QUERER Y NO QUERER
Siempre busco (y encuentro) excusas para no escribir, justificaciones que
no termino de creerme/aceptar, pero me sirven para escaparme por la tangente, incluso
aunque tenga ganas, aunque deba cumplir con unos plazos, es una rémora que
arrastro desde hace muchos años, es una de mis máximas contradicciones, puedo
pasar horas dando forma en mi cabeza a un texto, incluso alguno de bastante
extensión, siento los dedos cosquilleando, como si fuesen a disparar letras (no
sé hacerlo de otro, lo mío es aporrear el teclado, dejar caer las manos, organizar
una buena zarabanda), pero a la mínima posibilidad me escurro, me despisto con
toda la intención, lo dejo para después (o para mañana, como el hermano de Inés
que no contaba la cosa más brava que hubiera podido oírse sobre don Lope de
Sosa, residente en Jaén, porque daban las once y le entraba sueño, aunque entre
medias había descrito pormenorizadamente todo lo que cenaban -qué grande
Baltasar de Alcázar-); nunca entregué un trabajo de clase después del día
previsto (incluso los hubo terminados antes de tiempo), jamás he pedido una
prórroga en el ejercicio de mi profesión (salvo en muy contadas excepciones),
en parte porque eso no existe cuando trabajas para un informativo, la pieza ha
de estar a una hora para ser emitida, pero antes de dar por concluida la tarea
he remoloneado lo mío, no lo oculto, no digamos nada si se trata de algo
particular, escrito para mí, por más que adquiera cierta trascendencia al
publicarlo en mis redes sociales.
Esa rutina (sin sentirla como tal) es algo que me he impuesto para
mantener el músculo narrativo entrenado, para no dejar que me venza la apatía,
para no perder ese olfato, ese tirón, esa energía/necesidad que me ha llevado
desde pequeño a emborronar cuadernos, a trenzar historias con mayor o menor
fortuna, a escribir recuadros/columnas/artículos (incluso antes de pensar en
estudiar periodismo), esa grafomanía que se fue apaciguando, que fui matando a
base de pereza, que dejé apagar en parte sin ser capaz de encontrar
explicación. Pero el caso es que al final sigo en ello, doy prioridad a los
textos (largos y prolijos, un tanto torrenciales, casi poseído por la escritura
automática -algo que también ha menguado: antes escribía más del tirón, apenas
corregía-), empiezo por ahí la mayoría de las veces, la instantánea que los va
a acompañar (algo imprescindible en Instagram) aparece/la busco cuando he
armado mentalmente lo que quiero expresar, últimamente me fustigo con este
asunto casi a diario porque tengo durmiendo el proyecto que nació en una
noche/madrugada de estallido/rabia/dolor hace casi un año, la autobiografía de
lector que en gran medida he ido/sigo trazando en este ángulo oscuro del salón,
regresaré a ella, sé que lo haré (en parte porque lo necesito, porque no quiero
que se quede dentro), pero por el momento me conformo con las pinceladas que,
en gran medida, son las publicaciones en redes, estas anotaciones diarias, los
programas de televisión, perdón por convertirlos en excusa.
Lunes 7:
DEJARSE
SORPRENDER
Aunque sigue bullendo en mi interior, aunque asoma la cabeza de vez en
cuando (en lo privado sobre todo), hace mucho que dejé a un lado la condición
de crítico feroz que García Sánchez supo ver en mí y que durante algunos años
fustigó sobre todo a cineastas desde los micrófonos de la radio, rebajé el tono
de mis palabras en Facebook, hui de la bronca imparable que es Twitter, me
prometí subir a Instagram sólo fotos de gentes/películas/libros que me gustasen
(norma que en ocasiones rompo, más en lo escrito que en lo gráfico -escojo una
instantánea de algún intérprete al que salvo y luego arremeto contra lo
demás-), opto (como en la vida) por no hacer aprecio por aquello que me merece
desprecio (o indiferencia). Precisamente por ello, no conté en su día la
decepción que me supuso la lectura de Intemperie, la tan aplaudida ópera
prima de Jesús Carrasco, lo facilona y cansina que la encontré, un mero
ejercicio de estilo (bastante copiado de otros, mucho menos novedoso de lo que
tantos pregonaban) estirado hasta la extenuación (y eso a pesar de no ocupar
demasiadas páginas para lo que se diría habitual), una novela con buenos
mimbres (por ahí resuenan ecos de Aldecoa, Delibes, de Cormac McCarthy -en este
caso, los que menos me han interesado de tan gran autor, es decir, La
carretera, también aquí me distancio de la mayoría-) pero, a mi juicio, con
escasos resultados.
De ahí que, hasta el otro día, me hubiese mantenido alejado de su
adaptación cinematográfica y eso que aquello en lo que pone sus manos, su corazón,
su cámara Benito Zambrano siempre llama mi atención y suele satisfacerme, pero
este oficio asumido con gusto de espectador/lector omnívoro me llevó a buscarla
en una de las plataformas a las que estamos suscritos y me he quedado con la
boca abierta en cualquiera de los sentidos posibles. Los hermanos Daniel y
Pablo Remón (junto al director de la cinta) han entrado directamente al corazón
de la novela, han rebuscado en las entrañas de sus personajes, han eliminado la
afectación descriptiva, han trabajado las sensaciones, han dotado de alma (agreste,
endurecida, opresiva) al paisaje, lo han trabajado al modo en que hizo el
maestro Saura en su prodigiosa La caza sin recurrir a manierismos ni
preciosismos/feísmos, evocando el tremendismo tan caro a parajes y gentes como
los que aquí aparecen pero sin recargar las tintas, sin inflamar las imágenes,
la amenaza se siente y presiente, se concreta en el rostro, los andares y la
voz de un magnífico Luis Callejo, nos sacude, perturba y lacera en los ojos,
los hombros y el temblor de un impresionante Jaime López, justo es destacar
también el trabajo matizado, rehuyendo cualquier tentación/ostentación, que
lleva a cabo un estupendamente comedido Luis Tosar que, al igual que los otros
intérpretes, supera con creces los arquetipos que no pasaban de ahí de la
novela. ¡Gracias, Benito Zambrano y resto del equipo, por quitarme el mal sabor
de la lectura y regalarme una inolvidable experiencia
como espectador!
Martes 8:
UNA VOCACIÓN, UN MODO DE VIDA
Una obra de arte puede
hablar de uno mismo de muchas formas posibles, a muchos niveles, el caso es que
se da una identificación, se percibe el vínculo casi desde el primer momento,
te toca, te llega, te hace suyo, algo así he vivido durante la lectura de El
custodio de los libros, título que valió a Rodrigo Costoya el IX Premio de
Novela Histórica Ciudad de Úbeda. Porque habla de tantos que han dado su vida
(literalmente) por que el conocimiento se expandiese, por el acceso a la
cultura, por que los libros no se prohibieran, quemasen, destruyesen, por abatir
fanatismos, por invitar a razonar, a dialogar, por el simple deleite de
acariciar un libro, por poder sumergirse en sus páginas, por poder seguir aprendiendo,
porque es una novela maravillosa, de dimensiones colosales (a la que, por cierto,
no le sobra ni una palabra) no sólo en cómo se cuenta sino en lo que cuenta, un
gozo para aquel chaval que, una buena mañana de sábado, puso la televisión y,
sin conciencia, sin saber lo que se avecinaba, sin más, se dejó atrapar por Fahrenheit
451, descubrió de golpe a François Truffaut y a Ray Bradbury, vivió una de
las epifanías artísticas más mágicas y fundacionales que recuerda, se convirtió
para siempre, con toda la humildad posible, en un custodio de los libros.
Gracias a mi Pepa Muñoz tuve la oportunidad de conversar con Rodrigo Costoya y
agradecerle su novela, su modo de encarar la Historia, su vigor narrativo, el
alma que ha puesto en cada página, el mensaje bibliófilo que tan poco cuesta
apropiarse y difundir: https://www.youtube.com/watch?v=A9Q9l1THwas&t=24s.
Miércoles 9:
BENDITA
LOCURA
Con esto de escribir a diario, me vi, por así decirlo (sin ninguna pretensión),
velando las armas al modo en que, al principio de la primera parte, lo hace don
Quijote como paso previo/imprescindible antes de ser armado caballero, es
decir, cuando al menos nominalmente (en su cabeza hace tiempo que no) sigue
siendo Alonso Quijano. Y este detalle me llevó a recordar (aunque necesito
pocos estímulos para ello, me pasa lo mismo con el tío Miguel) a mi abuela que,
cuando me veía enfrascado en mis lecturas casi a cada momento, en cada rato
libre/suelto, en el patio, en la cama, en algún sillón, me decía (si bien es
cierto que muerta de risa y con notorio orgullo -siempre fomentó, como los tíos,
como mis padres, el gusto por la lectura, el que no había podido adquirir
porque las circunstancias no lo propiciaban, porque las pasó de mil colores y
ninguno especialmente alegre-) “¡Deja de leer o vas a terminar más loco que
don Quijote”, a lo que yo siempre le replicaba “el que se vuelve loco es
Alonso Quijano: don Quijote es el fruto de esa locura” (puede que lo haya redactado
mejor de cómo sonaba, pero no voy a negar que fui redicho desde pequeño, tal
vez porque vivía -y vivo- de frases leídas).
Jueves 10:
EL LUGAR
DONDE QUIERO VOLVER
Sigo muchas series, incluso demasiadas, tal vez debería centrarme en unas
pocas y, según las vaya terminando (o la temporada en curso si se trata de ese
caso), ir incorporando otras, pero me ocurre como con la lectura, soy voraz,
compulsivo, me gusta sentirme activo/en proceso. Sin embargo, hay casos en los
que voy poco a poco, a mi ritmo, dosificando, no me importa acumular
temporadas, todo lo contrario, la impaciencia que me consume se vuelve
paciencia a la hora de dejarlas pasar y, así, tener de repente un porrón de
capítulos por ver y, si entonces me apetece, darme el atracón. Y así fue como,
después de tanto éxito, una vez la clausuraron, con un spin off también
muy alabado en curso, empecé a ver The Big Bang Theory, estoy empezando
la tercera temporada (creo que el próximo es el séptimo capítulo -el octavo en
su defecto-), la consumo a píldoras, al final de la jornada, como colofón antes
de acostarme (tras sacar a Fosco), un regalito que me pinta una sonrisa (y
provoca alguna carcajada) y me reconcilia conmigo mismo, lo mismo me sucede con
Anatomía de Grey (en este caso estoy con la decimoquinta temporada, voy
con dos de retraso), a ratos me encojo, me conmuevo, hay más de drama que de comedia
(por más que el tono sea muy digamos benévolo), pero me siento cómodo, a gusto,
como entre amigos, adoro regresar a sus personajes, es jugar en casa, por eso
abjuro de la etiqueta “placer culpable”, ambas (y otras) son puritito placer,
sin complejos ni sandeces.