domingo, 31 de mayo de 2020

LAS TINIEBLAS DEL CORAZÓN






   Lo de la fascinación por el mal viene de lejos, aunque un servidor prefiere hablar de curiosidad (lo del morbo, que no lo niego, que lo ponga cada cual en la dosis que considere más adecuada/aceptable), de interés por aquello que, se supone, nos resulta ajeno, por aquello que, siendo honestos, entendemos más cercano de lo que querríamos (no hay más que mirar alrededor/acceder a las redes sociales en estos tiempos de confinamiento y pandemia para comprobarlo), algo que sabemos anida en nuestro interior y en no pocas ocasiones se muestra como una tentación muy apetecible ante las injusticias (o que consideramos tales) sufridas o los obstáculos encontrados a lo largo del camino profesional y/o personal, nos gustaría que esa fuese nuestra respuesta ante quien así se comporta pero no nos atrevemos a ello o, sobre todo, no tenemos las herramientas/capacidades para ello (lo que suele traducirse en que no poseemos el rango/cargo que nos haga sentir inmunes y nos consienta actuar con impunidad). No se trata, como tantas veces se denuncia/discute, de que los personajes que pueden ser tildados de negativos, los que comúnmente se presentan como antagonistas (aunque no son pocas las oportunidades en que se erigen en protagonistas -y no es algo novedoso ni moda reciente-), queden justificados, se acepten sus fechorías/delitos e incluso se defiendan, se les humanice (en el sentido en que se emplea el verbo para mostrar desagrado -o, perdón que lo diga así de clarito, para no entender nada e, incluso, hablar sin conocer-), se dé la vuelta a la historia (por no decir, aunque lo haremos en seguida debido a la novela que hoy nos ocupa, en la Historia), sino de que el malvado resulta atractivo porque es el que aporta miga, tensión, intriga, el que hace avanzar la trama, el que la enreda, el que la desarrolla (ahí tenemos a J. R. Ewing, Angela Channing o la insuperable Alexis Carrington Colby -y algún apellido más- a la que diese vida Joan Colins), el que permite que el héroe (en cualquiera de sus posibilidades/variantes) se luzca; por mucho que nos indigne/asuste o lo que corresponda, al final es el malo (como decimos desde niños) el que mola, siempre que no esté reducido a su mínima expresión o utilizado como mera excusa para que el vaquero pegue tiros y encima se le presente como un salvaje que sólo sabe torturar y matar y no como alguien que defiende lo que es suyo.

    Y, como decía, la fascinación que sentimos por personajes de este tipo la desarrollamos desde pequeños: esperábamos impacientes cada sábado el nuevo monstruo con el que el doctor Infierno intentaría vencer a Mazinger Z, de hecho identificábamos los capítulos por el ingenio mecánico que se enfrentaba al robot (queríamos que venciese pero, por así decirlo, que le costase, que el contrincante estuviese a la altura y obligase a sus creadores a inventar nuevas defensas o capacidades); en una relectura de adulto, fui consciente de que el indudable y poderoso carisma que despliega Long John Silver cautivando a Jim y a cualquiera que pose sus ojos en esa maravilla titulada La isla del tesoro se cimenta mucho más en su parte oscura, en su inquietante pero atractiva personalidad, en su aspecto patibulario que en los aires de aventura y libertad que representa; Salgari, otra de las lecturas clásicas de los primeros años, nos coloca siempre del lado de los piratas (y, por cierto, nadie se llevó en su día las manos a la cabeza porque nuestro ídolo fuese Sandokán, todo lo contrario, bien que gustaba a las hermanas mayores y a las madres -aunque por razones distintas, claro-); recuerdo a Paula Gardoqui en octubre de 1983 anunciando la emisión en Sábado Cine de la gloriosa adaptación de El prisionero de Zenda dirigida por Richard Thorpe y destacando el inolvidable duelo de espadas final y lo magnífico que estaba James Mason encarnando al malo. Los ejemplos, como tantas veces, podrían ser miles, más desde hace unos años (ya bastantes porque la película se estrenó en 1991) en que a partir del furor desatado con El silencio de los corderos abundan las películas/novelas/series en torno a psicópatas, asesinos, mentes criminales de lo más variado con una seña de identidad común: hacer el mayor daño posible, sembrar el mal.

   La irrupción de Hannibal Lecter en nuestras vidas (a la que no es ajena la prodigiosa interpretación de Anthony Hopkins) reactivó e incluso polarizó el debate en torno a cómo se presentan a las audiencias los personajes crueles, sanguinarios, voraces (en cualquier sentido, pero en este caso dicho con toda la intención), cómo despiertan admiración, cómo se convierten en iconos, cómo provocan una legión de imitadores, escandalizando a los de siempre, es decir, a quienes niegan al público su capacidad de discernimiento, de lógica, de inteligencia, de comprensión, esa gente que tiene una percepción muy distorsionada (por no decir falsa) de la realidad y habla en términos absolutos, sin introducir matices, y a fuerza de aplicar esquemas maniqueos reduce aquello de lo que (se supone) quiere advertir y/o mantener a salvo a los que no tenemos su perspicacia a un como mucho triste remedo, cuando no una caricatura que obra el efecto contrario al deseado: dar risa o resultar patético, pero no el miedo que nos dicen deberíamos sentir, y que tantas veces sentimos, por supuesto, lo que no está reñido con que el personaje nos resulte, por unas cosas u otras, atractivo (sin necesidad de glorificarle ni querer igualarle). Cuando se estrenó El hundimiento, la estremecedora, claustrofóbica, terrorífica y espléndida película que recrea con verismo atroz los últimos días de Hitler, se alzaron muchas voces en su contra (ya antes del estreno, como suele ser habitual, ¿para qué esperar a verla y hablar con conocimiento de causa?) porque, volvemos a lo señalado antes, “humanizaba” al genocida cuando se trataba precisamente de eso, es decir, si recurrimos a parodias, histrionismos, mofas, exageraciones, perdemos de vista lo fundamental: aunque nos parezca increíble y nos resulte difícil llamárselo, Hitler era una persona, alguien como cualquiera de nosotros, alguien que, como otros muchos, se quedó en esa parte oscura con la que, lo aprendimos también de chavales con El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde (¿Se han dado cuenta de lo mucho que nos ha influido -y nos ha hecho disfrutar- Robert Louis Stevenson?), todos nacemos, al menos con su posibilidad, con ese envés imprescindible para definir el haz, sabemos lo que es el bien porque existe el mal, digan lo que digan, tenemos que agradecer a Eva su curiosidad, sólo de ese modo podemos disfrutar de lo que nos resulta placentero (en caso contrario, simplemente estaríamos en el Edén, pero no lo valoraríamos). Y me he marcado uno de mis rollos habituales (pero, repito como tantas veces, ya saben que aquí no se hacen reseñas: se trata de reflexiones/sensaciones/evocaciones despertadas por la lectura) para llegar a donde quería: Carlos Bardem ha hecho eso mismo en su estupenda novela Mongo Blanco, editada por Plaza y Janés hace un año y que ha alcanzado al menos cinco ediciones (lo escribo así porque no he podido confirmar si, como me suena haber leído, se ha publicado la sexta -si no lo ha hecho aún lo hará y alguna más también-).

   Yo, don Pedro Blanco, negrero. Un loco. Gigante o monstruo. El Mongo Blanco. El Gran Mago-Espejo-Sol. El Rey de Gallinas. El Pirata. El Padre. El Hermano. De los arrabales de Málaga al trono de África, de la gloria de La Habana a un manicomio de Barcelona. Una pistola. Si tuviera una pistola mancharía una pared con mis sesos. Esta es mi culpa y mi penitencia. Esta es mi historia”. Carlos encontró a su protagonista en una nota a pie de página, relegado como tantos personajes que, de una manera u otra, han construido la Historia, olvidado o, tal vez, ocultado, al fin y al cabo hablar de él supone escarbar en miserias que muchos consintieron, en toda una maquinaria de hacer dinero a costa de la esclavitud, del suplicio, de la trata de personas (a las que se negaba tal condición y, de ahí para abajo, todos los derechos naturales y, desde luego, los legales, los otorgados, los adquiridos, los reservados para los que se consideraban -desde el nacimiento- superiores), en lo sencillo que resulta (por mucho que nos creamos a salvo) pasar al otro lado, transformarse en negrero, en explotador, en dictador, en déspota, en criminal. Fue un auténtico placer conversar con Carlos Bardem (siempre lo es) sobre esta novela que a mi juicio le consagra como escritor, no porque lo anterior no mereciese la pena (y mucho), sino porque los cuatro años empleados en su investigación/redacción han dado como fruto una obra riquísima, compleja como sólo lo es eso que solemos llamar alma y es lo que aquí desnuda dejando al aire los recovecos más recónditos, los desconocidos, los poco o nada explorados, aquellos a los que no nos atrevemos a asomarnos, introspección y hasta vivisección que, como los grandes autores, hace a través de un personaje, pareciendo en ciertos pasajes que habla de cualquiera, de todos; además, el trabajo de reconstrucción/recreación de la época en que transcurre la acción (siglo XIX) es muy meritorio, sobresaliente, nos zambulle en la época con todo lujo de detalles, datos, personajes, con una narración torrencial, imparable, de las de dejarse envolver y llevar, una escritura en la que un servidor encuentra ecos de Roa Bastos, García Márquez o Miguel Ángel Asturias y que, como muy bien me señala en la entrevista inmortalizada por mi Pepa Muñoz (https://www.youtube.com/watch?v=4-x_urmOjy8), también posee tintes conradianos (y sombras, por no repetir la obvia referencia del título de este texto).

   Durante el encuentro que mantuvimos parte de los miembros habituales del club de lectura el pasado febrero en la Casa del Libro de Gran Vía, Carlos fue enormemente generoso al compartir con nosotros muchas de las entretelas de Mongo Blanco, entre ellas cómo fue (re)construyendo un personaje un tanto esquivo en el sentido de que no es fácil de encontrar, hay que rastrear, investigar, a ratos suponer, también especular, recurrir a la documentación manejada (y a los conocimientos de un licenciado en Historia como es él) para ir completando el cuadro, lo que es una ventaja para el novelista en el sentido de que puede dar rienda suelta a la creatividad, pisando firmemente en lo estudiado pero permitiéndose licencias narrativo-creativas que son las que, en definitiva, dan cuerpo, alas y solidez a la irresistible propuesta que supone este título. Porque, siguiendo admirablemente una de las citas que sirven como pórtico a la obra, tal y como dijo su tocayo el grandísimo Carlos Fuentes, “el que recuerda, imagina. El que imagina recuerda”, Bardem pone al protagonista a dialogar consigo mismo, crea un impactante juego en que el narrador se va apostillando, contradiciendo, mintiendo a quien le escucha, engañando, disculpándose, buscando eximentes, hurtando información a la que da rienda suelta en la soledad de su celda, en sus delirios, enfrentándose a sí mismo (“Loco. Pero elijo lo que os cuento. Aún levanto mi mentira como un castillo que me proteja del mundo, de los demás, de su desprecio. A falta de dos pistolas y buen pulso, yo me defiendo con mi memoria), sin subterfugios ni medias tintas, reconociendo sus fechorías, incluso regodeándose en ellas, sin presentar atenuantes, sin expresar arrepentimiento (“Yo siempre tuve una razón, mi razón, pues nunca culpé cobardemente ni a Dios ni al diablo por mis actos, para hacer lo que hice. Y las recuerdo, todas y cada una de esas razones”), un malvado consciente de serlo (lo que aún horripila más) lo que no le incapacita para sentir/expresar amor honesto por alguna persona, por eso sus palabras y sus actos nos sacuden de la manera en que lo hacen, ese es el vibrante y vívido retrato de la amalgama de pasiones/pulsiones que anidan en cualquier corazón que logra dibujar (por no decir radiografiar) el escritor, radiografía a la bestia y de ese modo deja a la vista su condición humana para que la contemplemos como si estuviéramos frente a un espejo, la misma que el Mongo niega a sus víctimas para, así, hacerse su dueño: “Que alguien te sonría te hace sentir más humano. Yo nunca dejé que los marineros sonrieran a los esclavos, no quería darles esperanzas”.

   Es portentoso el modo en que Carlos nos va colocando a uno u otro lado de esa difusa frontera (y en tantas ocasiones inexistente: todo está mezclado por más que nos empeñemos en analizarlos como si estuviesen en compartimientos estancos) entre lo consensuado o dictaminado como bueno y lo que se considera malo, anatema, pecado, ofensa (al menos para los que tienen capacidad para decretarlo de ese modo) y, así, sin que nos ponga de su parte (hay que repetirlo mucho para todos esos susceptibles -o algo peor- que van a sentenciar sin leer), Pedro Blanco desmonta discursos falsamente humanitarios, realidades que aún se aceptan hoy en día como inevitables: “Es bueno tener perspectiva de las cosas, ver para qué se hacen. Toda la actividad del ingenio La Fortuna, de los cientos de ingenios que se extienden laboriosos por los valles de Cuba, siempre humeante la chimenea, siempre los rodillos de los trapiches moliendo el gabazo de caña a fuerza de esclavos y látigo, era finalmente para endulzarle la vida, el café, las melazas y el ron, al resto del mundo. Para hacer panes de azúcar”. Sus irreprochables argumentos no le justifican, pero al menos dejan al descubierto el cinismo y/o la doble moral de muchos: “La esclavitud desapareció cuando dejó de ser rentable. Solo entonces tuvieron eco y visibilidad los discursos humanistas y filantrópicos, querido doctor. Solo cuando sirvieron a los nuevos intereses de los poderosos”. De ese modo, como tantas veces, algunos reescribieron la historia para que les fuese favorable: “Si los ingleses se dedicaron a perseguir la trata tras abandonarla fue solamente para que nadie más se hiciera con tan lucrativo negocio, no os engañéis. Hicieron de la necesidad virtud y lo vendieron muy bien. Los británicos abandonaron la trata directa, sí, dejaron que los demás nos manchásemos las manos de sangre mientras ellos se las manchaban con la tinta de contabilidades y asientos”. Admiro particularmente los momentos en que Mongo Blanco se enfrenta directamente a la locura, tan etérea, tan complicada de definir, tan esquemática o esquematizada, utilizándola en su beneficio, reconociéndola o negándola, analizándola como pocas veces se ha hecho, contemplando las dos caras de la moneda. De este modo, primero dice: “No estoy loco. Yo sé lo que es la locura, la locura que asesina o que suicida. La que convierte a leones en guiñapos llorosos. La que te hace feroz e invencible. No estoy loco”. Y lo repite varias veces para, pocas páginas después, reconocer sin ambages: “Sí, ahora sí estoy loco. La locura es esa voz que no quieres oír y que no calla, ese susurro atronador que no para, ese grito que no quieres gritar y te despelleja la garganta, esa mano que se engarfia, ese temblor, esa furia homicida que no sabes de dónde sale pero que no te asusta, que te calma y te permite dormir. Sí, imágenes de muerte y destrucción que te traen paz y un sentimiento de justicia. Eso es la locura. Demonios que no te avisan, que no esperas, que se presentan de improviso y te despedazan, te agujerean, te desgarran, de los que es imposible librarse hasta que ellos mismos no deciden irse tan de improviso como se presentaron. El miedo a que vengan es también la locura”. Porque, efectivamente, pueden venir, sabemos que no están muy lejos, es la eterna lucha entre Jekyll y Hyde, por más que creamos al primero a buen recaudo somos conscientes de que hace falta muy poco para darle rienda suelta.

   Siempre respetaré a quien lucha y mata por su vida y su libertad. Amigo o enemigo. Solo si estás dispuesto a morir por tu libertad la mereces. No es tanta la gente así. Blancos, negros o amarillos, las personas se resignan pronto a la esclavitud, a la dominación. Les resulta más cómoda, es como si les quitaran una responsabilidad insoportable de encima”. ¡La de veces que pensé en este párrafo durante la polémica por la (correcta, acertada y hecha con conocimiento) utilización del término “tío Tom” que hizo Carlos recientemente en redes! ¡Y cómo demostraron los que aprovecharon para insultarle y tildarle de racista no haber leído la novela citada ni, mucho menos aún, conocer la figura de su autora, la activista Harriet Elisabeth Beecher! La cabaña del tío Tom es una novela que aboga por la abolición de la esclavitud, que apareció como serial en un periódico que mantenía esa línea editorial (The National Era), a la que el propio Lincoln reconoció como motor imprescindible para la causa y, consecuentemente, para la Guerra de Secesión, al dejar al descubierto lo que se ocultaba tras la imagen idílica e incluso romántica con que el Sur se pintaba a sí mismo. ¡Ay, si leyéramos (y reflexionáramos) un poco más! Mongo Blanco es un magnífico alegato contra cualquier tipo de esclavitud, precisamente porque la muestra/cuenta desde el punto de vista del negrero, del que captura, del que trata como mercancía a sus semejantes, porque consigue incomodar puesto que “el hombre nunca está preparado para la revelación del sentido de su existencia” y lo hace con honestidad infinita, combinando lo mejor de la doble condición de historiador y novelista del autor para conseguir una novela que transpira, que hiede, que se agita, que late en nuestras manos, que cobra vida, que la exuda, una obra admirable, un título por el que Carlos Bardem será recordado.

miércoles, 27 de mayo de 2020

EL SILENCIO QUE SE TRAE DE VUELTA








   Cuando tuve el placer de conversar con María Sirvent, momento que, como suele ser habitual, inmortalizó mi Pepa Muñoz (pueden verlo en https://www.youtube.com/watch?v=dQqrY0Wf-18&t=397s), le anticipé que tardaría en poder escribir sobre su segunda novela, Los años impares, publicada por Espasa en los días (principios de febrero) en que tuvo lugar uno de nuestros (antaño -aunque ya estamos de regreso y pronto se lo contaré-) habituales encuentros del club de lectura, y que el título de mi texto sería ese mismo que acaban de leer, algo que ella escribe en un momento dado: “Qué raro, no llevan el silencio que se trae a los sitios, sino el que se trae de vuelta”. Sentí un escalofrío grato, cómplice, ante la conexión establecida cuando me confesó que el párrafo/poema que concluye con esa frase es, tal vez, su momento favorito de la novela, una especie de corazón de la historia, un fragmento que ella misma ha escogido para leer/reproducir en alguna entrevista; se interesó vivamente por mis motivos para destacar precisamente eso y me preguntó por qué hacía esa elección, cuál era el significado que yo daba a sus palabras. Le hablé de muchas madrugadas (incluso días siguientes) en que volvía a casa después de haber bailado/cantado/bebido casi como un poseso (más los dos primeros participios que el tercero, aunque no voy a negar ahora el alcohol consumido en aquel tiempo -que, las cosas como son, sólo un par de veces me hizo perder la conciencia o afectó a  mi conducta/razonamiento-, me remonto a los últimos años de la década de los 90 del siglo pasado), con mi sexualidad reconocida (al menos de cara a los más íntimos), frecuentando locales gais (a los que tardé demasiado en entrar), más o menos pletórico, diríase que con el ánimo en buen estado, pero era sólo en apariencia, ya que en realidad me sentía frustrado: al igual que me pasaba cuando me pensaba/quería ser/actuaba como heterosexual, rara era la ocasión en que cruzaba algún beso con alguien que me gustase o hubiese conocido esa misma noche, si había salido porque se suponía que había algo naciente entre otro y yo al final todo quedaba en agua de borrajas, tenía amigos con pareja, otros con relaciones efímeras que no pasaban de eso o se iban afianzando, aquellos que ligaban casi siempre, los que no parecían demasiado preocupados por el asunto porque, de alguna manera, lo tenían resuelto, mientras en torno a mí parecía existir una especie de cordón sanitario (ahora que tanto se lleva la expresión) que todos parecían percibir y nadie osaba traspasar; a pesar de haber tendido siempre a la soledad, al recogimiento, de cumplir casi a rajatabla el decálogo del perfecto anacoreta (lo que no estaba reñido con esa sociabilidad y si se quiere desenfreno que derrochaba entonces, sobre todo en el ámbito profesional), sentía un inmenso vacío en mi interior que se agrandaba cuando regresaba a mi habitación y, aunque la noche hubiese estado genial y ni siquiera hubiera pensado un momento en el asunto (más allá de mirar a ese, intentar hacer contacto ocular con aquel, soñar un instante con unos brazos, una boca, un cuerpo -y, sí, un culo, me parece absurdo ponerme modoso a estas alturas-), me hundía por unos minutos en lo más oscuro de mí mismo, dando rienda suelta a mi amargura más de una vez mediante lágrimas espesas e incontenibles, regresando a un silencio buscado y anhelado para leer, ver alguna película, quedarme en el ostracismo que no sentía como condena, silencio que mientras me quitaba la ropa impregnada de sudor (propio nada más, aunque la olfateaba con ansia desesperada buscando un mínimo recuerdo de otros olores, fragancias, pieles) y humo de tabaco (era la única huella que algunos dejaban: yo nunca he fumado) me dolía, oprimía y aplastaba, silencio que se abatía implacable sobre mí, que más que traer de vuelta se quedaba esperando, el caso es que ahí seguía.

   Bueno, a pesar de mi tendencia a la verborrea sea en vivo o por escrito (otro de mis rasgos contradictorios: procuro aislarme, me oculto detrás de lecturas, escritos y demás tareas que me ayuden a evitar la interrelación con los demás -y no lo oculto-, pero si abro la espita brotan palabras sin cesar), pueden imaginar que no le solté semejante discurso, le dije lo fundamental, que identificaba ese silencio como propio, que sabía de lo que hablaba, que me había sentido vinculado a sus personajes a los que, por cierto, reconocía muy bien incluso en lo que no tenían que ver directamente conmigo porque he conocido a muchas personas en/con las situaciones/vidas que ella describe admirablemente. En estos días, mientras recuperaba mis notas y empezaba a dar forma al texto, vino a mi cabeza la magistral secuencia final de esa obra maestra de David Lynch que en España se estrenó como Una historia verdadera, película que emparenta en varios aspectos con la novela de María, sobre todo en la claridad y sencillez expositiva, en narrar lo preciso, en emplear un estilo escueto, directo, elíptico que invita a participar al lector/espectador sin que este se sienta confundido/perdido, en saber construir un interlineado/fuera de foco que tiene tanta o más fuerza/importancia que lo evidente y que no es difícil de percibir, basta con querer implicarse en la fantástica aventura de adentrarse en sus páginas/imágenes; esa secuencia es una de las más emocionantes, humanas y sinceras que uno recuerda haber contemplado, una secuencia en la que no hacen falta palabras para sentirnos concernidos, golpeados, sacudidos, un silencio compartido con un significado muy hondo, un silencio que resume, explica y pone punto final al distanciamiento, al rencor, a la incomunicación, un silencio necesario para ahogar el ruido de los corazones, para soltar lastre, para dejar sangrar la herida una vez más, un silencio clamoroso (no es un oxímoron) que siempre se trae de vuelta porque está dentro de uno y no se acalla (no es una contradicción) más que a ratos. Ese es el silencio al que María Sirvent sabe poner palabras con precisión de orfebre, el silencio que ha recogido aquí y allá a la hora de construir sus personajes, el vacío insondable al que tantas vidas han sido/son condenadas antes de que tengan posibilidad de defenderse, el que se recibe como herencia irrenunciable y el que se forja/acumula cada uno, ese que a veces se acepta como tradición, buenas costumbres, lo que se ha de hacer, deuda contraída incluso antes de nacer, ese que otros imponen, ese que pensamos refugio y torna en calabozo del que no podemos/sabemos fugarnos.

   Podríamos adornarlo y ponerle puentes o escribir posdatas y decir que la luz, que el pasado, que los trenes, que los rusos, que todo lo que suene a tiempo, pero no vamos a hacerlo. Fue así, de verdad, no hubo música”. Efectivamente, la banda sonora sólo aparece en las películas para subrayar, ambientar, sublimar, impactar, en la vida real -como contó en una ocasión José Luis Garci- besas a la chica (o al chico, añado yo) y no irrumpe la música para elevar el momento, es entonces cuando el chaval cinéfago (e igualmente lector compulsivo y omnívoro) descubre las diferencias/fronteras entre lo que le pasa en el día a día y lo que vive gracias a la pantalla/los libros, algo inevitable que no debe suponer ningún trauma, es parte de la magia de lo que vemos/leemos; lo triste, y María Sirvent lo plasma sin paños calientes, sin metáforas ni ornamentos, es que muchas personas nacen con esa losa pesada sobre su cabeza, gentes a las que se les cercenan y extirpan (incluso antes de expresarlas/descubrirlas) las posibilidades de cambiar el destino prefijado, el que otros han diseñado para ellas, el mismo que aquellos heredaron, la carga que soportaron (y soportan), el futuro de rulos del que uno de los personajes mejor acabados (y más dolorosos) de la novela advierte a su mejor amiga: “Nieves, llevo toda la vida viviendo sobre un futuro de rulos”. Mari Campos (ya el nombre es todo un acierto) duerme sobre el ajuar que su madre empezó a reunir casi desde el día que nació, único horizonte/objetivo posible para alguien como ella, casarse, procrear y preparar a sus hijas para repetir y seguir perpetuando el modelo, algo que Nieves también siente sobre su cabeza cuando es “engullida por las circunstancias” y decide dejar a un lado sus aspiraciones, su sueño, optando por “retirarse del mundillo de la música porque, en esencia, nada tenía sentido”. Es la lapidaria rutina que se abate sobre el mundo rural (con especial virulencia sobre las mujeres, siempre llevan la peor parte), esa que de visita, de vacaciones, durante unos días nos parece pintoresca y hasta deseable, sobre todo cuando eres niño y el pueblo es el lugar donde te mueves con una libertad y permisividad de los adultos de las que careces en la ciudad, cuando creces puede que empiece a inquietarte e incomodarte, pero al fin y al cabo queda a desmano, no interfiere en tu cotidianeidad, camuflas o niegas lo que en tantas ocasiones es pura resignación, asunción de una condena injusta porque, como Segismundo, el único delito cometido es el de haber nacido, algo que nunca es voluntad propia. Pero la prosa directa, telegráfica, concreta y aguda de María hace justicia con esas mujeres a las que siempre les sobra día (frase de impacto por lo certera, por lo implacable, por las vendas que quita, por las disculpas que abate, por cómo señala con el dedo), esas mujeres a las que más de uno (tal y como ha hecho un servidor) pondrá un nombre (o varios) cuando lea párrafos tan contundentes y necesarios como este (y puede que hasta suelte alguna lágrima de culpabilidad o, al menos, de reconocimiento, un lamento tardío que tanto oprime como expande el corazón al pensar en alguien concreto): “Paca, la abuela, ciega e incapaz de caminar, se convertiría en un arpa, en el arpa del poema de Bécquer, se volvería remota y echaría los días sentada en su silla de ruedas en el ángulo más oscuro del salón, con los ojos casi blancos, llenos de manchitas blancas, allí donde moría el mueble bar”.

   Durante el encuentro que mantuvimos con la escritora, salieron a la luz muchas historias personales, la lectura de Los años impares nos hizo mirar a nuestro alrededor y establecer paralelismos, fue una de las reuniones más íntimas que hemos celebrado, una en la que reímos mucho pero también tuvimos tiempo para exorcizar algunos de nuestros fantasmas, compartir con los demás rencores y reproches, prueba palpable del modo en que la novela atrapa y dialoga de frente con el lector, sobre todo gracias a una escritura honesta, limpia, con una enorme capacidad para sugerir, para llegar a lo más profundo sin tremendismos, sólo con la verdad desnuda, con la brutal naturalidad con que se tildan de “normales” actitudes, comportamientos, estigmas, muros infranqueables como los que aquí se recogen y de los que, dicho con toda la intención, se da buena cuenta: “El adiós de un pueblo es otra cosa [que el dicho en la ciudad]. Es un adiós y es un hasta mañana. Dices adiós, das media vuelta, te comes cuatro pipas y se te aparece un hola, qué haces tú por aquí. Eso es el adiós de un pueblo. Es lo mismo que un «ahora te quise» y un «mañana te dejé», es un puñado de tiempos verbales caminando juntos por la misma plaza, por la misma frase y por el mismo día por falta de espacio, no por nada más, porque lo demás es campo”. Es un escenario que la autora conoce muy bien y de primera mano, en el que a pesar de lo que cuenta se siente cómoda precisamente por ello: “Las ciudades me resultan ajenas aunque haya vivido en muchas: soy del mundo rural, es mi hábitat, son las historias que me contaban de niña, es lo que conozco, el pueblo, las mujeres, el ajuar”. No duda en poner nombre al lugar, no es un lugar de La Mancha del que no quiera acordarse, la novela transcurre en gran parte en Argamasilla de Alba, y hay quien le pregunta si no teme la posible reacción furiosa de sus habitantes: “No es un libro que ensalce las virtudes del pueblo, que por cierto es precioso: es un libro en que las gentes del pueblo lo sienten como un problema, como una limitación, pero no es por tratarse de Argamasilla de Alba, sino porque el tamaño del pueblo, su enclave, provoca que los personajes sientan que tienen que salir de ahí. También hay que tener en cuenta que sitúo la acción en los 90 y se habla de gente que quiere triunfar como artista, en gran parte abordo una situación y un momento concretos”. Y ese es el otro gran tema de Los años impares, indisolublemente unido al de tener aspiraciones y querer impedir que las circunstancias te fagociten/trituren, ese en apariencia éxito fácil, triunfo al alcance de cualquiera que luche por él: “Hay gente que siente que lo mejor, el futuro, está en otra parte, no donde vive. El personaje que ganó un concurso de televisión y ahora está de camarero introduce el tema del éxito y el talento, que sobrevuela a todos los personajes y en todas las épocas. Quería reflexionar si estamos entregando mucho a esa noción de éxito que se nos vende y nos vendemos, todo es más complejo de lo que parece: no siempre triunfa el mejor ni fracasa el peor, no siempre puedes dedicarte a lo que te gusta, no siempre se llega lejos en algo por mucho que te esfuerces”.

   Los años impares esconde bajo su apariencia de novela leve, divertida, dinámica (y como tal puede leerse sin que el disfrute se vea mermado) un ejercicio de introspección (llegando a profundidades abisales) que tiñe la narración de amargura, de aflicción, de sonrisas y lágrimas que se confunden/solapan, no siempre las primeras por alegría ni las segundas por dolor, es la ambivalencia de un texto riquísimo en imágenes y contenido que hace de la concisión su mejor baza, dejando por así decirlo muchos puntos suspensivos, muchas cosas al margen o entre líneas, una atmósfera que se expande en el lector más allá de las palabras escritas. Es una novela que rehúye con enorme habilidad las etiquetas porque es tan inclasificable y polisémica como lo es la vida la mayoría de las veces: “Yo he procurado ser fiel a la realidad que trato de crear, a la que me inspira, no me planteo ser optimista o pesimista”. Por eso María acepta encantada nuestras opiniones/lecturas, deja que elucubremos/desbarremos y para lo demás remite al texto, lo que está escrito es lo que es, cada cual es muy libre de ir lo más allá que quiera, aunque se reconoce en algunos aspectos: “El humor que se destila, lo que pueda tener de acidez, incluso de corrosivo, es mío: me gusta reírme de mí, no lo puedo evitar, me siento fuera de lugar, ridícula, pero lo disfruto mucho”. Es un buen modo de darse cuenta de aquellas cosas que no funcionan o provocan interferencias: imaginarse a uno mismo haciéndolas o siendo su sujeto, ponerse frente al espejo deformador del esperpento bien entendido (María Sirvent tiene mucho de Valle-Inclán y no necesita cargar la mano para demostrarlo), congelar las carcajadas despóticas del que se piensa mejor/superior sólo por el lugar de nacimiento, abatir la suficiencia con que se contempla/juzga a aquellos que, aunque creamos lo contrario, son tan prisioneros de las voraces circunstancias como lo somos nosotros, porque, como recuerda la escritora durante nuestra charla, “la maquinaria del éxito tal y como se entiende ahora necesita de mucha gente que fracase”. María Sirvent consigue el triunfo literario de interesar y entretener (y mucho), y, si el lector así lo quiere, de invitar al diálogo íntimo con la novela, de reflexionar (o, cuando menos, caer en la cuenta), aunque tan sólo sea en aquello que escribe Paca, la abuela que también habita en el ángulo oscuro del salón: “Lo de los días es tremendo, te despiertas y hay uno”.

miércoles, 20 de mayo de 2020

AL FILO DE UN REPROCHE







   Ando inmerso en uno de esos vasos comunicantes que se van formando espontáneamente entre las lecturas que uno hace/va haciendo/hizo, fragmentos, frases, personajes, localizaciones, ambientaciones, épocas, géneros o asuntos tratados que inevitablemente llevan a pensar en/evocar narraciones que entroncan directamente por una u otra cosa con la actual, también puede tratarse de sentimientos, reacciones, pensamientos, latidos que despiertan recuerdos, que provocan asociaciones de ideas notorias o muy particulares (confieso que tengo predilección por estas últimas: son las que nos hablan del alma lectora de cada uno). En este caso resulta fácil establecer paralelismos, puesto que la novela que estoy devorando (de la que aún no puedo decir el título porque sale a la venta la próxima semana, pero, gracias a mi Pepa Muñoz y a la editorial que la publica, los componentes habituales del grupo ya la tenemos para poder uno de nuestros encuentros, uno muy especial porque será con el que, a distancia, cada uno en su casa, de momento no queda otra, retomaremos nuestra actividad), al igual que lo hace la que hoy nos ocupa, coloca en primer plano, como tantas otras, un tema absolutamente recurrente en la creación artística, el que suele decirse que, junto a la muerte, engloba a todos los demás: el amor. Dejamos aparcada en lo que a este ángulo oscuro del salón se refiere esa historia que, como he insinuado, me está cautivando (y en la que los protagonistas disertan, filosofan, teorizan sobre el amor, también lo experimentan, viven, enfrentan y afrontan, lo llevan a la práctica, se dejan sorprender, se contradicen, intentan aprehender lo que es inaprensible por naturaleza al estar en permanente estado de transformación/mutación) para centrarnos (todo lo que servidor es capaz de hacerlo mientras tecleo compulsivamente y voy engarzando subordinadas, acotaciones, enumeraciones, desbordándome sin contención) en Fidelidad, la novela de Marco Missiroli que, con traducción de Montse Triviño, publicó Duomo en España a principios de año, un grandísimo éxito en Italia que se ha vendido a más de 25 países y que Netflix convertirá en serie en 2021.

   Aunque el DRAE las reconoce como palabras sinónimas, incluyendo a cada una en la definición de la otra, es muy habitual introducir un matiz nada desdeñable (todo lo contrario: muy significativo) cuando se trata de utilizarlas en el contexto de las relaciones sentimentales/amorosas; así, y reconozco que yo mismo lo he dicho en diferentes ocasiones, se suele colocar la lealtad por encima de la fidelidad, decir que es preferible la primera, que quebrantar la segunda puede perdonarse pero ser desleal, que alguien lo sea con nosotros o viceversa, supone una traición difícil de superar. Suele entenderse que ser fiel está más vinculado a lo meramente físico mientras que guardar lealtad implica un grado mayor de compromiso, un vínculo más fuerte, algo necesariamente profundo, es decir, la definición que el diccionario hace, precisamente, de la fidelidad, “lealtad, observancia de la fe que alguien hace a otra persona”, mientras que sobre el otro término dice que es el “cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien”. Son, en todo caso, conceptos difíciles de fijar, no sólo porque apelan a lo sensitivo, a lo íntimo, a lo peculiar, sino porque evolucionan/mutan (como en sí el lenguaje, el habla, el modo en que nos comunicamos más allá de lo que sancione la docta institución y quede fijado como lengua) o se basan en otros tan etéreos y/o ambiguos como la fe y el honor, conceptos que cada uno entiende a su modo, más aún en un terreno en el que no puede haber reglas, normas ni leyes, donde apenas sirven de algo los esquemas, los planteamientos, las fórmulas, incluso la experiencia previa, los errores cometidos, se aprende poco de lo que nos sucede (y sobre todo mal porque tendemos a elevar lo anecdótico a categoría, lo singular a general, a tratar lo emocional como algo mecánico y susceptible de codificación), nos empeñamos en tropezar en la misma piedra cuando, en realidad, cada una es única e irrepetible (o así debería serlo y de eso modo, me parece, evitaríamos muchos sinsabores y/o quebraderos de cabeza) en el pantanoso terreno del amor.

   Una de las mayores virtudes de Fidelidad es que el autor no pontifica, no impone un único criterio, es narrador omnisciente desde lo coral, narra en tercera persona dejando que sean los personajes los que se expresen en todo momento, profundiza en ellos, en sus pensamientos, en sus monólogos interiores, en sus equívocos, en sus miedos, en lo que piensan certezas, en sus pasiones, en sus pulsiones, en sus esquematismos, compartiéndolos con el lector (en todos los sentidos), desnudando sin ambages el modo en que tratamos al amor (y por ende al desamor, su necesario envés) como si lo humano no interviniese, en que recurrimos a frases hechas, arquetipos superados, sublimaciones trasnochadas para intentar justificarnos cuando dudamos, flaqueamos, fantaseamos, cuando buscamos el modelo a seguir antes de actuar (o mientras lo hacemos), cuando nos dejamos llevar por el torrente imparable de las emociones y, al mismo tiempo, pretendemos guardar la que pensamos es coherencia (y decencia) debida, juzgándonos y contemplándonos como lo hacen los demás o como pensamos que lo harán, tal y como haríamos/haremos/hemos hecho nosotros con ellos. La novela ofrece diferentes caras de la misma moneda, no sólo en lo meramente amoroso/sexual, sino en lo afectivo en el sentido más amplio de la palabra, aunque el asunto principal sea el de, cuando la novela arranca, la posibilidad de la infidelidad, acariciar su mera idea, intentar trazar una línea que no debe sobrepasarse y que se antoja esquiva porque ¿hasta dónde es permisible jugar, coquetear, llegar a rozarse, demostrar deseo, fantasear, llevar a cabo sin que se considere infidelidad, es decir, traición? Este interrogante (que, no nos engañemos, todos nos hemos planteado alguna vez) es el motor, el punto de partida y de llegada, el centro en torno al que pivotan los personajes, el lugar del que entran y salen, lo que sobrevuela en todo momento, Missiroli parece estar de acuerdo con Carlo, el que lo precipita todo al protagonizar «el malentendido» que da origen a la historia, cuando afirma “me interesa el cambio que alguien experimenta cuando se le presenta la posibilidad”, en ese difícil equilibrio entre las fantasías/deseos y los actos, cayendo hacia un lado o hacia otro de la frontera de “lo correcto” en las relaciones con el resto, coloca el autor a sus personajes y consigue que ninguno se despeñe por el precipicio de los lugares más comunes y/o trillados.

   Al utilizar esa técnica narrativa, al por así decirlo tomar distancia, ser como una cámara que registra lo que sucede, limitarse a ejercer de notario de sentimientos, Missiroli consigue otro gran acierto, ya que no juzga a sus personajes, son ellos los que lo hacen entre sí y consigo mismos, afila sus aristas, explora sus contradicciones, da rienda suelta a sus emociones, a sus sentimientos, a sus frágiles certezas, a aquello que se empeñan/empeñamos en tratar/expresar como si no fuese polisémico, maleable, inefable, es lo que, como decía Maribel Verdú en un momento magistral de La buena estrella cuando Antonio Resines le decía “eso es imposible” como pretendido argumento demoledor, “a mí me pasa” (ese sí que lo es, no se puede negar lo que está ahí). En ese sentido, sin compartir muchas de sus actitudes (y sabiendo más que ella al conocer cosas de los otros personajes a las que no pude tener acceso), un servidor empatiza bastante con Margherita, la esposa que sospecha, la tal vez engañada (quedémonos en ese aspecto en las primeras páginas), quien en un momento dado (con su propia fantasía/posibilidad al alcance de la mano) pregunta a su marido si es feliz y cuando él responde que cree que sí razona/se echa en cara/reprocha al otro: “Lo amaba precisamente por aquel creo, porque para ella también era creo. Mostrarse indecisos juntos, estar en una cama que navegaba hacia donde debía navegar -un matrimonio, un inmueble de gran valor para el futuro, profesiones dignas- y que se aventuraba por las aguas de los tiempos, cuántos cuerpos, ¿eh, Carlo? Cuántas alumnas y cuántos fisioterapeutas que hemos dejado escapar, cuántos libros soñados e interrumpidos, cuántos”. Fidelidad plantea muchas preguntas y, con suma habilidad, añadiendo otro mérito a los ya señalados, no pretende proporcionar respuestas, cada quien tendrá/aportará/seguirá intentando encontrar la suya, nada es absoluto en este mar proceloso e inabarcable, por más que nos creamos/mantengamos fieles a unos ideales (en el sentido más amplio) puede que sople un viento que, como diría mi admirado Torrente Ballester, nos lleve al infinito, es decir, a lo que pensábamos inexistente, a donde tal vez nadie ha llegado antes y por eso lo ignorábamos, quién puede predecir el siguiente latido de un corazón.

   Marco Missiroli pasa de un personaje a otro con enorme facilidad, enlazando un relato con el anterior a través de pequeños detalles, de una palabra, de un gesto, dando a cada uno su espacio pero sin perder de vista la coralidad, el carácter poliédrico de una novela que procura presentar la mayor variedad posible de maneras de plantearse/afrontar el asunto que aborda (y todos los que de él dimanan). Más allá de que a mi juicio dedica demasiado espacio a la historia personal de Andrea, el fisioterapeuta, que no encaja demasiado bien con el resto (y resulta un tanto incómoda y demasiado perturbadora al tratar de lo que trata, no desvelaremos su contenido -que, como digo, me ha tocado/llegado, pero creo que se prolonga en exceso y, sobre todo, que hubiera podido ser un relato independiente al margen de la novela-), Fidelidad sorprende y convence por su concisión, por sus diálogos expresivos y llenos de vida, por la honestidad de la propuesta y del modo de abordarla/plantearla/presentarla (honestidad es, por cierto, una palabra clave en la novela y creo -como los personajes- que no debería olvidarse a la hora de abordar estos asuntos en la vida real -aunque nadie me lo pida, me mojo y declaro que, si tengo que elegir, por encima de todo, prefiero tener cerca a alguien que sea honesto, pero esto es tan sólo una opinión personal, como todo lo demás-).

domingo, 17 de mayo de 2020

EN EL BORDE DE LA EXISTENCIA








   El otro día, cumpliendo un anhelo cinematográfico largamente acariciado (ver la estupenda El ciudadano ilustre que, entre otras cosas, así quiso interpretarla este letraherido, supone un plausible y merecido homenaje a la literatura en general y a la argentina -nacionalidad de la cinta- en particular), tropecé con algo que, de un modo u otro, he escuchado decir a un buen puñado de escritores, se ha planteado en mil tertulias, conferencias, simposios, foros, críticas, estudios, un interrogante al que regresar continuamente y que suele dar mucho juego mientras cada autor va suministrando sus propias respuestas en forma de obras y cada lector se apropia de las que le conviene o, directamente, genera las suyas, personales e intransferibles, durante o después de la lectura, eso es lo mejor de la aventura/vida con los libros, al menos para mí: nada es rotundo, todo es susceptible de otra vuelta de tuerca -guiño al maestro de la ambigüedad-, siempre queda tela por cortar, el relato continuará permanentemente vivo hasta quién sabe cuándo. Se trata del, por decirlo en pocas palabras, tema del conflicto, del dolor, de la tragedia, del desamor, es decir, de lo negativo, de la crisis, de lo que mueve a alguien a escribir; creo haber contado antes (y posiblemente más de una vez, no sólo por mi tendencia a repetirme sino porque supone hablar de algo que nunca podré olvidar, de lo que considero un hito profesional y personal) que, cuando el idolatrado (de ahí lo anterior) Mario Benedetti presentó en Madrid La borra del café (y tuve el privilegio de entrevistarle y compartir mesa y mantel), uno de sus títulos más autobiográficos tal y como reconoció, dio con elegante e inteligente ironía las gracias “a los milicos” porque, al obligarle al exilio, hicieron su vida “más entretenida” (puede que dijera “divertida”, ahora dudo) y le proporcionaron material para la escritura, no es que hubiese dejado de hacerlo sin su intervención (dicha la palabra con el matiz eufemístico – y en mi caso mordaz- con que tipos como aquellos la emplean), pero a buen seguro su obra hubiera sido otra bien distinta. En otra ocasión similar, Mario Vargas Llosa compartió con los asistentes a un desayuno de prensa una reflexión sobre la poesía amorosa, afirmando que sin el desamor, sin los obstáculos para expresarlo, sin las contrariedades, sin los sentimientos no correspondidos, aquella no existiría porque todo sería un remanso, incluso un aburrimiento, unos versos, al modo en que lo decía Tolstói, se parecerían al resto, no habría más que decir, se perdería la tensión (necesaria -esto es cosecha propia- aunque sólo sea como posibilidad, como pasado, como reverso), por eso mismo él escogía para ubicar sus novelas, para escribir sobre ellos, periodos conflictivos de la Historia, dictaduras, guerras, necesitaba que sus personajes tuvieran que enfrentarse a dificultades del tipo que fuesen. Y aquí es donde un servidor hace la conexión con algo que también he escuchado/debatido en muchas ocasiones, estudié en las aulas (o sea, viene de lejos), aquello que mencionó Javier Cercas en la puesta de largo de su Premio Planeta hace unos meses, el viejo adagio que sostiene que toda novela es autobiográfica.

   En teoría, dicho así, esto supondría menospreciar/echar por tierra, invalidar/desterrar la imaginación, incluso si me apuran el arte literario (seguiría siendo imprescindible el talento para saber contar, para transmitir, para encontrar las palabras que conformen una voz, pero si se quiere todo eso puede reducirse a mera técnica, a trabajo continuado, a la posesión de determinados conocimientos), ya que, dicho esquemáticamente, tan sólo se trataría de trasladar al papel -a la pantalla de algún dispositivo- aquello que nos ha pasado, hemos visto suceder o incluso alguien nos contó primero; como ya he señalado un poco más arriba, como tantas veces he repetido, por más que ciertos parámetros sean imprescindibles, por más que necesitemos algo a lo que aferrarnos para el análisis/estudio, un nombre con el que referirnos y que los demás reconozcan y asocien a algo/alguien, tendemos a utilizar las etiquetas, los géneros, los movimientos artísticos, las escuelas (en el sentido más amplio del término) con una rigidez extrema, al pie de la letra, reduciéndolos a un esquema que en ocasiones roza el estereotipo o la idealización (cuando no cae en uno u otra y hasta en ambos). Al menos, uno siempre ha creído lo que afirmó Cercas en el sentido de que, inevitablemente, aunque sea de un modo tangencial, sin incidir sobre ello, manteniéndose fuera de foco, muy disfrazado/camuflado/oculto, sin que sea lo primordial, sin que importe, sin que sea perceptible más que para unos pocos (o ni eso), transformado en algo totalmente diferente, pasado por el tamiz de la ficción (y vuelto a pasar varias veces hasta no parecerse en nada), como lejana inspiración, todos los autores ponen algo de sí mismos en lo que escriben, por eso nos cautivan/interesan, por eso nos implican, por eso nos vinculamos a lo que cuentan, es ese factor humano que, como dijo alguien a quien lamento no recordar, podría titular todas las novelas de Graham Greene (y de tantos otros), eso que el autor no tiene que ni por qué haber vivido en primera persona para que posea alma, intangibles que identificamos, que nos resultan familiares, eso que tantas veces denominamos “universales”. Repito que esto no supone quitar valor a la capacidad de fabulación del escritor, al resto de habilidades que posea/desarrolle, a los mundos o microcosmos creados, resulten cercanos o lejanos (en el tiempo y/o en el espacio), parezcan/sean reales o ficticios, esos compartimentos que no son tan estancos como a veces se pretende, es de nuevo la magia de la literatura dando rienda suelta a sus múltiples posibilidades.

    Como tantas veces, solté uno de mis discursitos, reflexiones muy personales que brotan durante la experiencia lectora, para acabar llegando al libro que, en parte, me inspiró lo anterior porque supone un ejemplo sublime de cómo transformar lo testimonial en novela apasionante (o en algo que se lee como tal), dejando en pañales a tanto exhibicionismo sin fuste como ahora abunda, aquello que, por más que se le busque un nombre para conferirle cierta categoría, no deja de ser mirarse el ombligo, creerse el centro del universo (o alguien interesante), al margen de no constituir ninguna novedad (hay de todo, por supuesto: fórmula manida, copia descarada, truculencia impostada o, como en el caso que nos ocupa, un inmenso talento literario). De hecho, Edna O´Brien es una auténtica maestra en escribir sobre lo que ha vivido sin hacerse la protagonista, en retratar lo local, lo particular, lo íntimo y, con apabullante sencillez, sin fanfarrias ni engolamiento, afectar (en todos los sentidos) a quien lee, envolverle, incluirle, hacerle partícipe, transformarle en personaje para que habite sus páginas; por más que no esconda el carácter autobiográfico de  sus novelas, pone el peso sobre el “nosotros”, sobre unas gentes, una comunidad, un lugar, una época, narrando una triste y cruel realidad, metiendo el dedo en la llaga, dando prioridad a la denuncia que pretende hacer, alzando la voz por otras, dejando claro que, por desgracia, lo suyo no es excepcional en el sentido de que es por lo que han pasado/pasan otras muchas, demasiadas. Trabajadora infatigable, siempre combativa, solidaria con el sufrir de las demás (sí, hay que utilizar el femenino porque ella lo defiende, lo reivindica, procura que se le dé el lugar que merece, sus libros destilan y respiran la esencia del auténtico feminismo, ese que tantos desconocen/coartan/reprimen, ese que muchas tergiversan y deforman), la que ha plasmado con valentía y sin paños calientes la vida de Las chicas de campo (primer volumen de la fabulosa trilogía completada con La chica de ojos verdes y Chicas felizmente casadas), la que se reconoció con orgullo como Chica de campo (título de sus memorias), a sus casi 90 años (los cumplirá en diciembre) ha viajado hasta Nigeria (vive en Londres) para conocer de primera mano el calvario, la tragedia, las torturas a las que son sometidas las víctimas de Boko Haram y exponerlas/reflejarlas en un libro que sacude por su economía de recursos, por su concisión, por su prodigiosa parquedad, por dejar desnudas las emociones, las heridas, las injusticias, las violaciones, la violencia, por su a veces estilo telegráfico, por lo que insinúa, por lo que sabemos, por lo que olvidamos, por lo que deja de ser noticia, por lo que no se cuenta. Tal vez por todo ello, porque en el fondo no hace falta más, cerrando el círculo, ha prescindido de cualquier adjetivo, complemento o sintagma preposicional y lo ha titulado La chica, publicado en España por Lumen el pasado septiembre con traducción de Ana Mata Buil.

   En El ciudadano ilustre (dentro de mi caos no olvido los porqués, hay un esquema más o menos trazado, las piezas están dispersas y dispersadas sin olvidar el todo, procurando la coherencia, pretendiendo una concordancia) lo que se plantea es si es posible una literatura en un país que no haya sufrido lo amargo, lo terrible, lo dramático, lo trágico, algo que podría concretarse y personalizarse, algo que también se ha discutido en muchas ocasiones y que creo la propia literatura responde a diario porque, por más que sigamos manteniendo lo de ese punto autobiográfico que siempre late/asoma/se hace patente, ni Cervantes ni Lope ni Shakespeare ni Virginia Woolf ni las Brontë, no digamos la tía Agatha, vivieron en primera persona todo lo que plasmaron en el papel, indudablemente ha habido quienes partieron de sus vidas o las camuflaron muy poco (especialmente las hermanas ciñéndonos a la breve lista anterior), quienes cedieron sus tormentos interiores y/o exteriores a sus personajes, quienes (la inmensa mayoría) han fabulado o han sido lo más realistas que han sabido/podido/querido partiendo de la observación, del estudio, de la disección, del conocimiento de las emociones humanas, aquellas gracias a las cuales Miss Marple resolvía los misterios (y por ello resultaba más simpática que Poirot y, sobre todo, que Sherlock Holmes, excesivamente mecánico y cerebral, por momentos artificial y artificioso), si sólo se escribiese sobre lo que uno ha experimentado en sus carnes, corazón y alma, nos habríamos perdido un porcentaje muy elevado de la literatura universal, de los libros que amamos, de los autores que admiramos. Por eso Edna O´Brien es capaz de construir una novela en primera persona dejando hablar a su protagonista, mimetizándose con ella, narrando con sabiduría de maestra, diluyéndose, sin que se note su intervención en lo aparente, depurando su estilo de un modo sublime (y envidiable: con lo barroco y discursivo que soy), siendo sólo conscientes al cerrar el libro, cuando la lectura se reposa y va digiriendo, cuando pensamos en lo leído y lo vamos acomodando en nuestro imaginario, percatándonos entonces del cuidadoso trabajo llevado a cabo, de la habilidad de la escritora irlandesa para exponer lo justo (porque no necesita más: el resto queda flotando y se va aposentando en el ánimo del lector), para permitirse muy pocas licencias, para contener y contenerse, para evitar tentaciones que desvirtúen u opaquen la limpieza ética y estética de su propuesta, para mezclar con sabiduría lo directo del reportaje periodístico con la emoción que solemos demandar de aquello a lo que llamamos novela. En ese sentido, es asombroso y hasta audaz la manera en que pasa, con pasmosas fluidez y naturalidad, del pretérito al presente, de una frase a la siguiente, añadiendo así inquietud, sombras, peligro, no sabemos en qué momento está recopilando sus recuerdos Maryam, la chica del título, hablar en pasado no supone que esté a salvo, el aquí y ahora es como una bofetada porque lo que se nos cuenta no sucedió sino que está sucediendo, sucede ante nuestros ojos, no hay respiro ni alivio, la constante amenaza que pende sobre ella no descansa, la tranquilidad es muy frágil, efímera por no decir inexistente, hay una resignación terrible pero, tal vez, imprescindible para, en la medida de lo posible, sobrevivir: “Estábamos en el borde de la existencia y lo sabíamos”.

   Maryam es, como tantas, una víctima siempre y en todo momento, por desgracia es algo a lo que nos enfrentamos casi a diario, en lugar de ser acogida, apoyada, defendida por quienes se supone son los suyos, es estigmatizada por lo sufrido, por su cautiverio, por haber sido violada, por engendrar el fruto del enemigo, como si tuviera opción de negarse, como si hubiese podido impedirlo, como si inmolarse fuese la única solución, los mártires o que así pueden ser considerados son venerados, las víctimas que sobreviven se convierten en sospechosas, en personas non gratas, en mujeres doblemente mancilladas y repudiadas. Todo ello ennegrece su corazón, por eso, aunque rebusca en lo más profundo su instinto maternal, no puede querer a su hija: “Lloro desde lo más profundo de las entrañas. Lloro desde el rincón en el que debería estar la raíz de mi amor por ella. Babby nunca me había visto llorar con tanta libertad. Baja el dedo y hunde la cabeza en mi pecho, el latido de mi corazón es el único santuario que tiene”. Babby nos golpea, nos hiere, nos aflige, víctima inocente en todas las acepciones de la palabra, demasiados niños en el mundo condenados desde la cuna (o el jergón o el suelo), esos niños con los ojos demasiado tristes de Primera memoria de la gran Ana María Matute, bebés como Babby cuyos suspiros son “tan lastimeros, tan tristes, como [los de] una anciana quejumbrosa”. Con qué tiento y prudencia, con qué talento escoge las palabras Edna O´Brien, empleando las justas, sin entretenerse, sin recrearse, yendo a la médula, barrenando al lector sin alterar el tono, con pleno conocimiento de su oficio, con templanza propia de una gigante de las letras, alguien que sólo necesita decir que Nigeria es “un país de belleza que se ha convertido en un lugar de congoja donde hay “niebla por todas partes, en el cielo, en el ambiente y en nuestro entumecido ser” y se come un bizcocho “de tres colores: amarillo, marrón y verde. Pan de funeral”. Por ello, y por otras muchas cosas más, no puede extrañarnos (pero debería conmovernos y algo más, no basta con sentirlo: actuemos, no justifiquemos nuestra inactividad con aquello de que no sirve para nada, uno es mejor que ninguno), no nos parece insólito, decía, que en un momento dado la protagonista piense (y nos llega como un grito): “¿Conoceré alguna vez el idioma del amor? ¿Volveré a saber alguna vez lo que es un hogar?”.

domingo, 3 de mayo de 2020

FRONTERAS DIFUSAS (PERO NO CONFUSAS)







   Hay algo que ni quiero ni debo ocultar (al contrario, estoy muy orgulloso y feliz de poder decirlo) a la hora de encarar el escrito de hoy: Magda Kinsley es mi amiga. La conocí a través de mi/nuestra Pepa Muñoz, en principio era una escritora más con la que mantener un encuentro (un tanto especial porque fue antes de poder leer su novela), alguien con establecer contacto para, así, ir fraguando y cimentando una de nuestras citas literarias. Ella llegó, como muy pronto descubrí que es seña de identidad, con un cargamento de sonrisas, de buenas vibraciones, de humildad, de cariño para repartir, una persona que destila magia, una auténtica hada como nunca me había topado en el llamado mundo real, lo que menos le importaba era hablar sobre su libro (que nos regaló a todos, “pero sólo leedlo si os apetece, no hay obligación”), quería participar del entusiasmo por la literatura; por ello, se incorporó muy pronto al grupo habitual de lectura, en seguida fue una compañera sagaz que lee entre líneas, que escudriña (y ama) las palabras, que pregunta con criterio y sentido porque sabe lo que supone sacar adelante una novela. Y el caso es que, entre unas cosas y otras, ya conocen mi caos habitual, mi interminable y siempre creciente lista de lecturas pendientes, entre esto y aquello, puesto que Magda ya era parte del grupo y lo del prometido encuentro quedó un tanto en tierra de nadie (nos seguía apeteciendo, por supuesto, pero al haber confianza -cada vez más- se iba retrasando sin fecha concreta porque había otros frentes que atender), El enigma de las brujas fue quedando relegado (aunque, lo prometo, todo este tiempo -un año y cuatro meses más o menos- ha estado al alcance a mano, a punto, muy bien colocado), nunca era el elegido cuando me acercaba a los volúmenes que coloco en lo que llamo “parrilla de salida” con la intención de leer en no demasiado tiempo. La gran mayoría de mis/nuestros compañeros fueron cumpliendo encantados la promesa hecha, se sumergieron en las páginas de la novela, escribiendo/diciendo cosas preciosas y muy atractivas, el caso es que yo me iba quedando atrás (de verdad, no por falta de ganas) y la cosa se iba complicando porque, como dije al principio, los vínculos de amistad se hicieron cada vez más fuertes y, quiérase o no, eso interfiere/afecta a la hora de valorar lo que alguien hace. Sin embargo, son muchos los años en que he ejercido mi profesión teniendo que hablar sobre espectáculos, películas, obras literarias, trabajos de gente a la que puedo considerar amiga sin ambages y, creo, al menos lo he procurado, la pasión jamás me ha cegado el entendimiento (¡Hasta entrevisté a Pablo cuando se estrenó La voz hermana y conseguí mantener la distancia necesaria a la hora de adjetivar y aplaudir!); lo que sí he hecho (y hago) es silenciar públicamente aquello en lo que me parece que un amigo se equivoca (con los que me piden total sinceridad y no les vale con mi silencio, sabiendo lo que significa, hablo en privado), es como si esa función, ese libro, incluso esa publicación en redes no existiera, pero, ¿por qué callar/ser tibio/no expresar admiración por los logros de alguien a quien encima conoces y quieres? Es decir, me lancé a la aventura de leer con muchísimo cariño (y anhelo), también con cierto miedo/cierta prudencia, no me sentía obligado a que me gustase (aunque lo anhelaba, por supuesto), tampoco quería que acallar/refrenar la faceta como amigo de Magda me hiciese ser injusto en el elogio o la reprobación (si encontraba motivo para ella), ni pasarme ni quedarme corto, todo fue sencillo cuando di rienda suelta al lector y me olvidé de todo lo demás.

   El enigma de las brujas (todo un éxito de ventas en formato electrónico) fue publicado por Círculo Rojo en agosto de 2017 y la editorial le concedió el premio a la mejor novela de suspense publicada por el sello ese año; lo cierto es que bebe de varios géneros, yo no la catalogaría/enmarcaría en ese en concreto, pero sin duda tiene la dosis perfecta de emoción como para cautivar a los amantes del género, de todos modos eso en sí es lo de menos porque el vendaval emocional que se desata desde las primeras páginas atrapa, involucra, inquieta, avisa de que, en muchos sentidos, estamos ante una obra mágica y distinta. Respetando/recogiendo la larga tradición de leyendas (o no tanto) que jalonan la historia e idiosincrasia de su tierra (nació en Santiago de Compostela), el modo en que allí se mezclan/confunden/funden en uno lo mítico con lo real, Magda escribe una novela fantástica (empleado el adjetivo ahora en el sentido de quimérico e imaginativo, aunque tratándose de Galicia no está tan claro que así sea -yo al menos, que ya lo era antes, imaginen desde que comparto la vida con Pablo, soy de los de “haberlas, haylas”-) que jamás pierde de vista la verosimilitud, lo factible, lo que podría suceder (¿estar sucediendo?) si creemos en otros mundos que están en/conviven con este. Pero si autores de la talla de Emilia Pardo Bazán o Wenceslao Fernández Flórez, aun acercándolos y diluyendo fronteras, marcaban la diferenciación entre uno y otro, Magda logra una mixtura perfecta (excepto cuando conviene al relato), una coexistencia completa entre lo que lo que para muchos es irreal (o al menos como tal lo tratan) y lo cotidiano, sin por ello hurtar datos o confundir al lector que, además, puede escoger desde qué perspectiva leer y afrontar la narración. En mi caso, me fue muy sencillo combinar ambas posibilidades pero no sólo por lo que ya he contado sino por la sencillez y cercanía con que Magda habla e introduce en la acción personajes como Blancaflor, María de Soliña, Pepa a Loba, A Dama do Castro y la Reina Lupa, dándoles similares presencia y profundidad, el mismo tratamiento que da a aquellos que tildaríamos de “reales”, por más que los elementos mágicos sean los que más definen a muchos de ellos, poderes reflejados y explicados como habilidades, como conocimientos ancestrales que se heredan de generación en generación, es impactante la naturalización que se hace de todo lo que podría chirriar o ser rechazado por quien se aleja de todo aquello que se engloba bajo la etiqueta “fantasía”.

   Sin embargo, lo más relevante (y lo que le confiere un carácter propio que la distingue de otras obras similares) es que Magda, por encima de todo, nos cuenta una saga familiar (con algunos parientes insólitos -especialmente en el modo en que los presenta y utiliza, en los que, digámoslo así, los humaniza-), aborda asuntos tan dolorosamente cercanos como los malos tratos, la violencia contra las mujeres, describe a la perfección la psicología de víctimas con las que resulta inevitable empatizar, crea una plétora de personajes femeninos (también alguno masculino) muy potentes, descritos en cuerpo y alma(o, si me permiten la frivolidad de parafrasear lo que cantó Rocío Jurado, nos cuenta lo que se ve de frente y también el otro lado), de arriba abajo, dando importancia a los sentimientos, poniendo el acento y el foco en lo que sienten los corazones, personalidades complejas que se abordan desde distintos ángulos que se hacen converger en un tono común, fundiendo a la perfección esos dos mundos que tantas veces separamos pero que aquí son el mismo (con sus particularidades y diferencias, por supuesto). Y así es cómo nos hace evocar páginas del gran Torrente Ballester (otro que supo manejarse con enorme soltura tanto en el realismo como en lo fantástico, aunque se decantase por uno u otro según el caso y apenas los combinase), descripciones pormenorizadas de usos y costumbres de las diferentes épocas en las que se desarrolla la trama (de 1940 a 2000), demostrando un gusto por el detalle que puedo comprender haya quien encuentre excesivo, pero uno (que siempre ha tendido al costumbrismo) disfruta de lo lindo con esas descripciones prolijas que aportan atmósfera e incluso imprime carácter, aprecia la morosidad que en ocasiones detiene el frenético devenir de los acontecimientos para tomar nuevo impulso y dar un nuevo giro. Por otro lado, nos ayuda a comprender y conocer mejor a los personajes, no se abandona a lo fabuloso porque nunca pierde de vista lo personal, lo íntimo, lo tangible, consiguiendo páginas repletas de aromas, de sabores, de colores (y, al mismo tiempo, de ensoñaciones, las provocadas por todo lo anterior en el lector).

   El enigma de las brujas es una ópera prima meditada, mimada, madurada que despliega con habilidad un saber narrativo que ha de depararnos muchas alegrías en un futuro no muy lejano. Es admirable el modo en que, abordando sin titubeos ni elipsis asuntos muy complejos y terribles, hablando sin tapujos del mal más absoluto que podamos imaginar (y no me refiero sólo a quien, por otro lado, fue ángel primero, sino a aquel con el que convivimos a diario), toda la novela desprende humanidad y bondad, genera sentimientos positivos, sin trivializaciones ni recurrir a esa prosa placebo de la que tantas veces hago mofa demuestra que el amor (sin apellidos, sin matices, en toda su extensión, como fuerza y motor) siempre nos ayuda a triunfar, hasta cuando se acaba, cuando nos engaña, cuando lo sentimos pisoteado, cuando nos decepciona: en realidad, como sentimiento, no tiene final, por más que las personas pasen, lo rechacen, lo olviden, lo finjan, merece la pena seguir el ritmo que marcan los latidos de nuestro corazón (más conectados con la mente de lo que solemos reconocer). Recuerdo que, cuando estaba embarcado en la aventura lectora, le dije a Pepa que, por encima de todo, me parecía una novela muy bonita, sin tapujos, sin tono peyorativo, sin ironías, sin comillas, una novela que, aunque me inquietase, me conmoviese, me doliese, incluso me asustase en algún momento, cuando la cerraba hasta el día siguiente me dibujaba una sonrisa (y no sólo en la cara). Si Magda Kinsey no fuese mi amiga hubiese dicho lo mismo sobre su fantástico (ahora sí en el sentido más encomiástico posible) debut, ¿por qué me lo iba a guardar por el hecho de quererla y disfrutarla en mi vida?

viernes, 1 de mayo de 2020

UN DELICADO EQUILIBRIO







   Ya saben los leales (a los que nunca me cansaré de agradecer su confianza, su paciencia, sus visitas, sus interacciones a través de las redes sociales, su apoyo, su interés, el tiempo que emplean en ocuparse de mis desvaríos) que en este ángulo oscuro del salón se van desgranando un a modo de memorias de lector, que, aunque exista un inevitable e incluso deseado talante periodístico (que a veces reaparece tal cual a través de entrevistas, preguntas aquí y allá, la experiencia del oficio que asoma por un lado u otro), son textos que me nacen tal cual, que pongo negro sobre blanco en diálogo privado e íntimo con la obra leída, textos que comparto encantado con todos aquellos que quieran sumarse (si no, no aparecerían en este rincón) pero que la mayoría de las veces no escribo (lamento discrepar del maestro García Márquez) para que me quieran/lean, son tan sólo desahogos (en el mejor sentido de la palabra) de un letraherido, de alguien que desde muy pequeño ha considerado los libros su refugio, su patria, su alimento, su razón de ser. Aunque es inevitable que, por deformación profesional, a veces se imponga una cierta ortodoxia, aunque el análisis crítico y los conocimientos adquiridos en las aulas (o simplemente leyendo) se cuelen en tantas ocasiones, se les permita aparecer, se propicien porque ese es otro modo de vivir la literatura, uno suele lanzarse sin red (más allá del, si lo hay, conocimiento previo del autor -a veces ni leo las solapas/contraportadas, queriendo llegar lo más puro/inocente posible a las páginas-) y dejarse llevar por la atmósfera creada, por los asuntos tratados, por los personajes, ir estableciendo vasos comunicantes con experiencias propias, recuerdos, canciones, películas, otros títulos, con lo que sea que la lectura me evoque/provoque, luego ya intentaré ordenar ese caos emocional/sentimental (malamente, confieso y constato, pero siempre he sido de frases subordinadas, acotaciones, paréntesis y con el tiempo he ido a más en lo de los párrafos interminables sin puntos -y a estas alturas no creo que pueda cambiarlo, me siento tan cómodo en esas/estas fluctuaciones-), exponer/explicarme (o intentarlo al menos) de dónde viene esa asociación de ideas, por qué y cómo llegué hasta allí, así es como en ocasiones llego hasta lo que, en mi experiencia/memoria lectora, va a quedar como la médula de la novela leída, por más que para el resto pueda ser algo anecdótico, intrascendente y hasta inapreciable (es lo maravilloso de una obra artística: cada cual la percibe/recibe/interioriza, cada uno la vive a su manera, cada quien la reformula como mejor le parece).

   Según avanzaba en la adictiva lectura de Rómpete, corazón de Cristina López Barrio que Planeta publicó el pasado noviembre, me iban asaltando flashes de películas de Hitchcock, a veces secuencias concretas, en otras pequeños (o relevantes) detalles, en general un modo de dosificar y manejar el suspense que solemos identificar transformando el apellido del británico en adjetivo; porque si bien es cierto que se plantea un enigma desde las primeras páginas, que los interrogantes se van multiplicando más adelante, que la clásica pregunta “¿quién lo hizo?” flota casi en cada frase y los propios personajes se la formulan, que de la respuesta dependerá el devenir de la historia, el destino de sus protagonistas, que en muchos aspectos nos encontramos con una historia de misterio a la vieja usanza, la autora se reta y nos reta porque desvela gran parte de la intriga (o suministra la suficiente información como para que el puzle pueda quedar casi armado) antes de la resolución de la misma, pero consigue que la tensión no decaiga, que no podamos dejar de leer, que queden otros cabos por atar. En el encuentro que mantuvimos en enero en Casa del Libro de Gran Vía (¡Ay, aquella feliz rutina! ¿Cuándo podremos recuperarla?), una vez más gracias a los buenos oficios y entusiasmo lector de mi Pepa Muñoz, tuve la grata sorpresa (en el sentido de conexión entre escritora y lector) de que fue la propia Cristina quien, antes de que yo tuviese ocasión de sacar a la palestra a don Alfredo, citó al maestro del suspense: “No se trata tanto una novela en que lo importante no debe saberse hasta el final como de una en que, aunque el lector pueda sospechar y hasta adivinar quién es el culpable cuando lleva leída la mitad, el interés se mantiene más allá de la resolución. A Hitchcock no le importaba quién era el asesino, sino despertar el interés del público por cómo lo había hecho, por qué, es un reto apasionante para un escritor”. Si bien esto no es La soga o Extraños en un tren (¡La Highsmith, otra que tal e incluso más, la revolucionaria del género!), la compleja pero muy estudiada y sólida estructura de la novela permite que, aunque intuyamos/tengamos la certeza/sepamos quién es el culpable (hablando en términos elementales) en un momento dado, no todo esté resuelto hasta el final, hay (nunca mejor dicho, pero dejo que descubran por qué cuando lean la novela) mucha tela que cortar, Rómpete, corazón es una intriga en el sentido más puro, pero es, además (o sobre todo), un estudio (magníficamente novelado, no se me asusten) de personalidades, de pasiones, de almas, de ahí que nos importe/interese tanto lo que les sucede y por qué, no sólo en lo relacionado con las acciones en sí, con los hechos, si no (fundamentalmente) en cómo les afectan.

   Al margen de las cinematográficas, la primera referencia literaria que me asaltó fue Wilkie Collins, en concreto La piedra lunar (considerada por muchos expertos, lo menciona la propia Cristina cuando cito este título, la primera novela policiaca), por su multiplicación de narradores, por su polifonía, puesto que Rómpete, corazón está contada por seis personajes; la autora menciona que tuvo en la cabeza Drácula casi desde que empezó a escribir, “es un mosaico: mezcla cartas, anotaciones de diarios, narración convencional”, y nos cuenta cómo encontró el mejor modo de contar la historia que quería: “Lo primero que pensé fue utilizar un narrador omnisciente en tercera persona, una posibilidad muy cómoda, pero me gustaba la opción de trabajar con la focalización interna e irlo introduciendo dentro de los demás personajes, reflejando su psique, así podía manejar diferentes puntos de vista, manteniendo la facilidad que te da la figura del narrador omnisciente para ir pasando de un personaje a otro. También pensé en hacer similar a “Conversación en La Catedral”, que los personajes empezasen a hablar interrumpiendo al narrador, sin necesidad de guiones ni nada. Empecé a escribir en tercera persona a ver cómo resultaba, porque necesito encontrar en cada caso la voz que precisa la novela, la que le cuadra, hasta que no aparece no consigo arrancar del todo. Al mismo tiempo, comencé la lectura de “Mientras agonizo”, Faulkner fue la mayor influencia de García Márquez, por eso me lancé a ello y me gustó muchísimo la polifonía que utiliza. Entonces, de una manera muy orgánica, cada personaje empezó a pedirme hablar y contar su historia”. Y así fue surgiendo una estructura complejísima pero brillantemente armada para que, más allá de los vericuetos lógicos para que el misterio (o misterios) resulte inextricable, el lector no se sienta perdido (poniendo un poco de su parte, desde luego, que es de lo que se trata), una estructura que a mi juicio da tres vueltas de campana y todas resueltas con brillantez, puesto que, como se ha indicado, la narración se la reparten seis personajes pero, además, no la hacen cronológica, ni siquiera cada uno de ellos, los saltos en el tiempo son constantes, pero es impresionante el virtuosismo con que Cristina coloca y descoloca piezas para que la emoción nunca decaiga y, si creemos haber resuelto un interrogante, se abra otro inmediatamente: “Contarla desordenada me pareció el modo adecuado para dar énfasis a la tragedia, porque me parece que eso es lo que es por encima de otras cosas. Tiene una estructura muy caótica, reflejo de los personajes: todos caen en una catarsis absoluta, tienen algo del pasado que deben superar y afrontarlo en el presente para poder caminar hacia el futuro. El ritmo lo marcan los pensamientos de los personajes, ese constante ir y venir, hay muchas elipsis, el lector debe trazar sus propios puentes entre un acontecimiento y otro, requiere que se implique y entre en el juego que la novela propone”. Cristina tuvo a bien compartir con nosotros parte de su método de trabajo al mostrarnos (y desplegar) un esquema doblado como si fuese un tríptico con mil anotaciones, posits, casi como si fuese trazando un mapa, además grababa audios en el móvil, ponía y quitaba elementos hasta dar con los correctos e idóneos: “Me sentí cómoda y me volví loca al mismo tiempo: escribía desordenado, aunque lo tuviese lineal en la cabeza y a veces luego cambiaba el orden, no mucho debo decir porque tenía bastante claro el desorden que quería provocar, qué contar en cada momento para crear suspense”.

   Al igual que, por seguir con Hitchcock, en Recuerda, en Marnie, la ladrona, en Vértigo, tanto o más importante que la intriga destaca la tortuosa y torturada psicología de los protagonistas, es esta la que la alimenta, en esta novela el auténtico foco se pone sobre las pasiones, sobre ese corazón que debe romperse para refrenar la lengua (como escribió Shakespeare en Hamlet, otra de las obras que sobrevuela estas páginas tal y como queda claro en el propio título): “Para mí, lo fundamental no era escribir una novela de misterio convencional en la que sólo se trata de averiguar quién lo hizo: había temas muy importantes que quería tratar y para ello me documenté con una psicóloga para poder entender lo mejor posible personalidades muy tortuosas y oscuras. En ese sentido, crear a Blanca fue muy difícil: la pérdida de su autoestima, su culpabilización extrema, alguien a quien le han distorsionado la realidad”. También en ese apartado consigue Cristina López Barrio resultados apabullantes porque rehúye estereotipos y supera arquetipos: Blanca es una víctima pero posee carácter, enjundia, matices, por eso nos involucramos tanto con lo que le sucede; del mismo modo, sin desvelar nada, los personajes negativos están admirablemente construidos para que nos interesen, para que nos despierten curiosidad, para que no los liquidemos de un plumazo por enfermizos o terribles, para que resulten dolorosamente reales (e incluso reconocibles para quien haya tenido la desgracia de tropezarse con alguien similar), todo ello sin perder de vista que la novela se pone desde sus primeras líneas bajo los auspicios de los cuentos de hadas, de los auténticos no de los dulcificados, de los terribles y descarnados, lo que le permite crear un personaje tan mágico y sorprendente como Estela e integrarlo en la trama con gran naturalidad, mientras que, respetando el tono de ese tipo de narraciones, supera el habitual esquematismo/maniqueísmo a que se reducen cuando se dirigen a los niños. Así, el lobo no deja de ser feroz, pero se profundiza en su maldad, se buscan sus orígenes, es uno de los motores de la novela: el estudio de la pasión, de las pasiones si quiere/comprende mejor, esa palabra polisémica que tanto puede suponer la dicha porque la gozamos y damos rienda suelta como el dolor porque nos arrastra, nos perturba, nos supera, nos enloquece, ya lo dice Blanca en un momento dado: “Qué limitado es el ser humano para la pasión, por qué nos habrán puesto al alcance este anhelo si no poseemos las herramientas para verlo satisfecho”. Ese permanente torbellino entre lo que queremos satisfacer y lo que debemos controlar/acallar (por no decir extirpar de raíz) es el que Cristina expresa en sus personajes con riqueza de matices pero manteniendo un portentoso equilibrio para que nada se disparate ni desmande cuando no debe o más de lo necesario y la novela no deje de pisar tierra firme en ningún momento, motivo por el que nos sacude del modo en que lo hace, una borrasca de sentimientos encontrados/enmarañados/viciados de origen que plantea una intriga inquietante, no sólo por poner nombre a la persona culpable, sino por conocer los motivos que alega, la razón que cree le asiste, justifica y exonera. Todo un descenso a los peores infiernos, los que llevamos dentro, que Cristina López Barrio conduce con enorme prudencia narrativa hasta que los precarios muros con los que se procura contenerlas no sirven como defensa ante unas pasiones completamente desatadas. ¡Reto superado, novela de impacto!