VER
Procuro rehuir las frases hechas, incluso dichas con la mejor intención
del mundo, incluso con su parte (o su totalidad) de razón (cuando la tienen,
cuando uno lo percibe así), no digamos nada si están integradas en/extraídas de
esa prosa placebo que, contra viento y marea (aprovechándose de estos y otros
imponderables de cualquier condición, de los episodios de crisis reales o
imaginadas -y a veces inoculadas, perverso círculo vicioso que hace funcionar
el negocio: te “sano” de aquello de lo que previamente te “enfermo”-), vende
cada año millones de ejemplares de puro humo (que cada quien crea en lo que más
beneficios/seguridad/tranquilidad le reporte, pero no me digan que lo de los
Coelho, Bucay y demás es efectivo porque bien se ve que no -si sus fábulas, historias,
consejitos fuesen tan milagrosos, tan sanadores, el invento se terminaba mañana
y, ahí está el detalle, las borrascas mentales y emocionales que nos azotan-).
Así, no deja de escucharse una de las sentencias (sea dicho con toda la
retranca posible) más crueles, falsas y desconsoladoras (por más que pretenda
lo contrario) cuando se produce el fallecimiento de algún ser querido: “Ya te
acostumbrarás”. Por supuesto, por fortuna (y no en todos los casos), el primer
dolor se atenúa, rebaja su intensidad, se agazapa, pero jamás pasa, se queda
ahí esperando la ocasión para reaparecer, para lacerarnos incluso con más fuerza,
para recuperar toda su esencia, para alcanzar su latido más furioso, aprendemos
(cada uno a su manera) a convivir con la pena, con la ausencia, con el agujero
en el alma, pero (hablo por mí) resulta imposible acostumbrarse a su profundidad,
a su hueco: cuando menos se espera, cuando más vulnerable está uno, todo se
reproduce.
Así, tener que salir de casa con Fosco en brazos en busca de un taxi
para llevarle a urgencias porque, tras un par de días en que ha estado raro,
comiendo algo menos, rechazando su pienso habitual, muy apagado, empezó a
llorar durante el paseo de la tarde, a quejarse queda pero insistentemente, a
sentarse en el suelo y no querer caminar, por más que mientras hablo con la
clínica en casa parece más tranquilo y se ha tumbado en su rinconcito, sentir
su agitación, sus gemidos, volver a la calle acunándole, procurando no dejarme
llevar por el nerviosismo y el miedo, provoca que experimente una angustia
similar a la de la noche en que envolví a Dobby en su mantita y lo llevé a
urgencias, aquella última noche que llevo clavada (y, sobre todo, la tarde del
día siguiente cuando todo terminó), la herida que aún sangra. Para colmo, las
calles están a rebosar, las terrazas de los locales son hormigueros, es la inconsciencia
y/o el egoísmo de cada día, para colmo es festivo, hace una temperatura muy
agradable (incluso un poco excesiva), hay manifestaciones (me entero después de
que han coincidido dos) en Callao, la parada de taxis de la Plaza de Isabel II
(porque por más que la llamemos “de Ópera” ese es su nombre, a ver si algunos
se enteran) está despoblada, hay un grupo de gente bailando chotis frente a la
parte trasera del Teatro Real, un caos, empiezo a temblar y sudar (más), tengo
que dejar a Fosco en el suelo para poder llamar a un coche y el pobrecito casi
se tumba, deja la cabeza muy gacha, nos transmitimos nuestras ansiedades. La
peripecia para llegar a la clínica (una de 24 horas, al menos no está demasiado
lejos) es surrealista pero no me apetece describirla, dejémoslo en que di
algunos gritos, me indigné ante la burricie de quien incluso con un cartel
delante niega la evidencia, solté varias lágrimas, pedí perdón al conductor que
nos recogió porque era el menos culpable de lo sucedido.
Al menos, más allá de su notoria incomodidad, Fosco no parece estar
grave, incluso me da algunos besitos en el coche cuando estallo, me sosiega y
reconforta, inmediatamente bajo el tono y le acaricio diciéndole que no estoy
enfadado con él, que se está portando muy bien, que en seguida va a sentirse
mejor. La entrada en la clínica es muy diferente a la que hice en su día con
Dobby, hay mucha luz todavía y aquello ocurrió una noche de febrero, hacía frío
y no había nadie más esperando; aquí hay varias personas con sus animales,
algunos ya están siendo atendidos, lo de las urgencias veterinarias no se
diferencia mucho de las de cualquier hospital, si alguien se pone a la tarea saca
una serie que dejaría en pañales a Urgencias, de ahí que piense que el
título perfecto sería VER, en inglés por seguir el original (ER),
las siglas de Veterinarian Emergency Room. El peor momento es cuando un
chaval de no más de diez años llega junto a su madre llorando sin parar y
llevando en los brazos a una cobaya (Henry) que apenas responde a los
estímulos, al borde del desfallecimiento total (por no pensar/decir algo aún
peor), todos los presentes enmudecemos mientras la mujer explica en la
recepción cómo el animal se ha ido apagando/abandonando desde hace unos días,
la situación no parece pintar demasiado bien, en el tiempo en que a Fosco le
exploran, le detectan un bulto en la mandíbula, le hacen una citología, me lo
devuelven para que esperemos los resultados (en total, pasamos unas tres horas
en la clínica), Henry es ingresado, el niño se marcha abrazado a su
madre sin parar de llorar, nadie habla durante un par de minutos, confieso que
tengo que hacer esfuerzos para contener las lágrimas, las horas finales de
Dobby se adueñan de mi ánimo, nunca me repondré de aquel desgarro, al menos lo
de Fosco se localiza, se descarta algo maligno, lo más probable es que tengan
que hacerle una pequeña intervención, le prescriben medicación, hay que esperar
unos días para comprobar cómo evoluciona, por fin volvemos a casa donde, con
algo de esfuerzo, cena tan ricamente y le saco a pasear para que haga sus
necesidades y recupere sus rutinas, algo complicado cuando las aceras, las
calles peatonales, todo en general sigue ocupado por hordas de gente que, se
diría, tienen mucho que celebrar (sobre todo, que beber).
Lunes 17:
QUE SUENE Y RESUENE
Es mágico regresar a un autor al que se
admira, seguir descubriéndole, que se mantenga vivo y con la frescura de cuando
se llegó a sus páginas por primera vez, como si no hubieran pasado más de
treinta años de aquello. Gracias a Ediciones Alfar y su magnífica colección
Clásicos del Siglo XIX, vuelve a ser estimulante y gozosa novedad
Solos de Clarín, el primer libro publicado por el inmortal escritor en
1881, un recopilatorio de su importante, punzante y espléndida labor crítica,
de sus imprescindibles textos periodísticos, de algunas narraciones que
revalidan (aunque no lo necesita) su magisterio y magnificencia en el relato,
el género que más frecuentó, la columna vertebral de su corpus literario; La
Regenta lo es en sí misma, desde luego, con esa novela le hubiera bastado
para pasar a la Historia, pero no conviene echar a un lado (y en las aulas se
ha hecho) el resto de su producción, las razones por las que hay que continuar
leyendo y venerando a Clarín. Esta recuperación, esta reedición, este
acontecimiento se completa con la cuidadosa edición crítica de Antonio Checa
Godoy, apostillando lo justo, contextualizando, acercándonos nombres y obras de
los que Leopoldo Alas se ocupa (con ironía, sin piedad, sin ocultar sus fobias,
explicándolas, igual que su aplauso cuando le nace), facilitando la legibilidad
y el disfrute de unos textos llenos de pasión, de expresividad, de
conocimiento, de osadía, de viveza, que nos sumergen en la realidad/el presente
de aquellos años en lo que a la literatura y especialmente a la escena se
refiere, recuperando a muchos autores hoy (e incluso casi en su momento)
olvidados/desconocidos, ayudando las precisas notas del profesor Checa Godoy a
la total comprensión de lo que Clarín escribía en caliente y que llega a nosotros
con la misma intensidad, con valor acrecentado, los Solos de Clarín resuenan
con la brillantez de antaño que la edición crítica restaura y restaña (y, entre
otras cosas, permite aunque sea de modo tangencial la toma de contacto con
quien fuese el primer Nobel de Literatura español: José Echegaray -que, las
cosas como son, como prologuista del volumen original no hace méritos para
ello-).
Martes 18:
ESPÍRITU TANGIBLE
Amazing Grace, el histórico trabajo en directo de Aretha Franklin,
el álbum más vendido de su carrera, admirado y amado por millones de personas
en todo el mundo, estuvo a punto de ser también una película, pero el director
encargado de su realización, Sydney Pollack, olvidó utilizar la claqueta durante
el rodaje, lo que hizo imposible la sincronización del audio. El material
grabado (se calcula que unas 200 horas) fue archivado (por no decir oculto) en
la Warner hasta que, a punto de morir, el cineasta (según cuentan, sin
reconocer plenamente su error) cedió los derechos sobre el mismo al productor
musical Allan Elliot para que completase el trabajo, topando este con un
escollo importante: la propia Aretha Franklin (de hecho, fueron sus herederos
quienes dieron luz verde al estreno). Lo que se experimentó en aquellas por
derecho propio dos míticas e históricas noches de enero en la que con el tiempo
sería conocida como “Capilla Sixtina del Góspel” (la iglesia bautista misionera
de New Temple) acepta cualquier adjetivo, el ditirambo más encendido, los
calificativos más encomiásticos y jamás llegaremos a hacer justicia, era algo notorio
ya en la grabación musical, no en vano los orígenes del término están en el
vocablo godspell, es decir, “palabra buena”, hay algo notoriamente
benéfico, más allá del sentir religioso de cada uno, en estas composiciones que
nacen de lo más profundo, de lo más sentido, de lo más doloroso, de lo más
esperanzador, de la gratitud, del lamento, de la hermandad, del espíritu. Amazing
Grace no es un documental, ni tan siquiera un documento, no es la
plasmación en imágenes de un concierto, sino de una ceremonia, de una comunión,
de un diálogo con las creencias íntimas por más que sean colectivas, es una
experiencia transformadora, enriquecedora, impactante por la verdad que
destila, Amazing Grace es un trozo de vida, una reunión de múltiples
talentos (en lo artístico y en lo emocional, en lo particular, en lo humano, en
lo espiritual) que trascienden cualquier etiqueta, que apelan a algo que todos
tenemos/portamos y que no debe ser restringido ni mucho menos impuesto por
nadie, lo de menos es cómo lo llamemos o a quién nos dirijamos cuando nos
contagiemos del sentir de esa gracia que, repito, no es patrimonio de la
religión, es algo universal.
Miércoles 19:
EL OLVIDO
QUE (YA NO) SEREMOS
Sin permiso del rey, obra de María Teresa Telleria publicada por
Espasa, es una magnífica biografía novelada, un concienzudo trabajo de
investigación, un hacer justicia necesario, la recuperación (casi el
descubrimiento, tan oculta/negada se encontraba la protagonista) de una
grandísima mujer, la primera en dar la vuelta al mundo, Jeanne Baret, botánica
sin formación académica pero dotada de un amplio, cotidiano y pragmático
conocimiento del mundo vegetal, de las plantas que sanan, ayudan, condimentan,
también de las peligrosas, de las venenosas, de las mortíferas, descubridora
(cuando menos partícipe, recolectora, testigo) de varias especies, otra de
tantas borradas, desposeídas de sus méritos, alguien que regresa al lugar que
nunca debió perder gracias a este magnífico e inclasificable libro, un prodigio
de contención, totalmente legible para un neófito (por no decir ignorante) en
la materia, un auténtico regalo para el lector omnívoro enamorado de las
historias y de la Historia. Conocer a la autora es aún más maravilloso, más mágico,
más inolvidable: los buenos oficios de mi Pepa Muñoz propician, una vez más,
que los del club de lectura LL vivamos una tarde apasionante y ampliemos
nuestros horizontes en cualquier sentido (y queramos que María Teresa escriba
más -sobre todo, sus memorias, viendo el vídeo comprenderán por qué-): https://www.youtube.com/watch?v=gfqpfJE4gus&t=50s.
Jueves 20:
LA URGENCIA
VA POR BARRIOS
Fosco tiene revisión, todo va mejor (aunque la cosa no termina aquí), al
menos esta vez no coincidimos con animales en estado grave (o que lo parezcan),
nadie llega por una urgencia (o que por tal se tome), hay una tranquilidad
general que se contagia y me viene muy bien, soy demasiado intenso, la
ciclotimia me hace pasar de la euforia a la desolación en pocos segundos pero
no aprendo a frenar, tanto levito como me despeño, me lo reprocho a menudo, de
hecho algunos de mis momentos más depresivos/deprimidos vienen por reacciones
extemporáneas que no consigo desterrar, hago propósito de enmienda muy a
menudo, pero sigo tropezando en la piedra de mis torpezas anímicas/emocionales,
esas que Fosco olvida en seguida para darme lametones o subirse al sofá para
poner la cabeza en mi regazo. ¡Cuánta lealtad sin pedir nada a cambio (bueno, a
veces reclama un premio, una chuchería, una nadería comparada con lo mucho que
me aporta, esa paz que se me agita demasiado y a la mínima)!