Si suelen decirme que los temas me cunden que da gusto (por muy breve que me plantee un texto, me pongo a darle a la húmeda -o a teclear sin freno, que es lo mismo- y tengo que imponerme un punto final o podría seguir como Buzz Lightyear, ya saben), si soy el primero que acepta que mi modo de encarar cualquier asunto es remontarme hasta los romanos (más ahora que estoy gozando de lo lindo con algunos de los documentales debidos a la grandísima Mary Beard), si para contextualizar, poner en antecedentes, ir desgranando estas memorias de lector/espectador traigo a colación un montón de datos, anécdotas, personas, experiencias previas que, en realidad, no tienen mucho que ver con el que se supone es el tema principal, hoy, sin desviarme un ápice de mi objetivo, podría hacer uno de los párrafos más largos que jamás han salido de mis dedos, enumerando los múltiples motivos, las razones concretas por las que he sido seriéfilo (o seriéfago, no lo tengo claro) desde mucho antes de que empezásemos a utilizar este todavía neologismo que se va convirtiendo en palabra muy usada. Sí, bien lo padecen los habituales, no digamos los cercanos, los íntimos, lo proclamo hoy en el título, me pongo a hablar y encadeno subordinadas sin dar tregua, reúno sinónimos para reforzar una idea o establezco/propongo (ahí tienen un ejemplo) aparentes (o totales) dicotomías en que los términos terminan por complementarse o, al menos, ampliar el campo de visión (o la posible interpretación), algo que, ya lo he explicado en diferentes ocasiones, tomé prestado (y nunca igualado) del maestro Umbral y, las cosas como son, tanto lo he interiorizado que a veces soy el primer sorprendido cuando, queriendo utilizar sólo una palabra, brota espontáneamente un dúo.
Ya metidos en harina, no puedo evitar reivindicar a los viejos (aunque
sólo sea por años de ventaja) consumidores de series, esos que llevamos años
cantando las excelencias de las ficciones televisivas, esos que ni nos
avergonzamos ni renegamos del pasado, porque ni todo era tan nefasto como se
quiere hacer ver (en realidad, lo contrario: no se revisa, no se conoce, se
dice que no vale por ser de otra época, se mete todo en el mismo saco y punto)
ni todo lo de ahora es tan magistral como algunos cantan sin profundizar ni
analizar (ni mucho menos diferenciar -salvo alguna honrosa y, por fortuna, cada
vez más numerosas excepciones-, generalizando de nuevo). Es cierto que a muchos
(empezando por la propia profesión que en tantos casos lo consideraba indigno,
un saldo, algo puramente alimenticio, la única salida, un rebajarse y
desprecios similares) se les ha ido cayendo la venda de los ojos, en parte
porque se han dado cuenta de que, aunque la dictadura de las audiencias sea tan
o más cruel que la de las taquillas, en televisión hay más posibilidades de
hacer un trabajo personal, cuidado, de largo recorrido, que poder ir
perfilando/matizando según se desarrolla y ofrece, que el cine se ha/lo han
transformado en una maquinaria implacable, en un ocio que cada vez resulta más
oneroso para el espectador (en muchos sentidos, no sólo en el precio de cada entrada),
que tiene que buscar otro tipo de ofertas/propuestas para convocar públicos
millonarios (por número de asistentes, no por lo que contienen sus bolsillos),
que hay nuevos hábitos de visionado y eso no impide que sea espectador fiel y
rendido de lo que se ve en pantalla grande con lo que puede disfrutarse en otras
de distintos tamaños (a veces, por cierto, más esplendorosas que las de ciertas
salas que siguen cobrando un precio abusivo por una proyección más cercana al
Cine Exin). Aceptamos barco como animal de compañía, claro, en el sentido de que
gente imaginativa, talentosa, con galardones importantes, con trayectorias destacadas
y reseñables (muchos buscando refugio/cauce para sus proyectos -incluso control
sobre ellos-) se ha volcado en lo televisivo, pero a buen seguro no gozaríamos
del panorama actual de no haber existido antes (y la mejor prueba son los
remakes, recuperaciones, actualizaciones, nuevas temporadas de series
finiquitadas hace tiempo) aquellos títulos que tantas horas nos entretuvieron,
divirtieron, sorprendieron e hicieron soñar, aquellos fenómenos que llenaban
horas de conversación encendida y emocionada, que llevaron a muchos intérpretes
a las portadas de las revistas, que provocaron calles desiertas durante la
emisión de algún capítulo, y por no hacer esto más largo de lo prometido
(aunque ya me excedí) cabría decir que en ese terreno poco tenemos en España
que envidiar al resto, recuérdense Verano
azul, Los gozos y las sombras, Historias para no dormir, la Novela de las sobremesas o Anillos de oro.
Y no puedo/quiero terminar sin agradecer a mis padres (y sobre todo a mis tíos Carmen y Miguel) la libertad que me dieron para navegar sin reparos en el mundo de la ficción televisiva (también en el de la literaria), vigilando sólo que ciertas cosas no cayeran en mis manos antes de tiempo (y lo comprendo y comparto), alimentando mi pasión (y hasta mi vocación aunque ni ellos ni yo lo sabíamos entonces), faciltándome el acceso (ayudados, como tantas veces hay que reconocer/reivindicar, por la programación infantil -y el resto- de TVE) a personajes que, de un modo u otro, han sido claves en mi maduración, en mi personalidad, en mi vida (y muchos lo siguen siendo: compañeros de viaje para siempre). Hemos recordado en alguna otra ocasión las grandes obras de la literatura que gracias a los dibujos animados o los tebeos conocimos sin que fuera necesaria la sangre (la letra entraba por sí sola), también hicimos lo propio con los programas dramáticos del casi único canal que veíamos (el UHF apenas se sintonizaba, los espacios allí arrinconados -así nos parecían- no despertaban nuestro interés), dejemos que desfilen, por ejemplo, George y Mildred (es decir, Los Roper, un spin off -al que de aquella nadie llamaba así- de la también memorable Un hombre en casa), los hermanos Jordache y el perverso Falconetti (de Hombre rico, hombre pobre), Rothgo y Velor peleando por hacerse con el Nidus (Dentro del laberinto fue para muchos, primero, el título de una magnífica serie británica), Claudio, Calígula y Livia (si bien es cierto que sólo vi algunos fragmentos y que, lógicamente, no entendía lo que pasaba -pero la cabecera y la maligna elegencia de Siân Philips me dejaban con la boca abierta-, Charles y Sebastian (de Retorno a Brideshead) y, por supuesto, así en catarata, aquellos cuatro detectives a los que Pepe da Rosa reunió en unas sevillas (Kojak, Columbo, McCloud y Banacek), las tres muchachitas que fueron a la academia de policía, la tripulación (y los pasajeros) del Princesa del Pacífico, Thomas y Sarah (salidos de Arriba y abajo, que no pude ver porque se emitía en la sobremesa mientras yo estaba en el colegio), la señora Fletcher cuando ya era algo más mayor, en fin, ya ven que podría seguir hablando en serie y sobre series, porque la cosa no es de ahora.
Y no puedo/quiero terminar sin agradecer a mis padres (y sobre todo a mis tíos Carmen y Miguel) la libertad que me dieron para navegar sin reparos en el mundo de la ficción televisiva (también en el de la literaria), vigilando sólo que ciertas cosas no cayeran en mis manos antes de tiempo (y lo comprendo y comparto), alimentando mi pasión (y hasta mi vocación aunque ni ellos ni yo lo sabíamos entonces), faciltándome el acceso (ayudados, como tantas veces hay que reconocer/reivindicar, por la programación infantil -y el resto- de TVE) a personajes que, de un modo u otro, han sido claves en mi maduración, en mi personalidad, en mi vida (y muchos lo siguen siendo: compañeros de viaje para siempre). Hemos recordado en alguna otra ocasión las grandes obras de la literatura que gracias a los dibujos animados o los tebeos conocimos sin que fuera necesaria la sangre (la letra entraba por sí sola), también hicimos lo propio con los programas dramáticos del casi único canal que veíamos (el UHF apenas se sintonizaba, los espacios allí arrinconados -así nos parecían- no despertaban nuestro interés), dejemos que desfilen, por ejemplo, George y Mildred (es decir, Los Roper, un spin off -al que de aquella nadie llamaba así- de la también memorable Un hombre en casa), los hermanos Jordache y el perverso Falconetti (de Hombre rico, hombre pobre), Rothgo y Velor peleando por hacerse con el Nidus (Dentro del laberinto fue para muchos, primero, el título de una magnífica serie británica), Claudio, Calígula y Livia (si bien es cierto que sólo vi algunos fragmentos y que, lógicamente, no entendía lo que pasaba -pero la cabecera y la maligna elegencia de Siân Philips me dejaban con la boca abierta-, Charles y Sebastian (de Retorno a Brideshead) y, por supuesto, así en catarata, aquellos cuatro detectives a los que Pepe da Rosa reunió en unas sevillas (Kojak, Columbo, McCloud y Banacek), las tres muchachitas que fueron a la academia de policía, la tripulación (y los pasajeros) del Princesa del Pacífico, Thomas y Sarah (salidos de Arriba y abajo, que no pude ver porque se emitía en la sobremesa mientras yo estaba en el colegio), la señora Fletcher cuando ya era algo más mayor, en fin, ya ven que podría seguir hablando en serie y sobre series, porque la cosa no es de ahora.