Leer compulsivamente lleva sin remedio al caos, incluso hacerlo
metódicamente a no ser que el día a día se aísle en una burbuja aséptica,
estableciendo las condiciones adecuadas para que nada perturbe los planes, es
decir, establecer las lecturas de, pongamos por caso, los próximos tres meses y
no moverse ni un ápice de ese listado ni hacia delante ni hacia detrás, ignorar
todo lo que se publique durante ese periodo, no lanzarse a por los títulos que
lo leído en otro nos haga evocar, descubrir, añorar, permanecer imperturbable
ante las fechas señaladas que sean susceptibles de conmemoraciones/celebraciones
lectoras, seguir aquello que tantas veces me decía el tío Miguel (jocosa y
hasta irónicamente, puesto que era el primero en regalarme nuevos volúmenes), “no
compres más libros, lee los que tienes” (siempre le imagino muerto de la risa
cada vez que, como hoy sin ir más lejos, voy colocando en lugares imposibles
mis últimas adquisiciones), si, como digo, dejamos a un lado cualquier posible
alteración, recomendación, insinuación, arrebato, si somos capaces de mantener
la cabeza fría (algo que, las cosas como son, me resulta incompatible con el
hecho de leer, ya saben que me gusta involucrarme, participar activamente,
expresar sentimientos, sentirme tocado y dejarme tocar), puede que durante un
tiempo leamos con orden, bajo lo predeterminado, no nos desviemos del camino
marcado. Viene esto a cuento (imagino que los leales a este ángulo oscuro del
salón lo han supuesto desde las primeras palabras) porque, de nuevo, descoloco
la bandeja de asuntos pendientes de este blog, es lo mágico de la literatura, a
eso me refería (como tantas veces), no dejan de abrirse ventanas, de brotar
afluentes, de recuperarse emociones, de nacer nuevos anhelos, el mero
orden/desorden en que se lee lo propicia puesto que la lectura previa nos
coloca en un estado de ánimo/expectativa de cara a lo próximo que no sería el
mismo si lo hiciéramos al revés (eso por no hablar, ya que sale la cuestión,
del momento vital en que nos encontremos -y de la edad, la experiencia lectora
previa, mil imponderables y variables que no siempre dependen de uno mismo o
pueden controlarse-), si, por ejemplo, acabamos de cerrar Madame Bovary (regreso
al maestro Landero y a lo aprendido con él) extasiados, tal vez, en contra de
lo que algunos pensarían, no es lo más adecuado lanzarse a Cumbres
Borrascosas o Jane Eyre, puede que necesitemos un cierto oxígeno,
una parada intermedia, un ir y venir a una época y un tono, mudar de piel para
renacer después con más fuerza (incluso en mi etapa más febril dedicada casi
exclusivamente a la tía Agatha llegaba un punto en que, para apreciarla como
ella merece y yo quería hacerlo, abandonaba sus novelas para buscar nuevos horizontes/objetivos).
Andaba uno preparando un escrito sobre un título que creo haber mencionado ya
(tuvimos un encuentro con el autor a finales de mayo), Los ojos con mucha noche
de Emilio Calderón, cuando hubo oportunidad la semana pasada (gracias al
genial cómplice que es Raúl de Casa del Libro de Gran Vía y, por supuesto, a mi
Pepa Muñoz que no deja de buscar estímulos lectores y la posibilidad de
compartir y disfrutar nuestra pasión) de conversar durante un buen rato con
Karina Sainz Borgo que con su primera novela, La hija de la española (publicada
por Lumen el pasado marzo) ha supuesto una auténtica revolución literaria no
sólo en el panorama nacional y el modo en que sus palabras (las escritas y las dichas)
me removieron, me conmovieron, me hicieron añorar con mucha más fuerza (porque
el sentimiento no mengua, al igual que con el tío) a mi abuela, el modo en que
algunas de las cosas que tenía anotadas (y vividas y puestas en común con
Emilio) para lo que estaba armando cobraban especial virulencia puestas bajo
los auspicios del testimonio desolador, implacable y a ratos terrorífico (no
puede ser de otro modo) que supone esta espléndida ópera prima me ha llevado a
dejar dormir/reflexionar un poco más (no mucho) algo que en breve aparecerá
porque me gustaría que ambos libros formasen una especie de díptico, puesto que
tocan (y hurgan) temas comunes, como dijo en el acto con lectores a que me
refiero esa fantástica editora que es María Fasce “todas las dictaduras se
parecen” y, en el caso que nos ocupa, lo que está sucediendo en Venezuela, lo
que recoge en páginas vibrantes, dolientes y dolorosas, Karina de un modo
estremecedor.
Antes de continuar (o sea, sigo enredado en lo mismo pero he hecho un
punto y aparte -a los que tan alérgico me he vuelto a la hora de escribir, lo
siento- porque creo que ya iba siendo necesario), quiero aclarar que esto no significa
que ponga un libro por encima del otro o que me/nos atañan menos los crímenes
cometidos durante “El Proceso” sufrido por Argentina entre 1976 y 1983 (que es
de lo que se ocupa Emilio Calderón), sino que la sangre (que ya andaba muy levantisca)
se me puso definitivamente de pie en un sentido que es, por cierto, una de las máximas
virtudes de La hija de la española: hablando de un lugar y un momento
concretos consigue hablar de muchos diferentes y lejanos, su escritura urgente,
a ratos casi telegráfica, su visceralidad y autenticidad, su narrar en
caliente, su manera de rumiar la tragedia aún no procesada (o tragedias, porque
más allá de la global la que más asola y desola es la particular, la personal),
su modo elíptico y hasta elusivo de referirse a lo (y los) que todos conocemos,
sus enormes facultades para sugerir sin confundir ni condicionar, su saber
hacerse universal sin renunciar a lo concreto me arrojó literalmente a las
llamas de un infierno que mi abuela me contó en muchas ocasiones y que tanto me
arrepiento de no haber recogido como hubiese debido, no sólo por tener su voz
atesorada sino porque lo que ella y los suyos -los míos- padecieron -y tantos similares
que, por fortuna, han encontrado/se han convertido en narradores- no pueden
quedar en el olvido, es por ello(s) en gran parte por lo que opto por centrarme
hoy en la novela de Karina (pero, insisto, en nada se asomará de una vez por
todas la de Emilio). Y es el momento de indicar que en quien más pensé durante
la lectura (y después) fue en uno de los hermanos de mi abuela, el tío Esteban,
que tuvo que salir corriendo (no recuerdo en qué año exactamente, pero ya imaginan
en qué horquilla temporal nos movemos) con su mujer y tres niños porque lo
menos que podía pasarle era que lo encarcelasen (como sí hicieron con otro de
sus hermanos, el padre de la tía Carmen, por el mero hecho de compartir
apellido); porque Karina, aunque no escribe un libro autobiográfico (ni tan
siquiera periodístico, es otro de sus aciertos, pero es incontenible -y
deseado- que la realidad reviente las costuras de la ficción), habla de sí
misma, del modo en que le han arrebatado un país, una vida, unas gentes, una
cotidianidad, una identidad, incluso hasta el nombre si me apuran, supone por
ello otro magnífico hallazgo en un texto plagado de ellos que, al haber
contexto, subtexto y pretexto (en todos los sentidos), al saber contener/transformar
la por otro lado comprensible rabia, el inevitable y compartido rencor, las amargas
lágrimas vertidas y las coartadas (en el sentido de reprimidas, nada más) en
sutileza contundente y preñada de significado (que cada lector encuentra por sí
mismo), es, como digo, digno de encomio que la autora evite cualquier
referencia directa a personas que, como compartió con nosotros sin evitar un
mohín que un servidor quiso aderezar con tintes vengativos (que no asoman en la
novela, se limita a dar cuenta, a señalar -con doble intención si lo desean-, a
levantar acta), ya han visto su nombre escrito -y glorificado- en demasiadas
ocasiones.
“Nunca entendí la nuestra como
una familia grande. La familia éramos mi madre y yo. Nuestro árbol genealógico
comenzaba y acababa en nosotras. Juntas formábamos un junco, una especie de
planta de sábila de esas que son capaces de crecer en cualquier lugar. Éramos
pequeñas y venosas, casi nervadas, acaso para que no nos doliera si nos
arrancaban un trozo o incluso la raigambre entera. Estábamos hechas para
resistir. Nuestro mundo se sostenía en el equilibrio que ambas fuésemos capaces
de mantener. El resto era algo excepcional, añadido, y por eso prescindible: no
esperábamos a nadie, nos bastábamos la una a la otra”. La figura materna de
nuevo como metáfora, como verdad, como raíz, como protección, como extensión de
uno (aunque, si hablamos con propiedad, es al revés, por supuesto, pero es la
hija, solemos ser los hijos quien hablamos sobre ellas, quienes analizamos la
siempre compleja relación materno-filial), la madre como patria, la patria como
madre, ahí está el meollo, ahí está el detalle como decía Cantinflas, si me permiten
el facilón juego de palabras ahí está la madre del cordero en un sentido y en
otro, por ahí, a partir de ahí nacen/aparecen los temas fundamentales del libro
(de la vida), en nuestro vínculo (o falta del mismo) con ambas somos o dejamos
de ser, incluso aunque le(s) demos distancia, aunque seamos desapasionados,
aunque pretendamos/consigamos que no nos afecten(n) demasiado: “Nunca
presencié un nacimiento. No concebí ni parí. No mecí en brazos a ninguna
criatura. No calmé ningún llanto, excepto el mío. En nuestra familia no nacían
niños. Morían, eso sí, viejas mujeres deshechas en el camastro de su autoridad.
Reinaban incluso al pie de una tumba, como quien muere al pie de un volcán.
Tampoco entendí la maternidad como una situación distinta de la que sosteníamos
mi madre y yo: una relación de intendencia y buen gobierno, una forma discreta
de amor que se manifestaba en el equilibrio del mundo que formábamos juntas”.
Pero a veces no queda otra, así le pasa/debe aceptarlo Adelaida, la
protagonista de la novela, sobre todo porque le toca vivir al mismo tiempo la pérdida
de ambas, de la madre de la que heredó el nombre y de la patria, de la
verdadera, de la que siente como tal, de que llama así por derecho propio, no
por banderas ni por imposiciones y/o tergiversaciones de otros: “Por mis
venas corría una sangre que nunca me ayudaría a escapar. En aquel país en el
que todos estaban hechos de alguien más, nosotras no teníamos a nadie. Aquella
tierra era nuestra única biografía”.
Esa es la tierra que tiene que dejar si quiere sobrevivir, ya ha visto
morir a su madre, no quiere más duelos, no quiere ser testigo (mucho menos
partícipe) de la hecatombe final: “Abrí la ventana y me asomé a nuestra
calle sin árboles, rastreando en la humareda de muerte el olor de ese pan de
maíz. Cerré los ojos e inspiré con fuerza las sobras de una biografía hecha a
palos. La vida fue aquello que pasó. Aquello que hicimos y no hicimos.
La bandeja donde nos abrieron por la mitad como un pan a punto de crecer”.
Porque eso es lo que sucede, con cada uno y con el conjunto, dividen,
etiquetan, clasifican, polarizan, reducen a dicotomía, a una preposición, con
ellos o contra ellos, así fue aquí, en Argentina, en Venezuela, así está
pasando en gran parte de Europa, así sigue siendo aquí: “Los Hijos de la
Revolución consiguieron llegar lo suficientemente lejos. Nos separaron a ambos
lados de una línea. El que tiene y el que no. El que se va y el que se queda.
El de fiar y el sospechoso. Levantaron el reproche como una más de las
divisiones que habían creado en una sociedad que ya las poseía. Yo no vivía
bien, pero si de algo estaba segura era de que siempre podría estar peor. No
habitar el renglón del moribundo me condenaba a callar por decoro”. Esa es
otra condena, la culpa que el sobreviviente arrastra, no terminar de comprender
por qué ha sido el elegido por el destino o por quien sea para seguir camino
mientras otros con más méritos (así lo/se ve) se han quedado en la cuneta
(dicho sea con toda la intención), querer hacer merecimientos, querer hacer
justicia con los que no lo lograron, esa asunción de funciones (“Mi
obligación era sobrevivir”), ese palpitar traspasa y, espero que se
comprenda lo que quiero decir y el tono admirativo con que lo hago, taladra
todo el texto, impregna el modo en que Adelaida va desgranando su historia, la
de su madre, la de su país, la de Santiago, lo que puede saberse, lo que se atreve
a contar, los muchos vacíos a rellenar (o no, tal vez sea peor, baste con saber
de su existencia), la maquinaria que aniquila, anula y deshumaniza sin tregua: “Las
violaron a todas [mis compañeras universitarias]. Cuando nos llevaban a
«la nevera» las escuchábamos gritar. En las otras celdas, las blancas, era
imposible enterarnos de nada. Estábamos aislados y sin luz. Comenzamos a perder
la razón. Porque de eso se trataba, de que olvidáramos los días que en que
fuimos personas”. La hija de la española se sustenta/refuerza en esa
prosa escueta, precisa, sin adornos ni concesiones, un prodigio de economía y concreción,
implacable en su permanente goteo de frases cortas rebosantes de contenido, con
una cadencia poética siendo prosaica, sin sublimaciones, con un ritmo medido,
el del corazón que late con fuerza, el del lector que reconoce a aquel familiar
que añoraba lo que no quiso dejar detrás (pero volver suponía tener que ver las
caras de quienes le traicionaron/denunciaron): “(…) Verónica decía «allá» en
lugar de Chile o Santiago, como si la sola elección de esa palabra enfatizara
la lejanía. «Allá» era un pasado. Un lugar del que parecían haber salido con la
condición de no mencionarlo jamás. Una palabra que escocía como el muñón de un
brazo amputado”. Sin perder la elegancia formal, Karina Sainz Borgo sabe
resultar brutal, hay realidades tan crueles que no pueden rebajarse ni un
ápice, esa es otra de las satisfacciones que provoca esta lectura, no se trata
de hablar el mismo idioma sino de compartirlo, de utilizarlo, de dotarle de
significado, de apropiárnoslo, de comprender aunque sea con muchos años de
retraso lo que el tío Esteban intentó transmitir a aquel niño que escuchaba sus
historias como si fuesen inventadas, como si fuesen aventuras, como si le
fuesen ajenas: “Si uno pertenece al lugar donde están enterrados sus
muertos, cuál de todos sería ahora el mío. Sólo podemos sepultar a alguien
cuando hay paz y justicia. Nosotros no teníamos ni una cosa ni la otra. Por eso
no llegaba el descanso, mucho menos el perdón” (no por azar he querido que
esa palabra fuese la última, así podremos hacer con facilidad la conexión prometida
-y esbozada- con Los ojos con mucha noche).