No sorprenderé a los leales (o a cualquiera que tuviese la gentileza de
leer el texto publicado ayer) si anuncio que voy a hablar sobre Un matrimonio
perfecto, la última novela publicada de Paul Pen (que Plaza y Janés lanzó el
pasado mayo), hablando de reventar sorpresas yo mismo lo hice al dejarla para
hoy (y dedicarle su propio espacio no el que le permitiese lo que concebí como
preámbulo pero, ya me conocen, se me fue bastante de las manos -y de extensión-),
me pareció de justicia explicar que aquel desvarío, de un modo u otro, estaba
inspirado en su lectura, en lo que hablamos durante el encuentro que mantuvimos
en las oficinas de su editorial coincidiendo con su llegada a las librerías, en
una conversación entre lectores en la que hay permiso para hablar pormenorizadamente
de cualquier cosa que haya llamado la atención, en la que se conoce la
resolución, en la que se pueden abordar detalles que, lógicamente, un servidor
jamás sacaría a la luz en una entrevista ni, desde luego, va a reproducir aquí
(del mismo modo que, me consta, hacen mis compañeros cuando publican sus
estupendas reseñas). Las cosas como son, empezamos por ahí puesto que el día
anterior había tenido lugar la presentación oficial de la novela a cargo de
David Cantero, quien había sido capaz (algo que no debe extrañar en tan
estupendo periodista) de disertar sobre ella un buen rato sin desvelar nada
importante, sin dar pistas que lleven al lector avezado a desenredar la madeja
antes de tiempo, sin contar el argumento, esbozando ideas, haciendo elipsis,
sugiriendo, abriendo las ganas de leer (que es de lo que se trata), capacidad (y
si me apuran ética profesional -y hasta personal-) que no todo el mundo tiene,
de ahí que hubiese dejado a más de uno con la boca abierta (aunque en realidad
la cierran pocas veces, dando voz a lo que deberían callar/ocultar). Sí,
digámoslo ya, es posible (de nuevo, como decía ayer, hablo del que fue mi
oficio tantos años, el que nunca olvido cuando escribo aunque esto no sean más
que las memorias de un lector, aun así no creo necesario destripar argumentos
para transmitir sensaciones), es factible, digo, e incluso me atrevería a afirmar
que debería ser imprescindible hablar sobre una narración (en el soporte que
sea) sin explayarse en lo que en ella sucede, sin suministrar demasiada información,
permitiendo/posibilitando que cada lector/espectador viva su propia experiencia
al llegar a determinado momento (y es algo que se reclama tanto para historias
en las que el misterio, la incógnita, la resolución de un enigma es la columna
vertebral como para las de cualquier otro género/estilo, ya se enterará cada
uno cuando corresponda del destino de los personajes). De todos modos,
poniéndonos en lo peor, como Paul Pen no construye sus historias (como tantos)
en torno a un golpe de efecto más o menos afortunado (sea dicho por aquellos
que ni con esas aciertan, al menos en lo que a un servidor respecta, todo se
les va en artificios y ases guardados en la manga, en hacer trampas o -ahí
también Paul Pen marca la diferencia notablemente y se distancia de sus competidores-
en no soportar una relectura), puesto que es un maestro en complicar la trama
de un modo natural (sí, ya saben que tiendo a ello, parece un oxímoron, intentaré
explicarlo un poco mejor en seguida aunque estoy convencido de que muchos han
entendido por dónde voy, más aún si han leído antes a este autor), a veces lo
de menos es conocer el gran giro que en un momento dado dará la narración, la
revelación que supone un auténtico seísmo, después de que se produzca aún
quedará mucha tela que cortar, el escritor siempre se guarda algo tanto o más
sabroso para seguir captando la atención del lector, no todos los interrogantes
se resuelven a la vez.
Quienes no conozcan a Paul Pen (permítanme que les diga que hacen mal,
aunque bien sé que por muchas horas que se empleen en la lectura nunca son
suficientes) pueden, si lo desean, consultar lo publicado en este rincón hace
dos años cuando tuve el placer de entrevistarle con motivo de la publicación de
La casa entre los cactus (https://elarpadebecquer.blogspot.com/2017/06/nacen-entre-espinas-flores.html),
donde tampoco se toparán con spoilers (alguna vez tenía que emplear la palabreja
para no repetir demasiado las otras que prefiero) pero sí con algunas características
de su estilo, con lo que podríamos considerar su sello, por más que en cada
novela lo plasma de manera diferente, por eso (entre otras razones) nos
sorprende y nos atrapa, también porque sabemos (así lo viene demostrando) que
no dará gato por liebre, que no nos sentiremos estafados en lo que a la coherencia
se refiere, si bien es cierto que, al modo en que lo hacía la gran Patricia
Highsmith, el cierre de la historia no busque contentar a todo el mundo e
incluso provoque reacciones indignadas y/o encontradas (sin llegar, por fortuna
para él, al extremo de los que, por ejemplo, exigen que vuelva a rodarse la
última temporada de una serie o pretenden enmendar la plana a la autora de la
novela en que se inspira otra cuando apoya la deriva tomada por los adaptadores/continuadores):
“No me gusta impartir justicia, de hecho hay lectores que se han enfadado
por los finales de mis novelas anteriores, pero yo procuro no posicionarme, que
no se note a quién prefiero. Puede que en esta sí haya recurrido algo más a la
justicia poética, si es que existe algo así, cada uno lo dirá cuando la lea. Lo
que siempre busco es el desenlace que me parece más lógico para los personajes,
no me preocupo de quedar bien o de edulcorar el final: que pase lo que tiene
que pasar”. Es parte del juego, diabólico si se quiere, porque habla de
personas corrientes, de cotidianidades y sentimientos que nos son cercanos, que
resultan reconocibles aunque sea por persona (o película o serie) interpuesta, aunque
se trate de personajes que se mueven en ambientes ajenos (y lejanos) a los
nuestros Paul los dibuja tan íntimamente, los dota de tanta humanidad (en el sentido
de que, como tanto abunda, no son clichés, responden a arquetipos y/o
convenciones del género sólo en lo estrictamente necesario -si es que lo hacen
porque incluso al más episódico le dota de un algo excepcional, de una
personalidad que deja huella-), los caracteriza con tanta brillantez que nos
parece conocerles de toda la vida (lo que exacerba nuestras reacciones durante la
lectura), la verosimilitud que el autor se preocupa por mantener hasta el final
(y más allá: como ya se ha señalado, el lector sigue dando vueltas a la
historia por más que haya llegado al punto final) está en la raíz, en el modo
de construir los personajes, exento de cualquier maniqueísmo: “Me gusta que
nunca quede claro del todo a quién puede considerarse bueno y a quién malo, que
haya ambigüedad, es algo que exploré aún más en “La casa entre los cactus”
porque allí no era posible un final que podamos calificar como justo, al menos
uno que satisfaga del todo, creo que eso representa mucho más lo que sucede en
la vida real”. Se trata de la eterna gama de grises de que tantas veces
hablamos y tantos creadores olvidan, de ahí que este caldo espeso en que Paul
Pen nos sumerge hasta el cuello (con aguadillas muy bien -valga la expresión-
salpicadas a lo largo de la narración) provoque adicción (y angustia, terror,
pánico, mal rollo -escojan lo que prefieran) y lo distinga de otros rebosantes
de tics (y lo iguale con autores por los que uno siente debilidad y admiración).
Como ya hiciera en La casa en los cactus, y después de una novela
plenamente claustrofóbica como fue El brillo de las luciérnagas, Paul
Pen utiliza un escenario principal muy reducido pero situado en un paisaje
inabarcable, una enorme extensión de terreno, se diría que hay mil
posibilidades de fuga, por supuesto que la noche y la oscuridad juegan un papel
determinante en la tensión creada/acumulada, pero hay muchos momentos en que el
suspense se siente y vive a plena luz, a cielo abierto, cuando parece imposible
que experimentemos escalofríos ante lo desconocido (aunque ya demostró Tobe
Hooper que es posible, sin destripar nada en concreto, conozcan -o revisen o
recuerden- el fabuloso y espeluznante final de La matanza de Texas): “Desde
hace mucho, por esta cosa de los hogares aislados que tanto me atrae e inspira,
sabía que terminaría por llegar a una autocaravana y la primera idea de la
novela surge precisamente de eso, de querer utilizar una como base de la historia.
Una pequeña parte del final la escribí a bordo de una, la alquilé para
contrastar algunas cosas, para no meter la pata, puede decirse que puse la
documentación al día mientras hacía un viaje por España”. Sin embargo, como
en anteriores ocasiones, Un matrimonio perfecto transcurre en EEUU,
cuenta el viaje que hace una familia en su mudanza a Seattle: “He vivido en
EEUU y por eso me siento cómodo ambientando allí mis historias, al margen de
que, como todos, desde pequeño he conocido su cultura a través de películas y
series, también por haber leído sobre ella. De este modo, puedo incorporar
detalles que den verosimilitud al relato”. Tal vez sea este un buen momento
para recordar/explicar que Paul Pen se llama así en realidad (bueno, su verdadero
apellido es más largo -su padre es holandés- y optó por dejarlo en esa sílaba
fácilmente pronunciable -que en inglés, además, significa “bolígrafo”, herramienta
de un escritor, regalo, por cierto, que hizo a los lectores que acudieron a la
presentación y a la Feria del Libro a por un ejemplar firmado-) y que nació en Madrid,
algo que muchas veces se duda o desconoce (y hasta se refuta, “no, no, tú
hablarás de un español, yo hablo de Paul Pen”, como nos cuenta muerta de risa la
querida Estíbaliz que le ha pasado). Unido a su gusto por los espacios reducidos,
hasta el momento diría que indisociable, está su predilección por grupos pequeños,
por familias de pocos miembros: “Me gustan las familias porque son historias
con las que me identifico de un modo inmediato y primario, creo que a todo el
mundo le pasa ya que es nuestra primera interrelación social, es la más
importante y dura para toda la vida, se quiera o no. Me resulta, además, más
interesante escribir historias cotidianas, igual me cansaré con el tiempo, prefiero
centrarme en personas del día en día en situaciones extremas que en un
detective o un policía, que son historias que me gustan contadas por otro, pero
no para escribirlas yo. Escojo personajes que, en general, en un momento dado
han dado el salto a lo oscuro, salto que procuro no juzgar, lo que me cuestiono
es qué pasa cuando eso ha ocurrido”. Y esa onda sísmica se va ampliando
implacablemente al mismo tiempo que Paul se cierne sobre sus personajes, los
enclaustra no sólo física sino moralmente, los comprime, aumenta la presión
hasta el estallido implacable que sacude irremediablemente al lector.
Si en sus anteriores novelas había dejado claro que sabe graduar y
dosificar perfectamente la intriga, hacer grandes revelaciones mucho antes de
la conclusión sin que la tensión se resienta, en Un matrimonio perfecto Paul
Pen se revela (o alcanza las cotas más altas si había hecho algo similar,
aunque él mismo reconoce haberse sorprendido por el modo en que desarrolló la
escena y jugó con la información que el lector posee) como todo un maestro del
suspense clásico, el que definió, pulió y manejó como nadie Alfred Hitchcock (a
quien nombra con profunda admiración) y, además (en esto, las cosas como son,
he caído hace un rato, por eso no se lo comenté), le hace un guiño/homenaje
puesto que todo ocurre en una ducha; más allá de este momento concreto en que
uno teme seguir leyendo anticipando lo que puede ocurrir, la novela está
estructurada de modo que el lector va en algunos aspectos por delante de los
personajes lo que aumenta su nerviosismo, siempre hay un recoveco oscuro,
siempre queda algo por descubrir (para aquel y para estos) y esto incluye una
posible relectura (prueba de fuego definitiva, algo en lo que salen perdiendo
gran parte de los títulos que durante un tiempo copan los puestos más altos en
las listas de más vendidos) para ir descubriendo las pistas, los anticipos que
uno no toma por tales (y es como debe ser, eso demuestra lo sólidamente armada
que está la historia), los enlaces subterráneos que Paul Pen ha establecido
entre unas páginas y otras, empezando por el sorprendente, rompedor y un tanto
incomprensible capítulo 0 que abre la novela: “Se llama así porque surgió
cuando todo lo demás estaba escrito, pero quise meter una previa en la que
anticipar, sin contarlo, lo que sucedió en un momento dado. Aunque lo imaginé
de un modo al final quedó así, pero me gusta porque es lo suficientemente
enigmático, tanto que si lo relees cuando has terminado la novela cambia el
punto de vista que un tanto inconscientemente adopta el lector, resulta que esa
narración la hace otra persona, no la que pensabas”. Esto, como bien saben
los leales, es lo que me gusta llamar “el fenómeno Roger Ackroyd”, volver a
leer y darte cuenta que el autor ha jugado sus cartas con limpieza, que incluso
las ha dejado a la vista pero sabiendo envolvernos de tal modo que no somos capaces
de percatarnos de las evidencias/insinuaciones y ese es, tan sólo, otro de los
muchos divertimentos que proporciona Un matrimonio perfecto, un
rompecabezas sabiamente construido/destruido para que el lector goce (y sufra,
que en realidad -no me vengan con remilgos- es de lo que se trata).