Son canciones que se quedaron prendidas en el corazón, agazapadas en
algún rincón del alma, tanto en los luminosos como en los poco frecuentados, en
los recuerdos vívidos y siempre presentes, en aquellas emociones que rebrotan
cuando menos lo esperas, a veces para encogerte y dolerte, recuperando un
tiempo que pasó y no se puede repetir, vivencias que dejaron huellas muy profundas
en el ánimo, en el espíritu, que sólo una cruel enfermedad (como sucede con la
tía Carmen) es capaz de desdibujar y borrar (y aunque arrasa no puede con todo:
por más voraz que se muestre, el corazón late más deprisa y, aunque no recuerde
exactamente a qué es debida, sabe identificar la alegría y afianzarse y
cobijarse en ella mientras el olvido se enseñorea del resto). Son la banda sonora
de mi vida, incluso antes de comprender lo que querían decir sus letras,
canciones cuyo impacto en los demás me alertaba de su importancia, músicas que
provocaban reacciones por las que me sentía atañido aunque no tuviera claro por
qué, se recibió como una fiesta aquel LP cuya portada me recordaba el inicio de
El hombre y la tierra, un sol dibujándose en el horizonte, muy pronto
hice mía la metáfora, se hablaba de “renacer”, de “despertar”, de “revivir”, la
tía sonreía abiertamente y no podía reprimir las lágrimas de alegría, el tío
mantenía su calma habitual pero se le veía pletórico, algo cambió/se estremeció
en casa la primera vez que empezó a sonar en el tocadiscos aquello de “Dicen
los viejos que en este país hubo una guerra, / que hay dos Españas que guardan
aún el rencor de viejas deudas”. Me estoy refiriendo, por supuesto, al
histórico Libertad sin ira de Jarcha, el himno nacido como tal servía
para titular aquel magnífico trabajo que, entre otras cosas, me permitió
descubrir a Miguel Hernández de una manera que todavía hoy me estremece,
sacude, empequeñece, me hace temblar sobrecogido y deslumbrado. Mecido/motivado
por la canción, empecé a ser consciente de algunos velos que había que
descorrer y demasiados silencios que convenía rellenar, me di cuenta que tenía
muy cerca a alguna “gente que sufre y calla dolor y miedo”, que había
cosas que me insistían no debía contar jamás en el colegio (y eso que apenas
decían nada, cualquier insinuación/sospecha era suficiente), se pasaba por
encima de hechos y hasta personas como si no tuviesen que ver con nosotros, fue
mi abuela la que empezó a hablar claro, con la intrascendencia de tardes de
merienda y partidas de tute, aprovechando las Peticiones del oyente de
Radio Intercontinental, desgranando aquí y allá detalles (a veces muy someros y
ambiguos) sobre esa guerra que en su relato tenía artículo determinado (“la”
guerra), hablándome de su hermano, el tío Esteban, que vivía en Francia,
reconstruyendo un pasado que no lo era tanto porque aún pesaba y extendía su oscura
sombra. No la movía la venganza, no quería echar leña al fuego (en ese sentido,
podía decirse que, como cantaba Jarcha, era de esa “gente muy obediente
hasta en la cama”), pero creía que era de justicia pronunciar con todas las
letras y a un volumen que facilitase la comprensión, aquellas palabras que
durante años habían sido susurradas, negadas, calladas, censuradas,
prohibidas, reprimidas, comprometedoras, sentencias de muerte.
La tía Carmen era aún más prudente, más conciliadora, a pesar de lo
sufrido, del inevitable rencor con que se había ido recubriendo para no
desfallecer, de los golpes físicos y morales recibidos, de la miseria vivida y
de los miserables que a tantos como a ella condenaron, reprimieron, explotaron,
asesinaron u obligaron a huir por el simple hecho de ser, de estar, convertidos
en enemigos por mero azar (o por decisión de quien así lo decretaba y castigaba
en base a eso), gentes a las que se arrebató cualquier esperanza y negó
cualquier posibilidad/salida, en quienes se ensañaron aquellos que sólo
entienden la vida como una permanente batalla, aquellos que hablan en términos
de “vencedores y vencidos” para arrogarse continuamente la bandera de los
primeros sin darse por satisfechos en la consecución/reivindicación de sus
“triunfos”. Por eso no me contaba demasiadas cosas de aquellos años, prefería
que todo quedase atrás, decía que no valía de nada tomarse la revancha por
muchas ganas (y hasta razones) que hubiera, que no se podía cambiar lo que
pasó, que no estaba segura de si eso suponía perdonar a los verdugos, que no se
le olvidaba nada, pero que no podíamos estar otra vez a vueltas con lo que
tantas vidas había costado, que al menos todo era ya diferente (o empezaba a
serlo) aunque su padre no pudiese verlo. Y sin ningún alarde triunfalista, pero
toda orgullosa de poder hacerlo, vivía como una victoria el hecho de escuchar y
cantar sin miedo (lo que sucedió unos años más tarde de lo de Jarcha aunque el
disco se hubiera grabado antes, no todo fue tan rápido ni cambió tan deprisa)
canciones que habían estado prohibidas como El maestro de Patxi Andión,
donde me señalaba una y otra vez los versos en que se dice “al explicar
cualquier guerra / siempre se muestra remiso / por explicar claramente / quién
venció y fue vencido” (es la versión grabada para A donde el agua,
de 1973, el LP que aún está en casa -junto al de Jarcha y otros muchos-, en
otras ocasiones cantaba “al explicar NUESTRA guerra”). Porque en eso la
tía fue siempre inflexible, salvo algunos desalmados y otros aprovechados,
nadie había ganado con la guerra, no le cabía en la cabeza que alguien pudiese
decirlo, los ojos se le empañaban, la voz le temblaba, decía que lo mejor era pasar
página, no entendía el placer que algunos encontraban en recordar tanta
infamia, en alardear de haber propiciado la ruina, la prisión, la muerte de
tantas personas, no se sentía cómoda teniendo que ver cada día a quienes señalaron
con el dedo a un inocente como su padre, su mejor momento llegó cuando dejó de tenerles
miedo, cuando fue libre para escupir y optó por ignorar, por negarles el
obligatorio saludo de antaño, con los años le dije que era terrible que gente
así quedase impune e incluso mantuviera cierto estatus/autoridad y ella me desarmó
con un contundente “pero nosotros nos queremos y nos quisieron mucho, bastante
llevan ellos sobre sus hombros: lo que merecen”.
Aunque durante la lectura, como tantas veces, hubiesen brotado melodías,
recuerdos, experiencias propias o escuchadas de otros, no tenía pensado el título
ni digámoslo así la inspiración de la que partiría el presente texto, pero fue
precisamente el día en que amanecimos con la triste noticia de la muerte demasiado
temprana y a traición (como le gusta actuar) de Patxi Andión cuando gran parte
del grupo habitual de lectura nos reunimos para comer juntos antes del parón navideño
(era 19 de diciembre) y luego nos juntamos con el resto para mantener un
encuentro en torno al que nos gustaba llamar “el libro secreto”. El heredero
salió a la venta el pasado mes de enero y, gracias a mi Pepa Muñoz, tuvimos
el privilegio de leer la edición no venal y de conocer a su autor y conversar
con él un mes antes de su publicación, pero no se podía contar nada hasta que
el libro llegase a las librerías, bien saben los leales que suelo retrasar
siempre un poco más mis comentarios, que me tomo tiempo para ir dando forma a
lo que escribo (pero han podido ver desde entonces la entrevista que mantuve
con el autor y que Pepa tuvo a bien inmortalizar: https://www.youtube.com/watch?v=tj5rhqxhleU&t=59s
), luego han venido algunas cosas que ya se han comentado aquí (o en las que
estamos inmersos, y no por gusto -lo que incluye la parte laboral, todo hay que
decirlo-), y es por eso que hasta ahora no me había puesto a la tarea de
recomendar una novela que tanto me marcó, me conmocionó, me hizo reencontrarme
con mis mayores, sobre todo con la tía y con la abuela, con las que tantas
horas compartí, a las que tanto hice hablar por más que, como se ha señalado,
la tía se comportase como el maestro de la canción que tanto la impactaba (movía
la cabeza con furia cuando “las buenas gentes del pueblo” -masticado con toda
la ironía del mundo por el cantautor- se indignaban/espantaban de que el
maestro no pusiera orejones a los niños, murmuraba “qué ignorantes, qué
ignorantes” en algunos momentos, se le empañaban los ojos). Rafael Tarradas
Bultó fue también un niño cautivado por aquello que le contaban en casa,
aquello que, aunque pudiera parecerse en algunos retazos, era tan diferente a
lo poco y mal hilvanado que estudiábamos en el colegio, a su vez tan diferente
a lo que empezábamos a apreciar en novelas, películas, relatos que se hacían en
televisión; sin embargo, según fui creciendo dejé de preguntar, algo de lo que
me he arrepentido muchísimo y muchísimas veces, me gustaría poder hacer verdadera
justicia, me han quedado interrogantes muy inquietantes que de vez en cuando me
reprocho, no tiene ningún sentido haber dejado la historia a medias, de eso, además,
se han beneficiado aquellos que han seguido haciendo daño, pero me daba la
sensación de estar hurgando demasiado en la herida, sobre todo en el caso de la
tía Carmen, su gesto, sus ojos, su voz se quebraba y veía reaparecer la
tristeza y el dolor, mi abuela decía algunas veces que era mejor que no supiera
más, que de bastantes cosas me había dado cuenta desde pequeño, que era suficiente,
otras era ella misma la que buscaba desahogo, demasiada penumbra en su corazón,
el caso es que entre unas cosas y otras dejamos demasiados puntos suspensivos
en el alma.
“Siempre me habían gustado e interesado las historias de mi familia,
lo sucedido durante la Guerra Civil: era algo que me enganchaba porque era una
historia cercana, historia que contaban sus protagonistas lo que lo hacía aún
más alucinante, un auténtico privilegio. Tenía muy buena relación con mis mayores,
especialmente con mi abuelo que era muy noctámbulo, igual que yo: nos
quedábamos hasta muy tarde y me contaba muchas cosas. Con el tiempo, empecé a
darme cuenta de que iba olvidando muchas de estas cosas, más aún cuando puse
recuerdos en común con uno de mis primos y él me decía que no recordaba nada de
eso que yo contaba, por eso me decidí a escribirlo. Nunca me lo planteé como un
informe, sino como una historia, lo que no recordaba o no sabía lo inventaba y así
fue saliendo el libro, sin ninguna expectativa, como algo que quería hacer,
pero sin pensar en su posible trascendencia. El caso es que toda mi familia
quería leerlo y, como tengo una que no se acaba porque mis abuelos tuvieron
diez hijos, opté por colgarlo en Amazon para quien lo quisiera, luego vino todo
lo demás”. Es decir, que Espasa se interesara por el libro, que lo
publicase y que los lectores se interesaran de ese modo (vendió 500 ejemplares
en una semana a través de Internet) por esta historia que, aunque muy
particular y concreta, es en realidad la de muchos, la de nuestros mayores, la
de nuestra gente, ese es tal vez el mayor mérito de El heredero ser una
novela en la que todo el mundo tiene cabida, no hay buenos ni malos en el
sentido más puramente literario, Rafael no juzga a los personajes, describe sus
acciones, sus sentimientos, su afán de supervivencia, habla de ese absurdo que
es la guerra, de cómo afecta y mina a cualquiera involucrado en ella, da voz a
personas muy diversas, plantea una historia necesariamente coral, mantiene un
tono muy equilibrado e incluso distante, por más que sepamos que muchas de sus
criaturas están inspiradas directamente en algunos de sus familiares directos: “He
querido que sea un libro de personas, no de bandos, la mayoría no lo escogió,
las familias se dividieron sin quererlo. No lo considero un libro sobre la
Guerra Civil, sino sobre personas llevadas a una situación límite, que es el
momento en que sale tu verdadero yo, para lo bueno y para lo malo: se recibe
tanta presión que uno saca lo mejor y lo peor, no hay matices”. Y, sin
embargo, evita el maniqueísmo en sus descripciones tanto colectivas como
individuales con enorme soltura, caracterizando a cada personaje, exponiéndolos
sin paños calientes, consiguiendo momentos de gran altura dramática y de total
implicación con los protagonistas.
Por más que uno sepa a que se enfrenta, el primer capítulo es
absolutamente rompedor (al margen de saber enganchar con un manejo de los
ardides literarios que se demuestra muy eficaz y hace olvidar que se trata de
una ópera prima) y deja muy claro que, en contra de lo que algunos puedan temer
(o les convenga pregonar), no estamos ante “otro libro sobre la Guerra Civil” porque,
como hiciese José María Gironella en su injustamente olvidada Un millón de muertos
(la continuación de la espléndida Los cipreses creen en Dios), esta
le interesa en la medida en que afecta a las personas y, por más que algunos
episodios se reproduzcan con enorme precisión y procurando ser muy fiel a determinados
hechos, no olvida jamás que está escribiendo una novela y que sin el aliento y
las emociones de sus personajes no puede establecerse la necesaria corriente
vital con el lector, llevándole como en mi caso a recordar lo que, por ejemplo,
tanto emocionó al tío Miguel cuando lo vio reflejado en La vaquilla de
Berlanga: “He intentado que nadie pierda su humanidad porque es algo con lo
que te encuentras hablando con quienes lo vivieron: si hubieran sabido el
nombre de quien tenían enfrente, no hubieran sido capaces de disparar. Mirad lo
que pasaba con el tabaco en el frente de Madrid, por ejemplo [secuencia
que, como digo, será siempre inolvidable para mí, en parte porque muy pocas
veces el tío hablaba sobre aquellos años y, además, en esta ocasión lo hizo con
tono jocoso y celebrando lo que veíamos en pantalla]”. El primer capítulo es el
que sienta las bases de la novela y el que sirve a Rafael para armar toda la
historia de modo que, como se ha señalado, importen más los personajes que lo
que viven: “El primer capítulo está muy novelado, es ficción totalmente,
aunque surge de una leyenda familiar porque la casa, efectivamente, se llama
San Antonio y no hay nadie en la familia que se llame así y mira que mis
abuelos tuvieron hijos, por un lado diez y por el otro catorce. Una hermana de
mi abuelo contaba que pasó algo similar a lo que me sirve como punto de
partida, aunque en la realidad le desposeyeron de su herencia por embarazar a
una criada y fue la mala conciencia de la familia la que, al final, motivó que
la casa llevase el nombre del niño”.
Y durante la apasionante y encendida charla que mantuvimos en Cervantes
y Compañía fuimos desgranando episodios relacionados con nuestras familias,
hablando de la madre de uno, del padre de otra, de mi abuela, de todos aquellos
a los que, de una manera u otra, Rafael rinde tributo en las páginas de El heredero, contando, por ejemplo, la batalla de Teruel de una manera que la
graba indeleblemente en el corazón: “La
mayor tragedia de la batalla de Teruel, la gran impotencia que vivieron es que
se peleaba por un lugar que no era estratégico, era una maniobra de despiste
para lograr que el enemigo llegase debilitado a Madrid, pero eso supuso someter
a las tropas a un frío inhumano: se habla de unos 30 grados bajo cero, mi
abuelo recordaba que disparaban sólo para calentarse las manos”. Con muchas licencias literarias y
rellenando aquellos huecos en que no tenía testimonios directos, pero sin
perder jamás la verosimilitud e incorporando todo lo que su abuelo le contó,
Rafael ha construido una historia que no pretende dulcificar ni rebajar la tragedia,
pero que sabe evitar el enfrentamiento, que no puede restañar heridas pero no
coadyuva a abrirlas, una novela muy equilibrada que hace justicia con las
personas que perdieron vidas, familias, hogares, para que otros (los de siempre,
los de arriba) se llevasen los laureles.