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El lector va construyendo su biografía a través de lo que vive en los
libros, de lo que aprende, de lo que descubre, de lo que convocan y le
convocan, de lo que disiente, de lo que dialoga con ellos; al mismo tiempo, los
libros que van cayendo en sus manos y dejando huella en su corazón también dialogan
entre sí, establecen debates, encuentros y desencuentros inesperados,
conversaciones apasionantes a través de lo que uno reflexiona, compara,
rememora durante la lectura. El que suscribe anda en la tarea de recopilar
algunas de esas piezas, las que considera fundamentales, las que le definen,
las que le forjaron, estoy tomando apuntes, voy dando forma a mi bagaje emocional/personal
a través de lo que he leído, voy armando un rompecabezas que en realidad nunca
se completa porque cada nuevo libro en que te sumerges (o con el que te
aburres) modifica el conjunto. En este eterno (y amado) discurrir con la
lectura, en esta tarea/afición/necesidad cotidiana, poseen un brillo especial,
provocan conmociones muy gratificantes los azares del destino que hacen
coincidir lecturas que se complementan, conexiones que surgen sin buscarlas,
sin pretenderlas, sin conocerlas, encajes perfectos tanto en el ánimo como en
el objetivo/las intenciones del lector y, precisamente, recuerdo que algo
parecido me comentó Vanessa Monfort la última vez que habíamos conversado, allá
por 2014: “Se dan casualidades mágicas: hay algo que conspira para que todo
termine por encajar”. Inmerso me tienen en una de esas conspiraciones cósmicas/letraheridas
(palabra, me refiero a “conspiración”, que comparto mucho más que “casualidad”,
aunque comprendo en qué sentido la utilizaba Vanessa): como ya he anticipado
aquí y allá, me encuentro en pleno regreso a las letras de los primeros años,
tanto a las escogidas libremente como a las impuestas en el colegio, poniendo
al día a quienes alimentaron mi imaginario más prístino, he vuelto a la novela
picaresca, a los poemas que debíamos declamar frente al resto de la clase, a Platero
y yo, al tantas veces menospreciado/incomprendido Juan Ramón Jiménez, al
demasiadas veces reducido a la categoría pronunciada con tono peyorativo (como
si fuera fácil, como si fuera menos, como si no importase) de “autor infantil”,
al Premio Nobel que continúa siendo un gran desconocido incluso para lectores
de largo recorrido más allá (en parte por su culpa) de lo de “Platero es
pequeño, peludo, suave”. Por eso,
entre otras muchas razones, por el modo en que recupera/retrata, da vida
literaria (en todos los sentidos) al poeta de Moguer, por la manera en que nos
lo presenta como escritor y como persona, por la justicia que le hace en ambas
facetas he vibrado con La mujer
sin nombre, la novela de Vanessa
Monfort que Plaza y Janés publicó el pasado mes de octubre del infausto y por
fortuna concluido 2020 (aunque 2021 ha comenzado de un modo que hace temer que,
al final, valga más lo malo conocido, crucemos los dedos).
Pero se da la circunstancia (seguimos con la
conspiración y este aspecto me motiva especialmente) de que, aunque no
necesitaba hacerlo porque es algo que tengo muy presente, al poner en primer
plano aquellos años han cobrado bríos e ímpetu los muchos referentes femeninos
que tuvimos los de mi generación, los pasos atrás que hemos dado por más que
afirmemos/creamos lo contrario, lo poco que aprendimos, lo mucho que hemos
olvidado/ignorado. No voy a hacer una enumeración exhaustiva (en parte porque
ya la he hecho en otras ocasiones, en gran medida porque estoy abundando en
ella en el lugar preciso -o sea, en los recuerdos que estoy transformando en
relato escrito-), pero, sin ningún tipo de complejo, sin planteárnoslo,
aceptándolo desde el minuto uno y sin atender al sonsonete estúpido, maniqueísta
y estereotipado de algunos, aplaudíamos (y queríamos imitar) las hazañas de
Pippi, de la abeja Maya (que se fugaba de la colmena para no ir a la escuela,
que rehuía una existencia reglamentada), de Heidi, de las tres muchachitas que
fueron a la Academia de Policía, Valentina (esa maravillosa Mari Carmen Goñi)
era la más inteligente de Los Chiripitifláuticos, Leocricia (mi adorada María
Fernanda D´Ocón) alimentaba nuestra pasión lectora, no en vano era la
bibliotecaria de La mansión
de los Plaff, María Luisa Seco (a la
que perdimos demasiado pronto) era la magnífica embajadora de la programación
destinada a los pequeños de la casa, Mayra Gómez Kemp (tras su paso por lo que
se llamó primero De 12 a 2, después De 11 a 1 para transformarse en Sabadabada y después en Dabadabada) se erigió en la mejor maestra de ceremonias posible, sublime
presentadora de Un, dos,
tres, nuestro programa favorito. Y, en
medio de todo eso (y de lo que no he citado), leíamos a Gloria Fuertes (la
imprescindible), a Montserrat del Amo, a Enid Blyton, a Maria Gripe, a Carmen
Kurtz (y llegarían la tía Agtaha, las Brontë, Margaret Mitchell, Carmen Martín
Gaite, incluso Santa Teresa), tantas mujeres que nos aficionaron/adentraron en
la lectura autoras a las que no tributamos jamás el homenaje que merecen, no
somos lo suficientemente agradecidos con su dedicación, su arte, su talento. Y al
menos a ellas y a otras las conocemos por su nombre, las hay que aparecían en
los manuales escolares (aunque todo se redujese en muchos casos a una mera mención),
porque las hubo que hubieron de camuflarse tras un seudónimo masculino para
poder publicar, las hubo silenciadas, utilizadas, otros (bien pronunciada la
segunda “o”, por favor) se atribuyeron/apropiaron de sus obras, uno de los
casos más sangrantes (si no el máximo, al menos de los que han terminado por
hacerse públicos) es el de María Lejárraga, la esposa de Gregorio Martínez
Sierra, el reconocido, el laureado, el aplaudido, el que firmó todo lo que ella
escribió, ese es el epicentro, el asunto principal, el objetivo y objeto de la
impresionante y espléndida novela de Vanessa Monfort.
A pesar de mi a veces precisa memoria, si he
podido reproducir la cita de la autora de un modo literal (y he tenido claro
cuándo se produjo) es porque ya la empleé en su día tras una de las siempre
apasionantes y gratificantes conversaciones que he podido mantener con ella desde
que tuve la fortuna de abrir uno de sus libros (en concreto, Mitología de Nueva York que le valió el Ateneo de Sevilla hace algo más de 10 años), charla en
torno a su maravillosa La leyenda
de la isla sin voz, novela sobre Dickens
que hizo sonar este arpa con honda emoción como pueden comprobar en el link https://elarpadebecquer.blogspot.com/2014/07/la-cunada-de-charles-dickens-paso-por.html.
Poco antes de Navidad, gracias como tantas veces a los buenísimos oficios de mi
Pepa Muñoz los del Club de Lectura LL mantuvimos un encuentro vía Zoom donde
Vanessa, con sus habituales simpatía y entusiasmo, nos contó el proceso de investigación
y vital seguido hasta concluir La mujer
sin nombre, novela llamada a convertirse en
libro de referencia (en realidad ha nacido así), una investigación audaz y
deslumbrante (tanto en resultados como en la manera de hacerlos llegar al
público) sobre quien debe figurar en todos los lugares donde deba como una
magnífica escritora, autora de algunos de los éxitos más memorables (y aún
representados/adaptados) del teatro español del primer tercio del siglo XX, una
intelectual de variado recorrido, un cerebro privilegiado: María Lejárraga. “Hay personajes que van en busca del autor, tal
y como escribió Pirandello, eso es lo que me ocurrió: el CDN me llamó para que
escribiese una obra centrada en María y ahí empezó todo”. El texto que nació de esta propuesta, Firmado
Lejárraga, se convirtió en un montaje dirigido
por Miguel Ángel Lamata que fue un triunfo absoluto, agotó el papel de la
taquilla (como se dice en el argot teatral), mereció una reposición (algo inusual
en la programación del Dramático Nacional) en una sala con mayor aforo,
consiguió una merecidísima nominación al Max para Vanessa, fue el punto de partida
para seguir indagando, despejando incógnitas, buscando información de primera
mano, rastreando la figura oculta, diluida, camuflada de quien, sin duda
pensando en sí misma, mas aceptando e incluso fomentando esta manera de actuar,
escribió (para que firmase su marido, por ello considerado escritor
comprometido con el feminismo) cosas como esta que La
mujer sin nombre recupera: “Las mujeres callan por costumbre de sumisión;
callan por miedo a la violencia de un hombre; las mujeres callan, en una
palabra, porque a fuerza de siglos de esclavitud, han llegado a tener alma de
esclavas”.
“Es un misterio
dentro de un acertijo”, así define Vanessa Monfort
a María Lejárraga puesto que, a pesar de los documentos personales a que ha
tenido acceso, su biografía continúa planteando variados interrogantes, deja
algunos cabos sueltos, no termina de comprenderse por qué actuó del modo en que
lo hizo, por qué no reclamó con más fuerza y publicidad su lugar/obra, por qué
sus amigos callaron lo que a todas luces conocían, por qué no se rebeló, por
qué no la revelaron. La escritora de hoy, que tanto se ha acercado a ella en lo
literario y en lo íntimo, aventura una respuesta en la que su novela profundiza:
“Protegió la dignidad de ambos, la
firma común, el “Gregorio Martínez Sierra” que era lo que se demandaba. En gran
parte, él fue también instrumento de ella, puede decirse que es su mejor invención”. Puesto que es parte de la trama de la novela, no anticiparemos aquí
cómo ha llegado Vanessa a tener en sus manos, a poder trabajar/utilizar cartas
y diarios de María y otros personajes capitales en su vida, baste decir que ese
material dota a la narración de profunda verdad, de hondura emocional, la
autora fabula/rellena huecos a partir de lo que los auténticos protagonistas
confesaron al papel: “Se trata de
construir la ficción a través de los sentimientos, aparece una nueva realidad
sugerida por los datos”. La mujer sin nombre está sólidamente armada, investigada, vivida y sentida, de modo que
incluso lo claramente ficticio parece real y, aunque se sepa que no lo es, se
recibe como autobiográfico: “La parte en
la que se cuenta la preparación de un montaje teatral no reproduce lo que
nosotros vivimos, no tiene nada que ver, pero digamos que presté algunas
experiencias a mis personajes”. Y es uno
de los homenajes más bellos al hecho teatral, a las artes escénicas, por
vívido, por honesto, por plausible, que servidor haya leído jamás, una aventura
de gentes que, por encima de todo, aman y respetan las palabras y a sus creadores
y creadoras (permítanme por una vez hacer esta distinción, pocas veces va a tener
tanto sentido). Algo que, además, encaja a la perfección con la manera en que,
de niña, Lejárraga descubre el teatro y recibe “un
salvoconducto para soñar”: “Desapareció lo imposible. Lo paradójico
era que a los padres les divertía la inocencia con la que sus niños se creían
la función y, sin embargo, cuando abandonaban el teatro y soñaban despiertos,
de pronto ya no lo llamaban imaginación, lo llamaban mentira”.
“Mamá, ¿tú sabes lo agradable que es para mí que ni en la calle, en
los teatros, en los cafés los hombres ni te miren a no ser que sea para algo en
concreto? Acostumbrada a la insistencia con que en España los varones de toda
clase, edad y condición siguen con la mirada toda hembra como si le estuviesen
tomando la medida, esta suprema indiferencia de los franceses me es gratísima.
Siento de pronto una gran libertad”. Así escribe María desde el París de
principios del XX y, más allá del componente sexual de lo que cuenta, se la
nota feliz con el anonimato, con el pasar desapercibida, con poder moverse sin
sentirse observada, tal y como la sitúa Vanessa en algunas de las páginas más
logradas de su novela, las que dan cuenta del estreno de El abuelo de Galdós
en el Teatro Español el 14 de febrero de 1904: ella observa desde un palco, se
mantiene en segundo plano (por no decir que se oculta, se quita de en medio),
mientras Gregorio hace vida social y confraterniza nada menos que con tres Premios
Nobel (uno recién concedido -José Echegaray-, dos que lo serán con el tiempo -Jacinto
Benavente en 1922 y Juan Ramón Jiménez en 1956-), por allí aparece lo más
granado de la entonces riquísima vida intelectual y creativa española, los
nombres congregados en aquel momento y por ende en las páginas de La mujer
sin nombre son para quitar el hipo y para sentirse orgullosos, igual que
sucede con la amplia nómina de mujeres (“no cupieron en la obra”,
explica Vanessa) a las que revindicar, glosar y disfrutar, la novela también
supone la recuperación de, por ejemplo, María Guerrero (la sede del CDN no se llama
así por azar como tantos parecen pensar), Clara Campoamor, Zenobia Camprubí,
Carmen de Burgos (conocida como Colombine, su firma en prensa) o Elena Fortún,
por escoger sólo a algunas. Es, queda dicho, un estupendo y lo más exhaustivo
posible recorrido por unos años en que el talento abundaba y se celebraba en
parte (la masculina, claro) y donde cobra aún más osadía (y prueba de
reconocimiento) la frase que Juan Ramón dedica a María en una carta: “Aunque
en el futuro me olvide, recuerde siempre el consejo de un amigo que la admira:
si no escribe usted un libro es una española inofensiva”.
No puedo negar que soy un gran admirador de Vanessa Monfort,
especialmente cuando la literatura, la creación, es el centro de su escritura,
cuando imagina cómo fue soñando Dickens Canción de Navidad, cuando la
realidad parece estar imitando a/reproduciendo la ficción, cuando rompe las
fronteras, cuando nos lleva al momento en que una partitura va tomando forma,
cobra vida, qué regalo es la escena en que recrea/inventa cómo nació El amor
brujo: “La música me sugestiona para escribir y, en concreto, en teatro
me proporciona el ritmo”, el que aquí también demuestra tener muy bien
medido, entrando y saliendo del alma de su personaje central, interpelándole en
algunos momentos, escribiendo con gran libertad, con esa voz particular que tantos
lectores siguen, la misma que es capaz de difuminarse para que hable quien le
corresponde, María Lejárraga, “un símbolo, un clásico perdido”, la narradora
omnisciente se aparta para que sea ella, la que recupera su nombre, la que diga
cosas tan vigentes y pertinentes como esta: “El espectáculo, o lo que
ustedes los norteamericanos llaman show, es una de las necesidades
fundamentales del ser humano. Sin espectáculo no podemos vivir espiritualmente,
como no podemos subsistir materialmente sin alimento. La vida es, por lo menos
en las dos terceras partes de su duración, triste, amarga o difícil para todos
nosotros, y tediosa para la mayoría de los que no tienen la imaginación
suficiente para crearse una diversión interior. En cuanto el niño empieza a
tener leve conciencia de que está viviendo, comienza a representar comedias.
Cuando juega es actor y espectador al mismo tiempo. Todos somos niños, de la
cuna al sepulcro, porque si no podemos vivir sin la diversión que el
espectáculo nos proporciona, también nos sería difícil la felicidad si no
creyéramos que alguien está mirándonos, adentro de nuestro juego, ya que la
vida comedia es”. Por fortuna para ella, aunque sea con tanto retraso, ha
encontrado la escritora idónea para contar su historia, su obra, su verdad,
alguien con la misma fiebre literaria, alguien tan enamorada de las palabras y
del oficio de escribir como lo fuese María Lejárraga, sólo Vanessa Monfort
podía hacerle justicia vital y literaria.