“Ser lector es uno de los grandes
privilegios de la vida”, así se expresó John Banville, el fabuloso, impresionante
y clásico en vida John Banville, durante la charla/presentación celebrada en el
Espacio Fundación Telefónica el pasado mes de mayo con motivo de la publicación
en España (de la mano de Alfaguara y con traducción de Miguel Temprano García)
de la que es por el momento su última novela, La señora Osmond, todo un órdago a la grande, una osadía de un
tamaño descomunal de la que sólo un escritor de su talla puede salir indemne y
reforzado, en seguida iremos con ello, pero querría detenerme un segundo en
algo que me resulta significativo (y gozoso): prometo que pensaba empezar el
texto de otra manera, pero revisando las notas que tomé durante aquel evento
(rápidas y a vuelapluma porque estuve tuiteando con el fervor del admirador y el
entusiasmo del ratón de biblioteca) topé con esa frase que, de un modo u otro, si
no formulada exactamente sí en espíritu, esencia y realidad diaria de un
servidor, ya había aparecido en este ángulo oscuro del salón, celebrando esa
condición que tuve desde antes de tener verdadera conciencia de la misma,
privilegio aumentado por el hecho de que mi profesión me ha permitido/regalado
la posibilidad de conocer a muchos autores por los que siento devoción, que me
han acompañado, ayudado, enseñado, mejorado, sanado, aliviado, respondido
preguntas, hecho nacer otras, abonando y satisfaciendo mi curiosidad. Mi
sorpresa (aunque no es tanta porque se nota quién ama algo de verdad y quién no
y en ese lugar llevan ya un tiempo demostrando lo primero) viene cuando, al
entrar en la página del Espacio Fundación Telefónica para corroborar algún
dato, encabezando el resumen del encuentro con Banville, con cuerpo de letra
más grande que el resto del texto, actuando como entradilla al mismo, hay unas
pocas líneas que, precisamente, recogen la misma frase, ese permanente regocijo
que experimenta quien está leyendo o sabe que lo estará haciendo poco después y
anticipa el placer (y, como digo, comprendo que, aunque contó cosas muy interesantes,
sea esa declaración de amor por la lectura la que más perdure y trascienda).
Quién tuviese sus recursos, su sabiduría, su capacidad expresiva, su
mirada introspectiva, su sensibilidad, su conocimiento, salvado lo cual (o sea,
quedándonos a años luz) podríamos decir que de no ser John Banville el lector
que reconoce (y demuestra) no tendríamos una novela tan espléndida como La señora Osmond, aunque uno (e imagino
que gran parte de aquellos que en algún momento han navegado y habitado -y seguro
que se han quedado con parte de lo vivido muy aferrado al corazón- las páginas
de esa absoluta maravilla que el genio de Henry James tituló Retrato de una dama sentirán algo
similar) no se ve capaz de conseguir ni una sola línea que merezca la pena,
mucho menos colocándose a la enorme y poderosa sombra del inalcanzable creador
de los personajes que conocen nueva vida (iba a decir “recobran”, pero son
inmortales, no han dejado de estar vivos) gracias al arrojo (algo que tampoco
poseo y sumo a las carencias anteriormente expuestas) de Banville, por más que
él quite importancia al hecho en sí de escribir y no lo dice con menosprecio ni
falsa humildad, simplemente describe cómo lo vive él (y práctica no le falta): “Creo que si te concentras profundamente en
una tarea, la puedes hacer: es una experiencia extracorporal, me evado de mi
propia mano, el tiempo se detiene, no soy consciente del todo, es un estado muy
raro”. Lo único que uno puede corroborar, pero únicamente como reflexión
íntima o compartida en voz alta con otro lector (se da la circunstancia de que Retrato de una dama es la novela favorita
de Pablo, a quien también entusiasma la adaptación cinematográfica dirigida por
Jane Campion que, más allá de una esplendorosa Barbara Hershey, me dejó bastante
frío -o sea, que la hemos discutido y analizado bastante-), es la imperiosa
necesidad de ponerse a hacer cábalas al llegar al punto y final que en realidad
no es tal (como, por otro lado, sucede con gran parte de la obra jamesiana)
porque deja en el ánimo la sensación de unos puntos suspensivos, invita a
especular, a alumbrar y disolver en lo posible la ambigüedad que tan cara es a
James y que él supo manejar como pocos, las zonas pantanosas que impregnan sus
textos y a los lectores (uno de los motivos fundamentales para que su prosa se
mantenga a pleno rendimiento y hablando de tú a tú al mundo actual), al
habernos sumergido del modo en que lo hace en la historia casi nos sentimos
parte de la misma y, así, vamos pergeñando el destino que cada uno considera más
idóneo (o merecido) para el resto de los personajes y, por eso, Banville aceptó
el reto, le nació el impulso de “en mi
arrogancia, en mi estupidez, terminar un libro que el propio decía que no lo estaba”.
Vaya por delante que quien suscribe no considera necesario, hablando en
términos generales, continuar ninguna de las grandes obras literarias que en el
mundo han sido y serán, sobre todo cuando lo hace alguien distinto al creador
(aunque, exprimiendo la gallina de los huevos de oro o pecando de falta de imaginación
-o de ganas de arriesgar-, muchos de estos traicionan, vapulean, arrastran,
ponen en almoneda, pervierten y se ciscan sin rubor -y no sólo una vez- en
aquel título -o títulos- que le reportase en su día éxito, fortuna y/o
prestigio); por otro lado, John Banville no necesita querer parecerse a nadie o
aprovecharse del nombre ajeno para conseguir repercusión, ventas y buenas
críticas, es más, con este envite que más de uno calificará de suicida parece
condenarse sin remisión a lo contrario (sí, ya se había atrevido con Chandler
-o lo hizo su heterónimo, Benjamin Black-, la jugada le salió perfecta, pero
fueron los herederos de aquel quienes le hicieron la propuesta, no salió de
él-). Con esa dicotomía sobre los hombros (adoro a Banville/¿por qué continuar Retrato de una dama?), uno empieza a leer y a las pocas
páginas ya se ha olvidado de la posible polémica (incluso aunque suene a
sacrilegio ha dejado atrás a James) porque, aunque la evocación de lo leído
sobrevuela necesariamente, La señora
Osmond puede leerse sin conocer su predecesora (Banville, como broma, dice
que Retrato de una dama es la precuela
de su novela), se vale por sí misma, se comprende la historia sin necesidad de
leer/releer aquella que la inspira, y lo más gratificante es que huele, suena,
se asemeja a James en algunos modos, en ciertos decires, en cómo intrigan
comportamientos, frases, silencios, reacciones de los personajes, pero no le
copia, no le fusila, no le plagia, se limita a imbuirse de su espíritu y a
hacerle/hacerse un traje a medida, es Banville en estado puro soberbiamente
mezclado/aderezado con James: “Ella
siempre había concedido gran importancia a la idea de la independencia
personal: la vida se da una vez, sin posibilidad de repetición o revisión, y el
actor individual a quien se concede el don vivificador debe interpretar su
papel en el escenario con total convencimiento y sabiendo que sólo habrá una noche
de estreno y ninguna “reposición”. ¿Qué derecho tenía nadie a levantarse de su
butaca, subir al escenario e intentar modificar sus acciones?”.
Seguro que habrá (y los hay) expertos en la materia que podrán/sabrán
leer con lupa y encontrar defectos, desvirtuaciones, si se quiere ofensas a la
obra original (repito que me parece inalcanzable, mucho más insuperable), soy
el primero que, a pesar de mi confianza ciega en un señor del que, hasta el
momento, todo lo que he leído me ha cautivado, cogí el libro con cierta
aprensión, muy temeroso, el listón estaba en una cota tan extrema que sólo
podía calificarse de temeridad lo que Banville había hecho, pero, como es marca
de la casa, atrapa desde las primeras líneas, maneja con tanta brillantez el
tempo, los diálogos, las introspecciones, las diferentes escenas (cómo aparece
o la abandona un personaje es la asignatura pendiente de demasiados autores,
James se manejaba en ese aspecto con una soltura envidiable -como todo lo demás-,
consciente de que no es posible alcanzar el modo maestro en que Madame Merle
irrumpía en el original, Banville sigue para su presentación los pasos dados por
quien la creó para, ahí sí, hacer un guiño a quienes recuerden aquel para quien
esto escribe inolvidable y sublime fragmento del original), conoce tan
magníficamente los resortes para articular una narración emocionante que
dejamos a un lado aquella Isabel Archer para centrarnos en la Isabel Osmond que
huye de ese apellido, el de su marido, por más que reconozcamos a aquella, a la
que Banville no quiere ni acallar ni enmendar la plana: “Isabel había declarado una vez, no recordaba con exactitud a quién
-debió ser a lord Warburton, o a Caspar Goodwood, daba igual-, su disposición a
ser desdichada y sufrir dolor si ese era el precio de vivir una vida plena. La
idea, ahora que la revisitaba en la memoria, le pareció un intento de poner a
mal tiempo buena cara ante la derrota de su ser”. Es un inmenso placer
paladear una prosa tan medida, con tanta musicalidad (¡Gracias, Miguel Temprano
García, por un trabajo tan minucioso e impecable!), con un ritmo cronometrado
al milímetro, con tanta tensión latente, con descripciones precisas y
concienzudas pero nada morosas de ambientes, sensaciones, pensamientos y
acciones, con frases para recordar y grabarse a fuego, valgan dos o tres
ejemplos: “Es una mujer [Lydia Touchett]
a quien la vida ha decepcionado -dijo
[Isabel]-. Eso endurece a cualquiera”,
“(…) para Isabel la libertad era y había
sido siempre una cualidad significativa, tal vez la más significativa de todas,
pues ¿cómo iba a ser tolerable la vida si estabas atrapada y rodeada de trabas
por todas partes?”, “Isabel se
preguntó si no se habría convertido en una de esas personas misteriosamente
señaladas, portadoras de una herida tenebrosa, cuya compañía les resulta
difícil soportar a los demás”.
John Banville ha conseguido una hazaña: medirse con Henry James y no perecer
en el intento, lo malo es que surge el temor de que lo venga después esté por
debajo, aunque, y aquí tenemos la prueba, el irlandés nos ha acostumbrado a
esperar de él excelencia sin interrupción, radiografiando a la perfección a los
seres humanos, esos que, como escribió el propio James, sienten en lo más profundo
de su alma latir la sensación de que la vida va a ser su ocupación durante
mucho tiempo (es la cita de Retrato de
una dama escogida para dar la bienvenida al lector de La señora Osmond), motivo por el que, tal vez, Banville se siente
obligado a explicar que “(…) la vida no
es una metáfora. No es un monólogo teatral ni un deslumbrante número circense.
Es un proyecto mundano que no se realiza en el aire luminoso ni sobre tablones
barnizados, sino en el suelo, sin el toque transfigurador del arte, sin éxtasis
de ningún tipo, excepto en esas ocasiones, raras y preciosas, en la que a la
luz del día, e impelidos por potencias misteriosas mayores que nosotros, nos
parece que el mundo estalla con un resplandor sobrenatural”. Cuando una
novela consigue impactar del modo en que ésta lo hace, uno no puede dejar de
seguir festejando (y agradeciendo) el privilegio de ser lector y compartir el
camino con semejantes compañeros de viaje.