Ha sido uno de mis mayores terrores desde la infancia, mucho antes de
comprenderlo/racionalizarlo (en el sentido de saber por qué), es algo que me
recuerdo diciendo desde no sé cuándo, más teniendo en cuenta que tuve que
empezar a usar gafas con diez años y que ya entonces mis mayores pasiones eran
la lectura, el cine, la televisión, es decir, actividades para las que la vista
se me antojaba imprescindible, sobre todo (más allá de otras barreras que muy poco
a poco se van abatiendo para que cualquier persona pueda tener acceso a estos y
otros espectáculos) por haber nacido dotado de ella, por conocer la
experiencia, por gozar de ese privilegio, de ahí que mi miedo fuese/sea el de
perder la vista, de ahí mi alivio cuando, aunque vaya notando el paso del tiempo
en algunos momentos, ya hace mucho que las dioptrías no aumentan y sigo siendo
el mismo miope que era cuando veinteañero. No es hacer un ranking sobre qué
tipo de ceguera es peor o cuál es más tolerable, esos u otros adjetivos
similares no tienen cabida ni sentido, es incidir en el hecho de que hay cosas
que damos por sentadas, que hemos tenido la fortuna de poder tomarlas de ese
modo e imaginarnos sin ellas se nos antoja imposible (lo he vivido a través de
otras personas, por eso las admiro, por haber seguido adelante, por haberse
adaptado a las circunstancias mal dadas, por haber volteado la tortilla, por no
haberse dejado hundir, por su buen talante -el de algunos-, también entiendo,
cuando lo hay, su rencor, su dolor, su expresión extemporánea o su inmersión en
un pozo muy profundo). Y es algo que Daniel Fopiani confiesa haber sentido, ese
miedo le hizo ponerse en los zapatos de un personaje que ha sufrido esa
pérdida, profundizar en su alma, esa pérdida es la columna vertebral de su
segunda novela, la sobrecogedora, apasionante y magnífica La melodía de la oscuridad que Espasa ha publicado en los primeros
días de este año que aún estamos estrenando.
En la foto que encabeza este texto se ve el libro ya editado descansando
sobre las pruebas finales del mismo (la que se llama “versión definitiva”, la que
se manda a imprenta para obrar el milagro, la que dará como resultado ese
objeto tan preciado) encuadernadas, puede decirse, a las bravas, con marcas de
corte y todo, casi como un ejercicio del curso de Producción Editorial (de
hecho, las llevé a clase para que las viesen los compañeros) que estuve
haciendo justo hasta el día antes de que tuviese lugar un muy divertido encuentro
con Daniel Fopiani en un hotel de Madrid, coincidiendo con la puesta a la venta
de la novela, de ahí que la editorial (gracias y bravo, Laura) hiciese llegar a
los blogueros asistentes al mismo (coordinados y convocados por mi Pepa Muñoz,
la gran hacedora, la gran lectora, la gran amiga) esta podríamos llamar edición
anticipada y artesanal para, como siempre, como debe ser, tenerla leída (y anotada
y comentada -entre nosotros o con uno mismo-) y poder hablar/preguntar/opinar
con conocimiento de causa. Y, como digo, Daniel habla de ese miedo a perder la
vista que, menos inconscientemente de lo que pueda pensarse, anidó desde el
principio en su ánimo a la hora de encarar La
melodía de la oscuridad, aunque aún no tuviese muy claro cómo lo iba a
articular o en qué manera lo iba a utilizar/hacer aparecer, la ceguera fue
siempre la razón principal de ser del relato: “Mi reto narrativo fue el de construir una novela en torno a un
protagonista invidente, ese fue el punto de partida. Una vez me vi inmerso en
la redacción, me di cuenta de que había muchas cosas que no sabía y que no
podía hablar de ello sin acercarme a personas que viviesen esa realidad, fui
recabando testimonios y así fue creciendo la novela”. Y es admirable el
modo en que ha amoldado su escritura a lo sensorial, con qué acierto y maestría
utiliza sensaciones, sonidos, olores (“No
se trata de hablar como si alguien tuviese superpoderes, pero es cierto que se
desarrollan otras sensibilidades y, por fuerza, por necesidad, se está atento a
otras cosas que los videntes pasamos por alto: el tono de la voz del
interlocutor, por ejemplo”), aunque narrada en tercera persona la novela asume
en muchas de sus páginas el punto de vista (nunca mejor dicho y no es algo paradójico:
los ciegos utilizan sin problema -y en muchas ocasiones con gran sentido del
humor- verbos y palabras que, por desconocimiento, por pudor, por absurdos
complejos, por tonos peyorativos interiorizados, los videntes evitamos cuando
conversamos con ellos), utiliza, retomo, el punto de vista de Adriano, el
protagonista, el que fuese sargento de la Guardia Civil y, tras sufrir un
terrible atentado en el País Vasco, (mal)vive en Cádiz, junto a su mujer y su perro
guía, investigador a la fuerza de unos crímenes muy sangrientos y salvajes que
son descritos con profusión de detalles (pero sin caer en lo morboso o excesivo,
evitando más truculencias de las imprescindibles, necesarias para comprender de
qué manera las percibe Adriano), esto en sí mismo es uno de los muchos
hallazgos de la novela que, precisamente por ello, funciona como una maquinaria
perfectamente engrasada: “Que el
protagonista no pueda ver la escena del crimen y se la tengan que contar, que
haya que potenciar tanto los otros sentidos, me llevó a crear un asesino de
esas características y a que sus crímenes fuesen tan terribles y sangrientos.
¡Y eso que vengo de “La carcoma”, donde no había ni una gota de sangre! Ahora
bien, no me ha sido difícil hacerlo, jajaja”.
Antes de continuar (o tal vez siguiendo con el asunto), y por alusiones,
diremos que La carcoma, su primera
novela (que un servidor leyó después de La
melodía de la oscuridad y, aun siendo evidente la pasmosa e inmensa
evolución, la madurez alcanzada en apenas dos títulos, hay que decir que se
sostiene admirablemente -al margen de ser muy diferente a esta que ahora nos
ocupa, lo que dificulta las posibles comparaciones-, no pierde fuerza ni en sus
páginas ni en la convivencia con la obra posterior y proporciona sumo placer),
fue galardonada con el Premio València Nova 2017 de Narrativa Alfons el
Magnánim y que el jurado lo integraban (nada menos) Alicia Giménez Bartlett,
Care Santos y Alfonso Posteguillo. Tanto en aquella como en esta, sorprende la
capacidad de Fopiani para prescindir de lo accesorio, para ir al grano, para
sintetizar sin que el conjunto se resienta, La
melodía de la oscuridad (también La
carcoma aunque en menor medida) es un prodigio de poco más de 250 páginas que
no da tregua al lector y no porque la acción se dispare (o disparate), todo lo
contrario, sino porque hay mucho en lo que profundizar, hay mucho por sentir, las
emociones se rozan con las yemas de los dedos (no podía ser de otro modo) según
se van pasando páginas, afloran en cada palabra, es una excelente novela negra
precisamente porque no va de ello, porque utiliza los recursos narrativos que
mejor le cuadran a la historia, porque el autor no ha trabajado con etiquetas o
corsés: “Mi idea principal nunca fue
escribir una novela policiaca o de detectives, sino primar el aspecto
emocional, lo que le sucede a esa persona, por eso los sentimientos están tan
presentes y tan interiorizados, más alguien como Adriano que lo ha perdido todo
y depende de los demás. No me considero escritor de género negro, he escrito
otros géneros, lo que siempre me ha gustado es, simplemente, escribir. Pero es
cierto que últimamente me estoy centrando en lo negro, terreno en el que me
siento muy cómodo, aunque no quiero encasillarme”. Lo mejor de todo es que,
entremos en el terreno que entremos, Daniel Fopiani juega limpio con el lector,
rehúye esquematismos o fórmulas al identificar al asesino en las primeras
páginas, dejando claro que no le interesa el típico (y apasionante cuando está
bien ejecutado) rompecabezas, que su mayor preocupación son los personajes, cómo
llegó ese criminal a serlo y qué le impele a matar con esa saña (“He querido que en algunos momentos se
comprenda al asesino, no su locura, sino a él en su esencia, su arrepentimiento
por lo sucedido en el pasado, su obsesión por ser perdonado, su afán por
redimirse”), cómo es la (cada vez más deteriorada y hasta envenenada)
relación de Adriano con su mujer (“Patricia
es una víctima, no hay duda, pero he tenido que equilibrar su sufrimiento con
la amargura de Adriano, es una novela con mucho dolor y tenía que estar ahí”),
no podemos olvidarnos del teniente Román que tanto perturba y conmueve, es una
novela que rebosa humanidad, latidos de corazones que sufren: “Cuando me planteo escribir una novela, de lo
último que me preocupo es de la trama: empiezo a escribir, me ocupo de los
personajes, de sus sentimientos, procuro ponerme en su lugar, a partir de ahí
ya voy trabajando. Del mismo modo, tampoco describo personajes, puede que algún
detalle que me sirva para contar otra cosa, pero procuro describirlos a partir
de los hechos, de lo que sienten, de lo que les pasa, prefiero no condicionar al
lector y que él los imagine”.
La novela plantea un escenario atractivo (al memos para el amante del
género -por más, repetimos, que no se enclave/ajuste al mismo tan solo-), un
asesino en serie que en cada crimen recrea/evoca/imita uno de los trabajos de
Hércules (y, de nuevo, la proverbial facilidad de Fopiani para concretar, para
proporcionar los datos precisos, para desterrar la erudición vacía e impostada
de tantos, para ser justo con el lector), pero esa, podríamos decir, es sólo
una de las líneas narrativas y no la más apasionante, en el sentido de que lo
que más nos atrae y absorbe es el perfecto dibujo de personalidades, de
emociones, de penas, de heridas abiertas, tanto en los caracteres principales
como en los episódicos, todos se ven afectados de un modo u otro por Adriano,
él mismo se considera un despojo, alguien que (mal)vive de prestado: “De alguna manera, Adriano funcionaba como un
agujero negro. Se tragaba todos los problemas que le rondaban y, una vez
absorbidos, no los dejaba compartir con el exterior. Un pozo de tinieblas, de
secretos y de dolor. Un lugar donde la luz se había marchado desde hacía mucho
tiempo”. Fopiani no se anda con chiquitas, no nos ahorra nada que redunde
en beneficio de la historia, que nos acerque a los personajes, que dote de
realismo a sus palabras, que nos haga sentir como propios (o ajenos, pero posibles)
los pensamientos y las acciones de las gentes que viven en las páginas que
escriben, logrando momentos tan brillantes y lacerantes como el anterior o como
el que sigue: “Lo primero que se pierde
es la visión. Lo segundo, la independencia. Se es incapaz de hacer nada sin
ayuda. Cuando se deja de ver hay que hacer un acto de fe en los demás. Toca
confiar en la persona que tienes al lado. Patricia estaba muy lejos cuando
estalló aquella bomba, pero la onda expansiva también llegó hasta ella: su
mujer se había ido de la casa porque también estaba sufriendo en sus carnes
todo el dolor que desprendía Adriano por los poros. La pérdida de la ilusión.
El dolor de vivir en un cuerpo no deseado”. Y hay momentos para el humor
(Acho, ese soberbio perro guía que parece que habla y que durante unas cuantas
líneas se convierte en la voz narradora), también para la sorpresa por lo bien
acabada que está la novela en lo meramente estético, en cómo se presenta al
lector, en cómo se juega con los blancos de manera magistral hasta llegar a ese
capítulo 26 de una sola frase que, les prometo, se lee con ansiedad (y en que
se llega a increpar al autor por retener durante un momento más una información
capital para, a continuación, aplaudirle), hay mucho que extraer, disfrutar y reflexionar,
La melodía de la oscuridad sigue resonando
tiempo después de haber cerrado el libro, no en vano “hay cosas que son más difíciles de captar que el impacto de una lágrima”,
pero si uno pone cierta intención termina por hacerlo y el trabajo resulta
sencillo cuando te ayuda, cuando te lo facilita un escritor como Daniel Fopiani,
sobrecoge pensar dónde puede llegar tras lo alcanzado con sólo dos novelas, de
lo que no cabe duda es de que este lector estará cerca cuando eso ocurra.