Puede que esté pecando de exagerado (y de afán de protagonismo pero, al
fin y al cabo, esto no dejan de ser unas memorias de lector en las que,
inevitablemente, un servidor se refleja/retrata, habla de sí mismo por más que -a
veces con más fortuna y/o acierto que otras- procure desaparecer, quedar en un
segundo plano para poner el foco en lo que importa, es decir, en lo que se ha
leído), primero porque tampoco hace tanto de lo que voy a relatar y por el
título del texto se diría que voy a remontarme a épocas pretéritas (ya empiezan
a serlo, ya son tales cuando hablo de mi niñez y adolescencia), después porque
creo que, hablando con propiedad, lo mío no llega a serlo (al fin y al cabo ni
calumnio ni injurio ni amenazo, tan sólo falto a una palabra dada), aunque
dicho de ese modo suene más rimbombante (y, quiero pensar, llamativo,
incitador, lo suficientemente atractivo como para atraer la atención de los
visitantes de este ángulo oscuro del salón). El caso es que hace cosa de un par
de meses tenía una cita apetecida desde tiempo atrás, iba a entrevistar a
Graziella Moreno, escritora sobre la que había escuchado mucho y bueno, alguien
muy querida y recomendada por mi Pepa Muñoz y aquellos componentes del grupo
habitual de lectores entusiastas reunido por ella que habían tenido el placer
(porque así lo calificaban) de conocer alguna de sus novelas anteriores (o
todas), el caso es que, como casi siempre sucede, hay quien decide por ti y, de
un modo u otro, por esto o por aquello, te obliga a dejar a un lado aquello que
quieres e incluso tienes que hacer, sin consultarte, sin encomendarse ni a Dios
ni al diablo (o con pleno conocimiento del asunto pero decidiendo que lo tuyo
puede esperar o no llevarse a cabo), en el caso de esta frustrada entrevista se
dio una carambola cruel, triste burla del destino, ya que no pude llegar a la
hora prevista para, como digo, conversar relajadamente con la escritora pero,
además, otro compromiso ineludible (para quien así lo fraguó) me impidió estar
más allá de los primeros minutos en la presentación de Invisibles (el título que la editorial Alrevés publicó a comienzos
de este año) que ese mismo día tuvo lugar en la Casa del Libro de Gran Vía. Y
aquí viene lo del desacato, puesto que,
de algún modo, puede decirse que no comparecí al llamamiento de una jueza (que
no otra cosa es Graziella Moreno), que me negué a declarar, que cometí rebeldía
(sí, repito, ya sé que suena dramático, pero bien saben los leales lo que me
tira -y pone- un buen drama judicial), para colmo en este preciso momento estoy
reincidiendo porque Graziella me ofreció la posibilidad de enviarle un
cuestionario y me comprometí a ello, pero como algunas obligaciones laborales
me han mantenido alejado del blog más de lo que hubiera deseado mientras que el
material para textos no ha hecho sino crecer, he optado por una acción más bien
rápida (para lo que suele ser mi velocidad, confieso puesto que de estos temas
venimos hablando), por no molestar a nadie más de lo debido (me daba apuro
llegar con semejante comitiva dos meses después) y guardarme las preguntas para
ocasión más propicia, calmada y, de ser posible, cercana, todo si Su Señoría
acepta las burdas justificaciones de este testigo (en cuanto lector creo que es
pertinente establecer ese paralelismo) y no tiene inconveniente en volver a
citarme (y no habrá eximentes, juro que estoy diciendo la verdad, toda la
verdad y nada más que la verdad).
Si, más allá de tramas policíacas y/o de misterio, de gánsteres y
detectives, la novela negra clásica sirvió como crónica de una época, como
reflejo crudo (sin artificios ni afeites, o sin que se percibiesen demasiado,
sin hacer literatura en el peor sentido posible) de lo que sucedía en las
calles, de la miseria, de la crisis económica y vital cotidiana antes y después
del 29 (no en vano John Dos Passos había publicado en 1925 la en tantas cosas
fundacional Manhattan Transfer), si
hay títulos plenamente representativos del género en los que si aparece algún
policía es como personaje episódico o sin que su profesión sea significativa en
la trama (es inevitable evocar a Horace McCoy y su ¿Acaso no matan a los caballos?, tal vez una de las historias más
desoladoras jamás contada), si el componente social (sea en abstracto o
especificado en el/los protagonista/as), el factor humano como diría Grahan
Greee, no puede dejarse de lado, es el que distingue a autores tan brillantes
(puede que sea, precisamente, el que les convierte en ello más allá de su
pericia para construir narraciones intrigantes, crímenes en apariencia
irresolubles, embrollos enmarañados) como Hammett, Chandler, Himes, si en
nuestro país encontramos variados, abundantes y talentosos ejemplos de una
novela negra digna de tal nombre que, respetando ciertos mimbres, sabe
actualizarse, ser totalmente contemporánea, incorporar asuntos candentes del
momento, recoger los lamentos, las penurias, la verdad de las calles, beber de
lo cotidiano, sin duda Graziella Moreno debe ser citada, aplaudida y reconocida
como una de las voces que mejor conoce, comprende y utiliza el género (y sus
posibles variantes) para ofrecer novelas como Invisibles, que es de la que nos ocupamos hoy. Lo más grato para el
lector es que su experiencia y conocimientos como jueza quedan en el sustrato,
en la base, en su comedimiento a la hora de dibujar personalidades, en su cautelosa
manera de levantar acta y, sobre todo, en su prudencia para no dictar sentencia
cuando quedan tantas preguntas por resolver, preguntas que la mueven como
escritora, que la provocan como ciudadana, que lanza a los demás para que no
las olvidemos, para que las conozcamos, para que nos las planteemos, para que
tomemos conciencia (es decir, volviendo al punto de partida, para hacer auténtica
novela negra, aquella que entronca con la social, aquella que tanto tiene y
necesita de esta -y no es que uno reniegue, ya saben que no, de la planteada
como pasatiempo, entretenimiento, enigma en sí mismo, ficción misteriosa, son
modos diferentes de narrar, lo malo es cuando no se hacen bien o cuando alguien
se coloca bajo etiquetas o reivindica para sí nombres que no le corresponden-).
Es muy de agradecer que, en contra de lo que pudiera esperarse (sin duda
contagiados por quienes hacen lo contrario, queriendo demostrar una erudición
que deja ver su impostura impostora a las primeras de cambio, buscando una
verosimilitud/un realismo que, más allá de procurar contentar a los expertos en
la materia de que se trate y de alardear de la investigación/preparación
llevada a cabo antes de escribir -y olvidando en demasiadas y lastimosas
ocasiones que se está escribiendo una novela-, poco o nada aporta a la trama o
confunde, sobrecarga, hastía), Graziella Moreno rehúya los tecnicismos, la
jerga específica y restringida, las parrafadas legales y/o legalistas abstrusas
e incomprensibles para el lego, apenas lo haga en los momentos pertinentes, todo
en aras de cimentar/explicar mejor a sus personajes, la autora sustenta su
narración en las psicologías de sus personajes, no hace falta estudiarse ningún
código, reglamento o similar antes o durante la lectura, se explica del modo
más diáfano cuando tiene que introducir algún elemento específico y preciso
para no perder credibilidad ni dar gato por liebre (¡Ay, cuánto trilero suelto
y el daño que hace al género al imponer o perpetuar aquellas convenciones
tramposas que tanta frustración y/o enfado provocan!), son el olfato e instinto
literario los que se imponen, por más que el punto de partida pueda estar
(esté) en el trabajo diario en un juzgado de lo penal, en datos manejados durante
su trabajo diario, en estadísticas como la que aparece en la contraportada del
libro: “En el 2017, figuraban en el
sistema de Personas Desaparecidas y Restos Humanos sin identificar un total de
6.053 personas. A mediados del 2018, ya se había superado esa cifra. Una media
de 38 al día”. Sobre esta lapidaria realidad articula Graziella Moreno Invisibles, señalando con el título la
crudeza de un asunto que, más allá de casos concretos que los medios de
comunicación transforman en noticia/espectáculo (y que terminan por abandonar,
nada más voraz que la actualidad -sobre todo cuando lo noticiable se mide/valora
atendiendo a criterios empresariales, al beneficio que reporta- y, todo hay que
decirlo, nada más efímero que el interés de la gente), parece no preocupar
excesivamente a la sociedad (incluso, más veces de lo que pudiera pensarse, a
los propios afectados), por más que, en cuanto rascamos/preguntamos un poco, en
cuanto hacemos memoria, quien más quien menos sabe de alguien que un buen día
desapareció sin dejar huella (y sin que nadie le echase de menos), es algo que
he comprobado en este tiempo cuando he comentado el argumento (sin destripar
nada) de la novela, incluso yo mismo puedo sumar la historia de la señora Uti,
aquella gran amiga de mi abuela de la que, sencillamente, un día no supimos más
ni hubo quien diese explicaciones cuando se preguntó por ella en su entorno.
Graziella Moreno radiografía a una sociedad más que individualista
atomizada, muy fragmentaria y fragmentada, en la que muy poca gente se pregunta/preocupa
por los demás, en la que demasiadas personas apenas tienen vínculos con otras, en
la que se da por hechos al resto y, salvo que su ausencia altere alguna de
nuestras rutinas, no les concedemos importancia ni tan siquiera personalidad (mientras
haya alguien que ocupe su puesto y nos proporcione el servicio deseado, poco nos
preocupa quién es, cómo se llama, qué siente aquel detrás del mostrador o este
a quien compramos el periódico), una sociedad que no echa de menos a quien, si
ya era prácticamente invisible a los ojos de tantos, un buen día desaparece. La
escritora teje un tapiz heterogéneo de personajes y situaciones que se van
relacionando entre sí con suma naturalidad, forjando una estructura sólida en la
que las diferentes historias se cruzan y afectan (y enriquecen) con coherencia
y sentido, en la que todas tienen el desarrollo que precisan, mezclándose hasta
ser sólo una más sin perder sus particularidades, algo en lo que es básico el
magnífico dibujo de personalidades protagonistas muy diferentes que coadyuvan
de manera asombrosa e impecable al carácter caleidoscópico de la novela. Invisibles alcanza su plenitud y grandeza
al no caer en el tremendismo, en el aparataje falsario y/o falseado que
exacerba hasta la extenuación lo que de tanto subrayado, de tanto incidir en
ello, de tanto buscar el efectismo, termina por parecer ficción; aquí basta con
insinuar unos olores (o tufos), un aspecto de la indumentaria, una luz
mortecina, la suciedad acumulada, para que la escena aparezca nítida ante
nuestros ojos, aquí, por encima de todo, se explora el alma de los personajes,
ahí es donde encontramos miserias propias y ajenas con las que convivimos a
diario sin ser totalmente conscientes de ello la mayoría de las veces, con
ellas vamos a dolernos, espantarnos, estremecernos al ser conscientes de las
orejeras emocionales con que nos movemos por el mundo, Graziella Moreno no se
va por las ramas ni se enreda en retruécanos o florituras que, a la larga (y a
la corta), distancian y hacen perder efectividad, no pretende dar lecciones ni
recurre a la moralina (ambas opciones son igualmente peligrosas e indeseables,
ambas desarticulan las mejores intenciones -cuando las hay, como en este caso-,
ambas desvirtúan la naturaleza de la obra que se empantana en una u otra), escoge
con precisión sus palabras, sabe llenarlas de contenido para que el lector, al levantar
los ojos del libro, mire a su alrededor con intención e interés, penetrando en
lo que se diría (por la nula atención que le prestamos) se consideran meros
atrezo y figuración, tomando consciencia y conciencia, es una espléndida
bofetada de verdad en forma de emocionante (en su máxima amplitud de registros)
novela.