Hace poco (por motivos que ahora no vienen al caso, en breve sonarán como
música de arpa), me vi frente a una Mafalda de tamaño natural (en realidad, más
grande de lo que sería si la maravillosa y necesaria criatura de Quino saliese
de las viñetas -ojalá sucediera, cuánta falta nos hacen personas con su
clarividencia y manera de (no) entender el mundo-) y me dio por pensar (y
comentar con la gente que me acompañaba, tan entusiasta y seguidora como un
servidor de quien mayor y mejor uso ha sacado al globo terráqueo, con permiso
de Chaplin) que empezamos a leer (y a morirnos de risa) las historietas que
ella y el resto de personajes que conforman su universo mucho antes de
comprender la ironía, la rebaba, la retranca, el auténtico significado de
frases y comportamientos, antes de tener la capacidad de discernir el doble
sentido, las metáforas, los paralelismos, la carga crítica con que la mayor
odiadora de sopa contempla y sojuzga todo (y a todos) lo que le rodea (aunque algo
pillábamos, en parte porque Quino es capaz de hablar en varios niveles, en
parte porque teníamos más o menos la edad de Mafalda y reconocíamos como propia
su manera de pensar y actuar, ese extrañamiento ante lo que se zanja con un “son
cosas de mayores”, precisamente para no entrar en ellas, para no asumirlas,
para no analizarlas, para enredar más la madeja). No es desdeñable a la hora de
comprender el porqué de mi inmediata y casi completa conexión con Mafalda, el
hecho de que, por así decirlo, me formaron el espíritu revolucionario desde el
principio, ya he contado que la diferencia de edad con mi hermana hizo que los
cantautores de los 70 formasen parte de mi banda sonora cotidiana de un modo
natural, el hecho de compartir tantas horas con el tío Miguel me acercó a
Quilapayún, Víctor Jara, Mercedes Sosa, Jorge Cafrune, Jarcha, los poemas de
Machado cantados por Serrat, Nacha Guevara, música con contenido y activismo,
incluso alguna censurada y hasta prohibida (“No digas que tenemos este disco en
casa”, me advertía la tía en más de una ocasión antes de ir al colegio), me he
forjado con canciones que no me correspondían ni por época ni por edad pero, en
contra de lo que las madres de algunos amigos parecían temer (y hasta se
espantaban por ello), eso no me hizo ni más libertino (libertario sí, que es en
realidad lo que a tantos escocía) ni más depravado ni nada por el estilo y, sin
embargo, creo que tener acceso a todas esas cosas (y a muchas otras) me
confirió un talante abierto, progresista, liberal y, aunque en mis modos y
decires no siempre lo parezca, tolerante (por eso en gran medida voy
desapareciendo de las redes sociales, publicando menos que antes, participo en
pocos debates, no invado los muros ajenos con mis opiniones, intento
fundamentar la crítica más acerva, me alejo de polémicas y, sobre todo, del
ruido que tantos generan). Del mismo modo, Forges estuvo siempre ahí antes de
que pudiera captar todo lo que decía o quería decir y dejaba intuir (su
sutileza, su capacidad de concreción e igualmente de abstracción, su fineza, su
hablar claro sin necesidad de discursos, su manera de dejarse caer con un mero
monosílabo, era un maestro de la elegancia sin que se le pudiera acusar jamás
de tibieza), sus personajes llamaban la atención de aquel crío que leía todo lo
que caía en sus manos, aún más (hablamos de los primeros años) si tenía
dibujos, sus muñecos me resultaban simpáticos y, además, también la música le
hizo muy presente en casa.
Un buen día, como tantas veces, el tío se fue de paseo/compras y volvió
con un LP que, sin saberlo, iba a cambiar muchas cosas y, tanto en lo más
personal como en general, se iba a convertir en histórico (de hecho, puede
decirse que nació así aunque sus artífices no fueran conscientes de ellos),
hablo, por supuesto, de Forgesound (ya
lo anticipaba en el último escrito publicado antes que el presente, lamento si
repito algunos datos para quien no lo leyese -algo que no es obligatorio en sí
ni mucho menos para comprender lo que sigue-), el homenaje que Luis Eduardo
Aute y Jesús Munárriz tributaron al genial dibujante componiendo canciones
sobre sus personajes y/o asuntos más recurrentes entonces (y después, la
vigencia de lo ahí cantado como de tantas viñetas de Forges demuestran lo poco
que hemos cambiado), hablo de 1977, contando con la complicidad de Rosa León y
su hermana Julia y Teddy Bautista para darles jocosa vida. Mientras contemplaba
aquella portada azul en que Blasillo y su compañero (me atrevería a asegurar
que también tiene nombre, no estoy seguro, Google no me ayuda -o es que estoy
equivocado-, perdón por la omisión si la hubiere) anunciaban en un enorme
bocadillo el título del disco con la clásica grafía de la firma ya convertida en
seña de identidad para rematar con un “me
lo temía” típicamente forgesiano, lamento que un caracol que seguía a la
pareja de andariegos rubricaba en sus pensamientos con un elocuente “la jibamos, tía María”, es decir, Forges
en estado puro, como digo, mientras reconocía esos dibujos que tanto me gustaba
encontrar en el periódico el tío Miguel se dispuso a estrenar el disco y, así,
la voz de Aute, aflautada como pocas veces (al fin y al cabo se trataba de la
canción Los Cabras Locas, no sé cuántas
denuncias pondrían hoy más de cinco llamados progresistas -no hay que confundir
la guasa con el insulto o la ridiculización, por favor, no queramos ser más
papistas que el Papa y, al final, lo que imitamos son los modos
inquisitoriales-), resonó en el salón con su “¡Ay, Flanagan, la que se nos viene encima!” para comenzar la
primera, pegadiza y desopilante composición en que formaba pareja con Jesús
Munárriz. Durante un tiempo (al igual que, por ejemplo, con los cuplés que
escuchábamos la tía Carmen y yo una y otra vez en boca de Lilian de Celis y
Lina Morgan) no captaba ninguno de los dobles sentidos, me hacía gracia la
canción en sí, la situación descrita, la contagiosa melodía, canturreaba con
inocencia mientras los mayores se morían de la risa aquello de “Los Cabras Locas son así, fuman la pipa de
la paz y yo, por una buena pipa, acabaría en Alcatraz”, ni siquiera sabía
lo que era esta hasta que me lo explicaron (la película de Don Siegel es
posterior), del mismo modo fue entendiendo (y asumiendo como propias) las
letras de Carselero, carselero, ¡Ay, Suiza, patria querida!, La ventanilla y
la que sigue siendo mi preferida, el tangazo Sillón de mis entretelas (y qué emoción la de poder abrazar en su
día al gran Jesús Munárriz y darle las gracias por ella, también por su poesía
y su labor editorial, sacando, además, de foco y de juego al poeta huero que,
como de habitual, pretendía apropiarse de laureles inmerecidos). Imaginen lo
que esas letras suponían para un chaval de siete años que pensaba que Tía mollar era el nombre de la maciza (con
la voz de una sorprendente Rosa León en un registro muy diferente al habitual)
a la que acosaba (¡Cómo se recibiría hoy en día este tema, en realidad qué
dirían -o dicen- muchos -tal vez aquí sería correcto utilizar el femenino- sobre
los epítetos que Mariano o similares dedican a sus Conchas!) un derretido Teddy
Bautista, es decir, yo ponía la mayúscula para hablar de “tía Mollar”, esa con
una “molecular forma explosiva de moverte
al andar”, frase en la que yo introducía dos puntos porque pensaba que lo
que seguía después de “molecular” era la definición del término y, más o menos
similares, ni les cuento los disparates o, por así decirlo, mi propia versión o
distinta comprensión de frases como el “parece
mentira lo poco que te gusta el movimiento” con que arranca otra pieza
antológica, Mariano (el nombre típico,
premonitorio podría decirse), en que una desatada, coñona y muy castiza Rosa
León le canta las cuarenta a ese que cuenta sus guerras cada dos por tres “pero aquí no atacas ni una vez al mes”.
Y aunque nunca bajó la guardia, siguió alumbrando viñetas
imprescindibles hasta el último momento, no hizo sino aumentar sin tregua su
gloria (que, por cierto, reconocían y engrosaban gentes muy alejadas de sus
ideales y opiniones, lo mismo puede decirse de otro grande como Antonio
Mingote, lo de menos era a quién se dirigiese en concreto su puyazo en forma de
dibujo, lo grande y genial era lo que conseguían con cada uno: por más que no
se estuviera de acuerdo o no se pensase de un modo parecido, no se podía negar
que el retrato -la caricatura- era acertado y bastante fiel a la realidad, de
ahí su permanencia), es un absoluto placer reencontrarse con el Forges más
puro, con el soberbio cronista que siempre fue (y no sólo de la actualidad,
ahora iremos con ello), reconocer a las criaturas citadas (y cantadas) y a
otras recurrentes en el fabuloso trabajo que supuso/supone La Constitución que Espasa tuvo el acierto de reeditar el pasado
diciembre como homenaje al sublime humorista gráfico fallecido hace un año (se
cumple tan fatídica fecha el próximo 22) y aprovechando los fastos (y nefastos,
¡ay, qué maravillosa coda hubiese hecho de haber visto y oído lo que corre por
ahí!) en torno al cuadragésimo aniversario de nuestra Carta Magna, si ya lo
dijo él también (como todo), esos “forrenta” años que parecen no caer bien
nunca. Lo explica con enormes precisión y acierto José Álvarez Junco en el
prólogo: “Esta genial serie de viñetas
sobre la Constitución de 1978 no es un comentario ni una versión divulgativa de
su articulado. Es un burlón contraste entre el sistema político que se está
construyendo para reemplazar a la dictadura y la realidad social del momento. La
Constitución es tratada con respeto, como moderna y democrática, y la realidad
en cambio se ve dibujada en términos caricaturescos, porque las cosas habían
cambiado mucho ya por entonces. De lo que Forges se reía, y con lo que nos hacía
reír, era del español antiguo, convencional, mediano tanto de edad como de
clase social: el funcionario calvo y regordete, la pareja casada madura, con
sus rutinas diarias, su aburrimiento vital, su escepticismo político, sus
penurias económicas. ¿A qué les podía sonar el nuevo lenguaje constitucional a
aquellos personajes?”. Ahí los tienen, los mismos del disco, los que tantas
horas me acompañaron (y lo siguen haciendo, renuevo carcajadas y emociones
gracias a este libro -al margen de aprovechar la más mínima oportunidad, así lo
hice muchas veces en la radio, para colar alguna canción de Forgesound), la tía mollar (ya sin mayúscula)
aparece en el artículo 14 (¿Ven como Forges sabía lo que hacía, ridiculizaba y
denunciaba pero no perpetuaba malas actitudes ni peores modos, ponía el dedo en
la llaga de lo que se consideraba “tolerable” e incluso “normal”?), ese que
reza que somos iguales ante la ley sin posible discriminación “por razón de nacimiento, raza, sexo, religión,
opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”; aquí,
y lo hace para que un propio pierda la dentadura al querer vociferar lo que
queda a medias (“¡Tía bu…!”) mientras
que el Mariano de turno se queja porque “vas
contra la Constitución, Concha: no eres igual que aquello airoso” para
seguir con el habitual juego de bocadillos que van puntualizando el texto
principal hasta concluir en una palabra (dos en este caso: “País” -un clásico entre los clásicos- y “Coñe”).
Hay ocasión para rememorar el Carselero,
carselero (artículo 25), el Yo me voy
rumbero que interpretaba Teddy Bautista para homenajear a la pareja de náufragos
que tantas alegrías (y reflexiones) ha dado a los lectores habituales de Forges
(artículo 38), hay despachos y sillones de entretelas varias (artículo 101),
por supuesto aparece el Blasillo que también tenía su canción, una jota
interpretada por Julia León (artículo 48, por poner un ejemplo significativo) y
la sempiterna ventanilla que se reservaban Aute y Munárriz en el LP (artículo
103.2). Opto por no reproducir el texto de las viñetas porque, a pesar del
gracejo de Forges, de sus insuperables muletillas, de sus colofones
descacharrantes, nada como tener el original delante, ni siquiera dichos en voz
alta por alguien que sepa dar las entonaciones e intenciones precisas tienen la
misma garra, parecida fuerza, provocan tanta hilaridad como en su hábitat, como
fueron imaginadas, como Forges las creó, aunque pocas veces (o nunca) hará reír
tanto un “bueno”, “jopé”, “rayos”, “afirmo, con perdón”,
el “gensanta” a veces completo, otras
muletillas ya reseñadas, ese lenguaje forgesiano que se ha filtrado al del día
a día. Es, sin duda, de celebrar, agradecer y aplaudir la iniciativa de la
editorial Espasa que, ojalá, tenga continuidad con otras creaciones de Forges con
las que, además, tanto aprendimos, es decir, Historia de aquí e Historia
forgesporánea (esta la coleccioné a medias con mi hermana y en su casa
están encuadernados los tres volúmenes, nada como tener los propios) porque,
como ya se ha dicho, fue un cronista imprescindible para (intentar) comprender
quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes seremos (o no, si no tomamos nota y
aprendemos la lección). Es imposible hablar de él en pasado, en realidad
tendríamos que hacerlo en futuro porque cuando lleguemos a él Forges estará
allí, como lo ha estado siempre.