Hace cosa de un par de meses, Antonio Muñoz Molina publicaba uno de sus
estimulantes artículos sabatinos en el que hablaba de cómo las lecturas
coincidentes en el tiempo se entremezclan irremediablemente en el ánimo de
quien las lleva a cabo, aunque los contenidos sean de lo más dispares (en
ocasiones, sólo aparentemente); sea más o menos perceptible el trasvase, las
emociones, sensaciones y experiencias vividas durante un viaje literario se
mezclan con las provocadas por el que tiene lugar más o menos a la vez (algo
que también se da -y no siempre por azar, esa carambola del destino disfrazada
de espontaneidad, improvisación o casualidad- en los que ocurren modo
consecutivo o muy cercanos entre sí), se trasladan de unas páginas a otras,
algunas veces porque los autores las propician/convocan, la mayoría porque
pertenecen al lector, son su equipaje moral, anímico y/o vital, es inevitable
que la personalidad de quien está habitando una historia ajena (haciéndola
propia, sintiéndola como tal, guardándola en su corazón -o queriendo olvidarla,
aburriéndose con ella, el efecto es más o menos el mismo aunque sea más notorio
y memorable cuando supone un placer-) vaya dejando una huella (y viceversa) que
se rastrea en el nuevo territorio, da igual lo lejanos que parezcan o sean. En
el caso que nos ocupa, los puntos de contacto son muchos y notorios, no es
necesario que me ponga a desbarrar, pero la realidad más o menos descrita (por
mí, Muñoz Molina lo hacía con brillantez, perspicacia y buen juicio -como suele
ser habitual en sus escritos-) se amplía y confirma al darse el hecho de que he
leído el citado artículo con retraso, justo mientras preparaba esto que ustedes
están leyendo y pensaba en cómo, sin solución de continuidad (y disfrutando
muchísimo en ambos casos), pasé de La
melodía de la oscuridad de Daniel Fopiani a Los caminos de la luz de Coia Valls que Ediciones B publicó en
castellano el pasado noviembre con traducción de Mercè Diago Esteva.
Perteneciendo a géneros muy diferentes y escritos con intenciones
dispares (aunque no tan lejanas como pueda pensarse, al menos en lo más hondo,
en lo que alienta ambas narraciones), tanto aquella novela como la que ahora
nos ocupa colocan la ceguera en su eje y articulan en torno a ella el relato,
incluso el modo de contar, dando prioridad (e incluso exclusividad) a los
olores, los sonidos, las sensaciones, relegando lo visual, poniéndose en la
piel y el alma de personas invidentes, transmitiendo su realidad sin
maquillajes ni conmiseraciones, si bien es cierto que con resultados distintos
(aunque ambas hayan cautivado y absorbido al que suscribe de un modo parejo en
lo que a experiencia lectora se refiere), respondiendo a los que cada uno se propuso,
teniendo en cuenta que la de Fopiani es en gran parte (véase el texto anterior
a este para comprender el porqué de este matiz, en nada negativo) un magnífico
ejemplo de novela negra y la de Coia Valls es una apasionante y apasionada,
reveladora, inspiradora y necesaria biografía de Louis Braille, el hombre que
consiguió que los ciegos (empezando por él mismo) pudiesen leer y tener acceso
al conocimiento, aquel que les devolvió la dignidad arrebatada, que los sacó de
la miseria (literalmente), el que no se conformó con el ínfimo lugar (por no
llamar rincón o agujero) reservado a los que el resto de la sociedad
consideraba como poco un estorbo (y a partir de ahí vayan buscando términos
despectivos) e incluso algo mucho peor (así lo demuestran el modo y los lugares
insalubres en que los recluían/olvidaban sin ningún pudor ni remordimiento).
Uno, que tiene la fortuna de conocer a Coia desde que debutó en las lides
literarias (aunque sólo nos hayamos visto en una ocasión por aquello de la
distancia -tampoco hay tantos kilómetros entre Madrid y Tarragona, las cosas
como son- y, sobre todo, las rutinas vitales y profesionales -¡Ay!-, pero con
quien mantengo un contacto fluido gracias a las redes sociales), presiente y
siente con apenas unas cuantas páginas que estamos ante una obra muy personal,
tal vez aquella en la que se encuentra más implicada personalmente, sensación
que se va confirmando y aumentando según se avanza en la lectura, algo que ella
misma me corrobora cuando conversamos telefónicamente: “Creo que durante mucho tiempo he estado viviendo y escribiendo para
llegar a esta historia que tan cerca me queda, puesto que llevo 38 años trabajando
con niños con discapacidad. El caso es que un día te planteas que los sordos
pueden escuchar gracias al implante coclear, tienen una oportunidad real de
estar integrados, pero ¿qué pasa con los ciegos? Sin duda, las cosas cambian y
mejoran a partir de Louis Braille, pero nadie le había dedicado una novela, en
realidad se sabía muy poco sobre él. El caso es que me pareció que era una gran
oportunidad para poner en sintonía mis dos vocaciones, mis grandes pasiones: la
educación especial y la escritura. En ese sentido, es posible que sea mi mejor
novela porque es la que más ha fluido, la que menos esfuerzo me ha costado, me
he dedicado a escuchar y buscar la materia prima con la que trabajo: las
palabras”.
Materia prima, habría que decir, muy bien tratada y aprovechada, puesto
que Los caminos de la luz es, por
encima de todo, una lectura sugerente tanto en y por lo que cuenta como por el
modo en que lo hace: Coia evita con inmensa habilidad cualquier lugar común,
cualquier estereotipo, cualquier argucia literaria que sobrecargue el texto e inocule
una única reacción posible en el lector; aun, como se señaló, estando muy
involucrada en lo que escribe, la autora sabe desaparecer en una tercera
persona tan pletórica de sensibilidad que a veces parece hablar en primera, la
misma a la que recurre en momentos muy concretos y estratégicamente diseminados
para que el propio Braille transmita la amargura, la decepción, la soledad de
sus últimos años, aunque su empuje, su lucha, su investigación, sus anhelos
siguen pujando por hacerse realidad y conseguir los resultados previstos: “Aspiro a poder mostrar, sugerir, crear
atmósferas en las que el lector se pueda mover como desee y que ponga de su
parte en la narración. En este caso en concreto lo que más me costó fue
encontrar el tono, la voz adecuada, pero ya he recibido mensajes de lectores
ciegos que dicen que, a pesar de las diferencias por la época en que
transcurre, se han sentido identificados con lo que narro porque, al fin y al
cabo, ahí están las mismas inseguridades, los mismos medios, han pasado por
situaciones similares de crueldad o han sentido la misma impotencia que Braille.
Esto me ha animado muchísimo porque he procurado hacerlo sin condescendencia,
sin compasión, acercándome honestamente al personaje”. Hay un aliento
dickensiano capturado en su esencia más pura, queda fuera lo folletinesco (sublime
en el caso del inglés, innecesario en el momento actual y, especialmente, en el
modo en que Coia se compromete con la historia que está
contando/recuperando/sacando a la luz -nunca mejor dicho-) para dibujar un
soberbio retrato de una época, de unos escenarios, de unos comportamientos, de
lo que entonces (primera mitad del XIX) se consideraba natural y/o normal, para
denunciar actitudes en ocasiones amparadas por las leyes (muchas de las cuales,
de un modo u otro, todavía se dan/consienten hoy en día), ya sean las
negativas, las represoras, las que imposibilitan cualquier avance o mejora (“Todo aquello que no conocemos nos produce
miedo y dejar volar es signo de generosidad y no hay tantas personas aptas para
ello: si creamos relaciones de dependencia pensamos que tenemos el poder aunque
en realidad sea al revés. Pero los profesores y demás autoridades pensaban
“¿qué puede ocurrir si dejan de necesitarnos?”. Por desgracia, somos así de
mezquinos”) como las nacidas en ocasiones de las mejores intenciones (“La compasión no ayuda y eso lo he aprendido
hablando y trabajando con ellos. Se trata de mirar con los ojos de un niño que,
ante la imagen de un hombre con un bastón, ve al hombre y no el bastón, al
revés que hace un adulto: mirar sin prejuicios, viendo las habilidades o aquello
a lo que haya que poner remedio, porque todos somos discapacitados en muchas
ocasiones”).
El amor por el conocimiento, por la cultura, la curiosidad, las ganas de
aprender, el anhelo por poder acceder a los libros, el modo en que el pulso se
acelera cuando los tenemos cerca, el hambre de saber tal y como se dice en la
propia novela vertebra Los caminos de la
luz con descripciones tan significativas como la que sigue: “(…) no podía imaginar [Louis] que aquel hechizo, la mezcla olfativa de
ropa vieja, tintas y humedad con la que él identificaba los libros, no haría
más que aumentar, que el embrujo de la lectura lo perseguiría para siempre”
o cuando Coia hace decir a su personaje que “(…) sus páginas [las de los libros] son rendijas por donde se cuela la luz
que me falta, pero yo necesito ventanas. Necesito abrirlas de par en par”,
algo que un servidor, la propia Coia y estoy convencido que cualquiera que esté
leyendo esto (o, aún mejor, lea la novela) rubricaría hasta con sangre si fuese
preciso. Y con este asunto hemos llegado al verdadero corazón de la historia: “Supone la búsqueda de lo imposible: en el
siglo XIX, los ciegos sólo eran eso, no tenían ninguna oportunidad, la
discapacidad se comía todo lo demás, no podían acceder al conocimiento,
quedaban a la sombra de todo, eran rechazados por la sociedad. Braille debió
pensar que era la única posibilidad de salvar a los ciegos de morir asfixiados
en la ignorancia. Afortunadamente, hay personas que, delante de una desgracia,
ante una zancadilla de la vida, no se dejan vencer. Y Braille no se quedó en un
rincón lamentándose, se rebeló contra el que parecía su único destino”. Destino
que consiguió alterar sustancialmente, horizonte que amplió e hizo más
accesible para las generaciones posteriores, y no sólo por aquello que, aunque en
lo demás fuese un perfecto desconocido (injusticia que ha reparado Coia), le
hizo ganar una merecida inmortalidad: “Además
de inventar un alfabeto, consiguió desligar la música de la partitura, liberó
la clave de sol, escribió anotación musical para que los ciegos pudieran hacer
su propia interpretación, no tocaban sólo lo que escuchaban primero, podían
leer la partitura, les concedió autonomía, consiguió un acceso al conocimiento
en todas las artes, creo que él entendía que ahí estaba la base de la libertad”.
La novela rebosa humanidad (y humanismo) y verdad porque la autora ha ido
recabando datos, detalles, sensaciones, momentos que están en los libros de
Historia, en una investigación pormenorizada, cuidadosa y, sobre todo, muy
vitalista, vivida por ella misma en primera persona, así ha conseguido captar y
capturar un momento íntimo muy convulso y contextualizarlo con su época, igualmente
convulsa, indisociable aquel de esta (sólo conociendo lo que vivía entonces
Francia se puede comprender -y valorar- en su totalidad, en su audacia, en su
porqué vital, un personaje como Braille): “El
trabajo de documentación, aunque sea arduo, me fascina, pero en esta ocasión visité
los escenarios de la novela, lo que fue un auténtico placer porque tomé notas
allí mismo y así también puede ir atrapando ese momento de la historia de
Francia que en ese periodo del XIX tiene una mala salud de hierro y va en
paralelo a lo que le sucede al protagonista: se levanta, cae, no se resigna,
vuelve a intentarlo. Y en esa labor de documentación era fundamental preparar
muy bien todo lo relacionado con la ceguera y mantuve decenas de entrevistas
con personas ciegas de todo tipo, adultos, niños, personas que se quedaron
ciegas, personas que nacieron así, porque no tiene nada que ver, también con
psicólogos, pedagogos, terapeutas, cómo se educa la sensibilidad, cómo se
facilita la lectura a través del tacto, un montón de cosas que he descubierto
de mí misma gracias a ellos, ha sido muy enriquecedor”. Y todo ello ha
nutrido la novela de pasajes que conmocionan y hacen reflexionar (y vivir) al
lector, como también sucedía en la novela de Fopiani, fragmentos que estremecen
y se agradecen, frases que siguen resonando tiempo después de haber cerrado el
libro: “El silencio también debe de tener
un peso específico, si uno se detiene el tiempo suficiente para sopesarlo, o
quizá también se pueda percibir a través de la piel, como la densidad de la
niebla o el olor del miedo que muchos animales husmean en sus víctimas”. Sería
deseable que, además del mero deleite de la lectura (y no es poco el que
produce), Los caminos de la luz sirviese,
nunca mejor dicho, para abrir muchos ojos, para removernos en el asiento, para que
fuésemos conscientes de que no hay nada concluido: “Aún queda mucho trabajo por hacer, a buen seguro que Braille seguiría
enfadado: la fecha de caducidad de los medicamentos, por ejemplo, que ellos no
pueden leer, lo mismo sucede con los briks, queda mucho para una integración
total. Ojalá esta historia sirva para sacudir alguna conciencia o plantearnos
cuánto hay pendiente”. Lo que uno puede afirmar (y creo que sin temor a
equivocarme o a que se me contradiga) es que la lectura de Los caminos de la luz transforma algo en el interior del lector, lo
endereza, lo recoloca, no se sale igual que se entró, motivo que ya sería suficiente
para aplaudir a Coia Valls por el estupendo trabajo realizado.