miércoles, 22 de abril de 2020

LA LLAMADA (Y EL SABOR) DE LA SANGRE






   Hemos hablado en muchas ocasiones de ese adagio que, las cosas como son, parece demostrarse en un altísimo porcentaje si atendemos a las taquillas de cine (cuando se podía hacer), las audiencias de televisión o los listados de libros más vendidos y que afirma que el público paga para que le cuenten el mismo cuento una y otra vez; lo cierto es que, reducidos a un esquema mínimo, a unas cuantas palabras, a un resumen muy somero, los argumentos de infinidad de historias son intercambiables/similares, lo que provoca juicios precipitados y erróneos en ambas direcciones, tanto para acusar a alguien de copiar más o menos descaradamente (dejemos el asunto de los plagios fuera) como para alabar la supuesta originalidad de quien en realidad no aporta nada a lo que toma como modelo (hay quien, al menos, tiene la decencia de reconocer sus referentes, sus inspiraciones, sus deudas, por más que siempre haya quien no deje de hacer la ola por lo no es novedoso -por más que su ignorancia así lo crea y sanciones-). Uno diría que la personalidad artística se forja/demuestra de muchas maneras y que no precisa de ningún componente innovador que tantas veces no es tal en sí mismo por más que reciba ese nombre, recordemos a uno de los cineastas más grandes de todos los tiempos cuando tomó la palabra para defender a otro que tal (Joseph L. Mankiewicz) de las acusaciones de quien se autoproclamaba de ese modo eliminando el artículo indeterminado (Cecil B. de Mille): “Me llamo John Ford y hago películas del Oeste”. Su filmografía, al margen de deparar muchas sorpresas a nivel digamos político (sobre todo para quienes se quedan en la superficie, en lo podríamos decir anecdótico -es decir, que la mayoría de sus filmes respondan al arquetipo, cuando no lo crean ellos, de lo que se viene llamando western desde entonces o antes-), demuestra que, con elementos comunes/similares, incluso sin salirse de determinado esquema, eso que tantos aplauden como “original” no radica (o no tiene porqué) en lo que se cuenta sino en cómo se cuenta.

   Ahí radica, al menos para un servidor, la indudable sorpresa, la poderosa novedad, el gran mérito de Malasangre de Michelle Roche Rodríguez que publicó Anagrama a principios de año (cuando no podíamos imaginar la que se nos venía encima, algo, por cierto, para lo que, ya lo estarán comprobando, sirve de poco haber leído/visto tantas historias apocalípticas o de ese jaez como abundan): lo fácil sería decir que es una novela sobre vampirismo, algo que es pero sólo en parte, ya que la escritora venezolana mezcla con sumo acierto y resultados impactantes diferentes tonos y argumentos construyendo una narración que jamás pierde la jocosidad e ironía, una mirada crítica hacia los estigmas que una mujer debe soportar (lo escribo en presente porque, aunque se nos cuenten hechos/ficciones -espléndidamente fundidos- que tienen lugar en 1921, otro de los méritos de la novela es el de trazar con suma facilidad paralelismos entre un ayer no tan lejano y el ahora, elaborando una fábula política y social con muchos visos de realidad, decía que expone con contundencia (es la base del relato) a qué se enfrenta una mujer señalada como “diferente”, “independiente”, “rara”; sí, habrá quien ahora se esté preguntando, “¿no has dicho que habla de vampirismo?”, sí, y lo hace recogiendo la tradición a la hora de abordar el tema, pero dándole el mínimo toque fantástico (aunque lo hay y espléndidamente jugado), poniendo el foco en la parte más sexual, en el deseo desbordante por, nunca mejor dicho, beberse al otro, en llevar el éxtasis hasta las últimas consecuencias, en sentir la posesión más absoluta y completa. Michelle Roche entrega una obra muy personal que uno no puede dejar de celebrar tanto en la prodigiosa mixtura lograda (trata de un modo u otro -ahora abundaremos en ello- el asunto del vampirismo, los acontecimientos políticos/sociales de Venezuela en aquel momento, hace sátira sin ambages pero con suma elegancia, impregna de feminismo cada página manteniendo un discurso coherente, necesario y sin estereotipos) como en la distribución y armonización que hace de las diferentes piezas que maneja, cimentando ahí su posible originalidad (ya saben que es una palabra que no me gusta demasiado, sobre todo porque creo que se le ha desposeído de su auténtico significado y se regala más de la cuenta), desplegando su arte narrativo, su voz, su talento, innovando sin necesidad de subrayarlo o reivindicarlo, simplemente dejando que la historia nos envuelva y se desarrolle, siendo particular en/desde el corazón, desde la médula, en el motor de la historia, en su libertad creativa.

   Hasta ese momento, yo sólo era una hematófaga: si escogía convertirme en una vampira, desarrollaría mi lujuria asociándola con la sed; en cambio, como esposa, mi inclinación a la sangre serviría para fomentar el pecado en otro. Se puede nacer con la condición de hematófaga y sentirse seducida por la sangre o necesitarla para vivir, pero el vampirismo es producto del placer sexual. Un deseo de energía sobre otra”. Nadie como Diana, la protagonista/narradora, para contar quién es y, sobre todo, cómo se siente cuando los demás la señalan por algo con lo que ha nacido, por lo que ha heredado, por su gusto por beber sangre, por su condición/enfermedad (dicotomía/diferenciación que ocupa algunas páginas de la novela y que define al resto de los personajes -e influye en cómo los ve Diana-), porque ella no es una vampira (al menos aún: ahí radica una de las tensiones de la historia), ella, al igual que su padre, bebe sangre porque le gusta, porque lo lleva dentro, porque su cuerpo se la reclama: “En ese momento, yo no tenía suficiente información para comprender que él [mi padre] proponía el control de los impulsos como tratamiento porque la hematofagia era una precondición para el vampirismo. Nací con una inclinación biológica hacia la inconformidad y ciertos comportamientos anormales, pero eso aún no me hacía perversa. Esa era la palabra que encubría el eufemismo «malasangre» que mi madre dejó suspendido sobre mi cabeza como una espada de Damocles. Desde ese momento, mis padres intentarían controlar mis impulsos por medio de la doctrina cristiana y la enseñanza de las labores de mi sexo. Pero no sería suficiente”. Si me apuran, podría decirse que en algunos momentos estamos ante una novela de iniciación, de descubrimiento, de construcción de una personalidad/identidad, no nos cansaremos de resaltar que esa es la grandeza de Malasangre: ser poliédrica, siempre sorprendente, no poder predecir qué va a venir a continuación, todo salpimentado con un agudísimo sentido del humor que se expresa mediante un abanico de posibilidades que van de lo satírico a lo chusco en una perfecta gradación/utilización de cada tono en el momento preciso; novela de iniciación, decíamos, porque Diana aprende quién es (y quién/cómo quieren los demás que sea) casi sin tiempo para procesar la información, teniendo que actuar sobre la marcha, interrogándose sobre sí misma y sobre la sociedad en la que quieren insertarla/de la que quieren alejarla: “Para cumplir el imperativo cívico de mi sexo, mi familia me negó la educación formal, manteniéndome en la cándida ignorancia, afanándome en naderías, como recetas para postres o el bordado, condenándome a representar el papel de un parásito del hogar hasta que un señor quisiera cambiarme el apellido, redefinirme. Convertida en un ser tan diferente al hombre que casi no parece de la misma raza, la mujer podía considerar su cuerpo como un capital para ser explotado. La casada puede hacerse mantener por el esposo, trasladando a su nuevo hogar el parasitismo aprendido en la casa paterna. ¡Y esa mujer sanguijuela es aplaudida por la sociedad! A ella nadie se atrevería a llamarla «malasangre»; está revestida de una dignidad superior a la soltera, incluso cuando esta se ha mantenido virgen”.

   Michelle Roche Rodríguez se mueve con impresionante soltura entre los tonos/estilos de que bebe (nunca mejor dicho) para dar expresión a su voz, a lo que esta novela tiene de especial, al modo en que, respetando una tradición (tanto en lo puede decirse fantástico como en lo realista), encuentra su particular forma de hacer crítica: “No se trataba de constituir una industria, sino de expropiar el subsuelo: pobres y con administradores tan incompetentes como corruptos, no podíamos concebir la fabulosa riqueza petrolera como una industria. Chupábamos la sangre a nuestra tierra; embelesados, entregábamos nuestra energía, construyendo una máscara que llamábamos modernidad para habitarla con las cáscaras de nuestros cuerpos, tan exánimes como los de espectros”. Aunque no se hubiese apuntado ya, quedaría bastante claro de qué país está hablando, ¿verdad? Otro ejemplo: “Mi madre lo miraba con ojos redondos como platos. Se quejó de que su marido sólo hablaba de «negocitos». Llamaba así a una conducta mercantil común de nuestro gentilicio: comprar algo por allá para venderlo por aquí, asociarse al Gobierno en alguna empresa quijotesca o poner a producir un fundo en ninguna parte para que diera algunas monedas. Distinto al trabajo, evitado a toda costa por las familias de bien, los negocitos eran compromisos intermitentes que buscaban la riqueza fácil, y sus predicadores le parecían tan despreciables como quien se pega a un pariente para prosperar”. En momentos así es en lo que más brilla la capacidad de la escritora para transformar el vampirismo en algo aún más simbólico/metafórico/definitorio de lo que podamos haber leído antes, introduciendo con osadía y maestría la lectura política, esa que puede haberse hecho en otras ocasiones de un modo un tanto burdo, pero que encuentra en estas páginas una nueva carta de naturaleza: “Es una falacia la prohibición del sol a los vampiros, como le ocurre al protagonista del Nosferatu de F. W. Murnau. Solo a un director de cine alemán se le puede ocurrir que algo inofensivo como los rayos solares puedan dañar a los monstruos. Si hubiera tenido razón, las Américas estarían libres de estos seres, y, como ha probado la historia más veces de las necesarias, múltiples formas de sanguijuelas se arrastran por estos territorios”. Y no necesita más para que se comprenda perfectamente lo que quiere decir, aunque se permita párrafos tan rotundos como: “El ambiente era una sola algarabía de risas, insinuaciones hechas con discreción y conversaciones entre personas sonrientes que se verían por primera vez y luego seguro se olvidarían. Resultaba increíble aquel ambiente de abundancia en una sociedad tiranizada, empobrecida y enferma como era la nuestra”. Con Malasangre, no es que Michelle Roche Rodríguez haya revolucionado/innovado un género (o varios), sino que ha creado uno propio que ha convertido a quien esto firma en adicto (y necesito calmar mi sed lo antes posible).