Como a tantas devociones literarias entre las que destaca y brillará
siempre el maestro Umbral (no sólo por lo que le debo como lector, sino por
aunar como pocos mis dos querencias fundamentales, la de siempre -leer- y la
que descubrí con el tiempo pero anidaba en mi interior casi desde que tengo uso
de razón hasta que abrí los ojos gracias a Luis Landero y la convertí en mi
profesión), llegué a Carmen Posadas gracias a los periódicos (aquellas columnas
de opinión que seguía con el mismo o mayor fervor que la serie que estuviese de
moda, tantos artículos, las críticas de cine y libros, los reportajes, iba
aprendiendo los diferentes géneros, estaba alimentando mi vocación sin ser muy
consciente de ello). En realidad, la conocía gracias a estos (y a las revistas,
por qué negarlo si también en sus páginas me fui forjando en estas diferentes
facetas que ahora indico), sabía de su fundacional Yuppies, jet set, la movida y otras especies así como de su
trayectoria como escritora infantil (eso es lo que me interesaba/interesa de
ella por más que, a su pesar, recibiese más atención por su vida privada), pero
nunca la había leído hasta que durante un mes (no podría precisar el año, tal
vez 1988, sin embargo creo poder afirmar que fue durante enero) ocupó una
especie de tronera, un recuadro, un suelto que Diario 16 publicaba en sus
páginas de opinión y reservaba diariamente durante ese periodo para una misma
firma invitada. Ahí empecé a gozar (y a sentirme conectado) con su fina ironía,
con su crítica elegante, con su perspicacia, con su capacidad para retratar
usos, costumbres, modos, maneras, tipos -y tipas-, para diseccionarlos en/con
pocas palabras, con su humor soterrado y sutil, con su olfato y vista de lince
para el detalle, para el hallazgo con el que enhebrar un texto y dotarlo de
vida y personalidad (algo que sabe multiplicar a placer en sus novelas, dando a
cada uno el espacio/tratamiento adecuado -lo veremos a continuación-). Y, las
cosas como son, regocijado con estas breves pero sustanciosas muestras de
talento debo confesar que quedé un tanto decepcionado cuando me zambullí en la
obra antes citada (aquella que se subtitulaba Manual del perfecto arribista), me supo a poco, la encontré algo
así como tibia y/o esquemática, fue de esas veces en que recordé a Gracián
(algo que no suelo hacer, bien lo sufren los leales, cuando me desahogo en este
ángulo oscuro del salón) porque extraje más disfrute y materia para reflexionar
de unas cuantas líneas diarias que de todo un libro (simpático, sí, pero del
que yo esperaba otra cosa -con lo que el problema fue mío, está muy claro, pero
así quedó esa lectura registrada en mi memoria-).
Sólo tuve que esperar unos pocos años para resarcirme de este pequeño
chasco y jurarle adoración eterna, los suficientes para descubrir a la Carmen
Posadas novelista, para tener el inmenso placer de entrevistarla tras haber
devorado Cinco moscas azules, ese
prodigio en que ya quedaban claras algunas de las características de su
escritura de ficción: su gusto por la intriga, su continuado homenaje a la tía
Agatha (notorio para un sobrino permanentemente admirado como quien suscribe,
confirmado por ella en todas las conversaciones que hemos mantenido desde aquel
ya lejano 1996), un humor que cuando es necesario se tiñe de negro, se vuelve
descarnado, provoca carcajadas no sólo por su agudeza, no sólo por lo puramente
hilarante sino también por su osadía, por su inconveniencia, por hurgar en la
herida, pero nunca pierde la compostura, da los brochazos precisos pero opta casi
en exclusiva por el pincel fino para que el trazo resulte sutil, mordaz,
parezca imperceptible y así se perciba más profundamente (todo aquello que, no
en vano, solemos resumir en la expresión “humor inglés”). Y, salvo alguna
excepción que me sonroja (sobre todo porque, menos uno -La cinta roja-, tengo todos los títulos en mi biblioteca), no me he
alejado de sus novelas, he seguido disfrutando, he aplaudido su versatilidad, he
ido estrechando lazos de complicidad con esta magnífica escritora, lazos que he
tenido el privilegio de hacer algo más íntimos gracias a su generosidad, al
lujo de conversaciones distendidas y amistosas que, aunque muy espaciadas en el
tiempo, han fraguado una a pesar de lo guadianesca sólida relación alimentada y
sostenida por esa especial conexión que se produce entre lector y autora
cuando, como ella misma escribió en la dedicatoria que difundiré dentro de poco
a través de Instagram, se comparte un mismo modo de ver la vida. Nunca
agradeceré lo suficiente a mi Pepa Muñoz que propiciase el reencuentro con
Carmen gracias a una de esas tardes estupendas en torno a un libro con motivo
de la aparición de La maestra de títeres
ni a la editorial Espasa que posibilite y fomente estos cara a cara en los que
celebrar la literatura, el noble acto de leer y/o escribir (según en qué lado
estemos). Y antes de pasar a lo que ustedes están esperando, no puedo olvidarme
de Marina, mi profesora de Producción Editorial, por permitirme hacer en dos
días un examen que, previsto para otra fecha, se retrasó hasta coincidir
fatídicamente con la que llevaba tiempo reservada para la ansiada nueva cita con
la escritora (“conspiración” que también agradeció Carmen, sintiéndose muy
halagada y muriéndose de risa cuando se enteró de la historia -e interesándose
sinceramente por los trabajos que hasta el momento había hecho en clase,
pequeñas hazañas que llevo guardadas en el móvil y muestro con el mismo orgullo
-y proverbial pesadez- que emplean muchos progenitores para cantar las
excelencias de sus hijos -esas que tantas veces sólo perciben ellos, por no
decir imaginan-).
Aunque tal vez debería reservarlo para el final, puesto que Carmen no tuvo
reparos en empezar por ahí y lanzar la pregunta reclamando respuestas sinceras,
diré que, de todas las que he leído, La
maestra de títeres me parece su mejor novela, una narración de absoluta y
pletórica madurez literaria, una conjunción de géneros medida al milímetro en
la que nada chirría o desentona, una saga familiar que retrata con viveza y
verismo emocionante para quien conoció uno o varios de los momentos retratados
(o supo de ellos por los recuerdos de sus mayores, igual que la propia Carmen
como en seguida veremos) parte de la historia, de la vida cotidiana, de este
país desde los años 50 hasta la actualidad, un amplísimo abanico de personajes manejado
con enorme soltura al más puro estilo galdosiano (autor al que regresó mientras
preparaba su anterior novela, La hija de
Cayetana -es otra de las que no he leído, perdón-), un conseguido homenaje
a la obra y el autor que fueron su inspiración (y este es tan sólo uno de los
varios retos que Carmen supera con la más alta calificación): “Todos los veranos aprovecho para leer alguno
de esos novelones que no puedo leer el resto del año porque me paso la vida en
trenes, aviones y tal. Así, le tocó el turno a “La feria de las vanidades”, uno
de mis clásicos favoritos que llevaba tiempo queriendo releer, y así me reencontré
con Becky Sharp, una mujer de familia muy humilde, sin apenas formación,
tampoco es especialmente guapa, pero consigue convertirse en todo un personaje
y triunfar en la corte inglesa. Gracias a ella, Thackeray hace un repaso de
cómo era Inglaterra durante los 50 años que abarca la novela y me puse el reto
de intentar escribir algo parecido, pero que transcurriese en España, por
supuesto. Tuve claro desde el principio que alguien similar a aquella
protagonista sólo podía serlo un personaje de las revistas del corazón: gente
que vende su vida, el público la sigue como si fuese una novela por entregas y,
encima, ganan mucho dinero, jajaja. Todo el mundo me pregunta si me he
inspirado en Isabel Preysler y no niego que he tomado algunos elementos de
ella, pero también hay algo de Tita Thyssen, de Carmen Lomana, de las Kardashian,
una mezcla de ellas y otras, incluso hay cosas que he tomado directamente de
mí: Beatriz llega a España en los años 70 y yo llegué un poquito antes, en el
65, pero tenemos prácticamente la misma edad. Así pude contar de primera mano
esa sensación de llegar a un país extraño donde parece que todo el mundo habla
de una manera rara, pero ellos te miran precisamente porque les parece que eres
tú quien lo hace, intentas ser como los demás pero no puedes y ellos tampoco te
dejan mucho… Mi intención era contar la historia de esta mujer, Beatriz, pero
pensé que para comprenderla mejor tenía que remontarme a sus orígenes y por eso
decidí contar la historia de su madre que, de algún modo, actúa como
antagonista, ya que es todo lo contrario a su hija: idealista, comprometida, no
es nada frívola, encima tiene la mala suerte de enamorarse de dos hombres lo
cual es toda una complicación, porque eso queda muy bien en los boleros pero en
la vida real es todo un lío”. La aparición de este personaje, Ina, sube la
apuesta pero Carmen asalta la banca y, de ese modo, va contando la historia en
tres tiempos, deconstruyendo la cronología, salpicando la novela de
interrogantes (quién hizo qué, cómo se llegó a, cuándo paso qué) que divierten,
sorprenden, atrapan, obligan (sin que suponga un esfuerzo) a seguir leyendo.
Ina, la madre de Beatriz Calanda, la protagonista (aunque aquella no lo
es menos por más que, ciertamente, actúe como antagonista o cuando menos como
el envés de su hija), es el personaje favorito de Carmen “junto a Antonio, todo corazón, y a Yáñez de Hinojosa con el que me he
divertido mucho y he querido hacer un homenaje directo a Galdós, lo encuentro
un personaje muy de él”, en gran parte porque, al vivir un momento que ella
no conoció, a tenido que recurrir a la memoria de quienes sí lo hicieron: “Hay muy pocas novelas que cuenten los años
50, me ayudó mucho, aunque transcurre en los 40, “La colmena”, sobre todo en lo
que al Madrid más sórdido se refiere: las penurias, el hambre, no tener para
comprar zapatos, el frío, eso no había cambiado mucho en la época que cuento
aquí. Quería que la gente recordase conmigo o descubriese cosas, como yo misma
al preguntar a las amigas de mi madre: así me enteré, por ejemplo, del
funcionamiento del “Tontódromo”, que era tal cual lo narro”. Ese es el
momento en que alguien le pregunta por qué Ina llega a España desde Bolivia y
no desde Uruguay: “Para que no fuese tan
obvio, jajaja, para que no pensaran que estaba contando mi vida; estuve dudando
entre Perú y Bolivia, a veces pensé que fuese Chile, al final surgió así, así
hablaban los personajes. Una cosa que trabajo mucho son los acentos, el modo en
que habla la gente, he procurado que en la parte de los 50 se hable de un modo
acorde con la época, muy diferente a la de los 70, no digamos al siglo XXI.
¿Quién dice ahora “chata”, por ejemplo? ¿O quién habla de “pollos” para
referirse a los chicos?”. Al margen de sumergirse en la hemeroteca y de contrastar
cada detalle con mimo buscando la mayor precisión, la máxima verdad, ha tenido
un estupendo cómplice a la hora de insuflar aliento a su retrato, por momentos
más cercano al naturalismo que al realismo, no digamos al costumbrismo que en sus
manos adquiere un tono elegante y si se quiere distante por más que no ahorre
sorna, convenientemente matizada y dosificada: “Rafael Ansón me ha servido de mucho para captar aquella época que no
conocí, cómo era la ciudad, las gentes que se movían por ella, él se movía y se
mueve por todo tipo de ambientes, me ha nutrido de pequeños detalles”.
Elegancia y fineza (en el sentido de “delicadeza y primor” que recoge el DRAE)
que están en la base, en el fondo, en la forma, en el contenido de todo lo que
escribe Carmen Posadas, algo que, explica, le viene directamente por vía
paterna: “Uruguay era muy snob en el
momento en que estudié y o se era afrancesado o se era anglófilo, los dos
bandos se detestaban entre sí. El caso es que mi familia era un poco a lo
Montescos y Capuletos porque los Posadas tiraban a lo inglés y los Mañé a lo
francés, había que tomar partido, elegí ser de papá, jajaja, por eso soy muy
anglófila. Aunque mi madre hacía la guerra de guerrillas porque nos enseñó
francés antes de que nos enviasen a un colegio inglés, fue mi primer idioma
extranjero, luego borrado cuando empecé a estudiar inglés, a pesar de que
conservo un buen acento con un vocabulario desastroso, eso sí, jajaja. De ahí
me viene lo de ser muy inglesa en las formas y el estilo, además me siento muy
identificada con una frase de Evelyn Waugh: “La mejor manera de hablar de las
cosas serias es haciéndolo en broma”. Y es algo que aplico a lo que escribo”.
Carmen se mueve como pez en el agua (y no lo oculta, nada más lejos de
ella que la fatuidad o las pretensiones ridículas de falsa intelectualidad que
algunos adoptan intentando ocultar sus carencias, vendiendo humo o trajes para
emperadores) en géneros populares a los que dota de bríos contemporáneos, a los
que rinde tributo como lectora agradecida, ahí está su ya citada querencia por
Agatha Christie (¡Qué bien lo pasamos comentando en su día la divertidísima Invitación a un asesinato!), a la que
aquí vuelve a rendir tributo demostrando cómo se puede confundir/equivocar/liar
al lector sin hacer trampas (¡Viva El
asesinato de Roger Ackroyd!) –“Toda
novela debe tener un movimiento de rotación y otro de traslación: lo primero se
refiere a que cada escena debe ser interesante en sí misma y, al mismo tiempo,
hay que ir tirando para que la historia avance. La intriga es un hilo en
suspensión que recorre toda la novela y mantiene en expectativa al lector”-,
y, por supuesto, el pulso (que se salda en tablas, lo que ya es mucho frente al
gigante tomado como referente) al gran folletín del XIX, ese microcosmos a lo
Thackeray en el que todo tiene su sentido/juega el papel adecuado: “Al ser una novela de tantos personajes no
podía seguir los hilos de todos porque entonces hubiese sido un tocho. Fue una
de las cosas que más tuve que trabajar: el cierre adecuado de todas las
historias, por eso hago un epílogo explicando algunas cosas que no aparecen,
como los rótulos de muchas películas”. Cada uno tendrá sus
momentos/personajes preferidos, no cabe duda, pero nadie se sentirá defraudado o
le parecerá que algo queda incompleto (y en todo caso, le sugiero con un guiño
cómplice y como un guante lanzado sin fuerza sobre la mesa por si lo quiere
recoger, puede seguir saldando deudas con Galdós dando otras novelas a algunas
de sus criaturas que aquí aparezcan poco o crea que aún tienen cosas que
contar).
“Me ha costado mucho escribir
sobre Beatriz Calanda porque es un personaje que puede resultar antipático y
eso es algo muy arriesgado, por más que si lo pensamos los personajes más
importantes de la literatura son seres deleznables: Otelo era un asesino y maltratador,
el protagonista de “Lolita” es un pederasta, Scarlett O´Hara es frívola e
incluso estúpida, la mayoría de los que podamos enumerar son muy reprobables.
Pero actualmente no gustan estos personajes, se quieren buenos sentimientos,
valores a seguir, cosas con las que confieso no puedo porque soy más de vieja
escuela: me interesan los personajes con claroscuros, son los reales. Por eso
digo que me costó tanto crear a Beatriz: tenía que contar cómo era, no
dulcificarla, pero crear una empatía con el lector”. Y lo logra, aunque sea
desde el no diré rechazo porque no llega a tanto pero sí cierta reconvención,
cierto estupor por más que de un modo u otro conozcamos personas similares, el
caso es que nos reímos tanto con ella (y de ella, no importa que Carmen no sea
despiadada, no es necesario, ya ponemos los demás nuestras sensaciones) que,
aunque nos resulte extraño, se nos hace muy simpática (aunque es comprensible
que haya quien se sitúe en el extremo contrario), al igual que tantos y tantas que,
sin que se tenga claro por qué, despiertan un interés extremo y de los que se
habla como si viviesen en el piso de al lado: “Yo creo que el tema principal de la novela es la verdad: siempre he
pensado, centrándome en los personajes de la prensa del corazón, que sabemos
qué pie calzan, cómo se llaman sus hijos, qué desayunan, pero se han inventado
su vida y, en realidad, no sabemos nada sobre ellos. Vivimos en un mundo
hiperinformado pero lo que se consigue es crear más confusión, “la verdad no
existe, se fabrica”, como digo en la novela”. Pues a uno sólo le queda
decir que el modo en que Carmen Posadas fabrica sus novelas deja sin aliento y
con ganas de seguir leyéndola, la verdad.