un carácter desnaturalizado, un desapego más o menos visceral (aunque puede que se entremezclen todos estos ingredientes y otros más, en mayor o menor dosis), sino el hecho sustancial de que, por más que aquello represente el logro de nuestros antepasados, para nosotros es tan sólo una casa (que, como escribieron certeramente Burt Bacharach y Hal David –aunque el título les vino dado porque compusieron la canción para una película así llamada-, no siempre es un hogar), puede que suponga un lastre, un peso demasiado doloroso, un empeño inútil, cada uno tiene todo el derecho del mundo (precisamente porque es su herencia) a reaccionar como mejor le parezca, por mucho que no se compartan sus motivos o sus irracionalidades (que podrían ser los de cada uno de nosotros llegado el caso).
   Héctor Abad Faciolince dota de vitalidad y magnífico músculo narrativo a esta metáfora, transformando a La Oculta en el personaje que marca a todos los demás, usándola como excusa para enfrentarse al pasado y presente de Colombia, dejando un rastro entre las líneas (en las ocasiones precisas muy patente, ayudando al lector, proporcionando datos que éste no tiene por qué conocer y sin entretenerse en disquisiciones que frenen o colapsen), trenzando una novela con múltiples capas, con estímulos polisémicos, con posibilidad y capacidad para la reinterpretación, lo que no es obstáculo para que lo primordial (la crónica familiar, es decir, lo humano, lo básico, los sentimientos) se comunique sin equívoco posible, sin vuelta de hoja, después ya dialogará el lector con cada personaje para disentir o ratificar. Y es por eso que, más allá de lo que comenté al principio, de tener que atender a lo mundanal, a lo que pomposamente se llaman propiedades (y así te cobran más, te cobran siempre, te cobran por mucho que tu padre se empeñase para dejar un mísero patrimonio libre de cargas –pero muy rico en cuanto a vivencias, esfuerzos, recuerdos, el modo en que ese hogar se fue construyendo-), este proceso de duelo que se agudiza al andar entre notarios, la abducción sufrida (y gozada) durante la lectura de La Oculta me ha servido para reforzar y consolidar lo que desde hace por desgracia mucho tiempo (desde que el tío Miguel dejó ese vacío que cada día me desangra un poco) reivindico como mi única herencia, la dignidad que aprendí de mis mayores, la curiosidad que me estimularon, la perspicacia que procuraron avivar, la bondad que regalaron, la capacidad de amar que ayudaron a desarrollar, todo lo que pude ver en la mirada de mi sobrino durante la tormentosa noche que pasamos alrededor de la cama que se convirtió en el lecho de muerte de mi padre (¡Quién lo hubiese dicho apenas cinco días antes cuando le subieron a planta desde urgencias!), el modo en que tranquilizó su delirio, la calma con que le habló y acarició su mano, dejando claro que su paso por el mundo había dado buen fruto, alguien de quien sentirse orgulloso (tanto del abuelo como del nieto). Por eso me revolví de aquella manera que varios (especialmente varias) me censuraron cuando un oyente comentó durante una de aquellas tertulias afectuosas y nocturnas que si una mujer no tenía hijos su vida quedaba vacía y defendí a la tía Carmen con uñas y dientes, porque me considero su obra, su trabajo, porque lo que me ha venido de ella pasará a Alberto, porque no morimos mientras que alguien nos recuerda, porque en realidad dar a luz es un mero ejercicio, un momento, pero sembrar en la vida es otra cosa bien distinta y no todos estamos capacitados para ello por mucho que nos empeñemos; porque esa herencia inmaterial es la que realmente nos enriquece y nos hace los que somos, porque sin ese equipaje vital no hubiera sabido reconocer mi lugar en el mundo y no sabría valorar como lo hago el hogar que alguien quiso crear y compartir, ese espacio en el que me siento cómodo y puedo ser yo con todos mis defectos porque me consta que siempre soy bienvenido, ese rincón donde dos corazones laten acompasados dándose calor y cobijo, esa área inconcreta porque no depende de una ubicación, de unas paredes, de una bandera, sino de algo mucho más grande, de un estado de ánimo, de unos sentimientos a los que, por desgracia, atendemos demasiado poco y ocultamos más de la cuenta, incluso los ignoramos, enredados en asuntos materiales (y qué fantástico que la literatura te haga volver la mirada y el alma hacia lo sustancial y sustancioso).