Justo al ponerme a escribir, es en este mismo momento cuando caigo en la
cuenta de que hoy se cumplen siete años desde que el arpa desempolvó sus
cuerdas y sonó por primera vez, siete años desde que comenzó esta aventura que
nunca pretendió ser otra cosa más que eso mismo, es decir, el ángulo oscuro del
salón en que me gusta refugiarme para meditar, para estar conmigo, para leer
(dando alguna luz, por supuesto), para esconderme, el lugar que Pablo me hizo y
ayudó a habilitar para que no me dejase reducir, silenciar, anular. Y empecé
hablando de nosotros, por supuesto, y cité a don Mario Benedetti, posiblemente
mi poeta de cabecera (bajo cuyos auspicios quise poner este lugar pero no fue
posible, al menos en lo que al nombre se refiere, aunque ahora -desde hace mucho
en realidad- no lo cambiaría por nada -incluso he adoptado el apellido de Arpa
en las redes porque me he mimetizado totalmente con la poderosa imagen creada
por Bécquer-), le recordé colosalmente interpretado, transmitido y hecho verdad
por la inmensa Nacha Guevara y se da el caso de que llegué hasta el teclado y
la pantalla pensando en la canción que el uruguayo que tanto sabía de exilios
(él también se reencontró con su país ese año) escribió a petición de la argentina
que regresaba del suyo: Vuelvo (incluida, por cierto, en ese fantástico
álbum titulado Los patitos feos, donde se incluye una inspirada versión
musical de la Rima LIII, es decir, Volverán las oscuras golondrinas -hay
círculos que terminan por cerrarse y no por casualidad-). “Vuelvo, / quiero
creer que estoy volviendo / con mi mejor y peor historia. / Conozco este camino
de memoria, / pero igual me sorprendo.” Y llevo queriendo hacerlo casi desde
el día en que me marché, hace ya algo más de dos meses, pero no quedó otro remedio,
tampoco me arrepiento, ha sido por un motivo laboral, el coraje ha sido no
haber podido compatibilizar ambas tareas, pero el tiempo estaba muy medido (de hecho,
escaseaba), quién iba a decirnos que, de repente, nos sobraría o, más aún, resultaría
incierto, ningún plazo tiene sentido ni puede cumplirse, sólo el que, de
momento, no pone final al estado de alarma en que vivimos, el caso es que jamás
pensé que regresaría en momentos en que se me imponen algunos versos de esa
canción: “Todos / estamos rotos, pero enteros, / diezmados por perdones y
resabios, / un poco más gastados y más sabios, / más viejos y sinceros” (ojalá,
ya que estamos afrontando algo que, al menos así me sucede, sigue pareciendo
irreal, una pesadilla demasiado larga, nos sirva para algo -coincido con mi
admirado Nando López en que no hay romantizar las enfermedades ni las tragedias,
pero ya que llegan sin llamarlas que, al menos, saquemos conclusiones y/o
enseñanzas que nos mejoren un poquito, aunque la experiencia demuestra que eso
ocurre, si lo hace, en un porcentaje muy bajo-).
Regresar ahora, justo hoy, cuando hemos de asumir (por más que lo
sospechásemos, por más que lo supiéramos, ¿cómo no querer que el cuento de
hadas se hiciera realidad? -y ni hago lecturas políticas ni escribo con esa
intención, me limito a reflejar mis emociones, simplemente-), hoy que, como
digo, nos cae encima la losa de la necesaria prórroga del confinamiento, no
tengo el cuerpo para hablar sobre alguno de los libros que tienen pendiente
asomarse a este rincón, al modo en que mi adorada tía Agatha sintió un buen día
la necesidad de escribir su autobiografía (que algunos malignos consideran su mejor
obra de ficción -cierto es que al abordar (o no) algún que otro episodio se muestra
esquiva, por no decir tramposa, lo que nunca fue en sus novelas, en realidad
eso engrandece el personaje-, sea como sea, supone una lectura apasionante),
hoy he dado libertad a los dedos (y al corazón) para que lleven este escrito a
donde quieran, se ha ido acumulando demasiada desolación, un infinito dolor, la
pena más negra y con raíces más hondas de que tengo conciencia, una ansiedad galopante
con frecuentes estallidos de pánico, a ratos sueltos he dado salida a todo ello
con mis textos en Instagram, pero hay tanto guardado, tanto que no me gustaría
pensar/sentir/vivir, tanta queja, tanto desencanto, tanta constatación del ser
infecto que somos que, perdonen, hablar sobre una novela me resultaría incluso
obsceno, al menos hoy que las cuerdas del arpa se destensan, me sentiría un
estafador si obviase todo este pesado equipaje y, como si no hubiera pasado
nada, como si no estuviese pasando, pareciera vivir en una burbuja, una cosa es
no regodearnos en el drama, no utilizarlo como excusa/arma arrojadiza, otra bien
distinta obviarlo y, como cantaba el maestro Aute a quien hoy lloramos (porque
no le despedimos: queda con nosotros, obviamente, queda la música -y todo lo
demás-), parece que simplemente pasaba por aquí.
Si bien es cierto que, por fortuna, hay muchísimos ejemplos, lo estamos
comprobando a diario, de gente que se crece ante las adversidades, que se
preocupa y ocupa de los demás antes que de sí misma, que da lo mejor y lo
proporciona, gente que responde desde el primer momento, que no se consiente
desfallecer, que alivia, consuela, reconforta, sana (no sólo cuerpos, también
mentes y almas), alimenta (en todos los sentidos), sostiene, levanta, alienta,
abunda, por desgracia, quien aprovecha la más mínima oportunidad para exhibir
sin recato su inmundicia, su miseria moral, su insolidaridad, su egoísmo, su
ranciedad, su peculiar concepción de lo que, dicen, es “el bien común”. Debe ser
esa la gente que arrasó los supermercados antes de que se decretase el estado
de alarma, innecesariamente, sin pensar en nadie, desabasteciendo al resto;
digo esto porque quiero pensar que, al menos, son coherentes en su maldad, en
su erigirse en jueces y verdugos, en su inquisición desde el balcón insultando,
amenazando, presionando, escupiendo exabruptos, francotiradores de palabras (al
menos los que conozco, me temo que algunos habrán pasado a mayores), lo mismo
llaman “puta” a una joven que presta ayuda domiciliaria (Fosco y yo fuimos
testigos) como le dicen al farmacéutico (al que tienen que conocer) “qué
vergüenza” cuando va y viene, como gritan en general a quien sea “vete a tu
casa, por tu culpa moriremos todos”, ellos que, como digo, deben tener lo
necesario (porque lo acumularon antes) para no pisar la calle en todos estos
días ni una sola vez o no les importa poner(se) en riesgo haciendo que repartidores/mensajeros
les lleven a casa lo que puedan necesitar, son proletarios, seguro que no les
importa qué pueda pasarles. Sí, acepto que es un argumento un tanto torticero y
si me apuran demagógico, pero me estoy poniendo al mismo nivel, es el único
lenguaje que algunos comprenden (y ni eso), aunque el asunto me sirve para tocar
lo de los bienes/artículos/objetos de primera necesidad, ¿alguno de los fieles,
aquellos que me conocen bien, cómplices leales desde hace años a través de las
ondas, quién en la sala puede dudar de lo que siento por los libros? Pero, si
estamos a lo que tenemos que estar, y es lo que toca, ¿de verdad es tan preciso
tener ahora mismo ese título que no se ha comprado en años o la nueva novela de
no sé quién? Hablando de necesidades, yo preciso tocar el libro, olerlo,
tenerlo en las manos, pero si no queda otra me conformo con el formato
electrónico y, por otro lado, tengo tanto atrasado en casa (y eso que al grueso
de mi biblioteca me es ahora inaccesible, esos miles -no exagero- de libros que
atesoro donde la tía y mi madre), que no echo de menos lo que no todavía no
puede venderse en librerías. Por otro lado, aquí hay tanto postureo, tanto
quedar de lo que no se es, tanto demostrar que ni se ha leído ni se va a hacer
(viendo lo que publican, no me cabe duda), porque cuando saco a Fosco o voy a
la compra, veo en los balcones a gente oteando, escudriñando, vigilando,
gritando a los que pasan, bronceándose, fumando, hablando por el móvil o enviando
(supongo) mensajes de WhatsApp, haciendo ejercicio, bailando, hablando con
otros también asomados, afeitándose la cabeza (literal, todo muy higiénico -es,
por cierto, uno de quien sospechamos llama a la policía en cuando ve a alguien
pasar porque es automático que si él está ahí, incluso lloviendo como la otra
noche, al poquito aparezca un coche patrulla-), bueno, que veo a muchos hacer
cosas distintas, pero no he visto a nadie leyendo (al menos libros, pantallas
sí, tal vez alguno estaba sumergido en Fortunata y Jacinta).
Lo de salir con Fosco (que no pasear, de nuevo se asume lo que estamos
viviendo -pero a un animal no se lo puedes hacer entender, no al menos con unas
palabritas-) es mi propio drama de cada día aunque ya me he tranquilizado bastante,
al menos acepto/encaro algo mejor la situación, porque al principio me sentía
vigilado, culpable, intimidado, caminaba encogido, con aprensión, rogándole que
hiciera sus cositas en un minuto, temblando, no sólo por los vocingleros ya
descritos, sino porque, sobre todo los primeros días, la policía te paraba, te
inquiría, la mayoría de/con buenas maneras, pero siempre aparece ese que no distingue
entre autoridad y autoritarismo, el que sólo sabe extorsionar, violentar,
amedrentar, y eso que hemos tenido suerte porque he visto cómo lo hacían con
otros, a mí me ha tocado el que me dijo un día con cierta desgana “¿vive por aquí?
Lo que tiene que hacer es mentalizar al perro de que mee en el portal” y otro
que, sin bajarse del coche y a escasos metros de nuestra casa, me llamó “¡Caballero,
caballero! ¡Recuerde: no se puede alejar de su casa!”. Mira, ya que nos
ponemos, soy el primero que lo censura, estad un poco más pendientes de todos
esos que, aprovechando la tesitura, dejan las deposiciones de sus perros allí
donde las sueltan, a más de uno debéis ver hacerlo, no es posible que, con la
de veces que pasáis/estáis parados en algún sitio nunca sorprendáis a ninguno
(porque no es cosa de uno o dos, no, ¡cerdos incívicos!) ¡Aflojad un poquito,
leche, que los animales lo pasan muy mal con sus rutinas alteradas y la
crispación que perciben aún les desquicia más! Eso sí, tiene su miga ir leyendo
los carteles que han colgado en todos los establecimientos obligados a cerrar
porque los hay que se han limitado a colgar el digamos oficial, pero otros han
tirado de ingenio y han puesto mensajes divertidos, aliviando un poco la tensión,
algunos han reinterpretado las directrices oficiales, los hay que las han tuneado/transformado,
también quien las ha personalizado, pero con los que más me río (y mira que los
he leído veces) es con aquellos que ponen a los del establecimiento/negocio por
encima del resto, los que afirmar cerrar “por responsabilidad” o “por preservar
la salud” u otras fórmulas similares, como si todo fuese cosa de ellos, como
si, al igual que las Supernenas, salvasen el mundo cada día antes de irse a la
cama, lo mismo que tanto salvapatrias como hay suelto especialmente por Twitter
(bien saben lo que pienso sobre ese lugar en general, ¡cuánto más ahora!), como
esos verdugos voluntarios y encantados de serlo que pretenden dar lecciones de
moral mientras increpan a otros y demuestran una mala educación (dejémoslo en
eso) de tamaño familiar (tal vez nunca mejor dicho), como si el resto no nos
esforzáramos ni pusiéramos de nuestra parte (puede que incluso más que ellos,
pienso en los insultados que dije antes, en quienes como Pablo deben salir cada
día para ir al trabajo, en quien no le queda otra). En fin, yo pensaba volver,
como dice la canción con la que empecé a desvariar, “con buen talante y
buena gana”, pero las circunstancias (y la gentecilla) no lo permiten, lo
que nunca pude prever es que, en el momento en que el arpa volviese a sonar, un
servidor podría rubricar, junto a Benedetti y la Guevara, aquello de “me fui
menos mortal de lo que vengo”, algo se ha roto y nunca se podrá recomponer.
En la próxima ocasión, lo prometo, hablaré de libros.