El otro día, cumpliendo un anhelo cinematográfico largamente acariciado (ver
la estupenda El ciudadano ilustre que, entre otras cosas, así quiso
interpretarla este letraherido, supone un plausible y merecido homenaje a la
literatura en general y a la argentina -nacionalidad de la cinta- en particular),
tropecé con algo que, de un modo u otro, he escuchado decir a un buen puñado de
escritores, se ha planteado en mil tertulias, conferencias, simposios, foros,
críticas, estudios, un interrogante al que regresar continuamente y que suele
dar mucho juego mientras cada autor va suministrando sus propias respuestas en
forma de obras y cada lector se apropia de las que le conviene o, directamente,
genera las suyas, personales e intransferibles, durante o después de la lectura,
eso es lo mejor de la aventura/vida con los libros, al menos para mí: nada es
rotundo, todo es susceptible de otra vuelta de tuerca -guiño al maestro de la
ambigüedad-, siempre queda tela por cortar, el relato continuará
permanentemente vivo hasta quién sabe cuándo. Se trata del, por decirlo en
pocas palabras, tema del conflicto, del dolor, de la tragedia, del desamor, es
decir, de lo negativo, de la crisis, de lo que mueve a alguien a escribir; creo
haber contado antes (y posiblemente más de una vez, no sólo por mi tendencia a
repetirme sino porque supone hablar de algo que nunca podré olvidar, de lo que
considero un hito profesional y personal) que, cuando el idolatrado (de ahí lo
anterior) Mario Benedetti presentó en Madrid La borra del café (y tuve
el privilegio de entrevistarle y compartir mesa y mantel), uno de sus títulos
más autobiográficos tal y como reconoció, dio con elegante e inteligente ironía
las gracias “a los milicos” porque, al obligarle al exilio, hicieron su vida
“más entretenida” (puede que dijera “divertida”, ahora dudo) y le
proporcionaron material para la escritura, no es que hubiese dejado de hacerlo
sin su intervención (dicha la palabra con el matiz eufemístico – y en mi caso
mordaz- con que tipos como aquellos la emplean), pero a buen seguro su obra hubiera
sido otra bien distinta. En otra ocasión similar, Mario Vargas Llosa compartió
con los asistentes a un desayuno de prensa una reflexión sobre la poesía
amorosa, afirmando que sin el desamor, sin los obstáculos para expresarlo, sin
las contrariedades, sin los sentimientos no correspondidos, aquella no
existiría porque todo sería un remanso, incluso un aburrimiento, unos versos,
al modo en que lo decía Tolstói, se parecerían al resto, no habría más que
decir, se perdería la tensión (necesaria -esto es cosecha propia- aunque sólo
sea como posibilidad, como pasado, como reverso), por eso mismo él escogía para
ubicar sus novelas, para escribir sobre ellos, periodos conflictivos de la
Historia, dictaduras, guerras, necesitaba que sus personajes tuvieran que
enfrentarse a dificultades del tipo que fuesen. Y aquí es donde un servidor
hace la conexión con algo que también he escuchado/debatido en muchas
ocasiones, estudié en las aulas (o sea, viene de lejos), aquello que mencionó
Javier Cercas en la puesta de largo de su Premio Planeta hace unos meses, el
viejo adagio que sostiene que toda novela es autobiográfica.
En teoría, dicho así, esto supondría menospreciar/echar por tierra,
invalidar/desterrar la imaginación, incluso si me apuran el arte literario (seguiría
siendo imprescindible el talento para saber contar, para transmitir, para
encontrar las palabras que conformen una voz, pero si se quiere todo eso puede
reducirse a mera técnica, a trabajo continuado, a la posesión de determinados conocimientos),
ya que, dicho esquemáticamente, tan sólo se trataría de trasladar al papel -a
la pantalla de algún dispositivo- aquello que nos ha pasado, hemos visto
suceder o incluso alguien nos contó primero; como ya he señalado un poco más
arriba, como tantas veces he repetido, por más que ciertos parámetros sean
imprescindibles, por más que necesitemos algo a lo que aferrarnos para el
análisis/estudio, un nombre con el que referirnos y que los demás reconozcan y
asocien a algo/alguien, tendemos a utilizar las etiquetas, los géneros, los
movimientos artísticos, las escuelas (en el sentido más amplio del término) con
una rigidez extrema, al pie de la letra, reduciéndolos a un esquema que en
ocasiones roza el estereotipo o la idealización (cuando no cae en uno u otra y
hasta en ambos). Al menos, uno siempre ha creído lo que afirmó Cercas en el
sentido de que, inevitablemente, aunque sea de un modo tangencial, sin incidir
sobre ello, manteniéndose fuera de foco, muy disfrazado/camuflado/oculto, sin
que sea lo primordial, sin que importe, sin que sea perceptible más que para
unos pocos (o ni eso), transformado en algo totalmente diferente, pasado por el
tamiz de la ficción (y vuelto a pasar varias veces hasta no parecerse en nada),
como lejana inspiración, todos los autores ponen algo de sí mismos en lo que
escriben, por eso nos cautivan/interesan, por eso nos implican, por eso nos
vinculamos a lo que cuentan, es ese factor humano que, como dijo alguien a
quien lamento no recordar, podría titular todas las novelas de Graham Greene (y
de tantos otros), eso que el autor no tiene que ni por qué haber vivido en
primera persona para que posea alma, intangibles que identificamos, que nos
resultan familiares, eso que tantas veces denominamos “universales”. Repito que
esto no supone quitar valor a la capacidad de fabulación del escritor, al resto
de habilidades que posea/desarrolle, a los mundos o microcosmos creados,
resulten cercanos o lejanos (en el tiempo y/o en el espacio), parezcan/sean reales
o ficticios, esos compartimentos que no son tan estancos como a veces se pretende,
es de nuevo la magia de la literatura dando rienda suelta a sus múltiples
posibilidades.
Como tantas veces, solté uno de mis discursitos, reflexiones muy
personales que brotan durante la experiencia lectora, para acabar llegando al
libro que, en parte, me inspiró lo anterior porque supone un ejemplo sublime de
cómo transformar lo testimonial en novela apasionante (o en algo que se lee
como tal), dejando en pañales a tanto exhibicionismo sin fuste como ahora
abunda, aquello que, por más que se le busque un nombre para conferirle cierta
categoría, no deja de ser mirarse el ombligo, creerse el centro del universo (o
alguien interesante), al margen de no constituir ninguna novedad (hay de todo,
por supuesto: fórmula manida, copia descarada, truculencia impostada o, como en
el caso que nos ocupa, un inmenso talento literario). De hecho, Edna O´Brien es
una auténtica maestra en escribir sobre lo que ha vivido sin hacerse la
protagonista, en retratar lo local, lo particular, lo íntimo y, con apabullante
sencillez, sin fanfarrias ni engolamiento, afectar (en todos los sentidos) a
quien lee, envolverle, incluirle, hacerle partícipe, transformarle en personaje
para que habite sus páginas; por más que no esconda el carácter autobiográfico
de sus novelas, pone el peso sobre el “nosotros”,
sobre unas gentes, una comunidad, un lugar, una época, narrando una triste y
cruel realidad, metiendo el dedo en la llaga, dando prioridad a la denuncia que
pretende hacer, alzando la voz por otras, dejando claro que, por desgracia, lo
suyo no es excepcional en el sentido de que es por lo que han pasado/pasan
otras muchas, demasiadas. Trabajadora infatigable, siempre combativa, solidaria
con el sufrir de las demás (sí, hay que utilizar el femenino porque ella lo
defiende, lo reivindica, procura que se le dé el lugar que merece, sus libros
destilan y respiran la esencia del auténtico feminismo, ese que tantos
desconocen/coartan/reprimen, ese que muchas tergiversan y deforman), la que ha
plasmado con valentía y sin paños calientes la vida de Las chicas de campo (primer
volumen de la fabulosa trilogía completada con La chica de ojos verdes y
Chicas felizmente casadas), la que se reconoció con orgullo como Chica
de campo (título de sus memorias), a sus casi 90 años (los cumplirá en
diciembre) ha viajado hasta Nigeria (vive en Londres) para conocer de primera
mano el calvario, la tragedia, las torturas a las que son sometidas las víctimas
de Boko Haram y exponerlas/reflejarlas en un libro que sacude por su economía
de recursos, por su concisión, por su prodigiosa parquedad, por dejar desnudas
las emociones, las heridas, las injusticias, las violaciones, la violencia, por
su a veces estilo telegráfico, por lo que insinúa, por lo que sabemos, por lo
que olvidamos, por lo que deja de ser noticia, por lo que no se cuenta. Tal vez
por todo ello, porque en el fondo no hace falta más, cerrando el círculo, ha
prescindido de cualquier adjetivo, complemento o sintagma preposicional y lo ha
titulado La chica, publicado en España por Lumen el pasado septiembre con
traducción de Ana Mata Buil.
En El ciudadano ilustre (dentro de mi caos no olvido los porqués,
hay un esquema más o menos trazado, las piezas están dispersas y dispersadas
sin olvidar el todo, procurando la coherencia, pretendiendo una concordancia)
lo que se plantea es si es posible una literatura en un país que no haya
sufrido lo amargo, lo terrible, lo dramático, lo trágico, algo que podría
concretarse y personalizarse, algo que también se ha discutido en muchas
ocasiones y que creo la propia literatura responde a diario porque, por más que
sigamos manteniendo lo de ese punto autobiográfico que siempre late/asoma/se hace
patente, ni Cervantes ni Lope ni Shakespeare ni Virginia Woolf ni las Brontë,
no digamos la tía Agatha, vivieron en primera persona todo lo que plasmaron en el
papel, indudablemente ha habido quienes partieron de sus vidas o las camuflaron
muy poco (especialmente las hermanas ciñéndonos a la breve lista anterior),
quienes cedieron sus tormentos interiores y/o exteriores a sus personajes,
quienes (la inmensa mayoría) han fabulado o han sido lo más realistas que han
sabido/podido/querido partiendo de la observación, del estudio, de la disección,
del conocimiento de las emociones humanas, aquellas gracias a las cuales Miss
Marple resolvía los misterios (y por ello resultaba más simpática que Poirot y,
sobre todo, que Sherlock Holmes, excesivamente mecánico y cerebral, por
momentos artificial y artificioso), si sólo se escribiese sobre lo que uno ha
experimentado en sus carnes, corazón y alma, nos habríamos perdido un
porcentaje muy elevado de la literatura universal, de los libros que amamos, de
los autores que admiramos. Por eso Edna O´Brien es capaz de construir una
novela en primera persona dejando hablar a su protagonista, mimetizándose con
ella, narrando con sabiduría de maestra, diluyéndose, sin que se note su intervención
en lo aparente, depurando su estilo de un modo sublime (y envidiable: con lo
barroco y discursivo que soy), siendo sólo conscientes al cerrar el libro,
cuando la lectura se reposa y va digiriendo, cuando pensamos en lo leído y lo
vamos acomodando en nuestro imaginario, percatándonos entonces del cuidadoso
trabajo llevado a cabo, de la habilidad de la escritora irlandesa para exponer
lo justo (porque no necesita más: el resto queda flotando y se va aposentando
en el ánimo del lector), para permitirse muy pocas licencias, para contener y
contenerse, para evitar tentaciones que desvirtúen u opaquen la limpieza ética
y estética de su propuesta, para mezclar con sabiduría lo directo del reportaje
periodístico con la emoción que solemos demandar de aquello a lo que llamamos
novela. En ese sentido, es asombroso y hasta audaz la manera en que pasa, con pasmosas
fluidez y naturalidad, del pretérito al presente, de una frase a la siguiente, añadiendo
así inquietud, sombras, peligro, no sabemos en qué momento está recopilando sus
recuerdos Maryam, la chica del título, hablar en pasado no supone que esté a
salvo, el aquí y ahora es como una bofetada porque lo que se nos cuenta no sucedió
sino que está sucediendo, sucede ante nuestros ojos, no hay respiro ni alivio, la
constante amenaza que pende sobre ella no descansa, la tranquilidad es muy
frágil, efímera por no decir inexistente, hay una resignación terrible pero,
tal vez, imprescindible para, en la medida de lo posible, sobrevivir: “Estábamos
en el borde de la existencia y lo sabíamos”.
Maryam es, como tantas, una víctima siempre y en todo momento, por
desgracia es algo a lo que nos enfrentamos casi a diario, en lugar de ser
acogida, apoyada, defendida por quienes se supone son los suyos, es estigmatizada
por lo sufrido, por su cautiverio, por haber sido violada, por engendrar el
fruto del enemigo, como si tuviera opción de negarse, como si hubiese podido
impedirlo, como si inmolarse fuese la única solución, los mártires o que así
pueden ser considerados son venerados, las víctimas que sobreviven se convierten
en sospechosas, en personas non gratas, en mujeres doblemente mancilladas y
repudiadas. Todo ello ennegrece su corazón, por eso, aunque rebusca en lo más
profundo su instinto maternal, no puede querer a su hija: “Lloro desde lo más profundo de las entrañas. Lloro desde
el rincón en el que debería estar la raíz de mi amor por ella. Babby nunca me
había visto llorar con tanta libertad. Baja el dedo y hunde la cabeza en mi
pecho, el latido de mi corazón es el único santuario que tiene”. Babby nos
golpea, nos hiere, nos aflige, víctima inocente en todas las acepciones de la
palabra, demasiados niños en el mundo condenados desde la cuna (o el jergón o
el suelo), esos niños con los ojos demasiado tristes de Primera memoria de
la gran Ana María Matute, bebés como Babby cuyos suspiros son “tan
lastimeros, tan tristes, como [los de] una anciana quejumbrosa”. Con
qué tiento y prudencia, con qué talento escoge las palabras Edna O´Brien,
empleando las justas, sin entretenerse, sin recrearse, yendo a la médula, barrenando
al lector sin alterar el tono, con pleno conocimiento de su oficio, con templanza
propia de una gigante de las letras, alguien que sólo necesita decir que Nigeria
es “un país de belleza que se ha convertido en un lugar de congoja”
donde hay “niebla por todas partes, en el cielo, en el ambiente y en nuestro
entumecido ser” y se come un bizcocho “de tres colores: amarillo, marrón
y verde. Pan de funeral”. Por ello, y por otras muchas cosas más, no puede
extrañarnos (pero debería conmovernos y algo más, no basta con sentirlo:
actuemos, no justifiquemos nuestra inactividad con aquello de que no sirve para
nada, uno es mejor que ninguno), no nos parece insólito, decía, que en un
momento dado la protagonista piense (y nos llega como un grito): “¿Conoceré
alguna vez el idioma del amor? ¿Volveré a saber alguna vez lo que es un hogar?”.