sábado, 27 de abril de 2019

OJO CLÍNICO





   En este ángulo oscuro del salón se acumulan, bien lo saben los leales, muchas cosas, fundamentalmente libros, mi síndrome de Diógenes en lo que a estos se refiere no tiene cura posible, podré renunciar a casi todo (e incluso, las cosas como son, a algunos de los que me gustaría adquirir, procuro dosificarme -sin demasiado éxito-, razones presupuestarias me fuerzan a ello más de lo que me gustaría), pero mientras haya un resquicio en el que depositar un volumen, mientras consiga habilitar nuevos espacios a priori impensables/imposibles para colocar algunos, mientras siga habiendo tanto por leer (y si falta, les juro que desaparezco), mientras me sea posible continuaré en la misma línea. Y, al margen de algunas otras circunstancias, esa es la causa principal -su proliferación, su número- de que lleve un retraso enorme a la hora de dar cuenta de mis lecturas (y de hacerlas) en estos desvaríos que ustedes tienen a bien atender y hasta, así me lo hacen llegar, reclamar y  agradecer (nunca podré transmitir con plena intensidad cuánto lo hago yo -lo segundo- con cada persona que dedica algún momento a interesarse por lo que pasa en este rincón), motivo que, por ejemplo, me llevó a hablar sobre la primera parte de la Edición Integral de Rompetechos cuando estaba a punto de publicarse la segunda (algo que sucedió en octubre del pasado año) y, así, ir retrasando el por otro lado ansiado momento de hincarle el diente para que la melodía del arpa no sonase muy repetitiva (precisamente por ello, aunque no me gusta demasiado remontarme a mí mismo, opto por dejar aquí el link de lo publicado en septiembre, aunque no sea imprescindible para poder continuar con lo que vendrá después del punto y aparte: https://elarpadebecquer.blogspot.com/2018/09/mi-vivo-retrato.html).



   Editado por Bruguera Clásica -¡Ay, qué emoción!- llega este volumen tan fabuloso, espectacular y apasionante como el que le precede y junto al que completa lo que podríamos denominar el “todo Rompetechos”, sus historietas en solitario, aquellas que protagonizó -sus apariciones en 13, Rue del Percebe se encuentran en un tomo similar al que nos ocupa dedicado al edificio más famoso del cómic español-, desde 2009 no ha vuelto a hacerlo, pero su creador le/nos ha seguido regalando intervenciones estelares del personaje en aventuras de Mortadelo y Filemón. Y si la primera parte terminaba con la portada del Din Dan correspondiente al 2 de noviembre de 1970, esta se inicia justo una semana después con una página de Tío Vivo y una nueva portada de la publicación de la que fue mascarón de proa (con algunos paréntesis) hasta que dejó de publicarse en 1975. Nos reencontramos con la desbordante imaginación de Ibáñez para crear carteles, rótulos, anuncios, letreros y, sobre todo, para transformarlos en algo bien diferente cuando Rompetechos pone su vista (o lo que sea) sobre ellos -así, por ejemplo, “Banco Chambre. Hipoteca. Plan de pensiones” es para nuestro personaje “Rancho Grande. Discoteca. Grandes salones” o, es con la que más he reído y mira que ha habido candidatos posibles, “S. Cusca. Prior de este convento” pasa a ser “Se busca pintor que esté contento”, confusión que Rompetechos rubrica con un “¡Pues yo estoy como unas castañuelas, no te digo!” absolutamente desopilante-, con su facilidad para el gag -y aunque lo repita, al leer toda la serie seguida se localizan algunas, no excesivas, reutilizaciones, siempre consigue que resulte fresco y no sea una mímesis absoluta del que ya funcionó-, con su acierto a la hora de caricaturizarlo todo, prueba de ello es que, como ya se apuntó hace unos meses, alguien como un servidor que cada vez es más miope -sólo miope, perdón si suena vanidoso, quiero aclarar que de cerca veo muy bien e incluso, por consejo de la oculista, leo sin gafas, también suelo prescindir de ellas para consultar el móvil o cuando escribo algo en él- se muere de la risa (y, más allá de la lógica exageración cómica, se reconoce) con los tropezones y equívocos de alguien que no desfallece, inasequible al desaliento cuando se propone algo (aunque a ratos es consciente de sus limitaciones, se avergüenza de ellas, procura disimularlas -bien es cierto que apenas unos segundos-), tropezando en la misma piedra casi podríamos decir con saña y delectación, sin escarmentar ni buscar soluciones.



   Uno de los mayores regocijos que proporciona este volumen es que recopila las páginas más recientes de Rompetechos, esas con las que Ibáñez amplió/recuperó la serie entre 2003 y 2009 para la revista Top Cómic Mortadelo, páginas que a buen seguro provocarían carcajadas entre los chavales del momento, páginas con diferentes niveles de lectura/interpretación según la edad que tenga el lector, páginas que demuestran el modo en que el creador se va adaptando a los tiempos (o, tal vez sea más preciso, adapta estos a sus viñetas), hace evolucionar a su criatura (quien, incluso, está a punto de cometer un -accidental, como todo lo demás- magnicidio en la figura de Aznar) y hasta se permite chistes de índole sexual (de lo más inocente, por más que algunos se rasgarán las vestiduras), además de corresponder a sus diferentes invasiones de historietas ajenas con la aparición (efímera en los dos primeros) de Mortadelo, el profesor Bacterio, Ofelia y el Súper (Filemón se marca un Joan Collins y se queda al margen, tal y como hizo la actriz con Los Colby). Lo más estimulante de esta edición integral es confirmar que lo de Rompetechos no es cuestión de nostalgia, de evocar aquellas tardes tronchado de la risa, es comprobar que si entonces leíamos las mismas viñetas una y otra vez, y volvíamos a soltar la carcajada, ahora sucede lo mismo, da igual en qué página estemos, de qué año sea la historieta, no importa si conocíamos/recordábamos el gag, puede ser relacionado con alguno de sus empleos, mientras busca satisfacer un capricho o de vista al tío Lentejo (aunque este hombre se merece un monumento o convertirse en asesor de los superhéroes de Marvel por lo que resiste y todo a lo que sobrevive), Ibáñez vuelve a dejar clara su categoría, su maestría, su perspicacia para encontrar aquello que, de un modo u otro, a una edad o a otra, va a funcionar, no hay duda de su ojo clínico para pulsar los resortes idóneos y hacernos estallar/llorar de risa.