Hay algo que ni quiero ni debo ocultar (al contrario, estoy muy orgulloso
y feliz de poder decirlo) a la hora de encarar el escrito de hoy: Magda Kinsley
es mi amiga. La conocí a través de mi/nuestra Pepa Muñoz, en principio era una
escritora más con la que mantener un encuentro (un tanto especial porque fue
antes de poder leer su novela), alguien con establecer contacto para, así, ir
fraguando y cimentando una de nuestras citas literarias. Ella llegó, como muy
pronto descubrí que es seña de identidad, con un cargamento de sonrisas, de buenas
vibraciones, de humildad, de cariño para repartir, una persona que destila
magia, una auténtica hada como nunca me había topado en el llamado mundo real,
lo que menos le importaba era hablar sobre su libro (que nos regaló a todos, “pero
sólo leedlo si os apetece, no hay obligación”), quería participar del entusiasmo
por la literatura; por ello, se incorporó muy pronto al grupo habitual de
lectura, en seguida fue una compañera sagaz que lee entre líneas, que escudriña
(y ama) las palabras, que pregunta con criterio y sentido porque sabe lo que
supone sacar adelante una novela. Y el caso es que, entre unas cosas y otras,
ya conocen mi caos habitual, mi interminable y siempre creciente lista de
lecturas pendientes, entre esto y aquello, puesto que Magda ya era parte del
grupo y lo del prometido encuentro quedó un tanto en tierra de nadie (nos
seguía apeteciendo, por supuesto, pero al haber confianza -cada vez más- se iba
retrasando sin fecha concreta porque había otros frentes que atender), El
enigma de las brujas fue quedando relegado (aunque, lo prometo, todo este
tiempo -un año y cuatro meses más o menos- ha estado al alcance a mano, a
punto, muy bien colocado), nunca era el elegido cuando me acercaba a los
volúmenes que coloco en lo que llamo “parrilla de salida” con la intención de
leer en no demasiado tiempo. La gran mayoría de mis/nuestros compañeros fueron
cumpliendo encantados la promesa hecha, se sumergieron en las páginas de la
novela, escribiendo/diciendo cosas preciosas y muy atractivas, el caso es que
yo me iba quedando atrás (de verdad, no por falta de ganas) y la cosa se iba
complicando porque, como dije al principio, los vínculos de amistad se hicieron
cada vez más fuertes y, quiérase o no, eso interfiere/afecta a la hora de valorar
lo que alguien hace. Sin embargo, son muchos los años en que he ejercido mi
profesión teniendo que hablar sobre espectáculos, películas, obras literarias,
trabajos de gente a la que puedo considerar amiga sin ambages y, creo, al menos
lo he procurado, la pasión jamás me ha cegado el entendimiento (¡Hasta entrevisté
a Pablo cuando se estrenó La voz hermana y conseguí mantener la
distancia necesaria a la hora de adjetivar y aplaudir!); lo que sí he hecho (y
hago) es silenciar públicamente aquello en lo que me parece que un amigo se
equivoca (con los que me piden total sinceridad y no les vale con mi silencio,
sabiendo lo que significa, hablo en privado), es como si esa función, ese
libro, incluso esa publicación en redes no existiera, pero, ¿por qué callar/ser
tibio/no expresar admiración por los logros de alguien a quien encima conoces y
quieres? Es decir, me lancé a la aventura de leer con muchísimo cariño (y anhelo),
también con cierto miedo/cierta prudencia, no me sentía obligado a que me
gustase (aunque lo anhelaba, por supuesto), tampoco quería que acallar/refrenar
la faceta como amigo de Magda me hiciese ser injusto en el elogio o la
reprobación (si encontraba motivo para ella), ni pasarme ni quedarme corto,
todo fue sencillo cuando di rienda suelta al lector y me olvidé de todo lo
demás.
El enigma de las brujas (todo un éxito de ventas en formato electrónico)
fue publicado por Círculo Rojo en agosto de 2017 y la editorial le concedió el
premio a la mejor novela de suspense publicada por el sello ese año; lo cierto
es que bebe de varios géneros, yo no la catalogaría/enmarcaría en ese en
concreto, pero sin duda tiene la dosis perfecta de emoción como para cautivar a
los amantes del género, de todos modos eso en sí es lo de menos porque el
vendaval emocional que se desata desde las primeras páginas atrapa, involucra,
inquieta, avisa de que, en muchos sentidos, estamos ante una obra mágica y
distinta. Respetando/recogiendo la larga tradición de leyendas (o no tanto) que
jalonan la historia e idiosincrasia de su tierra (nació en Santiago de
Compostela), el modo en que allí se mezclan/confunden/funden en uno lo mítico
con lo real, Magda escribe una novela fantástica (empleado el adjetivo ahora en
el sentido de quimérico e imaginativo, aunque tratándose de Galicia no está tan
claro que así sea -yo al menos, que ya lo era antes, imaginen desde que
comparto la vida con Pablo, soy de los de “haberlas, haylas”-) que jamás pierde
de vista la verosimilitud, lo factible, lo que podría suceder (¿estar
sucediendo?) si creemos en otros mundos que están en/conviven con este. Pero si
autores de la talla de Emilia Pardo Bazán o Wenceslao Fernández Flórez, aun
acercándolos y diluyendo fronteras, marcaban la diferenciación entre uno y
otro, Magda logra una mixtura perfecta (excepto cuando conviene al relato), una
coexistencia completa entre lo que lo que para muchos es irreal (o al menos
como tal lo tratan) y lo cotidiano, sin por ello hurtar datos o confundir al
lector que, además, puede escoger desde qué perspectiva leer y afrontar la
narración. En mi caso, me fue muy sencillo combinar ambas posibilidades pero no
sólo por lo que ya he contado sino por la sencillez y cercanía con que Magda
habla e introduce en la acción personajes como Blancaflor, María de Soliña,
Pepa a Loba, A Dama do Castro y la Reina Lupa, dándoles similares presencia y profundidad,
el mismo tratamiento que da a aquellos que tildaríamos de “reales”, por más que
los elementos mágicos sean los que más definen a muchos de ellos, poderes reflejados
y explicados como habilidades, como conocimientos ancestrales que se heredan de
generación en generación, es impactante la naturalización que se hace de todo
lo que podría chirriar o ser rechazado por quien se aleja de todo aquello que
se engloba bajo la etiqueta “fantasía”.
Sin embargo, lo más relevante (y lo que le confiere un carácter propio
que la distingue de otras obras similares) es que Magda, por encima de todo,
nos cuenta una saga familiar (con algunos parientes insólitos -especialmente en
el modo en que los presenta y utiliza, en los que, digámoslo así, los
humaniza-), aborda asuntos tan dolorosamente cercanos como los malos tratos, la
violencia contra las mujeres, describe a la perfección la psicología de
víctimas con las que resulta inevitable empatizar, crea una plétora de
personajes femeninos (también alguno masculino) muy potentes, descritos en
cuerpo y alma(o, si me permiten la frivolidad de parafrasear lo que cantó Rocío
Jurado, nos cuenta lo que se ve de frente y también el otro lado), de arriba
abajo, dando importancia a los sentimientos, poniendo el acento y el foco en lo
que sienten los corazones, personalidades complejas que se abordan desde distintos
ángulos que se hacen converger en un tono común, fundiendo a la perfección esos
dos mundos que tantas veces separamos pero que aquí son el mismo (con sus
particularidades y diferencias, por supuesto). Y así es cómo nos hace evocar
páginas del gran Torrente Ballester (otro que supo manejarse con enorme soltura
tanto en el realismo como en lo fantástico, aunque se decantase por uno u otro según
el caso y apenas los combinase), descripciones pormenorizadas de usos y
costumbres de las diferentes épocas en las que se desarrolla la trama (de 1940
a 2000), demostrando un gusto por el detalle que puedo comprender haya quien
encuentre excesivo, pero uno (que siempre ha tendido al costumbrismo) disfruta
de lo lindo con esas descripciones prolijas que aportan atmósfera e incluso
imprime carácter, aprecia la morosidad que en ocasiones detiene el frenético
devenir de los acontecimientos para tomar nuevo impulso y dar un nuevo giro. Por
otro lado, nos ayuda a comprender y conocer mejor a los personajes, no se
abandona a lo fabuloso porque nunca pierde de vista lo personal, lo íntimo, lo
tangible, consiguiendo páginas repletas de aromas, de sabores, de colores (y,
al mismo tiempo, de ensoñaciones, las provocadas por todo lo anterior en el
lector).
El enigma de las brujas es una ópera prima meditada, mimada, madurada
que despliega con habilidad un saber narrativo que ha de depararnos muchas alegrías
en un futuro no muy lejano. Es admirable el modo en que, abordando sin titubeos
ni elipsis asuntos muy complejos y terribles, hablando sin tapujos del mal más
absoluto que podamos imaginar (y no me refiero sólo a quien, por otro lado, fue
ángel primero, sino a aquel con el que convivimos a diario), toda la novela desprende
humanidad y bondad, genera sentimientos positivos, sin trivializaciones ni
recurrir a esa prosa placebo de la que tantas veces hago mofa demuestra que el
amor (sin apellidos, sin matices, en toda su extensión, como fuerza y motor)
siempre nos ayuda a triunfar, hasta cuando se acaba, cuando nos engaña, cuando lo
sentimos pisoteado, cuando nos decepciona: en realidad, como sentimiento, no
tiene final, por más que las personas pasen, lo rechacen, lo olviden, lo
finjan, merece la pena seguir el ritmo que marcan los latidos de nuestro
corazón (más conectados con la mente de lo que solemos reconocer). Recuerdo
que, cuando estaba embarcado en la aventura lectora, le dije a Pepa que, por
encima de todo, me parecía una novela muy bonita, sin tapujos, sin tono peyorativo,
sin ironías, sin comillas, una novela que, aunque me inquietase, me conmoviese,
me doliese, incluso me asustase en algún momento, cuando la cerraba hasta el
día siguiente me dibujaba una sonrisa (y no sólo en la cara). Si Magda Kinsey
no fuese mi amiga hubiese dicho lo mismo sobre su fantástico (ahora sí en el
sentido más encomiástico posible) debut, ¿por qué me lo iba a guardar por el
hecho de quererla y disfrutarla en mi vida?