A pesar del un tanto inevitable (e
infumable) tufillo a buenismo que destilan (y empalagan) muchas de las letras
de José Luis Perales, no dudo en robarle una frase para titular este texto y
dejo los puntos suspensivos como inicio no sólo para señalar que hay algo
antes, sino por la inevitabilidad que conllevan, porque es la lapidaria
conclusión que inevitablemente se extrae de la lectura que hoy quiero compartir
con ustedes, porque fue el punto de partida para que Estela Baz se lanzase a
escribir (y más teniendo en cuenta que los versos anteriores de la canción
dicen “Que canten los niños que viven en
paz / y aquellos que sufren dolor, /
que canten por esos que no cantarán…),
algo, por cierto, de lo que no era tan difícil percatarse, carencia que hubiese
debido ser clamorosa, pero en el espinoso/dramático/terrorífico asunto en que vamos
a adentrarnos abunda demasiado lo de mirar para otro lado, silenciar la
barbarie, ocultar el dolor, negar la tragedia, culpabilizar a las víctimas, en
definitiva, apagar las voces disidentes, cercenarlas, amordazarlas con el miedo
o con amenazas concretas o latentes, asesinarlas (algo que también ocurre con
quienes ni llegan a alzarla porque no se lo consienten, porque no se les da la oportunidad,
porque da igual lo que hagan puesto que están condenados de antemano). También,
debo confesar, he estado a punto de poner la frase entre interrogaciones, de
lanzar la pregunta a los cuatro vientos, de hurgar en la herida, de lamentarme
de que la posible respuesta/justificación no nos conmueva y remueva con la
contundencia/virulencia necesaria contra aquello que no puede menos que ser
rechazado, combatido (hay muchas maneras de hacerlo: consúltese el DRAE),
extirpado, aquello que ojalá algún día forme parte de un pasado realmente
lejano y no siga emponzoñando la convivencia, haciendo sangrar (literalmente)
viejas heridas o infligiendo nuevas; es algo, hacerse preguntas de este cariz, a
lo que invita/ayuda, que está en la médula de un libro que desde su propia
gestación se ha convertido en necesario por muchos motivos: para no olvidar
-aunque sería (es) más preciso decir para hacer justicia, para enmendar
errores, para coadyuvar a una reparación aún pendiente-, para hacer
reflexionar, para, como tantas veces se dice, conocer la historia y no
condenarnos a repetirla, para extraer enseñanzas que bien podrían servir para
enderezar el rumbo actual (y no sólo en lo estrictamente relacionado con lo que
la autora narra), para paliar un error del que, como señala atinadamente Luis
del Olmo en el prólogo (y sabe de lo que habla), fuimos cómplices (y lo hemos
seguido siendo mucho tiempo) aunque lo hiciéramos con las mejores intenciones (“la conveniencia de no victimizar a los niños
por partida doble”).
Como les decía, Los niños de Lemóniz (publicado por Espasa el pasado mes de enero) se
le impuso a su autora, podría decirse que no le quedó otra, el espeso manto de silencio
empezó a agujerearse, Estela Baz se atrevió a formular preguntas y a querer
difundir las repuestas, primero a sí misma, de ahí pasó a los demás, a los
protagonistas de su historia (me cuesta llamarla novela por más que lo sea:
contiene tanta verdad, sacude de tal manera para hacernos despertar y
colocarnos la vida -negada, perdida, arrancada- delante de los ojos que, por
más que el relato se articule de ese modo no me gustaría que nadie creyera que
va a leer una ficción, la que algunos han logrado imponer y hasta borrar -como
si hubiese sido fruto de la invención de alguien-), a aquellos a los que se había
obligado/enseñado a callar, a las víctimas que ni siquiera sabían que lo eran.
Fue impactante el modo en que nos narró la gestación durante un encuentro en un
hotel de Madrid, junto a mi Pepa Muñoz y algunas de las compañeras blogueras
habituales pude ser testigo (contemplando sus ojos, sus manos, cómo escogía las
palabras, cómo se emocionaba) de lo mucho que Estela ha dejado entre las páginas
de su libro, también de lo mucho que ha recuperado y podido asimilar por más
que, insiste y demuestra, ella no la protagonista/narradora: “Ángela tiene mucho de mí, pero no soy yo: he
hablado con gente de circunstancias muy diferentes y con algo de todos ellos he
ido construyendo los seis niños protagonistas a través de lo que ellos me han
contado, les he hecho vivir por lo que aquellos pasaron. Mi objetivo ha sido
reunir experiencias, hechos, cosas que ocurrieron, nunca quise hacer un ensayo
sino hacer memoria, recordar cómo se vivió aquello”. Aunque leída nunca
pueda ser igual porque faltan su voz, su respiración, sus pausas, su cadencia,
reproduzco a continuación, eliminando tan sólo alguna reiteración o pequeños
titubeos, la génesis de Los niños de
Lemóniz tal y como Estela tuvo a bien compartir con nosotros: “Hace ya un tiempo, quedé con unos amigos a
los que hacía mucho que no veía y una amiga muy íntima, aprovechando que
estábamos muy pocos, nos dijo que iba a contarnos algo que aún no había
compartido con nadie y que le había pasado estando en Alemania: vivió un
atentado, estaba con su hija, salieron corriendo a esconderse donde pudieron,
en una tienda, escuchaban los disparos, lo que sucedía fuera, la gente gritaba,
su hija, que era muy pequeña, la miró a los ojos y le dijo “mamá, nos van a
matar”. Aún me emociono cuando lo cuento, creo que en algún momento dejará de
pasarme, el caso es que ahí fue cuando algo se me movió dentro, ese fue el
desencadenante para que me preguntase qué pasa con los niños que han vivido el
terrorismo de cerca. Empecé a buscar información, puramente psicológica y
testimonial, y apenas encontré algo, no se habla de los niños, a pesar de que
ahora se los tiene muy amparados, vigilados, pendientes de su bienestar; de ahí
pasé a lo más personal, a mí misma que nací en Bilbao, que fui testigo directo
de un modo u otro de lo que sucedió en aquellos años, quise saber si vivirlo me
había dejado alguna huella. El caso es que a veces se da la magia de que la
vida parece decirte lo que debes hacer, te pone cerca de las personas que
pueden ayudarte, empezaron a aparecer testimonios en primera persona, empecé a
escuchar, siempre teniendo en mente que quería encontrar el punto de vista
infantil y dar voz a todas esas víctimas invisibles”.
Es un gran acierto que el libro esté narrado
por una niña, Ángela, que cumple tres años en las primeras páginas y a la que
acompañaremos a lo largo de algo más de cuatro, quien aunque habla en pasado
cuenta sin filtros ni autocensuras adultas lo que ella, su familia y amigos muy
cercanos vivieron entre marzo de 1978 y junio de 1982 en el municipio vizcaíno
que aparece en el título, tristemente popular por los sucesos aquí recogidos y
que Estela Baz recupera de la hemeroteca (cada capítulo se inicia con algunos
titulares del momento, permitiendo reconstruir la cronología de lo sucedido, el
modo en que los medios dejaron -o no- constancia, contextualizando y recordando
continuamente que eso sucedió) para que nos adentremos aún con mayores pavor y
dolor en lo que una criatura tan pequeña percibe, intuye, intenta comprender,
provocando un desasosiego incontenible, una impotencia monstruosa, una amargura
desoladora, una aflicción insoportable que, sin embargo, nos aferra a la
lectura, no podemos abandonar (una vez más) a las víctimas, no podemos ignorar
(de nuevo) que no sólo son tales las mortales (e incluso a estas, ¡oh,
infamia!, se les niega en muchas ocasiones/lugares tal
condición/homenaje/respeto). Estela Baz ha logrado una gran autenticidad en
este testimonio infantil en el que el adulto va rellenando huecos, sumando
crueldades, anticipando torturas (¿Cómo llamar, si no, al ostracismo, a los
insultos a tus padres, a las burlas, al señalar con el dedo por “diferente”, a
que alguien diga que lo normal -lo que se merece- es que asesinen a quien más
quieres?), un estremecedor relato en que se pone en valor algo que también se
ha pasado por alto/dado por hecho en demasiadas ocasiones, aquellas que han
sido (son) heroínas sin pretenderlo ni, mucho menos, quererlo, los pilares de
tantas familias extorsionadas, vejadas, golpeadas, desmembradas (y perdón si a
alguien le parece un tanto inadecuada la palabra pero creo que pocas definen lo
sufrido con tanta precisión, por más que sea necesariamente gráfica -la
metáfora es en muchas ocasiones una manera de restar importancia-): “Me di cuenta de lo importantes que son las
madres en el libro cuando lo tuve terminado y lo leí junto al editor: luchando
por su familia en la sombra, abriendo los ojos a sus maridos para que no
normalizasen la situación y al mismo tiempo procurando que no afectase a los
niños. Muchas se quedaron solas y, aún peor, quedaron así de por vida en el
sentido de que fueron abandonadas por los demás, se las ignoró”. Esa nueva
afrenta, esa indiferencia -¿cobardía?-, esa doble culpabilización (“algo habrán
hecho”, “se lo merecen”) sobrevuela con sombra implacable y ominosa, destilando
insidia y saña en el modo en que perturba a niños incapaces de comprender por
qué hay que seguir jugando a algo que les aburre (y a ratos inquieta) como es
buscar duendes debajo del coche, cambiar de vehículo cada poco, no descolgar el
teléfono salvo cuando sus timbrazos responden a determinada señal, ir a comprar
lejos de casa, no digamos si lo que sucede es que tu amigo deja de
serlo/hablarte porque así se lo han dicho sus padres (y porque el tuyo es esto
y aquello y tendría que estar muerto) o que nadie se presenta a tu fiesta de
cumpleaños (uno de los momentos que más intensamente me afectó).
Que la historia la cuente una niña en caliente
también posibilita a la autora mantener un equilibrio exquisito que coadyuva y
potencia la veracidad, la viveza, la grandeza de un relato que no puede
contaminarse con apriorismos o sentimientos de adulto (como si debe hacerlo la
lectura, al menos no puedo ni quiero que sea de otro modo), en gran medida para
hacer igualmente en ese aspecto justicia con los verdaderos protagonistas: “Mi experiencia, hablo de que lo que yo he
vivido, de lo que he conocido, es que las víctimas no hablan de venganza, no
tienen la emoción del odio, no existe rencor, son gente muy generosa. Lo que
necesitan es que se haga justicia, hay demasiados casos sin resolver, pero lo del
ajuste de cuentas es otra cosa, no va con ellos”. Y, aunque pueda parecer
poco, que se digan ciertas cosas en voz alta, que se escriban, que no se
camuflen datos/realidades, que se lean es, como apunta Luis del Olmo, “ya una reparación”, tanto para (cito la
dedicatoria que abre el libro) “todos
aquellos que vivieron situaciones terribles y que todavía, a día de hoy, no son
capaces de ponerles palabras” como para “esas madres que día a día se esforzaron para que sus familias fueran
felices, a pesar de todo lo que estaba ocurriendo” y, por supuesto, “este libro va dedicado a ellos, a los que
perdieron la vida de forma injusta. Estén donde estén, espero que sientan el
cariño con el que está escrito”. Puede estar Estela muy tranquila (y
satisfecha del trabajo llevado a cabo) porque nos sacude ese cariño, lo que no
impide (más bien actúa como catalizador) que sobre todo nos golpeen el dolor y
el terror vividos, los mismos que, agazapados o sin esconder su insidia (y
hasta su impunidad), siguen castigando a las víctimas (y no sólo a las
supervivientes, alguien debería tomar nota de una vez y paliar tamaña injusticia,
sin partidismos ni electoralismos): “Escribir
el libro me ha ayudado muchísimo, ha sido una sanación personal, sobre todo
porque yo no era consciente de lo que había pasado, nunca se había hablado y
nunca me había molestado en leer nada, no había sentido esa necesidad. Ahora me
he puesto en la piel de las víctimas, aplaudo lo que siguen haciendo para que
no se olvide, para que no se cambie el relato”. Bienvenido sea este,
precisamente para evitarlo.