Cuando tuve el placer de conversar con María Sirvent, momento que, como
suele ser habitual, inmortalizó mi Pepa Muñoz (pueden verlo en https://www.youtube.com/watch?v=dQqrY0Wf-18&t=397s), le
anticipé que tardaría en poder escribir sobre su segunda novela, Los años
impares, publicada por Espasa en los días (principios de febrero) en que
tuvo lugar uno de nuestros (antaño -aunque ya estamos de regreso y pronto se lo
contaré-) habituales encuentros del club de lectura, y que el título de mi
texto sería ese mismo que acaban de leer, algo que ella escribe en un momento
dado: “Qué raro, no llevan el silencio que se trae a los sitios, sino el que
se trae de vuelta”. Sentí un escalofrío grato, cómplice, ante la conexión establecida
cuando me confesó que el párrafo/poema que concluye con esa frase es, tal vez,
su momento favorito de la novela, una especie de corazón de la historia, un
fragmento que ella misma ha escogido para leer/reproducir en alguna entrevista;
se interesó vivamente por mis motivos para destacar precisamente eso y me
preguntó por qué hacía esa elección, cuál era el significado que yo daba a sus
palabras. Le hablé de muchas madrugadas (incluso días siguientes) en que volvía
a casa después de haber bailado/cantado/bebido casi como un poseso (más los dos
primeros participios que el tercero, aunque no voy a negar ahora el alcohol
consumido en aquel tiempo -que, las cosas como son, sólo un par de veces me hizo
perder la conciencia o afectó a mi
conducta/razonamiento-, me remonto a los últimos años de la década de los 90
del siglo pasado), con mi sexualidad reconocida (al menos de cara a los más
íntimos), frecuentando locales gais (a los que tardé demasiado en entrar), más
o menos pletórico, diríase que con el ánimo en buen estado, pero era sólo en
apariencia, ya que en realidad me sentía frustrado: al igual que me pasaba
cuando me pensaba/quería ser/actuaba como heterosexual, rara era la ocasión en
que cruzaba algún beso con alguien que me gustase o hubiese conocido esa misma
noche, si había salido porque se suponía que había algo naciente entre otro y
yo al final todo quedaba en agua de borrajas, tenía amigos con pareja, otros con
relaciones efímeras que no pasaban de eso o se iban afianzando, aquellos que
ligaban casi siempre, los que no parecían demasiado preocupados por el asunto
porque, de alguna manera, lo tenían resuelto, mientras en torno a mí parecía
existir una especie de cordón sanitario (ahora que tanto se lleva la expresión)
que todos parecían percibir y nadie osaba traspasar; a pesar de haber tendido
siempre a la soledad, al recogimiento, de cumplir casi a rajatabla el decálogo
del perfecto anacoreta (lo que no estaba reñido con esa sociabilidad y si se
quiere desenfreno que derrochaba entonces, sobre todo en el ámbito
profesional), sentía un inmenso vacío en mi interior que se agrandaba cuando
regresaba a mi habitación y, aunque la noche hubiese estado genial y ni
siquiera hubiera pensado un momento en el asunto (más allá de mirar a ese,
intentar hacer contacto ocular con aquel, soñar un instante con unos brazos,
una boca, un cuerpo -y, sí, un culo, me parece absurdo ponerme modoso a estas
alturas-), me hundía por unos minutos en lo más oscuro de mí mismo, dando
rienda suelta a mi amargura más de una vez mediante lágrimas espesas e
incontenibles, regresando a un silencio buscado y anhelado para leer, ver
alguna película, quedarme en el ostracismo que no sentía como condena, silencio
que mientras me quitaba la ropa impregnada de sudor (propio nada más, aunque la
olfateaba con ansia desesperada buscando un mínimo recuerdo de otros olores,
fragancias, pieles) y humo de tabaco (era la única huella que algunos dejaban:
yo nunca he fumado) me dolía, oprimía y aplastaba, silencio que se abatía
implacable sobre mí, que más que traer de vuelta se quedaba esperando, el caso
es que ahí seguía.
Bueno, a pesar de mi tendencia a la verborrea sea en vivo o por escrito
(otro de mis rasgos contradictorios: procuro aislarme, me oculto detrás de
lecturas, escritos y demás tareas que me ayuden a evitar la interrelación con
los demás -y no lo oculto-, pero si abro la espita brotan palabras sin cesar),
pueden imaginar que no le solté semejante discurso, le dije lo fundamental, que
identificaba ese silencio como propio, que sabía de lo que hablaba, que me
había sentido vinculado a sus personajes a los que, por cierto, reconocía muy
bien incluso en lo que no tenían que ver directamente conmigo porque he
conocido a muchas personas en/con las situaciones/vidas que ella describe
admirablemente. En estos días, mientras recuperaba mis notas y empezaba a dar
forma al texto, vino a mi cabeza la magistral secuencia final de esa obra
maestra de David Lynch que en España se estrenó como Una historia verdadera,
película que emparenta en varios aspectos con la novela de María, sobre todo en
la claridad y sencillez expositiva, en narrar lo preciso, en emplear un estilo
escueto, directo, elíptico que invita a participar al lector/espectador sin que
este se sienta confundido/perdido, en saber construir un interlineado/fuera de
foco que tiene tanta o más fuerza/importancia que lo evidente y que no es
difícil de percibir, basta con querer implicarse en la fantástica aventura de
adentrarse en sus páginas/imágenes; esa secuencia es una de las más
emocionantes, humanas y sinceras que uno recuerda haber contemplado, una
secuencia en la que no hacen falta palabras para sentirnos concernidos,
golpeados, sacudidos, un silencio compartido con un significado muy hondo, un
silencio que resume, explica y pone punto final al distanciamiento, al rencor,
a la incomunicación, un silencio necesario para ahogar el ruido de los
corazones, para soltar lastre, para dejar sangrar la herida una vez más, un
silencio clamoroso (no es un oxímoron) que siempre se trae de vuelta porque
está dentro de uno y no se acalla (no es una contradicción) más que a ratos.
Ese es el silencio al que María Sirvent sabe poner palabras con precisión de
orfebre, el silencio que ha recogido aquí y allá a la hora de construir sus
personajes, el vacío insondable al que tantas vidas han sido/son condenadas
antes de que tengan posibilidad de defenderse, el que se recibe como herencia
irrenunciable y el que se forja/acumula cada uno, ese que a veces se acepta
como tradición, buenas costumbres, lo que se ha de hacer, deuda contraída
incluso antes de nacer, ese que otros imponen, ese que pensamos refugio y torna
en calabozo del que no podemos/sabemos fugarnos.
“Podríamos adornarlo y ponerle puentes o escribir posdatas y decir
que la luz, que el pasado, que los trenes, que los rusos, que todo lo que suene
a tiempo, pero no vamos a hacerlo. Fue así, de verdad, no hubo música”.
Efectivamente, la banda sonora sólo aparece en las películas para subrayar,
ambientar, sublimar, impactar, en la vida real -como contó en una ocasión José
Luis Garci- besas a la chica (o al chico, añado yo) y no irrumpe la música para
elevar el momento, es entonces cuando el chaval cinéfago (e igualmente lector
compulsivo y omnívoro) descubre las diferencias/fronteras entre lo que le pasa
en el día a día y lo que vive gracias a la pantalla/los libros, algo inevitable
que no debe suponer ningún trauma, es parte de la magia de lo que vemos/leemos;
lo triste, y María Sirvent lo plasma sin paños calientes, sin metáforas ni
ornamentos, es que muchas personas nacen con esa losa pesada sobre su cabeza,
gentes a las que se les cercenan y extirpan (incluso antes de
expresarlas/descubrirlas) las posibilidades de cambiar el destino prefijado, el
que otros han diseñado para ellas, el mismo que aquellos heredaron, la carga
que soportaron (y soportan), el futuro de rulos del que uno de los personajes mejor
acabados (y más dolorosos) de la novela advierte a su mejor amiga: “Nieves,
llevo toda la vida viviendo sobre un futuro de rulos”. Mari Campos (ya el
nombre es todo un acierto) duerme sobre el ajuar que su madre empezó a reunir
casi desde el día que nació, único horizonte/objetivo posible para alguien como
ella, casarse, procrear y preparar a sus hijas para repetir y seguir perpetuando
el modelo, algo que Nieves también siente sobre su cabeza cuando es “engullida
por las circunstancias” y decide dejar a un lado sus aspiraciones, su
sueño, optando por “retirarse del mundillo de la música porque, en esencia,
nada tenía sentido”. Es la lapidaria rutina que se abate sobre el mundo
rural (con especial virulencia sobre las mujeres, siempre llevan la peor
parte), esa que de visita, de vacaciones, durante unos días nos parece pintoresca
y hasta deseable, sobre todo cuando eres niño y el pueblo es el lugar donde te
mueves con una libertad y permisividad de los adultos de las que careces en la
ciudad, cuando creces puede que empiece a inquietarte e incomodarte, pero al
fin y al cabo queda a desmano, no interfiere en tu cotidianeidad, camuflas o
niegas lo que en tantas ocasiones es pura resignación, asunción de una condena
injusta porque, como Segismundo, el único delito cometido es el de haber nacido,
algo que nunca es voluntad propia. Pero la prosa directa, telegráfica, concreta
y aguda de María hace justicia con esas mujeres a las que siempre les sobra día
(frase de impacto por lo certera, por lo implacable, por las vendas que quita,
por las disculpas que abate, por cómo señala con el dedo), esas mujeres a las
que más de uno (tal y como ha hecho un servidor) pondrá un nombre (o varios)
cuando lea párrafos tan contundentes y necesarios como este (y puede que hasta
suelte alguna lágrima de culpabilidad o, al menos, de reconocimiento, un
lamento tardío que tanto oprime como expande el corazón al pensar en alguien
concreto): “Paca, la abuela, ciega e incapaz de caminar, se convertiría en
un arpa, en el arpa del poema de Bécquer, se volvería remota y echaría los días
sentada en su silla de ruedas en el ángulo más oscuro del salón, con los ojos
casi blancos, llenos de manchitas blancas, allí donde moría el mueble bar”.
Durante el encuentro que mantuvimos con la escritora, salieron a la luz
muchas historias personales, la lectura de Los años impares nos hizo
mirar a nuestro alrededor y establecer paralelismos, fue una de las reuniones
más íntimas que hemos celebrado, una en la que reímos mucho pero también
tuvimos tiempo para exorcizar algunos de nuestros fantasmas, compartir con los
demás rencores y reproches, prueba palpable del modo en que la novela atrapa y
dialoga de frente con el lector, sobre todo gracias a una escritura honesta,
limpia, con una enorme capacidad para sugerir, para llegar a lo más profundo
sin tremendismos, sólo con la verdad desnuda, con la brutal naturalidad con que
se tildan de “normales” actitudes, comportamientos, estigmas, muros infranqueables
como los que aquí se recogen y de los que, dicho con toda la intención, se da
buena cuenta: “El adiós de un pueblo es otra cosa [que el dicho en la
ciudad]. Es un adiós y es un hasta mañana. Dices adiós, das media vuelta, te
comes cuatro pipas y se te aparece un hola, qué haces tú por aquí. Eso es el
adiós de un pueblo. Es lo mismo que un «ahora te quise» y un «mañana te dejé»,
es un puñado de tiempos verbales caminando juntos por la misma plaza, por la
misma frase y por el mismo día por falta de espacio, no por nada más, porque lo
demás es campo”. Es un escenario que la autora conoce muy bien y de primera
mano, en el que a pesar de lo que cuenta se siente cómoda precisamente por
ello: “Las ciudades me resultan ajenas aunque haya vivido en muchas: soy del
mundo rural, es mi hábitat, son las historias que me contaban de niña, es lo
que conozco, el pueblo, las mujeres, el ajuar”. No duda en poner nombre al
lugar, no es un lugar de La Mancha del que no quiera acordarse, la novela
transcurre en gran parte en Argamasilla de Alba, y hay quien le pregunta si no
teme la posible reacción furiosa de sus habitantes: “No es un libro que
ensalce las virtudes del pueblo, que por cierto es precioso: es un libro en que
las gentes del pueblo lo sienten como un problema, como una limitación, pero no
es por tratarse de Argamasilla de Alba, sino porque el tamaño del pueblo, su
enclave, provoca que los personajes sientan que tienen que salir de ahí.
También hay que tener en cuenta que sitúo la acción en los 90 y se habla de
gente que quiere triunfar como artista, en gran parte abordo una situación y un
momento concretos”. Y ese es el otro gran tema de Los años impares,
indisolublemente unido al de tener aspiraciones y querer impedir que las circunstancias
te fagociten/trituren, ese en apariencia éxito fácil, triunfo al alcance de cualquiera
que luche por él: “Hay gente que siente que lo mejor, el futuro, está en
otra parte, no donde vive. El personaje que ganó un concurso de televisión y
ahora está de camarero introduce el tema del éxito y el talento, que sobrevuela
a todos los personajes y en todas las épocas. Quería reflexionar si estamos
entregando mucho a esa noción de éxito que se nos vende y nos vendemos, todo es
más complejo de lo que parece: no siempre triunfa el mejor ni fracasa el peor,
no siempre puedes dedicarte a lo que te gusta, no siempre se llega lejos en
algo por mucho que te esfuerces”.
Los años impares esconde bajo su apariencia de novela leve,
divertida, dinámica (y como tal puede leerse sin que el disfrute se vea
mermado) un ejercicio de introspección (llegando a profundidades abisales) que
tiñe la narración de amargura, de aflicción, de sonrisas y lágrimas que se
confunden/solapan, no siempre las primeras por alegría ni las segundas por
dolor, es la ambivalencia de un texto riquísimo en imágenes y contenido que
hace de la concisión su mejor baza, dejando por así decirlo muchos puntos suspensivos,
muchas cosas al margen o entre líneas, una atmósfera que se expande en el
lector más allá de las palabras escritas. Es una novela que rehúye con enorme
habilidad las etiquetas porque es tan inclasificable y polisémica como lo es la
vida la mayoría de las veces: “Yo he procurado ser fiel a la realidad que
trato de crear, a la que me inspira, no me planteo ser optimista o pesimista”.
Por eso María acepta encantada nuestras opiniones/lecturas, deja que
elucubremos/desbarremos y para lo demás remite al texto, lo que está escrito es
lo que es, cada cual es muy libre de ir lo más allá que quiera, aunque se
reconoce en algunos aspectos: “El humor que se destila, lo que pueda tener
de acidez, incluso de corrosivo, es mío: me gusta reírme de mí, no lo puedo
evitar, me siento fuera de lugar, ridícula, pero lo disfruto mucho”. Es un buen
modo de darse cuenta de aquellas cosas que no funcionan o provocan
interferencias: imaginarse a uno mismo haciéndolas o siendo su sujeto, ponerse
frente al espejo deformador del esperpento bien entendido (María Sirvent tiene
mucho de Valle-Inclán y no necesita cargar la mano para demostrarlo), congelar las
carcajadas despóticas del que se piensa mejor/superior sólo por el lugar de
nacimiento, abatir la suficiencia con que se contempla/juzga a aquellos que,
aunque creamos lo contrario, son tan prisioneros de las voraces circunstancias
como lo somos nosotros, porque, como recuerda la escritora durante nuestra
charla, “la maquinaria del éxito tal y como se entiende ahora necesita de
mucha gente que fracase”. María Sirvent consigue el triunfo literario de interesar
y entretener (y mucho), y, si el lector así lo quiere, de invitar al diálogo
íntimo con la novela, de reflexionar (o, cuando menos, caer en la cuenta),
aunque tan sólo sea en aquello que escribe Paca, la abuela que también habita
en el ángulo oscuro del salón: “Lo de los días es tremendo, te despiertas y
hay uno”.