miércoles, 20 de mayo de 2020

AL FILO DE UN REPROCHE







   Ando inmerso en uno de esos vasos comunicantes que se van formando espontáneamente entre las lecturas que uno hace/va haciendo/hizo, fragmentos, frases, personajes, localizaciones, ambientaciones, épocas, géneros o asuntos tratados que inevitablemente llevan a pensar en/evocar narraciones que entroncan directamente por una u otra cosa con la actual, también puede tratarse de sentimientos, reacciones, pensamientos, latidos que despiertan recuerdos, que provocan asociaciones de ideas notorias o muy particulares (confieso que tengo predilección por estas últimas: son las que nos hablan del alma lectora de cada uno). En este caso resulta fácil establecer paralelismos, puesto que la novela que estoy devorando (de la que aún no puedo decir el título porque sale a la venta la próxima semana, pero, gracias a mi Pepa Muñoz y a la editorial que la publica, los componentes habituales del grupo ya la tenemos para poder uno de nuestros encuentros, uno muy especial porque será con el que, a distancia, cada uno en su casa, de momento no queda otra, retomaremos nuestra actividad), al igual que lo hace la que hoy nos ocupa, coloca en primer plano, como tantas otras, un tema absolutamente recurrente en la creación artística, el que suele decirse que, junto a la muerte, engloba a todos los demás: el amor. Dejamos aparcada en lo que a este ángulo oscuro del salón se refiere esa historia que, como he insinuado, me está cautivando (y en la que los protagonistas disertan, filosofan, teorizan sobre el amor, también lo experimentan, viven, enfrentan y afrontan, lo llevan a la práctica, se dejan sorprender, se contradicen, intentan aprehender lo que es inaprensible por naturaleza al estar en permanente estado de transformación/mutación) para centrarnos (todo lo que servidor es capaz de hacerlo mientras tecleo compulsivamente y voy engarzando subordinadas, acotaciones, enumeraciones, desbordándome sin contención) en Fidelidad, la novela de Marco Missiroli que, con traducción de Montse Triviño, publicó Duomo en España a principios de año, un grandísimo éxito en Italia que se ha vendido a más de 25 países y que Netflix convertirá en serie en 2021.

   Aunque el DRAE las reconoce como palabras sinónimas, incluyendo a cada una en la definición de la otra, es muy habitual introducir un matiz nada desdeñable (todo lo contrario: muy significativo) cuando se trata de utilizarlas en el contexto de las relaciones sentimentales/amorosas; así, y reconozco que yo mismo lo he dicho en diferentes ocasiones, se suele colocar la lealtad por encima de la fidelidad, decir que es preferible la primera, que quebrantar la segunda puede perdonarse pero ser desleal, que alguien lo sea con nosotros o viceversa, supone una traición difícil de superar. Suele entenderse que ser fiel está más vinculado a lo meramente físico mientras que guardar lealtad implica un grado mayor de compromiso, un vínculo más fuerte, algo necesariamente profundo, es decir, la definición que el diccionario hace, precisamente, de la fidelidad, “lealtad, observancia de la fe que alguien hace a otra persona”, mientras que sobre el otro término dice que es el “cumplimiento de lo que exigen las leyes de la fidelidad y las del honor y hombría de bien”. Son, en todo caso, conceptos difíciles de fijar, no sólo porque apelan a lo sensitivo, a lo íntimo, a lo peculiar, sino porque evolucionan/mutan (como en sí el lenguaje, el habla, el modo en que nos comunicamos más allá de lo que sancione la docta institución y quede fijado como lengua) o se basan en otros tan etéreos y/o ambiguos como la fe y el honor, conceptos que cada uno entiende a su modo, más aún en un terreno en el que no puede haber reglas, normas ni leyes, donde apenas sirven de algo los esquemas, los planteamientos, las fórmulas, incluso la experiencia previa, los errores cometidos, se aprende poco de lo que nos sucede (y sobre todo mal porque tendemos a elevar lo anecdótico a categoría, lo singular a general, a tratar lo emocional como algo mecánico y susceptible de codificación), nos empeñamos en tropezar en la misma piedra cuando, en realidad, cada una es única e irrepetible (o así debería serlo y de eso modo, me parece, evitaríamos muchos sinsabores y/o quebraderos de cabeza) en el pantanoso terreno del amor.

   Una de las mayores virtudes de Fidelidad es que el autor no pontifica, no impone un único criterio, es narrador omnisciente desde lo coral, narra en tercera persona dejando que sean los personajes los que se expresen en todo momento, profundiza en ellos, en sus pensamientos, en sus monólogos interiores, en sus equívocos, en sus miedos, en lo que piensan certezas, en sus pasiones, en sus pulsiones, en sus esquematismos, compartiéndolos con el lector (en todos los sentidos), desnudando sin ambages el modo en que tratamos al amor (y por ende al desamor, su necesario envés) como si lo humano no interviniese, en que recurrimos a frases hechas, arquetipos superados, sublimaciones trasnochadas para intentar justificarnos cuando dudamos, flaqueamos, fantaseamos, cuando buscamos el modelo a seguir antes de actuar (o mientras lo hacemos), cuando nos dejamos llevar por el torrente imparable de las emociones y, al mismo tiempo, pretendemos guardar la que pensamos es coherencia (y decencia) debida, juzgándonos y contemplándonos como lo hacen los demás o como pensamos que lo harán, tal y como haríamos/haremos/hemos hecho nosotros con ellos. La novela ofrece diferentes caras de la misma moneda, no sólo en lo meramente amoroso/sexual, sino en lo afectivo en el sentido más amplio de la palabra, aunque el asunto principal sea el de, cuando la novela arranca, la posibilidad de la infidelidad, acariciar su mera idea, intentar trazar una línea que no debe sobrepasarse y que se antoja esquiva porque ¿hasta dónde es permisible jugar, coquetear, llegar a rozarse, demostrar deseo, fantasear, llevar a cabo sin que se considere infidelidad, es decir, traición? Este interrogante (que, no nos engañemos, todos nos hemos planteado alguna vez) es el motor, el punto de partida y de llegada, el centro en torno al que pivotan los personajes, el lugar del que entran y salen, lo que sobrevuela en todo momento, Missiroli parece estar de acuerdo con Carlo, el que lo precipita todo al protagonizar «el malentendido» que da origen a la historia, cuando afirma “me interesa el cambio que alguien experimenta cuando se le presenta la posibilidad”, en ese difícil equilibrio entre las fantasías/deseos y los actos, cayendo hacia un lado o hacia otro de la frontera de “lo correcto” en las relaciones con el resto, coloca el autor a sus personajes y consigue que ninguno se despeñe por el precipicio de los lugares más comunes y/o trillados.

   Al utilizar esa técnica narrativa, al por así decirlo tomar distancia, ser como una cámara que registra lo que sucede, limitarse a ejercer de notario de sentimientos, Missiroli consigue otro gran acierto, ya que no juzga a sus personajes, son ellos los que lo hacen entre sí y consigo mismos, afila sus aristas, explora sus contradicciones, da rienda suelta a sus emociones, a sus sentimientos, a sus frágiles certezas, a aquello que se empeñan/empeñamos en tratar/expresar como si no fuese polisémico, maleable, inefable, es lo que, como decía Maribel Verdú en un momento magistral de La buena estrella cuando Antonio Resines le decía “eso es imposible” como pretendido argumento demoledor, “a mí me pasa” (ese sí que lo es, no se puede negar lo que está ahí). En ese sentido, sin compartir muchas de sus actitudes (y sabiendo más que ella al conocer cosas de los otros personajes a las que no pude tener acceso), un servidor empatiza bastante con Margherita, la esposa que sospecha, la tal vez engañada (quedémonos en ese aspecto en las primeras páginas), quien en un momento dado (con su propia fantasía/posibilidad al alcance de la mano) pregunta a su marido si es feliz y cuando él responde que cree que sí razona/se echa en cara/reprocha al otro: “Lo amaba precisamente por aquel creo, porque para ella también era creo. Mostrarse indecisos juntos, estar en una cama que navegaba hacia donde debía navegar -un matrimonio, un inmueble de gran valor para el futuro, profesiones dignas- y que se aventuraba por las aguas de los tiempos, cuántos cuerpos, ¿eh, Carlo? Cuántas alumnas y cuántos fisioterapeutas que hemos dejado escapar, cuántos libros soñados e interrumpidos, cuántos”. Fidelidad plantea muchas preguntas y, con suma habilidad, añadiendo otro mérito a los ya señalados, no pretende proporcionar respuestas, cada quien tendrá/aportará/seguirá intentando encontrar la suya, nada es absoluto en este mar proceloso e inabarcable, por más que nos creamos/mantengamos fieles a unos ideales (en el sentido más amplio) puede que sople un viento que, como diría mi admirado Torrente Ballester, nos lleve al infinito, es decir, a lo que pensábamos inexistente, a donde tal vez nadie ha llegado antes y por eso lo ignorábamos, quién puede predecir el siguiente latido de un corazón.

   Marco Missiroli pasa de un personaje a otro con enorme facilidad, enlazando un relato con el anterior a través de pequeños detalles, de una palabra, de un gesto, dando a cada uno su espacio pero sin perder de vista la coralidad, el carácter poliédrico de una novela que procura presentar la mayor variedad posible de maneras de plantearse/afrontar el asunto que aborda (y todos los que de él dimanan). Más allá de que a mi juicio dedica demasiado espacio a la historia personal de Andrea, el fisioterapeuta, que no encaja demasiado bien con el resto (y resulta un tanto incómoda y demasiado perturbadora al tratar de lo que trata, no desvelaremos su contenido -que, como digo, me ha tocado/llegado, pero creo que se prolonga en exceso y, sobre todo, que hubiera podido ser un relato independiente al margen de la novela-), Fidelidad sorprende y convence por su concisión, por sus diálogos expresivos y llenos de vida, por la honestidad de la propuesta y del modo de abordarla/plantearla/presentarla (honestidad es, por cierto, una palabra clave en la novela y creo -como los personajes- que no debería olvidarse a la hora de abordar estos asuntos en la vida real -aunque nadie me lo pida, me mojo y declaro que, si tengo que elegir, por encima de todo, prefiero tener cerca a alguien que sea honesto, pero esto es tan sólo una opinión personal, como todo lo demás-).