Incluso en mis épocas más furiosamente anti navideñas (es decir, lo
habitual desde hace ya muchos años y, con especial virulencia, en las que acabo
de padecer hace pocos días), no puedo evitar que el cosquilleo previo a las
jornadas festivas y de celebración se me contagie (e incluso me emocione y, por
momentos, me haga vibrar con el mismo anhelo de cuando era chaval -y
adolescente y veinteañero: aunque la ilusión y el gusto por esas fechas se
habían ido atenuando, los perdí definitivamente cuando murió el tío Miguel, sin
olvidar que, unos años antes de tan devastador suceso, haber sido el receptor
de la noticia del repentino fallecimiento de la querida Toñi mientras los niños
de San Ildefonso aún cantaban números premiados en televisión fue un zarpazo
que tiñó para siempre de luto el 22 de diciembre y lo que llegaba después-);
son esos momentos en que empieza a respirarse (por más que suene falsa o cuando
menos muy impostada e instaurada por decreto) la alegría, en que se instalan en
los corazones las ganas de festejar, de reír, de soñar, de libertad (no lo
neguemos: la Navidad solía llegar después de exámenes, era el primer respiro
del curso, cómo no esperarla con impaciencia), es como estar dentro de alguna
de esas películas o series que, por más empalagosas que resulten, uno siempre
envidia cuando refleja esos momentos en que todos hacen lo posible y lo
imposible por que el espíritu que asociamos a esas fechas y con el que las
identificamos impregne cada rincón de hogares y almas. Y, tras unas jornadas
especialmente nefastas, adquiere especial brillo y aporta un calorcito muy
agradable el recuerdo del pasado 18 de diciembre en que, como escribí en
Instagram, dejé por unas horas de ser el Grinch (aunque tampoco llego a tanto
porque, en realidad, el navideño que fui ronda por ahí inasequible al
desaliento) para dejarme imbuir por lo que se supone propio del momento, o sea,
celebración, amistad, regocijo, noche de paz (la hora a la que sucedió todo es
lo de menos).
Fue, como digo, hace casi un mes cuando, junto a un nutrido grupo de blogueros
(comandados, por supuesto, por mi Pepa Muñoz, hada madrina infatigable a quien
tanto debo en lo personal y en lo profesional), ocupé un lugar en una gran mesa
de una de las salas de las oficinas de Peguin Random House en Madrid para ser
obsequiado con un detallito personalizado muy entrañable (una bola para el árbol
de Navidad con el nombre de este ángulo oscuro del salón también llamado blog),
brindar por el 2019 y, sobre todo, dialogar con su editora sobre una novela que
acaba de desembarcar esta semana en las librerías pero que los allí reunidos habíamos
tenido el privilegio de leer en una edición anticipada, novela que, tras provocar
un auténtico aluvión de críticas elogiosas en Amazon y de mantenerse más de 40
semanas en las listas de títulos más vendidos, llega a España de la mano de
Suma de Letras y con traducción de Jesús de la Torre: Bajo un cielo escarlata de Mark Sullivan. Lo primero que conviene
aclarar es que no es “otra” novela sobre la Segunda Guerra Mundial, en el
sentido de que se centra en un personaje concreto, desconocido hasta ahora para
el gran público (e incluso para historiadores, investigadores, eruditos, gente informada)
y que, ahí radica en gran medida su interés, narra los últimos dos años de la
contienda en Italia (en Milán, especialmente), sacando a la luz un episodio (una
época) al que allí se prefiere echar tierra encima, del que apenas se habla,
que se pretende olvidar a fuerza de ignorarlo, no se trata ni para hacer justicia,
como le contó un antiguo partisano a Mark Sullivan: “[Los italianos que habíamos
sobrevivido] Seguíamos siendo jóvenes y
queríamos olvidar. Queríamos dejar atrás las cosas tan terribles que habíamos
sufrido. Nadie habla en Italia de la Segunda Guerra Mundial y, así, nadie
recuerda”. El autor dice que durante su investigación para escribir la
novela tropezó con “una especie de amnesia
colectiva en lo concerniente a asuntos relacionados con Italia y los italianos después
de la guerra”, amnesia, como se ve, escogida, dejando aflorar prejuicios y falsedades,
no desmintiendo bulos, alimentando rencores, sin querer afrontar la realidad,
echando tierra sobre tantos que merecen ser homenajeados, recordados, respetados.
Mark Sullivan pone negro sobre blanco y da difusión (e inmortalidad) a la
historia de una de estas personas, Pino Lella, un joven milanés que ayudó a escapar
a muchos judíos a través de los Alpes, alguien que poco tiempo después (y por
consejo/ruego de sus padres, queriendo evitar males mayores) se alistó en el ejército
alemán y fue reclutado como chófer por Hans Leyers, un todopoderoso general que
presumía de contacto muy directo con Hitler, el alemán más poderoso de Italia
durante aquel periodo junto a Walter Rauff -jefe de la Gestapo-, alguien a
quien se le dio muy bien (este sí, sin ningún tipo de nobles intenciones)
borrar su rastro de la Historia, la que queda y permanece, la que se sustenta
en documentos. Por momentos tal parece esta novela en la que lo más conseguido
a mi juicio es el tono, la distancia que pone entre lo que cuenta y la mirada
contemporánea, su manera a ratos aséptica de relatar sucesos estremecedores, su
dejar espacio al lector (al que, las cosas como son, hay que convencer de poco
-hablo, al menos, por mí mismo-), su afán por mostrar siempre que le es posible
las dos caras de la moneda, por no dejar fuera ningún detalle que,
aparentemente, pueda desequilibrar, tergiversar, manipular la lectura (y, por
ende, la historia contada, la que debe adquirir la mayúscula sin rubor -concesiones
novelísticas, dicho sea sin ningún tono peyorativo sólo como labor de
escritura, al margen-), su deseo de acercarse lo más posible a lo sucedido y no
quitar ni añadir nada personal. Mark Sullivan empezó escribiendo un libro
claramente de no ficción, un ensayo, un reportaje, pero desechó la idea cuando
se vio obligado a rellenar algunos huecos bien por la falta de documentos bien
porque se encontraba con testimonios confusos o episodios que no se querían
recordar (y a fuerza de sepultarlos/reprimirlos rebrotaban un tanto nebulosos)
y, sin duda, esa idea inicial permanece en lo que algunos pueden tomar por
frialdad, pero uno interpreta como acierto narrativo que diluye el posible
maniqueísmo y dota a la novela de gran verosimilitud que estremece aún más (los
personajes viven el momento, no tienen la perspectiva ni el conocimiento -o
desconocimiento- de los lectores de ahora que anticipan circunstancias, tragedias,
sucesos, el modo en que, por ejemplo, quedan al fondo y reducidos a la eufemística
denominación de “campos de trabajo” lugares que siguen perturbando, sacudiendo
y desgarrando con sólo ser nombrados provoca incontenibles escalofríos porque,
a buen seguro, eso es lo que eran para tantos, esa era la escasa importancia
que les daban, nadie hacía preguntas ni cuestionaba órdenes, viviendo su propia
tragedia mucha gente ignoraba la de otros).
Por más que, inevitablemente, Mark Sullvan recorre un camino bastante
trillado en lo que a estructura, ambiente y momento histórico se refiere,
aunque a uno le broten (no porque las copie, sino porque las evoca -o al menos
a mí, supongo que dependerá de cada uno lo que se recuerde en cada página-) imágenes
de El general de la Rovere o La vida es bella (el poderoso arranque:
el modo en que se quiebra la aparente Arcadia, cómo hay que dar la vuelta a la
cotidianidad en un segundo y no hay tiempo para plantearse dudas, se trata de
sobrevivir), el autor consigue su propia voz a fuerza, como se ha dicho, de
quedarse fuera, de no juzgar, de no intervenir, de exponer los hechos, de
ceñirse a los personajes, de aprovechar el material que tiene en las manos y
extraer excelentes resultados, de no glorificar más de lo debido, de mostrar
las lógicas debilidades y si se quiere incongruencias de alguien que ni busca
ser héroe ni se lo plantea, que actúa por impulso o porque le obligan a ello,
que, como cualquiera, no se para a pensar en las consecuencias de sus actos, no
se da o no tiene tiempo para ello. Lo fantástico del Pino Lella que Mark
Sullivan nos lega es que para unos será un héroe, para otros un cobarde, habrá
quien le llame aprovechado, habrá quien le considere avispado, algunos le
admirarán, a buen seguro alguien le despreciará, yo me quedaría con que, sin
ser consciente de ello del todo, es un superviviente nato, actúa por instinto,
es fácil juzgar (y condenar) desde nuestra perspectiva, hay que verse en la
encrucijada para saber cómo actuaríamos o dejaríamos de hacerlo por más que
podamos tener (o así creerlo) unos valores muy arraigados, que un personaje despierte
sentimientos tan encontrados como los expresados (así quedó demostrado en la
reunión de blogueros) habla del logro del autor a la hora de
dibujar/construir/reproducir una auténtica personalidad: con claroscuros, con
indeterminaciones, con imperfecciones, con alma y corazón. Sólo por conocer a
Pino Lella (y no es la única satisfacción que uno extrae de la lectura) merece
la pena ponerse bajo un cielo escarlata por más amenazante que pueda parecer.