La actualidad, lo que está sucediendo, vuelve a invadir un texto de este
rincón, aunque existe cierta premeditación en esta circunstancia, puesto que
hace unos meses (cuando escribí sobre Las
maldiciones) que anuncié mi intención de regresar pronto a algunas de las
páginas debidas al talento de Claudia Piñeiro, pero, más allá del caos habitual
que caracteriza mis lecturas (surgen apetencias irrefrenables que descabalan el
orden que uno procura guardar y, sobre todo, aparecen posibilidades de
entrevistas, encuentros con escritores, compromisos personales o que uno se
impone como tales) y de mis oscilantes impulsos a la hora de lanzarme a
escribir (no siempre se dan cuando querría, no siempre soy capaz de dejarme
llevar por la inercia de mi oficio, ese que tantas veces ha puesto fecha límite
a la ejecución de un trabajo, por lo que no hay tiempo para esperar que las
musas actúen), en esta ocasión decidí ir postergando el momento hasta que
tuviese lugar la que resultó vergonzosa, indignante, perversa e infame votación
(no sólo por el resultado sino por lo que hubo que escuchar/aguantar en los
debates previos, en los medios, en los púlpitos) celebrada (quitando al término
cualquier motivo para ello) en el Senado argentino el pasado miércoles,
votación en la que se impusieron las consideraciones, las obligaciones, las
doctrinas, las imposiciones de motivo religioso por encima de las libertades mera,
neta y simplemente humanas, derechos inalienables y generales que no pueden ser
restringidos (o directamente conculcados, prohibidos, anulados) ni declarados
ilegales debido a la injerencia de quienes, en todo caso (y como elección y por
lo tanto aceptación de cada uno), deben velar por los asuntos espirituales y ocuparse
(y preocuparse, algo que suelen dejar bastante de lado) de aquellos que les
secundan y aceptan sin rechistar los dogmas que cimentan sus creencias o lo que
se les ha inoculado bajo ese nombre y jamás se cuestionan (y no digo lo de
“dogma” en sentido peyorativo -bueno, puede que algo así, pero en exceso-, me
limito a la definición del diccionario, a las proposiciones así presentadas y
que se consideran innegables, sobre las que no hay discusión ni tan siquiera
matización posible, los prosélitos hacen profesión de fe y no es algo que
censure en sí es algo particular, sólo me revuelvo cuando pretenden -o consiguen-
imponérmelos y, para colmo, intentan racionalizar lo que, por propia definición
-o indefinición-, no se puede concretar ni explicar, es lo que a Dios complace
o disgusta, nada más). Por eso este texto está escrito con la intención de
sumarse a la marea de pañuelos verdes, como complemento/apoyo a lo tantas veces
expresado en Twitter en estas últimas semanas (nunca serán suficientes, bien se
ve, pero estoy convencido de que algún día no muy lejano hablaremos del aborto
ilegalizado en pasado, los infames pasarán y la libertad triunfará), bien
directamente, sobre todo ayudando en lo posible a la difusión de lo que tantas
mujeres (y hombres) han defendido sin desfallecer, con fiereza, con arrojo, con
entrega, sin titubeos ni medias tintas, dando ejemplo, tal y como ha hecho esta
intelectual que más que nunca ha hecho honor a y se ha hecho tributaria de
semejante nombre, una Claudia Piñeiro brava y admirable que no ha bajado la
cabeza, que ha alzado la voz, que ha soportado insultos, afrentas, ataques,
violencia, burlas inmisericordes (¡Quién lo esperaría de aquellos que llevan el
amor a los demás por bandera! -por si no se nota lo suficiente, lo anterior va
dicho con toda la ironía de que soy capaz y aseguran los íntimos que suelo
excederme en su dosis-), una Claudia Piñeiro que, aunque a buen seguro no lo
hubiese querido (ojalá fuese innecesario este movimiento porque ya estuviese
derogada la ley -y cualquiera similar en cualquier lugar del mundo- que otorga
carta de naturaleza a lo que otros llaman pecado), ha escrito, está
escribiendo, su mejor obra: ella misma, la mujer a la que un servidor (y me
consta que muchos más, ahí están las cifras de seguidores en las redes) no
puede sino agradecer su implicación, su pasión, su no cejar (y en eso seguimos
porque será ley, no puede ser de otra manera, es el pueblo el que lo reclama).
Y ahora, si les parece, hablemos de literatura, es decir, de la vida, en toda
su amplitud, sin restricciones ni apropiaciones (vida que, paradójicamente,
dicen defender los que más la coartan, esos que olvidan sus sermones y/o
guardan silencio cuando se trata de condenar dictaduras, crímenes, ejecuciones
y similares).
Antonio D´Orrico escribió en Corriere della Sera que Hitchcock era una
mujer que vivía en Buenos Aires para señalar la enorme calidad de las tramas de
Claudia Piñeiro que a buen seguro hubiesen hecho las delicias del cineasta
británico, no en vano siempre llamado “el mago del suspense” (palabra clave
para intentar definir su estilo, no exactamente sinónima de términos como
“misterio” o “intriga”, esos son los matices que le convierten en genial y
único), argucia literaria (dicho en el sentido más encomiástico posible) que la
escritora argentina maneja como pocos, da igual que la historia que narre no
sea detectivesca e incluso, como en Las
grietas de Jara, que el tono y la intención generales de la obra estén muy
alejadas del género, siempre hay algún resquicio, alguna abertura por estrecha
que resulte (nada mejor que esa imagen para asomarse por ella a la obra citada),
por donde se cuela un interrogante que, en ese momento, no tiene respuesta. El terreno
de las comparaciones es de natural pantanoso, especialmente en lo que de
condena puede tener puesto que diríase que queremos que un creador imite,
secunde, haga las veces de otro (dejaremos fuera, con toda la alevosía,
aquellas copias descaradas, plagios disfrazados de homenajes y demás infamias),
pero es un tanto inevitable adentrarse en él (pisando con precaución) sobre
todo a la hora de explicar en pocas palabras el porqué de nuestras querencia y
admiración por alguien, resaltando la grandeza que encontramos en quien nos
parece comparable a alguien que recibe trato de maestro o maestra, por eso
rubricamos lo expresado por D´Orrico en la medida en que podemos reconocer
modos de narrar y provocar al lector (aumento de los latidos, pulso acelerado,
sudor frío, inquietud extrema) de Caludia Piñeiro semejantes a cómo Alfred
Hitchcock dosificaba la información para que, en lugar de sobresaltarnos por la
explosión de un artefacto o la aparición de un cadáver, supiésemos de su
existencia antes que los personajes y, por lo tanto, quisiéramos advertirles de
la amenaza latente, del final de la cuenta atrás, de dónde está el invitado que
no llega. Y, en este sentido, debo decir que, aunque la escritora argentina nos
hace cómplices del secreto que comparten las tres personas que trabajan en las
oficinas de Arquitecto Borla y Asociados en el primer capítulo (y la incógnita
a resolver no es quién mató a quién sino cómo sucedió tal hecho), la gozosa
lectura de Las grietas de Jara me ha
hecho evocar a uno de mis escritores preferidos, aquel a quien atribuyo (junto
al Antonio Muñoz Molina de El jinete
polaco y Plenilunio) una
influencia fundamental en mi manera de escribir, los párrafos largos que utilizan
las comas casi como único signo de puntuación, otorgando a las mismas un
carácter si se quiere polisémico en el sentido de las diferentes funciones que
asumen, una cadencia como de letanía, una especie de monólogo porque la prosa
invita a ser pronunciada en alto, a dotarla de las inflexiones que sus palabras
marcan, a encontrar el ritmo que estas requieren, algunas de esas realidades y
muchas de esas intenciones (que sólo quedan en eso, faltaría más, uno es
consciente de sus límites y sabe que no llega ni a burda imitación pero se
aceptan que las miras están puestas en aquella cima) fueron inundando y
alterando mi escritura cuando empecé a leer (y no dudo en la fecha, julio de
1997) a José Saramago (en concreto, Todos
los nombres).
La manera en que Claudia Piñeiro expone y refleja lo que sucede en la
mente del protagonista, Pablo Simó, su modo de, como ella misma dice en la dedicatoria,
recorrer la ciudad preguntándose acerca del amor me hicieron en un principio
acordarme de Sostiene Pereira de Antonio
Tabucchi para, muy pronto, empezar a encontrar nexos de unión con títulos de
Saramago como El hombre duplicado, Ensayo sobre la lucidez o el ya citado Todos los nombres, especialmente por la
introspección practicada en sus personajes, por cómo somos testigos (somos
parte) de sus razonamientos, de la vivisección de sus sentimientos, del
pormenorizado análisis de sus rutinas y las de quienes les rodean, de ese
incontenible misterio que desprenden las causalidades (o la búsqueda y/o ausencia
de las mismas) que van jalonando la cotidianidad de cada uno. En absoluto, por
eso son tan peligrosas e injustas las comparaciones (especialmente si se afirman
rotundamente, si se categorizan, si no se explican/justifican/analizan), digo
que Claudia Piñeiro pretenda este parecido que, como la gran mayoría, sólo es
tal en el ánimo/conocimiento de cada lector, sensación propia de quien,
inevitablemente, rastrea a sus autores de cabecera en cualquier texto, aspira a
encontrarlos aquí y allá, teje sus propios vasos comunicantes (particularidad y
subjetividad que tantos usurpadores de la labor analítica y crítica de obras de
arte -y hasta indudables expertos en la materia- no deberían olvidar nunca que
son sólo eso, al menos como punto de partida), pero ha sido en Las grietas de Jara, tal vez por el
carácter metafórico/alegórico del título, de cómo la tercera acepción del DRAE
para definir “grieta” (“Dificultad o
desacuerdo que amenaza la solidez o unidad de algo”) afecta al conjunto de
la obra y la hendidura que termina por materializarse ante los ojos de Pablo
Simó se va agrandando en su ánimo, por cómo adquiere categoría de personaje, por
el modo en que, de hecho puramente anecdótico, se convierte en vórtice de un ciclón
cuya área de influencia no hace sino expandirse, el caso es que, como digo,
pensé en Pablo Simó como un primo hermano de don José, Tertuliano Máximo
Afonso, Cipriano Algor, encontré puntos de conexión entre muchas de las criaturas
del Nobel portugués y la escritora argentina que con cada nueva obra (por más
que esta apareció en 2009, obtuvo al año siguiente el Premio Sor Juana Inés de
la Cruz, la recuperó recientemente Alfaguara coincidiendo con el estreno de su
adaptación cinematográfica) da un paso de gigante hacia ese galardón (y gracias
a nombres como el suyo podría recuperar en breve y sin necesidad de absurdos
paréntesis la consideración debida). “¿Contra
qué parámetro o medida puede ir a cotejar si lo que sintió alguna vez era o no
amor? Uno puede saber qué es un auto, qué una montaña, un oso, una manzana o un
servilletero de plástico. Un muerto enterrado en un pozo bajo la losa de un
edificio. ¿Pero qué es el amor?, se pregunta hoy, tal vez por primera vez en la
vida, Pablo Simó”, expresado de otra manera (cada uno tiene su
personalidad, su estilo, su universo, ese algo que les hace especiales y
establece esa conexión especial que transforma al en principio mero lector en
cómplice), es algo que alguna vez han sentido personajes nacidos de la pluma de
Saramago pero, por encima de todo, es algo que nos hemos preguntado cada uno de
nosotros, con palabras similares o hasta puede que opuestas, cada uno a su
modo, más o menos conscientemente, desde todos los siglos el ser que se llama
humano y racional intenta verbalizar, aprehender y comprender aquello que
sucede, como diría la Poncia, en el interior de los pechos.
Claudia Piñeiro observa, analiza, critica, ironiza, denuncia, es algo
consustancial a su prosa y a su personalidad, a veces caricaturizando,
provocando la carcajada, la hilaridad, la respuesta divertida de quien lee, en
otras taladrando lo que sucede (y, por lo tanto, haciendo más grande la grieta
para que, así, quede al descubierto, a la luz pública, al escarnio público, lo
que no debe pasarse por alto) hasta sus últimas consecuencias, congelando nuestra
sonrisa, invitando a la reflexión, provocando (que no imponiendo) adhesiones,
despertando (que no alienando) conciencias (de ciudadano, no de fiel creyente),
envolviéndonos con su escritura diáfana y directa, magníficamente pulida y
limpiada de polvo y paja, narrando con precisión de cirujana, sugiriendo con
sumo acierto, sin excederse ni por arriba ni por abajo, conectando con lo más
elemental y común, después será el lector el que decida dónde se posiciona
cuando, por ejemplo, un personaje -Leonor- espeta al protagonista: “Todo el mundo hizo alguna, Simó, vos lo
sabés, más grande, más chica, pero la hizo. Y si no la hizo, ya la va a hacer,
y si no la termina haciendo, se va a arrepentir, a nadie le gusta ser el único
estúpido”. Un libro nunca tendrá todas las respuestas, incluso puede que no
tenga ninguna, Claudia Piñeiro no lo pretende pero uno sí encuentra en sus
páginas el ánimo (o así le gusta verlo), el impulso, las ganas contagiosas de
que el mundo siga girando mientras somos participantes activos, que no hay que
esperar que nos concedan la libertad porque viene con cada uno de nosotros,
porque es patrimonio de todos y nadie es su dueño para eso (mucho menos para
negarla, para hurtarla, para restringirla), que exigirla y, llegado el caso, luchar
por ella (es decir, luchar por la vida) es la única pelea que merece la pena,
que si en ocasiones “se detiene el mundo
una fracción de segundo para de inmediato empezar a girar a toda velocidad en
sentido contrario”, esa variación de dirección no es irreversible y en nuestras
manos está el volver a pararlo para gire de nuevo en el sentido adecuado, las
grietas pueden (y deben) rellenarse antes de que lo resquebrajen todo y
provoquen la demolición del edificio.