Parte de la fascinación que se despierta automáticamente al escuchar ciertos
nombres de personas y/o lugares, la emoción experimentada al tener noticia de algo
que espolea la imaginación y la curiosidad a partes iguales, el placer
anticipado al encontrar un nuevo hilo del que tirar en forma de lectura (o
cualquier otra actividad relacionada con el arte), más allá de la querencia
natural (casi me atrevería a llamarla instintiva, así lo acreditan en mi casa)
por las historias en el sentido más amplio posible y en cualquier
formato/versión/posibilidad (cuento, fábula, chiste, canción, tebeo), afirmo
sin recato que viene de la manera genial en que la programación infantil de TVE
(con Los Chiripitifláuticos, las
aventuras de Gaby, Fofó, Miliki y los que fueron llegando, tantos dibujos
animados inspirados en novelas, los contenidos de Un globo, dos globos, tres globos, La mansión de los Plaff o La cometa blanca, gags y actuaciones musicales
en los matinales sabatinos) fue dejando miguitas de pan para que las siguiésemos,
alimentó nuestra diversión y, de ese modo, hizo lo propio con nuestros
conocimientos (ahora también pienso en Petete, por ejemplo). El mejor material
didáctico y educativo se encontraba al alcance de la mano y se compartía con los
amigos y la familia, no cabe duda de que uno de los mejores libros de Historia
que soñarse pudieran fue Érase una vez…
el hombre, la gran creación de André Barillé, así era mucho más sencillo (y
entretenido, algo que escaseaba en las aulas -en el profesorado sería más
ajustado a la realidad-) familiarizarse, reconocer y comprender (y memorizar,
claro, que es lo que solían reclamar para aprobar) los hechos del pasado e
incluso anticiparse (en más de un curso) a las explicaciones (o a la lectura
del libro de texto en voz alta, que muchos no pasaban de ahí) de los en muchos
casos más dicentes que docentes. Por todo ello, cuando mi Pepa Muñoz me avisó
de que estaba organizando un encuentro para conocer y hablar con el autor de
una novela titulada Constantinopla,
no lo dudé dos veces, sentí el mismo calambrazo de excitación que, por ejemplo
(no me extenderé, tranquilos, aunque podría estar horas enumerando), me provocó
escuchar, en medio de la famosísima Sonatina
de Rubén Darío dedicada a una princesa triste lo de “el dueño orgulloso de las perlas de Ormuz”, el mismo arrebato
lector vivido ante La rosa de Alejandría de
Vázquez Montalbán, ya sólo el título me hizo salivar, me aceleró las pulsaciones,
paladeé la palabra con deleite (porque, además, qué topónimo tan sonoro y hasta
musical), me lancé a sus páginas en cuanto tuve oportunidad y las expectativas
se vieron pronto ampliamente superadas.
Constantinopla (novela
publicada en España por Grijalbo con traducción de José Antonio Soriano Marco) supone
el debut en la ficción del periodista francés Baptiste Touverey, una ópera
prima llena de sorpresas que revitaliza y oxigena el en demasiadas ocasiones mortecino,
repetitivo y pretencioso género de la novela histórica (por más que en España gocemos
de algunos de los autores más vibrantes y poderosos). Y, como digo, algunos de
los concurrentes habituales a estos encuentros tuvimos grata y divertida
ocasión de conversar un buen rato con el autor a finales del mes pasado en un
ambiente distendido que, como es habitual, celebraba la literatura, la pasión
por narrar/leer historias, algo (lo primero, aunque deberían ser ambas cosas)
que es la base de nuestra profesión, de ahí que una de mis primeras cuestiones
sea cómo ha conseguido “matar” al periodista que es cada día para no caer en la
tentación de enumerar hechos, dar datos hasta la extenuación, adoptar un tono
distante, neutro/neutral, es decir, olvidar (como les pasa a tantos -y no es
necesario que pertenezcan al gremio-) que está escribiendo una novela y
entregar otra cosa bien distinta (que no siempre, por cierto, resulta
interesante, lo que al menos sería un consuelo) y, si bien es cierto que no
responde verdaderamente a mi pregunta, cuenta algo muy interesante sobre el
proceso de escritura que ha seguido: “El
hecho de ser periodista me ha ayudado mucho, al fin y al cabo tengo hábito de
escribir y eso me ha servido para no tenerle miedo a la página en blanco. Como
periodista has de ser pragmático, tienes que ajustarte a un número de
caracteres o de palabras al día y eso fue lo que hice con la novela: me ponía
objetivos que cumplir, exigentes pero realistas, y así logré ir avanzando”.
Mi comentario iba dirigido sobre todo al sorprendente hecho de que Constantinopla es un prodigio de
síntesis y de claridad expositiva (imprescindibles cuando has de ceñirte a un
espacio/tiempo concreto que no suele ser extenso, ahí sí se nota su labor
periodística) y un continuo alarde en lo que al uso de elipsis se refiere, yendo
a la médula de los acontecimientos, centrándose en los personajes, dando una
información muy precisa sobre el momento histórico, no confundiendo jamás al
lector pero sin entretenerse en disquisiciones o en demostrar en cada página lo
mucho que ha investigado, algo que indudablemente ha hecho, de ahí que haya sabido
eliminar todo lo que para la novela sería superfluo, un lastre de falsa erudición,
como en tantos posibles (y lastimosos) ejemplos que mejor (por ellos) obviaremos.
La rompedora, ágil y fabulosa estructura de Constantinopla,
básica en el modo en que el lector queda atrapado desde el arranque, llegó como
solemos decir que lo hace la inspiración, o sea, cuando se está trabajando: “Asumo que la novela tiene muchos fallos,
pero creo que la estructura ayuda a que se noten menos, ya que es lo que la
hace distinta. No nació de manera espontánea, no la estaba escribiendo de ese
modo: fue al reescribirla cuando caí en la cuenta de que la historia sólo podía
funcionar si la narraba a base de capítulos cortos, algo inusual en la novela
histórica. Fue todo un trabajo porque tuve que coger capítulos, e incluso
partes enteras, e irlas descomponiendo en pequeñas unidades, al margen de
escribir algunas nuevas para que funcionaran como nexo”.
La novela se centra en unos cuantos días de septiembre y octubre del 610
para dar después un salto hasta el 627, un momento crucial que Tourverey rescató
de unas pocas páginas de la imprescindible Historia
de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbons (“Me sorprendió que fuese un periodo tan poco
o nada conocido y ningún novelista lo hubiese aprovechado antes”), un
momento en que todo podía suceder, en que nada era seguro, en que el poder, la
gloria y la propia vida eran muy frágiles, todos los personajes son conscientes
de ello, esa inestabilidad anida en su alma, la fortuna es caprichosa y en
aquel tiempo daba constantes bandazos y lo que antaño se veía firme e imperecedero
ya no lo parecía tanto: “Hablamos de un
periodo de la historia muy volátil en el que todo podía ocurrir cuando, hasta
ese momento, todo había estado relativamente estable: el Imperio romano sigue
ahí después de 1.300 años, más pequeño pero se mantiene; el Imperio persa, su
máximo enemigo desde siempre, también; hay un elemento relativamente nuevo que
son los bárbaros del norte, los ávaros, aunque anteriormente estuvieron los
hunos. Pero esa estabilidad ya no es tal porque estos grandes imperios entran
en crisis y hasta podrían llegar a desaparecer, lo inimaginable se hace
realidad. Todos son conscientes de que lo que han dado por hecho podría dejar
de suceder de un día para otro. De este momento de incertidumbre surge un nuevo
mundo, pensad que hablamos de una zona geográfica muy extensa: Europa, Oriente
Medio, también África. El mundo antiguo se está desmoronando y el nuevo
cristaliza en una decena de años, poco más, dando paso a una situación que
permanecerá largo tiempo e incluso afecta a lo que somos hoy en día”. Ese
asunto sale en la conversación, por supuesto, la traslación que pueda hacerse
de lo que narra a la actualidad, poniendo el acento en un personaje capital en
la novela (y en la Historia), la masa, el pueblo, el público que abarrota las
gradas del hipódromo, el que hoy glorifica y aúpa y mañana defenestra: “La masa sigue existiendo, aunque es muy
diferente a la de la época que se cuenta en la novela: ahora se sabe leer y
escribir de manera general, antes se restringía la educación. Por supuesto que
hay similitudes, es lógico que nos veamos reconocidos en algunas cosas, pero, y
esto lo digo sin hablar como escritor, creo en el progreso y pienso que ahora
estamos más formados, más educados, somos menos manipulables, si quieres menos
viles, no hay la plebe que existía antes, ahora todo el mundo tiene derecho al
voto, hay cambios sustanciales”.
Depende del género que debamos escribir, hablo de periodismo, no es lo
mismo redactar noticias (de ahí lo expuesto más arriba) que reportajes,
crónicas, no digamos entrevistas, géneros más personales que permiten y aceptan
determinadas licencias que personalicen el texto, que incorporen recursos
estilísticos más propios (sólo en parte) de la literatura, hay que implicarse
(lo que no significa ser partidista) para captar y transmitir con ecuanimidad
atmósferas, circunstancias, hechos, diálogos, esa deseada viveza (y veracidad)
es la que logra admirablemente Baptiste en las escenas de acción, en las carreras
de cuadrigas, en las peleas, en las batallas, en la violencia descrita sin
medias tintas pero sin recrearse, algo que, reconoce, ha heredado de lo audiovisual:
“Me gustan muchísimo las películas de
romanos, he visto muchas veces “Gladiator”, por ejemplo; adoro “Ben-Hur”, es
una obra maestra, la escena en que sólo se ve a Cristo de espaldas me parece
algo muy emocionante y pocas veces conseguido; también seguí la serie “Roma”
con mucho interés. Para colmo, me enganché a “Juego de tronos” durante la
escritura de “Constantinopla” y todo eso se fue trasladando al texto. Y, sin
duda, hay que hacer un paralelismo entre las carreras de cuadrigas y los
partidos de fútbol, sobre todo en las luchas de las diferentes facciones. De todos
modos, no quería hacer una recreación detallada de la historia ni que hubiese
descripciones largas porque ese no era mi cometido”. En el modo de abordar
los personajes también cree detectar un servidor la experiencia (y la ética)
periodística, puesto que se eluden los posibles rasgos maniqueístas, se les
permite que expongan quiénes son, el autor no escoge bando, eso queda al albur
y la libertad del lector, no se habla de “buenos” y “malos”: “Yo no creo que
exista EL mal, poniendo el acento en el artículo: hay manifestaciones del mal,
por supuesto, pero decirlo en plan rotundo no me parece creíble. Por ejemplo,
al comenzar a escribir pensé que Focas sería el malo sin paliativos, con
mayúscula, pero me ha sido imposible retratarle así, tiene su parte de
grandeza, de humanidad, de nobleza, no diría que me cae simpático, aunque sí
más que Heraclio, le siento más cerca: Focas viene del pueblo, vive lo que toca
en cada momento, busca sobrevivir.
Cada personaje tiene sus razones, o cree tenerlas, para actuar como lo hace, es
el principio de las tragedias: las razones legítimas opuestas”. Y, aunque
no quiere contar nada, más allá de que es “una
falsa continuación de “Constantinopla”, no es una segunda parte aunque entronque
con ella”, ya anda embarcado en su nuevo proyecto como novelista, lo que
vuelve a alimentar esos anhelos de que hablábamos al principio y provoca un
cosquilleo muy agradable en el ánimo del lector siempre con ganas de más.