Ya saben los leales (a los que nunca me cansaré de agradecer su
confianza, su paciencia, sus visitas, sus interacciones a través de las redes
sociales, su apoyo, su interés, el tiempo que emplean en ocuparse de mis
desvaríos) que en este ángulo oscuro del salón se van desgranando un a modo de
memorias de lector, que, aunque exista un inevitable e incluso deseado talante periodístico
(que a veces reaparece tal cual a través de entrevistas, preguntas aquí y allá,
la experiencia del oficio que asoma por un lado u otro), son textos que me
nacen tal cual, que pongo negro sobre blanco en diálogo privado e íntimo con la
obra leída, textos que comparto encantado con todos aquellos que quieran sumarse
(si no, no aparecerían en este rincón) pero que la mayoría de las veces no
escribo (lamento discrepar del maestro García Márquez) para que me quieran/lean,
son tan sólo desahogos (en el mejor sentido de la palabra) de un letraherido,
de alguien que desde muy pequeño ha considerado los libros su refugio, su
patria, su alimento, su razón de ser. Aunque es inevitable que, por deformación
profesional, a veces se imponga una cierta ortodoxia, aunque el análisis
crítico y los conocimientos adquiridos en las aulas (o simplemente leyendo) se
cuelen en tantas ocasiones, se les permita aparecer, se propicien porque ese es
otro modo de vivir la literatura, uno suele lanzarse sin red (más allá del, si
lo hay, conocimiento previo del autor -a veces ni leo las solapas/contraportadas,
queriendo llegar lo más puro/inocente posible a las páginas-) y dejarse llevar
por la atmósfera creada, por los asuntos tratados, por los personajes, ir estableciendo
vasos comunicantes con experiencias propias, recuerdos, canciones, películas,
otros títulos, con lo que sea que la lectura me evoque/provoque, luego ya
intentaré ordenar ese caos emocional/sentimental (malamente, confieso y constato,
pero siempre he sido de frases subordinadas, acotaciones, paréntesis y con el
tiempo he ido a más en lo de los párrafos interminables sin puntos -y a estas
alturas no creo que pueda cambiarlo, me siento tan cómodo en esas/estas
fluctuaciones-), exponer/explicarme (o intentarlo al menos) de dónde viene esa
asociación de ideas, por qué y cómo llegué hasta allí, así es como en ocasiones
llego hasta lo que, en mi experiencia/memoria lectora, va a quedar como la
médula de la novela leída, por más que para el resto pueda ser algo anecdótico,
intrascendente y hasta inapreciable (es lo maravilloso de una obra artística:
cada cual la percibe/recibe/interioriza, cada uno la vive a su manera, cada
quien la reformula como mejor le parece).
Según avanzaba en la adictiva lectura de Rómpete, corazón de Cristina
López Barrio que Planeta publicó el pasado noviembre, me iban asaltando flashes
de películas de Hitchcock, a veces secuencias concretas, en otras pequeños (o
relevantes) detalles, en general un modo de dosificar y manejar el suspense que
solemos identificar transformando el apellido del británico en adjetivo; porque
si bien es cierto que se plantea un enigma desde las primeras páginas, que los
interrogantes se van multiplicando más adelante, que la clásica pregunta “¿quién
lo hizo?” flota casi en cada frase y los propios personajes se la formulan, que
de la respuesta dependerá el devenir de la historia, el destino de sus protagonistas,
que en muchos aspectos nos encontramos con una historia de misterio a la vieja
usanza, la autora se reta y nos reta porque desvela gran parte de la intriga (o
suministra la suficiente información como para que el puzle pueda quedar casi
armado) antes de la resolución de la misma, pero consigue que la tensión no
decaiga, que no podamos dejar de leer, que queden otros cabos por atar. En el
encuentro que mantuvimos en enero en Casa del Libro de Gran Vía (¡Ay, aquella feliz
rutina! ¿Cuándo podremos recuperarla?), una vez más gracias a los buenos
oficios y entusiasmo lector de mi Pepa Muñoz, tuve la grata sorpresa (en el
sentido de conexión entre escritora y lector) de que fue la propia Cristina
quien, antes de que yo tuviese ocasión de sacar a la palestra a don Alfredo,
citó al maestro del suspense: “No se trata tanto una novela en que lo
importante no debe saberse hasta el final como de una en que, aunque el lector
pueda sospechar y hasta adivinar quién es el culpable cuando lleva leída la
mitad, el interés se mantiene más allá de la resolución. A Hitchcock no le
importaba quién era el asesino, sino despertar el interés del público por cómo
lo había hecho, por qué, es un reto apasionante para un escritor”. Si bien
esto no es La soga o Extraños en un tren (¡La Highsmith, otra que
tal e incluso más, la revolucionaria del género!), la compleja pero muy estudiada
y sólida estructura de la novela permite que, aunque intuyamos/tengamos la
certeza/sepamos quién es el culpable (hablando en términos elementales) en un
momento dado, no todo esté resuelto hasta el final, hay (nunca mejor dicho,
pero dejo que descubran por qué cuando lean la novela) mucha tela que cortar, Rómpete,
corazón es una intriga en el sentido más puro, pero es, además (o sobre
todo), un estudio (magníficamente novelado, no se me asusten) de
personalidades, de pasiones, de almas, de ahí que nos importe/interese tanto lo
que les sucede y por qué, no sólo en lo relacionado con las acciones en sí, con
los hechos, si no (fundamentalmente) en cómo les afectan.
Al margen de las cinematográficas, la primera referencia literaria que
me asaltó fue Wilkie Collins, en concreto La piedra lunar (considerada
por muchos expertos, lo menciona la propia Cristina cuando cito este título, la
primera novela policiaca), por su multiplicación de narradores, por su polifonía,
puesto que Rómpete, corazón está contada por seis personajes; la autora
menciona que tuvo en la cabeza Drácula casi desde que empezó a escribir,
“es un mosaico: mezcla cartas, anotaciones de diarios, narración
convencional”, y nos cuenta cómo encontró el mejor modo de contar la historia
que quería: “Lo primero que pensé fue utilizar un narrador omnisciente en
tercera persona, una posibilidad muy cómoda, pero me gustaba la opción de
trabajar con la focalización interna e irlo introduciendo dentro de los demás
personajes, reflejando su psique, así podía manejar diferentes puntos de vista,
manteniendo la facilidad que te da la figura del narrador omnisciente para ir
pasando de un personaje a otro. También pensé en hacer similar a “Conversación
en La Catedral”, que los personajes empezasen a hablar interrumpiendo al
narrador, sin necesidad de guiones ni nada. Empecé a escribir en tercera
persona a ver cómo resultaba, porque necesito encontrar en cada caso la voz que
precisa la novela, la que le cuadra, hasta que no aparece no consigo arrancar
del todo. Al mismo tiempo, comencé la lectura de “Mientras agonizo”, Faulkner
fue la mayor influencia de García Márquez, por eso me lancé a ello y me gustó
muchísimo la polifonía que utiliza. Entonces, de una manera muy orgánica, cada
personaje empezó a pedirme hablar y contar su historia”. Y así fue
surgiendo una estructura complejísima pero brillantemente armada para que, más
allá de los vericuetos lógicos para que el misterio (o misterios) resulte
inextricable, el lector no se sienta perdido (poniendo un poco de su parte,
desde luego, que es de lo que se trata), una estructura que a mi juicio da tres
vueltas de campana y todas resueltas con brillantez, puesto que, como se ha
indicado, la narración se la reparten seis personajes pero, además, no la hacen
cronológica, ni siquiera cada uno de ellos, los saltos en el tiempo son
constantes, pero es impresionante el virtuosismo con que Cristina coloca y
descoloca piezas para que la emoción nunca decaiga y, si creemos haber resuelto
un interrogante, se abra otro inmediatamente: “Contarla desordenada me
pareció el modo adecuado para dar énfasis a la tragedia, porque me parece que
eso es lo que es por encima de otras cosas. Tiene una estructura muy caótica,
reflejo de los personajes: todos caen en una catarsis absoluta, tienen algo del
pasado que deben superar y afrontarlo en el presente para poder caminar hacia
el futuro. El ritmo lo marcan los pensamientos de los personajes, ese constante
ir y venir, hay muchas elipsis, el lector debe trazar sus propios puentes entre
un acontecimiento y otro, requiere que se implique y entre en el juego que la
novela propone”. Cristina tuvo a bien compartir con nosotros parte de su
método de trabajo al mostrarnos (y desplegar) un esquema doblado como si fuese
un tríptico con mil anotaciones, posits, casi como si fuese trazando un mapa, además
grababa audios en el móvil, ponía y quitaba elementos hasta dar con los
correctos e idóneos: “Me sentí cómoda y me volví loca al mismo tiempo: escribía
desordenado, aunque lo tuviese lineal en la cabeza y a veces luego cambiaba el
orden, no mucho debo decir porque tenía bastante claro el desorden que quería provocar,
qué contar en cada momento para crear suspense”.
Al igual que, por seguir con Hitchcock, en Recuerda, en Marnie,
la ladrona, en Vértigo, tanto o más importante que la intriga
destaca la tortuosa y torturada psicología de los protagonistas, es esta la que
la alimenta, en esta novela el auténtico foco se pone sobre las pasiones, sobre
ese corazón que debe romperse para refrenar la lengua (como escribió
Shakespeare en Hamlet, otra de las obras que sobrevuela estas páginas tal
y como queda claro en el propio título): “Para mí, lo fundamental no era
escribir una novela de misterio convencional en la que sólo se trata de averiguar
quién lo hizo: había temas muy importantes que quería tratar y para ello me
documenté con una psicóloga para poder entender lo mejor posible personalidades
muy tortuosas y oscuras. En ese sentido, crear a Blanca fue muy difícil: la
pérdida de su autoestima, su culpabilización extrema, alguien a quien le han
distorsionado la realidad”. También en ese apartado consigue Cristina López
Barrio resultados apabullantes porque rehúye estereotipos y supera arquetipos:
Blanca es una víctima pero posee carácter, enjundia, matices, por eso nos
involucramos tanto con lo que le sucede; del mismo modo, sin desvelar nada, los
personajes negativos están admirablemente construidos para que nos interesen,
para que nos despierten curiosidad, para que no los liquidemos de un plumazo
por enfermizos o terribles, para que resulten dolorosamente reales (e incluso reconocibles
para quien haya tenido la desgracia de tropezarse con alguien similar), todo ello
sin perder de vista que la novela se pone desde sus primeras líneas bajo los
auspicios de los cuentos de hadas, de los auténticos no de los dulcificados, de
los terribles y descarnados, lo que le permite crear un personaje tan mágico y
sorprendente como Estela e integrarlo en la trama con gran naturalidad,
mientras que, respetando el tono de ese tipo de narraciones, supera el
habitual esquematismo/maniqueísmo a que se reducen cuando se dirigen a los
niños. Así, el lobo no deja de ser feroz, pero se profundiza en su maldad, se
buscan sus orígenes, es uno de los motores de la novela: el estudio de la
pasión, de las pasiones si quiere/comprende mejor, esa palabra polisémica que
tanto puede suponer la dicha porque la gozamos y damos rienda suelta como el
dolor porque nos arrastra, nos perturba, nos supera, nos enloquece, ya lo dice
Blanca en un momento dado: “Qué limitado es el ser humano para la pasión,
por qué nos habrán puesto al alcance este anhelo si no poseemos las
herramientas para verlo satisfecho”. Ese permanente torbellino entre lo que
queremos satisfacer y lo que debemos controlar/acallar (por no decir extirpar
de raíz) es el que Cristina expresa en sus personajes con riqueza de matices
pero manteniendo un portentoso equilibrio para que nada se disparate ni desmande
cuando no debe o más de lo necesario y la novela no deje de pisar tierra firme
en ningún momento, motivo por el que nos sacude del modo en que lo hace, una
borrasca de sentimientos encontrados/enmarañados/viciados de origen que plantea
una intriga inquietante, no sólo por poner nombre a la persona culpable, sino
por conocer los motivos que alega, la razón que cree le asiste, justifica y
exonera. Todo un descenso a los peores infiernos, los que llevamos dentro, que
Cristina López Barrio conduce con enorme prudencia narrativa hasta que los
precarios muros con los que se procura contenerlas no sirven como defensa ante
unas pasiones completamente desatadas. ¡Reto superado, novela de impacto!