Me han preguntado muchas veces cuándo, cómo y por qué empecé a leer, en
estas y anteriores memorias de lector (que, al final -pidiendo perdón al maestro
Borges por la osadía de ponerme a su altura-, es lo que uno quiere ser
considerado, nada más) he ido desgranando hitos, epifanías, momentos
fundacionales y/o seminales de una pasión/vocación que, en realidad, ha
conducido mis pasos desde antes (y no es exageración) de que pudiera ponerle
nombre, de que tuviese el vocabulario suficiente para armar una frase
mínimamente inteligible y explicativa de algo que, vuelvo a decirlo como tantas
veces, vino/estuvo conmigo desde el principio, más allá de mi tendencia a
trenzar frases subordinadas y a encadenar circunloquios, en este caso no tengo
otro remedio que dar vueltas en torno al asunto sin llegar a una meta que
satisfaga porque no hay una única respuesta, especialmente al tercer
interrogante planteado. El tío Miguel me enseñó las letras en las matrículas de
los coches cuando tenía poco más de tres años (empecé el colegio sabiendo leer,
algo bastante insólito a juzgar por la reacción de mi primera profesora, la
fabulosa señorita Rosario), los tebeos y cuentos que tenían mis hermanos
siempre me llamaron la atención (en parte porque reconocía a algunos personajes
que aparecían en televisión y muy pronto en la gran pantalla de los cines del
barrio que alimentaron -y engordaron- otra de mis querencias naturales -en
parte la misma, puesto que se trataba de conocer historias, gentes, aventuras,
lugares-), me lancé a leer con fruición, con empeño, con ansia, con devoción y
convicción, como si no hubiera un mañana, como si no hubiera otra cosa, algo
que gran medida así sentía porque desde chaval tendí a la soledad buscada, a la
misantropía, no me gustaban los juegos habituales del recreo (especialmente los
deportivos, incluso como mero espectador), tampoco me llamaron nunca la
atención los coches y/o las motos, no encajaba demasiado en el arquetipo del
momento (y seguí sin hacerlo), en las aficiones más corrientes, en a qué se
dedicaba el tiempo libre. Me he comparado en muchas ocasiones con Bastian, de
ahí mi enamoramiento con La historia interminable desde las primeras
páginas (aunque fue una corazonada lo que me llevó hasta ese libro del que
ignoraba su argumento hasta que lo abrí -y fui succionado al igual que el
protagonista-), y les prometo que caigo en la cuenta en este mismo momento de
que tengo la respuesta más precisa y escueta, la auténtica, la que me satisface,
la que define: empecé a leer antes de ser consciente de estar haciéndolo, era
parte de un juego con el tío Miguel y, llegamos al meollo, fue, es y será una necesidad
(y un placer, aunque eso llegó después, no mucho, las cosas como son). Y esta
reflexión ha nacido/rebrotado al leer por ahí algún reportaje plagado de
inexactitudes, de lugares comunes, de estereotipos, de cierta visión
esquemática teñida de superioridad (que la autora traía de casa y no consintió que
la realidad la desmintiese o no se comprende cómo pudo colegir eso de lo que
vio y escuchó), de quedarse en/con el titular, en una palabra que pueda estar
empleada con mejor o peor fortuna pero que tiene toda una explicación detrás,
por más que haya un significado estandarizado este se amplía por el contexto,
por cómo cada uno la interpreta/se la apropia, por supuesto que leer es
curativo, lenitivo, terapéutico, pero no sólo por eso se practica, no hay que
escapar de vidas mediocres (o sí o a veces), claro que uno buscó (y lo sigue
haciendo) refugio en la lectura pero no como placebo, como anestésico, como impostura,
todo lo contrario, por más que a veces me cobije en las palabras, en las
páginas, tan sólo quiera la parte lúdica, el pasatiempo, la diversión sin complicaciones.
No
obstante, ha tenido su lado curioso y hasta irónico (es mi talante más
habitual, tampoco es extraño que lo juzgue de ese modo/bajo ese prisma) lo de
enfrentarme de nuevo (no es la primera vez) a que alguien tilde el hábito
lector como “terapia”, dicho en el sentido más plano y simple (por no decir
conmiserativo), remarcando las comillas y hasta acompañando la palabra con una
mueca de burla, mientras transcribía lo que dio de sí el apasionante encuentro
que, organizado por mi Pepa Muñoz, mantuvimos gran parte de los congregados
habituales a finales del pasado abril en torno a Pau Albert y su peculiar (por
personal y por su tono/contenido -y algunos detalles más, ahora iremos con ello-)
e inspirador libro Soy lo que siento que Espasa publicó hace unos meses
en su sello de poesía. Porque puede que más de un lector se acerque con esa (noble)
intención al llamarle la atención que Pau se presente como coach (me da
coraje, no lo niego -y se lo confesé a la autora-, tener que utilizar un
término en inglés pero, por desgracia, si recurro a sus posibles traducciones puede
que la confusión sea mayor), que busque un manual, una ayuda, un asesoramiento
para cicatrizar heridas, cambiar actitudes, abrir los ojos, y sin duda va a
encontrar todo eso, pero no al estilo rudimentario, buenista y hasta absurdo
que tanto prolifera, subgénero o como se quiera llamar que insólitamente sigue
vendiendo mucho (la recaudación debe ser cuantiosa cuando las editoriales
compiten consigo mismas y saturan -aún más- el mercado añadiendo al catálogo
propio títulos semejantes e intercambiables entre sí) por más que un porcentaje
altísimo se basa en repetir/refundir/plagiar lo que fue formulado (y superado,
por no decir rebatido) hace tiempo, cuando no en repetir obviedades que forman
parte de lo que (a veces con sumo acierto) se conoce como sabiduría popular,
morralla con ínfulas que, más que proporcionar ayuda/curación, busca engrosar un
prestigio (y un bolsillo) ganado la mayoría de las veces a fuerza de vender
humo o trajes de una tela tan especial que cualquiera no está capacitado para apreciar
cómo (no) cubre la desnudez del emperador. Y, desde ese punto de vista/partida totalmente
legítimo por parte del lector, el libro de Pau puede ayudar a hacer terapia,
invita a despejar/limpiar mente, corazón y vida, sirve para mirar alrededor y,
sobre todo, mirarnos los adentros, pero no pretende ni quiere ser un listado de
normas a seguir, no son unas instrucciones, no se basa en recetas, ya lo avisa en
la contraportada donde la propia autora reconoce que el libro “es toda la
verdad que sé escribir ahora mismo. La historia de que tú y yo estamos vivos. Un
paso por todo lo aprendido sobre mí misma y sobre quien llevo conmigo en el camino.
Un viaje hacia dentro de cada uno donde vas solo pero no para de haber manos
que tocar. Es una historia de amor hacia todo lo que un día fue, es y seguirá
siendo mientras tú seas”.
Con la honestidad por bandera tanto en lo que escribe como en el cara a
cara, tanto en lo profesional como en lo personal, Pau rehúye cualquier
etiqueta, especialmente con el tono peyorativo que puede haber adquirido por el
mal uso y peor apropiación (o viceversa) que algunos han hecho, se sonroja al
verse publicada en una colección de poesía, cree que lo suyo es simplemente
eso, ya lo señala desde el título, no quiere erigirse en faro, en oráculo, no
se da ninguna importancia: “Ha sido una especie de diario de trabajo
transformado en libro: ayudando cada día a otros en su desarrollo personal he
ido tomando de nota de qué les enseño y qué me enseño. Escribiendo siempre te
sorprendes, pero todo lo que parece nuevo ya estaba allí, forma parte de ti. Es
un libro humano porque todos tenemos relaciones, no las tenemos, nos sentimos
bien, nos sentimos, hay emociones que nos gustan, otras que no, quería que se
viese que todos somos lo mismo: a cualquiera le cuesta reconocer sus
debilidades, que yo sea capaz de plasmarlo en un libro no me hace más fuerte ni
diferente, tan sólo tengo la posibilidad y casi la obligación de compartirlo”.
Ahí radica su singularidad, su rasgo más acusado, el que la diferencia y aleja
de tanto fatuo pretendida o pretenciosamente ingenioso que se limita a decir lo
que, sin que seamos ddemasiado conscientes de ello, queríamos oír, en ese
aspecto incide Pau, por eso habla en primera persona, porque es la primera
beneficiada/enriquecida/mejorada en su trabajo, porque se pone a la misma
altura, al mismo sentir, al mismo latir, escribe para sí, se expone, se
desnuda, se explora, se cuenta y da cuenta; esa espontaneidad, esa naturalidad,
esa sencillez, esa honradez vital y emocional que dimana de sus textos toca en
cada lector con la intensidad que cada uno estime oportuna porque, también en
eso es particular, la solución, la respuesta, el siguiente paso pertenece a
cada quien, no hay fórmulas mágicas, tan sólo la de olvidarlas, la de dejar de
dar cosas por sabidas/sentadas: “En mis libros anteriores me había desnudado
mucho, pero hacia fuera, en mi relación con el mundo; en este libro lo hago
hacia dentro, quiero romper muchas de las cosas que tenemos estructuradas, por
eso digo en la contraportada que es un libro sobre mentiras”. Sí, mentiras,
aquellas cosas que nos han hecho creer o nosotros mismos hemos querido o nos
hemos forzado a creer, porque nos ha convenido, por acomodaticios, por aborregados,
por no ganarnos la mala reputación de la que hablaba (y cantaba) Georges Brassens,
porque hemos optado por no saltar sin red, porque hemos consentido que nos
hayan/hayamos prohibido emociones, las hemos reprimido, asfixiado, equivocado
(por no mirarlas a los ojos y aceptarlas, interactuar con ellas, incorporarlas
a nuestra vida si así nos nacían), porque hemos proscrito palabras para de ese
modo borrar su significado, su realidad, es algo que nos enseño el llorado
Bernardino M. Hernando en las aulas, precisamente la noticia de su muerte me
sorprendió leyendo Soy lo que siento y sus páginas me ayudaron a
evocarle porque, al igual que él hacía, invitan a la duda, al temblor, a la
inquietud, estados de ánimo que, reconocidos y queridos, no tienen por qué ser
negativos, no lo son porque gracias a ellos preguntamos, investigamos, estamos
alerta, nos movemos, damos (como dice Pau) pasos para ser libres.
Fue un encuentro verdaderamente especial porque cantamos las excelencias
del libro a través de lo que nos había hecho reflexionar, de las frases que habíamos
hecho nuestras, reconocimos miedos, fracasos, pulsiones, borrascas, fue una
ocasión mágica en que hablamos de cada uno de nosotros haciéndolo de lo que escribe
Pau Albert (o viceversa), sus palabras calan muy hondo y no por plácidas o cómodas,
sino por colocarnos frente al espejo, por sacudirnos, por llamar a las cosas
por su nombre: “A veces se cuentan cosas que no son verdad, esa es una
deriva de mi profesión que no me gusta, decir que todo va a ir bien, qué bonito
es todo, el sol siempre sale, ese tipo de terapia es la que tanto nos está
perjudicando a los que procuramos hacerla del modo más realista y efectivo
posible, por eso no queda otra que ser un coach chungo, en algunos momentos,
claro, no todo el rato, jajaja”. Pero nadie debe (ni puede) sentirse ajeno
en Soy lo que siento ni mucho menos violentado, la propia estructura del
libro, la maquetación (que Pau atiende y vigila hasta la extenuación -lo
reconoce entre risas y agradece la paciencia infinita a María Jesús, la maquetadora
con la que ha trabajado codo con codo-, pero que es una de las mejores formas
de expresar su personalidad, sus intenciones, sus emociones), el modo en que se
distribuyen y alternan fotos y textos, frases destacadas, diferentes tipos de
letra, todo coadyuva a que el lector viaje sin tregua pero sin desfallecer,
atreviéndose a llegar a donde tal vez no pensó hacerlo nunca, es decir, él
mismo. Y este aspecto tan íntimo el que me hace prescindir de muchas de las
cosas que Pau respondió/compartió puesto que sería necesario dar cuenta de
intimidades propias o de los compañeros y considero que las confidencias nacidas
en un ambiente confortable, amistoso y de confianza son precisamente eso y, por
otro lado, no me gustaría condicionar demasiado (o nada) la lectura que cada
uno de ustedes haga del libro de Pau, si me detengo en esto o destaco aquello estaré
llamando su atención sobre algo que, tal vez, ustedes pasen por alto o dejen de
lado porque se sientan más concernidos por otros pasajes, por otros asuntos,
por sus sentimientos (los pasados, los presentes, los olvidados, los inéditos),
pero no me resisto a dejarles unas cuantas frases que me radiografían, incluso algún
buen amigo pudiera pensar que son mías por la manera en que me retratan, a buen
seguro habrá más de uno que también se las atribuirá porque Pau Albert sabe
llegar a su esencia, lo que es casi lo mismo que decir la esencia de los demás:
“El vértigo siempre habló de atreverse”, “El miedo a que alguien te
quiera como eres te da la responsabilidad de ser lo que eres, sin mentirte ni
mentir a los demás”, “Os juro que no lo entiendo pero la vida a veces
nos pilla con miedo a ser felices”, “Ser vulnerable no es ser débil, es
saber dónde eres fuerte y dónde no lo eres tanto”.