Pensaba poner a este texto otro título (y así se lo anticipé a Mariano
F. Urresti), uno que lleva mucho tiempo dándome vueltas, pero creo que conviene
dejarlo (porque le cuadra más -y viceversa, creo que el que pueden leer un poco
más arriba es el idóneo para lo que ahora nos ocupa-) para algo que quiero
hacer, que pensé como digo hace bastante (esos proyectos míos que quedan años
en la bandeja de asuntos pendientes), y que gracias a la lectura de Los fantasmas de Bécquer se ha
reactivado, es decir, regresar (como tantas veces) a los orígenes, leer de
nuevo al poeta sevillano (en realidad, siempre me ha atraído más su prosa, debo
confesar), no en vano tomé su nombre y una de sus Rimas para llamar a este blog (y, de paso, contar cómo llegó este
ángulo oscuro del salón a serlo -que me disculpen los pacientes y fieles
lectores si me equivoco, pero creo que nunca lo he compartido con ellos, confío
en no repetirme cuando encuentre la ocasión propicia-), enfrentarme tantos años
después a lo que fue lectura gozosa (y deseada, en seguida explico por qué utilizo
este adjetivo) en los últimos cursos de la extinta EGB, esa en la que Bécquer
(aunque fuese de cierta manera) era parada obligatoria. Es lo que provoca Mariano
con sus novelas (al margen de admiración y diversión, ambas a raudales)
centradas en el universo literario, establece una comunicación muy directa con
aquel que conoce las obras/autores que utiliza como punto de partida (y de
llegada, depende de cada novela), hay múltiples guiños que despiertan un interés
añadido (el del ratón de biblioteca que gusta compartir las experiencias lectoras
con sus semejantes), abre las ganas de volver (o de descubrir, que también
puede darse el caso puesto que sus obras son completamente legibles, comprensibles
y disfrutables para cualquiera, no importa lo que se sepa/haya leído antes) a las
páginas que, de un modo u otro, le han inspirado.
Cuando hablé sobre Helena de
Paulina Vieitez en días pasados, mencioné que había conversado telefónicamente
con Mariano F. Urresti a propósito de Los
fantasmas de Bécquer, novela publicada por Almuzara, y que otro de los
escritores que salieron en nuestra conversación fue Juan Ramón Jiménez, al que
traje a colación poniéndolo en el mismo grupo que Santa Teresa o el propio
Bécquer, es decir, aquellos autores que nos llegaron sesgados, mediatizados,
reinterpretados, no completos, con intencionalidades políticas y/o religiosas,
gentes a las que al menos leíamos, sí, comentábamos en clase, estudiábamos, incluso
nos hacían memorizar algunos fragmentos o poemas, pero en los que no nos
consentían ir más allá si teníamos curiosidad. Es decir, a lo largo de aquellos
años escolares, Juan Ramón fue poco más que el autor de Platero y yo, alguna poesía suelta aquí o allá, memorizar (como de
tantos) fechas, títulos de obras y algún hecho destacado (en este caso, todo un
Nobel), pero al final siempre volvíamos (apenas salíamos de allí) a lo de “Platero es pequeño, peludo, suave; tan
blando por fuera que se diría de algodón, que no tiene huesos”; algo
similar sucedía con la santa de Ávila, sólo les interesaban sus éxtasis y el
famoso “Vivo sin vivir en mí” (que,
por cierto, también utilizase San Juan de la Cruz, no sé quién lo hizo primero)
y a la que, aunque no éramos capaces de captarla en su plenitud (por fortuna, la
web de RTVE o las ediciones en los diferentes formatos domésticos permiten su
revisión), descubrimos literaria y humanamente (no es un oxímoron) gracias a la
espléndida serie dirigida por Josefina Molina y protagonizada por una Concha
Velasco insuperable. Y, le cuento a Mariano, algo similar vivimos con Bécquer
porque, leyésemos más o menos, todos en esa etapa escolar teníamos en común los
libros de Enid Blyton o la colección de Los Tres Investigadores, nos atraía el
misterio, aquellas películas de terror que no podíamos ver en el cine porque no
eran toleradas, cómo resistirse a unas Leyendas,
las de Bécquer, que se titulaban El monte
de las ánimas, El Cristo de la calavera, La cruz del diablo o El Miserere, pero con alguna honrosísima
excepción (Ana, nuestra tutora en 6º curso), resultaba casi imposible que nos
permitiesen leerlas porque había que aprenderse algunas Rimas, oscuras golondrinas que volvían a colgar sus nidos en cierto
balcón, prometer mundos y cielos a cambio de miradas y sonrisas pero no saber
qué dar por un beso, pupilas azules interrogantes y, por supuesto, un arpa
silenciosa, polvorienta y “de su dueño
tal vez olvidada”. Comprenderán el ánimo de revancha y satisfacción personal
(incluso me atrevería a decir de regodeo y con ánimo de hacer una sonora
pedorreta a aquellos docentes) cuando, casi desde las primeras páginas, Los fantasmas de Bécquer especula con la
posibilidad (nada fantasiosa porque hay datos, hechos y escritos que la avalan)
de que el escritor considerado epítome del Romanticismo tal vez no lo fuese
tanto y que la imagen generalizada (e impuesta) que se tiene de él no se
corresponde con lo que fue su realidad.
“Considero a Bécquer como la
encarnación de Edgar Allan Poe en España, ya sé que no es algo exacto, pero a
mí me lo recuerda, tanto en sus “Leyendas” como en algunas “Rimas”. Era un
autor que llamaba la atención desde hacía tiempo, pero siempre para adentrarme en
la trastienda de su biografía, presumía y descubrí que era cierto que podía
haber una conexión entre el Bécquer más misterioso y el mundo esotérico, el
mundo espiritista. También me llamaba la atención su incongruencia, lo que no
es negativo, eso lo engrandece porque nadie es perfecto: Bécquer se muestra
imbuido de lo esotérico, hay rimas en las que parece hablar de otros mundos y
hasta hace referencia a viajes astrales, en las “Leyendas” se ocupa, por
ejemplo, de los Templarios, pero no conviene olvidar que era un hombre al
servicio de un gobierno conservador, fue nombrado censor de novelas por Luis
González Bravo, fue un hombre al que en última instancia podríamos calificar de
estómago agradecido. Y esa ambivalencia, ese digamos doble Bécquer que hasta se
advierte en su estética, una cosa es el retrato que le hace su hermano
Valeriano y que aparecía en los billetes de 100 pesetas y otra bien distinta su
verdadero rostro, el del caballero burgués que se hace fotografiar cuando vive
en Madrid, esa ambivalencia, decía, estética e ideológica fue lo que más me
atrajo”. Es un enorme placer escuchar a Mariano cómo se/nos adentra en
Bécquer, en el mitificado, en el inmortalizado, para ir contraponiéndolo con lo
inapelable, con lo que está demostrado, una vez más el novelista fabula desde
lo real y consigue aunarlo todo en una trama absorbente y muy reveladora: “Se da el caso, y es parte central del
argumento de mi novela, que Bécquer murió sin ver editadas las “Rimas”: las
originales desaparecieron en 1868 cuando el manuscrito estaba en poder de
González Bravo con el propósito de que éste escribiera un prólogo y ese hecho
coincide con la Gloriosa, la revolución liberal, durante cuyo estallido se
asalta la casa de González Bravo y aquel primer poemario se pierde. Más tarde,
durante su exilio en Toledo, Bécquer reconstruye de memoria las rimas que
recuerda, trabaja con algunas notas que conservaba, ese es el llamado “Libro de
los gorriones” que editarán sus amigos un año después de su muerte, poniendo
1.000 reales cada uno. Es decir, Bécquer no llegó a vivir la fama de su poesía,
él vivió fundamentalmente del periodismo, siempre nos ha llegado una imagen
ciertamente distorsionada: lo presentan como un poeta almibarado, lánguido y
romántico que supuestamente fallece de tuberculosis, con el tiempo expertos en
la materia aseguran que sería la sífilis la causa de su muerte, frecuentaba los
prostíbulos cercanos a la Gran Vía en lo que ahora son las calles de Libreros y
de la Flor Alta, es decir, el mito se va desmoronando por todos lados”.
Pero que nadie piense que Mariano actúa como iconoclasta, todo lo
contrario, qué mejor homenaje que profundizar en la obra (y en la vida) de un
autor con ojos escrutadores, curiosos, intrépidos, con ganas de seguir
descubriendo, especulando, interpretando, es decir, manteniéndola viva, actual,
con mucho por decir a los lectores del siglo XXI, tal y como lo demuestra gran
parte de su producción literaria, la centrada, precisamente, en el arte que él
practica con suma gracia y excelentes resultados, tal y como demuestran Las violetas del Círculo Sherlock, La tumba
de Verne, Agatha escribía con sangre y
ahora Los fantasmas de Bécquer: “Mi idea general siempre ha sido la de saldar
una deuda con autores que fueron importantes en mi vida, que lo siguen siendo
porque disfruto con las relecturas; así, han ido apareciendo en mis novelas
Sherlock Holmes, el personaje de Conan Doyle, Julio Verne y Agatha Christie. Mi
máxima pretensión es rendirles homenaje y reivindicar ese otro lado de su vida
que ha quedado olvidado o desconocido”. Y, aunque novelísticamente le ha
permitido construir una novela de intriga en la que convergen de manera prodigiosa
y plausible acontecimientos históricos tan dispares como el desembarco de
Normandía y lo sucedido en torno al manuscrito perdido de las Rimas, Mariano no reniega del Bécquer
que se ha hecho popular, simplemente quiere ampliar el foco, despejar incógnitas,
dotarle de una entidad más real (y verosímil): “Hay que decir que, tal vez afortunadamente, ha prevalecido el mito: el
Bécquer real fue un hombre de vida sentimental conflictiva pero no el sentido
romántico que gusta dar a sus versos, sino en el sentido más turbulento”.
Cada lector hace, aunque suene redundante y hasta tonto, su propia lectura, por
más que se documente, se informe, crea a pies juntillas lo que cuenta aquel,
ignore datos fundamentales, será lo que nos quede pasado el tiempo, las
sensaciones evocadas, lo mucho o nada que frecuentemos a un autor (o releamos
un libro), lo que va a fijar en nuestro corazón, en nuestro ánimo, incluso en
nuestra mala o tramposa memoria, qué representa o deja de representar tal o
cual escritor, los letraheridos somos así, nos gusta, nunca mejor dicho,
creernos ciertas leyendas o acuñarlas nosotros (eso sí, quién tuviera una pizca
del talento de Mariano F. Urresti para extraer una novela de alguno de nuestros
diálogos privados con los libros): “Planteo
en la novela, dejando muy claro que es ficción aunque pueda ser plausible, que
los amigos de Bécquer podaron el libro de aquellas rimas de corte puramente
espiritista, también de otras que eran más explícitas en lo sexual que algunas
que han quedado. Por ejemplo, encontramos aquello de “una mujer me ha
envenenado el alma, otra mujer me ha envenenado el cuerpo” y podemos
interpretar que está hablando de la sífilis, lo que no es descabellado según
confirman algunos expertos. ¿Por qué no pensar que eliminaron todo aquello que
iba en contra de la imagen que de él se quería transmitir? Aún más, ¿recordó o
reescribió todas las rimas del manuscrito original?”.
Con este fantástico juego literario
como excusa, Mariano F. Urresti pone en funcionamiento una maquinaria que nunca
emite ni el más mínimo chirrido y que lleva al lector en volandas por
diferentes localizaciones y épocas sin que nada (los necesarios datos
históricos, la documentación manejada, los varios protagonistas que entrecruzan
sus destinos) interfiera en el disfrute, en la diversión, en el portentoso entretenimiento
que es Los fantasmas de Bécquer, en
la que, por cierto, el sevillano sólo aparece como referencia, nunca como
personaje (pero su espíritu, no podía ser de otra manera, sobrevuela en cada
página): “Bécquer no dice nada en toda la
novela pero está permanentemente presente, eso está bien, jajaja. Es algo que
también ocurría en “Las violetas del Círculo Sherlock”: había personajes que
emulaban a Sherlock, que seguían sus relatos para intentar atrapar a un asesino
que tampoco era Jack el Destripador, a quien también se evocaba. Es Bécquer el
que mueve los hilos: su vida, qué pasó con el manuscrito perdido, su obra va a
afectar a todos los personajes”. Y entre ellos destaca un viejo conocido de
quien ha leído anteriormente a Mariano, al menos una de sus novelas en concreto:
“Miguel Capellán llega directamente desde
“La tumba de Verne”: es un oportunista al que quise construir así para que
fuese odiado, es el retrato de mucha gente similar a la que encontramos en
todos los órdenes de la vida, no sólo en la literatura, alguien que carece del
talento que la gente le otorga pero sabe camuflar su mediocridad y es la viva
imagen de lo injusto que es el éxito en muchas oportunidades. A Capellán le
ponen en la pista y en la dirección adecuada diversos golpes de suerte que no
hace nada por merecer, pero son los que le van a permitir construir una novela
y creo que eso plantea un juego divertido con el lector. ¡Quién sabe si no
estoy retratando el modo en que algunos autores han construido sus novelas,
jajaja!”. De lo que no puede caber duda es del esmero que Mariano F.
Urresti pone en cada trabajo, mezclando sabiamente oficio y pasión (de escritor
y lector) para no caer en lo didáctico ni en lo discursivo, es decir, para que
prime la ficción, la que en muchas ocasiones se antoja muy cercana -incluso demasiado-
a la verdad, así lo parece y así es cuando en lo escrito hay tanta sabiduría (intelectual
y emocional) como para narrar la mejor leyenda de Bécquer: él mismo.