sábado, 18 de abril de 2020

EL MAESTRO REMISO







   Son canciones que se quedaron prendidas en el corazón, agazapadas en algún rincón del alma, tanto en los luminosos como en los poco frecuentados, en los recuerdos vívidos y siempre presentes, en aquellas emociones que rebrotan cuando menos lo esperas, a veces para encogerte y dolerte, recuperando un tiempo que pasó y no se puede repetir, vivencias que dejaron huellas muy profundas en el ánimo, en el espíritu, que sólo una cruel enfermedad (como sucede con la tía Carmen) es capaz de desdibujar y borrar (y aunque arrasa no puede con todo: por más voraz que se muestre, el corazón late más deprisa y, aunque no recuerde exactamente a qué es debida, sabe identificar la alegría y afianzarse y cobijarse en ella mientras el olvido se enseñorea del resto). Son la banda sonora de mi vida, incluso antes de comprender lo que querían decir sus letras, canciones cuyo impacto en los demás me alertaba de su importancia, músicas que provocaban reacciones por las que me sentía atañido aunque no tuviera claro por qué, se recibió como una fiesta aquel LP cuya portada me recordaba el inicio de El hombre y la tierra, un sol dibujándose en el horizonte, muy pronto hice mía la metáfora, se hablaba de “renacer”, de “despertar”, de “revivir”, la tía sonreía abiertamente y no podía reprimir las lágrimas de alegría, el tío mantenía su calma habitual pero se le veía pletórico, algo cambió/se estremeció en casa la primera vez que empezó a sonar en el tocadiscos aquello de “Dicen los viejos que en este país hubo una guerra, / que hay dos Españas que guardan aún el rencor de viejas deudas”. Me estoy refiriendo, por supuesto, al histórico Libertad sin ira de Jarcha, el himno nacido como tal servía para titular aquel magnífico trabajo que, entre otras cosas, me permitió descubrir a Miguel Hernández de una manera que todavía hoy me estremece, sacude, empequeñece, me hace temblar sobrecogido y deslumbrado. Mecido/motivado por la canción, empecé a ser consciente de algunos velos que había que descorrer y demasiados silencios que convenía rellenar, me di cuenta que tenía muy cerca a alguna “gente que sufre y calla dolor y miedo”, que había cosas que me insistían no debía contar jamás en el colegio (y eso que apenas decían nada, cualquier insinuación/sospecha era suficiente), se pasaba por encima de hechos y hasta personas como si no tuviesen que ver con nosotros, fue mi abuela la que empezó a hablar claro, con la intrascendencia de tardes de merienda y partidas de tute, aprovechando las Peticiones del oyente de Radio Intercontinental, desgranando aquí y allá detalles (a veces muy someros y ambiguos) sobre esa guerra que en su relato tenía artículo determinado (“la” guerra), hablándome de su hermano, el tío Esteban, que vivía en Francia, reconstruyendo un pasado que no lo era tanto porque aún pesaba y extendía su oscura sombra. No la movía la venganza, no quería echar leña al fuego (en ese sentido, podía decirse que, como cantaba Jarcha, era de esa “gente muy obediente hasta en la cama”), pero creía que era de justicia pronunciar con todas las letras y a un volumen que facilitase la comprensión, aquellas palabras que durante años habían sido susurradas, negadas, calladas, censuradas, prohibidas, reprimidas, comprometedoras, sentencias de muerte.

   La tía Carmen era aún más prudente, más conciliadora, a pesar de lo sufrido, del inevitable rencor con que se había ido recubriendo para no desfallecer, de los golpes físicos y morales recibidos, de la miseria vivida y de los miserables que a tantos como a ella condenaron, reprimieron, explotaron, asesinaron u obligaron a huir por el simple hecho de ser, de estar, convertidos en enemigos por mero azar (o por decisión de quien así lo decretaba y castigaba en base a eso), gentes a las que se arrebató cualquier esperanza y negó cualquier posibilidad/salida, en quienes se ensañaron aquellos que sólo entienden la vida como una permanente batalla, aquellos que hablan en términos de “vencedores y vencidos” para arrogarse continuamente la bandera de los primeros sin darse por satisfechos en la consecución/reivindicación de sus “triunfos”. Por eso no me contaba demasiadas cosas de aquellos años, prefería que todo quedase atrás, decía que no valía de nada tomarse la revancha por muchas ganas (y hasta razones) que hubiera, que no se podía cambiar lo que pasó, que no estaba segura de si eso suponía perdonar a los verdugos, que no se le olvidaba nada, pero que no podíamos estar otra vez a vueltas con lo que tantas vidas había costado, que al menos todo era ya diferente (o empezaba a serlo) aunque su padre no pudiese verlo. Y sin ningún alarde triunfalista, pero toda orgullosa de poder hacerlo, vivía como una victoria el hecho de escuchar y cantar sin miedo (lo que sucedió unos años más tarde de lo de Jarcha aunque el disco se hubiera grabado antes, no todo fue tan rápido ni cambió tan deprisa) canciones que habían estado prohibidas como El maestro de Patxi Andión, donde me señalaba una y otra vez los versos en que se dice “al explicar cualquier guerra / siempre se muestra remiso / por explicar claramente / quién venció y fue vencido” (es la versión grabada para A donde el agua, de 1973, el LP que aún está en casa -junto al de Jarcha y otros muchos-, en otras ocasiones cantaba “al explicar NUESTRA guerra”). Porque en eso la tía fue siempre inflexible, salvo algunos desalmados y otros aprovechados, nadie había ganado con la guerra, no le cabía en la cabeza que alguien pudiese decirlo, los ojos se le empañaban, la voz le temblaba, decía que lo mejor era pasar página, no entendía el placer que algunos encontraban en recordar tanta infamia, en alardear de haber propiciado la ruina, la prisión, la muerte de tantas personas, no se sentía cómoda teniendo que ver cada día a quienes señalaron con el dedo a un inocente como su padre, su mejor momento llegó cuando dejó de tenerles miedo, cuando fue libre para escupir y optó por ignorar, por negarles el obligatorio saludo de antaño, con los años le dije que era terrible que gente así quedase impune e incluso mantuviera cierto estatus/autoridad y ella me desarmó con un contundente “pero nosotros nos queremos y nos quisieron mucho, bastante llevan ellos sobre sus hombros: lo que merecen”.

    Aunque durante la lectura, como tantas veces, hubiesen brotado melodías, recuerdos, experiencias propias o escuchadas de otros, no tenía pensado el título ni digámoslo así la inspiración de la que partiría el presente texto, pero fue precisamente el día en que amanecimos con la triste noticia de la muerte demasiado temprana y a traición (como le gusta actuar) de Patxi Andión cuando gran parte del grupo habitual de lectura nos reunimos para comer juntos antes del parón navideño (era 19 de diciembre) y luego nos juntamos con el resto para mantener un encuentro en torno al que nos gustaba llamar “el libro secreto”. El heredero salió a la venta el pasado mes de enero y, gracias a mi Pepa Muñoz, tuvimos el privilegio de leer la edición no venal y de conocer a su autor y conversar con él un mes antes de su publicación, pero no se podía contar nada hasta que el libro llegase a las librerías, bien saben los leales que suelo retrasar siempre un poco más mis comentarios, que me tomo tiempo para ir dando forma a lo que escribo (pero han podido ver desde entonces la entrevista que mantuve con el autor y que Pepa tuvo a bien inmortalizar: https://www.youtube.com/watch?v=tj5rhqxhleU&t=59s ), luego han venido algunas cosas que ya se han comentado aquí (o en las que estamos inmersos, y no por gusto -lo que incluye la parte laboral, todo hay que decirlo-), y es por eso que hasta ahora no me había puesto a la tarea de recomendar una novela que tanto me marcó, me conmocionó, me hizo reencontrarme con mis mayores, sobre todo con la tía y con la abuela, con las que tantas horas compartí, a las que tanto hice hablar por más que, como se ha señalado, la tía se comportase como el maestro de la canción que tanto la impactaba (movía la cabeza con furia cuando “las buenas gentes del pueblo” -masticado con toda la ironía del mundo por el cantautor- se indignaban/espantaban de que el maestro no pusiera orejones a los niños, murmuraba “qué ignorantes, qué ignorantes” en algunos momentos, se le empañaban los ojos). Rafael Tarradas Bultó fue también un niño cautivado por aquello que le contaban en casa, aquello que, aunque pudiera parecerse en algunos retazos, era tan diferente a lo poco y mal hilvanado que estudiábamos en el colegio, a su vez tan diferente a lo que empezábamos a apreciar en novelas, películas, relatos que se hacían en televisión; sin embargo, según fui creciendo dejé de preguntar, algo de lo que me he arrepentido muchísimo y muchísimas veces, me gustaría poder hacer verdadera justicia, me han quedado interrogantes muy inquietantes que de vez en cuando me reprocho, no tiene ningún sentido haber dejado la historia a medias, de eso, además, se han beneficiado aquellos que han seguido haciendo daño, pero me daba la sensación de estar hurgando demasiado en la herida, sobre todo en el caso de la tía Carmen, su gesto, sus ojos, su voz se quebraba y veía reaparecer la tristeza y el dolor, mi abuela decía algunas veces que era mejor que no supiera más, que de bastantes cosas me había dado cuenta desde pequeño, que era suficiente, otras era ella misma la que buscaba desahogo, demasiada penumbra en su corazón, el caso es que entre unas cosas y otras dejamos demasiados puntos suspensivos en el alma.

   Siempre me habían gustado e interesado las historias de mi familia, lo sucedido durante la Guerra Civil: era algo que me enganchaba porque era una historia cercana, historia que contaban sus protagonistas lo que lo hacía aún más alucinante, un auténtico privilegio. Tenía muy buena relación con mis mayores, especialmente con mi abuelo que era muy noctámbulo, igual que yo: nos quedábamos hasta muy tarde y me contaba muchas cosas. Con el tiempo, empecé a darme cuenta de que iba olvidando muchas de estas cosas, más aún cuando puse recuerdos en común con uno de mis primos y él me decía que no recordaba nada de eso que yo contaba, por eso me decidí a escribirlo. Nunca me lo planteé como un informe, sino como una historia, lo que no recordaba o no sabía lo inventaba y así fue saliendo el libro, sin ninguna expectativa, como algo que quería hacer, pero sin pensar en su posible trascendencia. El caso es que toda mi familia quería leerlo y, como tengo una que no se acaba porque mis abuelos tuvieron diez hijos, opté por colgarlo en Amazon para quien lo quisiera, luego vino todo lo demás”. Es decir, que Espasa se interesara por el libro, que lo publicase y que los lectores se interesaran de ese modo (vendió 500 ejemplares en una semana a través de Internet) por esta historia que, aunque muy particular y concreta, es en realidad la de muchos, la de nuestros mayores, la de nuestra gente, ese es tal vez el mayor mérito de El heredero ser una novela en la que todo el mundo tiene cabida, no hay buenos ni malos en el sentido más puramente literario, Rafael no juzga a los personajes, describe sus acciones, sus sentimientos, su afán de supervivencia, habla de ese absurdo que es la guerra, de cómo afecta y mina a cualquiera involucrado en ella, da voz a personas muy diversas, plantea una historia necesariamente coral, mantiene un tono muy equilibrado e incluso distante, por más que sepamos que muchas de sus criaturas están inspiradas directamente en algunos de sus familiares directos: “He querido que sea un libro de personas, no de bandos, la mayoría no lo escogió, las familias se dividieron sin quererlo. No lo considero un libro sobre la Guerra Civil, sino sobre personas llevadas a una situación límite, que es el momento en que sale tu verdadero yo, para lo bueno y para lo malo: se recibe tanta presión que uno saca lo mejor y lo peor, no hay matices”. Y, sin embargo, evita el maniqueísmo en sus descripciones tanto colectivas como individuales con enorme soltura, caracterizando a cada personaje, exponiéndolos sin paños calientes, consiguiendo momentos de gran altura dramática y de total implicación con los protagonistas.

   Por más que uno sepa a que se enfrenta, el primer capítulo es absolutamente rompedor (al margen de saber enganchar con un manejo de los ardides literarios que se demuestra muy eficaz y hace olvidar que se trata de una ópera prima) y deja muy claro que, en contra de lo que algunos puedan temer (o les convenga pregonar), no estamos ante “otro libro sobre la Guerra Civil” porque, como hiciese José María Gironella en su injustamente olvidada Un millón de muertos (la continuación de la espléndida Los cipreses creen en Dios), esta le interesa en la medida en que afecta a las personas y, por más que algunos episodios se reproduzcan con enorme precisión y procurando ser muy fiel a determinados hechos, no olvida jamás que está escribiendo una novela y que sin el aliento y las emociones de sus personajes no puede establecerse la necesaria corriente vital con el lector, llevándole como en mi caso a recordar lo que, por ejemplo, tanto emocionó al tío Miguel cuando lo vio reflejado en La vaquilla de Berlanga: “He intentado que nadie pierda su humanidad porque es algo con lo que te encuentras hablando con quienes lo vivieron: si hubieran sabido el nombre de quien tenían enfrente, no hubieran sido capaces de disparar. Mirad lo que pasaba con el tabaco en el frente de Madrid, por ejemplo [secuencia que, como digo, será siempre inolvidable para mí, en parte porque muy pocas veces el tío hablaba sobre aquellos años y, además, en esta ocasión lo hizo con tono jocoso y celebrando lo que veíamos en pantalla]”. El primer capítulo es el que sienta las bases de la novela y el que sirve a Rafael para armar toda la historia de modo que, como se ha señalado, importen más los personajes que lo que viven: “El primer capítulo está muy novelado, es ficción totalmente, aunque surge de una leyenda familiar porque la casa, efectivamente, se llama San Antonio y no hay nadie en la familia que se llame así y mira que mis abuelos tuvieron hijos, por un lado diez y por el otro catorce. Una hermana de mi abuelo contaba que pasó algo similar a lo que me sirve como punto de partida, aunque en la realidad le desposeyeron de su herencia por embarazar a una criada y fue la mala conciencia de la familia la que, al final, motivó que la casa llevase el nombre del niño”.

   Y durante la apasionante y encendida charla que mantuvimos en Cervantes y Compañía fuimos desgranando episodios relacionados con nuestras familias, hablando de la madre de uno, del padre de otra, de mi abuela, de todos aquellos a los que, de una manera u otra, Rafael rinde tributo en las páginas de El heredero, contando, por ejemplo, la batalla de Teruel de una manera que la graba indeleblemente en el corazón: “La mayor tragedia de la batalla de Teruel, la gran impotencia que vivieron es que se peleaba por un lugar que no era estratégico, era una maniobra de despiste para lograr que el enemigo llegase debilitado a Madrid, pero eso supuso someter a las tropas a un frío inhumano: se habla de unos 30 grados bajo cero, mi abuelo recordaba que disparaban sólo para calentarse las manos”. Con muchas licencias literarias y rellenando aquellos huecos en que no tenía testimonios directos, pero sin perder jamás la verosimilitud e incorporando todo lo que su abuelo le contó, Rafael ha construido una historia que no pretende dulcificar ni rebajar la tragedia, pero que sabe evitar el enfrentamiento, que no puede restañar heridas pero no coadyuva a abrirlas, una novela muy equilibrada que hace justicia con las personas que perdieron vidas, familias, hogares, para que otros (los de siempre, los de arriba) se llevasen los laureles.