Ando inmerso en uno de esos vasos comunicantes que se van formando
espontáneamente entre las lecturas que uno hace/va haciendo/hizo, fragmentos,
frases, personajes, localizaciones, ambientaciones, épocas, géneros o asuntos
tratados que inevitablemente llevan a pensar en/evocar narraciones que entroncan
directamente por una u otra cosa con la actual, también puede tratarse de sentimientos,
reacciones, pensamientos, latidos que despiertan recuerdos, que provocan
asociaciones de ideas notorias o muy particulares (confieso que tengo predilección
por estas últimas: son las que nos hablan del alma lectora de cada uno). En
este caso resulta fácil establecer paralelismos, puesto que la novela que estoy
devorando (de la que aún no puedo decir el título porque sale a la venta la próxima
semana, pero, gracias a mi Pepa Muñoz y a la editorial que la publica, los
componentes habituales del grupo ya la tenemos para poder uno de nuestros
encuentros, uno muy especial porque será con el que, a distancia, cada uno en
su casa, de momento no queda otra, retomaremos nuestra actividad), al igual que
lo hace la que hoy nos ocupa, coloca en primer plano, como tantas otras, un
tema absolutamente recurrente en la creación artística, el que suele decirse
que, junto a la muerte, engloba a todos los demás: el amor. Dejamos aparcada en
lo que a este ángulo oscuro del salón se refiere esa historia que, como he insinuado,
me está cautivando (y en la que los protagonistas disertan, filosofan, teorizan
sobre el amor, también lo experimentan, viven, enfrentan y afrontan, lo llevan
a la práctica, se dejan sorprender, se contradicen, intentan aprehender lo que
es inaprensible por naturaleza al estar en permanente estado de transformación/mutación)
para centrarnos (todo lo que servidor es capaz de hacerlo mientras tecleo compulsivamente
y voy engarzando subordinadas, acotaciones, enumeraciones, desbordándome sin
contención) en Fidelidad, la novela de Marco Missiroli que, con
traducción de Montse Triviño, publicó Duomo en España a principios de año, un
grandísimo éxito en Italia que se ha vendido a más de 25 países y que Netflix
convertirá en serie en 2021.
Aunque el DRAE las reconoce como palabras sinónimas, incluyendo a cada
una en la definición de la otra, es muy habitual introducir un matiz nada
desdeñable (todo lo contrario: muy significativo) cuando se trata de
utilizarlas en el contexto de las relaciones sentimentales/amorosas; así, y
reconozco que yo mismo lo he dicho en diferentes ocasiones, se suele colocar la
lealtad por encima de la fidelidad, decir que es preferible la primera, que
quebrantar la segunda puede perdonarse pero ser desleal, que alguien lo sea con
nosotros o viceversa, supone una traición difícil de superar. Suele entenderse
que ser fiel está más vinculado a lo meramente físico mientras que guardar
lealtad implica un grado mayor de compromiso, un vínculo más fuerte, algo
necesariamente profundo, es decir, la definición que el diccionario hace,
precisamente, de la fidelidad, “lealtad, observancia de la fe que alguien hace
a otra persona”, mientras que sobre el otro término dice que es el “cumplimiento
de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien”. Son,
en todo caso, conceptos difíciles de fijar, no sólo porque apelan a lo
sensitivo, a lo íntimo, a lo peculiar, sino porque evolucionan/mutan (como en
sí el lenguaje, el habla, el modo en que nos comunicamos más allá de lo que
sancione la docta institución y quede fijado como lengua) o se basan en otros
tan etéreos y/o ambiguos como la fe y el honor, conceptos que cada uno entiende
a su modo, más aún en un terreno en el que no puede haber reglas, normas ni
leyes, donde apenas sirven de algo los esquemas, los planteamientos, las fórmulas,
incluso la experiencia previa, los errores cometidos, se aprende poco de lo que
nos sucede (y sobre todo mal porque tendemos a elevar lo anecdótico a categoría,
lo singular a general, a tratar lo emocional como algo mecánico y susceptible
de codificación), nos empeñamos en tropezar en la misma piedra cuando, en realidad,
cada una es única e irrepetible (o así debería serlo y de eso modo, me parece, evitaríamos
muchos sinsabores y/o quebraderos de cabeza) en el pantanoso terreno del amor.
Una de las mayores virtudes de Fidelidad es que el autor no
pontifica, no impone un único criterio, es narrador omnisciente desde lo coral,
narra en tercera persona dejando que sean los personajes los que se expresen en
todo momento, profundiza en ellos, en sus pensamientos, en sus monólogos
interiores, en sus equívocos, en sus miedos, en lo que piensan certezas, en sus
pasiones, en sus pulsiones, en sus esquematismos, compartiéndolos con el lector
(en todos los sentidos), desnudando sin ambages el modo en que tratamos al amor
(y por ende al desamor, su necesario envés) como si lo humano no interviniese, en
que recurrimos a frases hechas, arquetipos superados, sublimaciones
trasnochadas para intentar justificarnos cuando dudamos, flaqueamos,
fantaseamos, cuando buscamos el modelo a seguir antes de actuar (o mientras lo
hacemos), cuando nos dejamos llevar por el torrente imparable de las emociones
y, al mismo tiempo, pretendemos guardar la que pensamos es coherencia (y
decencia) debida, juzgándonos y contemplándonos como lo hacen los demás o como
pensamos que lo harán, tal y como haríamos/haremos/hemos hecho nosotros con
ellos. La novela ofrece diferentes caras de la misma moneda, no sólo en lo
meramente amoroso/sexual, sino en lo afectivo en el sentido más amplio de la
palabra, aunque el asunto principal sea el de, cuando la novela arranca, la
posibilidad de la infidelidad, acariciar su mera idea, intentar trazar una
línea que no debe sobrepasarse y que se antoja esquiva porque ¿hasta dónde es
permisible jugar, coquetear, llegar a rozarse, demostrar deseo, fantasear,
llevar a cabo sin que se considere infidelidad, es decir, traición? Este
interrogante (que, no nos engañemos, todos nos hemos planteado alguna vez) es
el motor, el punto de partida y de llegada, el centro en torno al que pivotan
los personajes, el lugar del que entran y salen, lo que sobrevuela en todo
momento, Missiroli parece estar de acuerdo con Carlo, el que lo precipita todo
al protagonizar «el malentendido» que da origen a la historia, cuando afirma “me
interesa el cambio que alguien experimenta cuando se le presenta la posibilidad”,
en ese difícil equilibrio entre las fantasías/deseos y los actos, cayendo hacia
un lado o hacia otro de la frontera de “lo correcto” en las relaciones con el
resto, coloca el autor a sus personajes y consigue que ninguno se despeñe por
el precipicio de los lugares más comunes y/o trillados.
Al utilizar esa técnica narrativa, al por así decirlo tomar distancia,
ser como una cámara que registra lo que sucede, limitarse a ejercer de notario
de sentimientos, Missiroli consigue otro gran acierto, ya que no juzga a sus
personajes, son ellos los que lo hacen entre sí y consigo mismos, afila sus
aristas, explora sus contradicciones, da rienda suelta a sus emociones, a sus
sentimientos, a sus frágiles certezas, a aquello que se empeñan/empeñamos en
tratar/expresar como si no fuese polisémico, maleable, inefable, es lo que,
como decía Maribel Verdú en un momento magistral de La buena estrella cuando
Antonio Resines le decía “eso es imposible” como pretendido argumento
demoledor, “a mí me pasa” (ese sí que lo es, no se puede negar lo que
está ahí). En ese sentido, sin compartir muchas de sus actitudes (y sabiendo
más que ella al conocer cosas de los otros personajes a las que no pude tener
acceso), un servidor empatiza bastante con Margherita, la esposa que sospecha,
la tal vez engañada (quedémonos en ese aspecto en las primeras páginas), quien
en un momento dado (con su propia fantasía/posibilidad al alcance de la mano)
pregunta a su marido si es feliz y cuando él responde que cree que sí razona/se
echa en cara/reprocha al otro: “Lo amaba precisamente por aquel creo, porque
para ella también era creo. Mostrarse indecisos juntos, estar en una cama que
navegaba hacia donde debía navegar -un matrimonio, un inmueble de gran valor
para el futuro, profesiones dignas- y que se aventuraba por las aguas de los
tiempos, cuántos cuerpos, ¿eh, Carlo? Cuántas alumnas y cuántos fisioterapeutas
que hemos dejado escapar, cuántos libros soñados e interrumpidos, cuántos”.
Fidelidad plantea muchas preguntas y, con suma habilidad, añadiendo otro
mérito a los ya señalados, no pretende proporcionar respuestas, cada quien tendrá/aportará/seguirá
intentando encontrar la suya, nada es absoluto en este mar proceloso e
inabarcable, por más que nos creamos/mantengamos fieles a unos ideales (en el
sentido más amplio) puede que sople un viento que, como diría mi admirado
Torrente Ballester, nos lleve al infinito, es decir, a lo que pensábamos
inexistente, a donde tal vez nadie ha llegado antes y por eso lo ignorábamos,
quién puede predecir el siguiente latido de un corazón.
Marco Missiroli pasa de un personaje a otro con enorme facilidad, enlazando
un relato con el anterior a través de pequeños detalles, de una palabra, de un
gesto, dando a cada uno su espacio pero sin perder de vista la coralidad, el
carácter poliédrico de una novela que procura presentar la mayor variedad
posible de maneras de plantearse/afrontar el asunto que aborda (y todos los que
de él dimanan). Más allá de que a mi juicio dedica demasiado espacio a la historia
personal de Andrea, el fisioterapeuta, que no encaja demasiado bien con el resto
(y resulta un tanto incómoda y demasiado perturbadora al tratar de lo que trata,
no desvelaremos su contenido -que, como digo, me ha tocado/llegado, pero creo
que se prolonga en exceso y, sobre todo, que hubiera podido ser un relato
independiente al margen de la novela-), Fidelidad sorprende y convence
por su concisión, por sus diálogos expresivos y llenos de vida, por la
honestidad de la propuesta y del modo de abordarla/plantearla/presentarla (honestidad
es, por cierto, una palabra clave en la novela y creo -como los personajes- que
no debería olvidarse a la hora de abordar estos asuntos en la vida real -aunque
nadie me lo pida, me mojo y declaro que, si tengo que elegir, por encima de
todo, prefiero tener cerca a alguien que sea honesto, pero esto es tan sólo una
opinión personal, como todo lo demás-).