LA PASIÓN DE LA ADICCIÓN
Hay cosas/películas/lecturas que se te quedan grabadas aunque no
quisieras que así fuese, experiencias que te gustaría olvidar o, cuando menos,
sepultar con remembranzas más gratas, pero el ruido de la calle te lo impide,
no se deja de hablar de ello o, aunque no exista un clamor mayoritario, parece
que siempre acabas llegando a lo mismo (o no sales de ahí), en este caso, Another
Round, el oscarizado título de Thomas Vinterberg, tan aclamado, aupado,
laureado, encomiado por gente que se esponja para hacerlo, se siente importante
por eso, extrae/imparte lecciones de vida que no aceptan discusión, siguen la
tendencia tan generalizada a crispar, a dividir, a enfrentar, a contar la vida
en blanco o negro, sin matices. He ido dejando por ahí mi parecer, mi estupor,
mi decepción, es decir, iba convencido, con ganas, me gusta (y mucho) gran
parte de la filmografía del cineasta, admiro a Mads Mikkelsen (a quien, por
cierto, tuve el placer de entrevistar hace ya unos cuantos años: amable,
profesional, con un punto de timidez que le hacía muy cercano), tal vez por eso
quedé tan desolado y me muestro especialmente susceptible cuando leo lo que leo
por ahí. No termino de comprender (más allá del engorde de ego de quienes en
realidad se aplauden a sí mismos, porque captan lo que, dicen, a un simple
mortal se le escapa) cómo pueden reconocerse tantas virtudes en una película
(bien filmada/narrada) que apesta a apología, una visión podríamos decir
romántica, bucólica y atractiva, del alcoholismo, una visión blanda y ñoña de
lo que es un auténtico problema (algo que se olvida en la película, lo nefasto
queda fuera, en las elipsis, tampoco parece tanto, algún efectillo secundario),
una última secuencia que como tal es esplendorosa y hasta brillante (repito,
Vinterberg conoce su oficio e incluso provocándome un rechazo que va en aumento
según avanza el metraje me mantiene atento a la pantalla), el mismo tipo de
colofón que tantos de los que asienten, pregonan, exhiben su complacencia (y,
por ende, su perspicacia, su inteligencia, su dizque exquisitez) abochornan,
degradan, tildan de lo peor (llegando a insultar a autores y, sobre todo, al
público que paga su entrada) si viene desde Hollywood o su zona de influencia.
Y entonces llegamos a Gambito de dama, la miniserie dirigida por
Scott Frank que, no me extraña, se ha convertido en un fenómeno mundial. Aquí
se habla de adicciones sin paños calientes ni blandenguerías, se disecciona una
personalidad adictiva tanto en lo bueno como en lo malo, desde pequeña lo vive
así, se deja arrastrar hasta el final, se convence de que sólo de esa manera
puede rendir como debe, triunfar, demostrar su excelencia (dicho en román
paladino, que sólo puesta hasta las cejas, sólo “colocada” juega bien -como el
profesor de la película de Vinterberg, sólo que este pasa de ser el más
aburrido a ser magnífico, vivaz, genial, todo un Keating-), incluso siendo
consciente de que eso la lleva al abismo, de que sus inseguridades no se
esfuman, todo lo contrario, pero las camufla (o cree hacerlo) mientras sus
verdaderas y casi congénitas facultades se ven en realidad mermadas, anuladas,
asfixiadas. Un círculo vicioso de dependencias y carencias afectivas y
emocionales, una telaraña pegajosa y muy letal que incapacita a la protagonista
hasta el extremo de no hacer nada por despegarse de la misma, una trama contada
con la intensidad necesaria, con un pulso muy firme, con un clasicismo que
incluso emociona en estos tiempos (a pesar de algunas veleidades “artísticas”
en la dirección que, por fortuna, quedan en poco), una historia tomada de las
páginas escritas por Walter Tevis, autor que extraía lo mejor del descenso a
los infiernos, a los abismos del alma de sus personajes, de los
mundos/submundos en que procuraban mantenerse a flote (no en vano también firmó
El buscavidas y su continuación El color del dinero -tan a
reivindicar en lo que a su versión cinematográfica se refiere-). Más allá de
los diversos aspectos que pueden y deben destacarse (ambientación, ritmo,
atmósfera, interpretación -colocando en lo más alto a una espléndida Marielle
Heller que, por cierto, deja en pañales a los de Another Round y sin
necesidad de truculencias/tremendismos-), si la serie resulta hipnótica es por
la colosal Anya Taylor-Joy, una auténtica diosa, una estrella como las de
antes, como las de siempre, una actriz descomunal que actúa sin que se le note,
ofreciendo emociones de tal honestidad que duele, perturba, incomoda, captura, implica
al espectador, le hace vivirlo con ella, le rinde a su magnetismo, a su verdad,
se convierte en su favorita, en dama vulnerable pero pétrea, genial pero
errática, un crisol de sensaciones, un trabajo que ya ha entrado en la historia
(y, si me apuran, en la leyenda).
Martes 11:
CUANDO
EMBISTE LA VIDA
“Cuando oigo decir que la unidad de cuidados paliativos es el lugar
al que se va antes de morir, en vez de mosquearme, en vez de explicar con más o
menos paciencia que también tratamos el dolor en casos que no suponen una
muerte inminente, en vez de hacer eso, les doy la razón, muestro mi mejor
sonrisa, digo amablemente que así es, que muy bien visto, y añado de inmediato
que, en realidad, podría decirse lo mismo de todos los servicios del hospital,
de cualquier hospital, porque, al fin y al cabo, todo lo que merece la pena
llamarse vida, ¿acaso no es el conjunto de cosas que hacemos antes de morir? Y
créame que la frasecita siempre consigue producir su efecto”. Así lo expresa
Mireille Gosselin, la jefa de la unidad de cuidados paliativos del hospital
universitario de Ruan donde (entre abril y diciembre de 2015) pasó varias
semanas el escritor argentino afincado en Burdeos Eduardo Berti, recogiendo los
testimonios de las personas (en su inmensa, muy inmensa mayoría, casi totalidad,
mujeres) que atienden este servicio, con los que ha construido un libro
emocionante, de esos pocos que merecen la etiqueta de “imprescindible”, una auténtica
maravilla que, con traducción de Pablo Martín Sánchez, publicó en España
Alianza Editorial hace unos meses: Una presencia ideal.
Del mismo modo que construye sus obras la Nobel Svetlana Aleksiévich,
Berti presenta una sucesión de declaraciones, de relatos, cede la voz a sus
personajes, a sus interrogados, a sus testigos, desaparece para no estorbar,
para que las palabras lleguen con la mayor pureza posible, para no quitarles
(ni ponerles) un ápice de sí mismo, un trabajo invisible que sólo se percibe en
el perfecto funcionamiento de la maquinaria, en cómo las piezas (aquí hay
capítulos de apenas unas líneas) encajan, se completan, son autónomas pero
adquieren un sentido mayor leídas consecutivamente, el orden en que aparecen se
demuestra como el único posible, ahí está el autor, al fondo, en la sombra, sin
estorbar, sin imponerse, sin señalar su presencia (sirva el título escogido
para aplaudirle y reconocerle). Transcurriendo donde transcurre, abordando el
asunto que aborda, se comprenderá que la lectura de este libro no resulta
fácil/agradable, pero no tampoco puede decirse que sea terrible en el sentido
de que el tono es reposado, nada enfático, muy natural, por momentos aséptico, acercándose
a los estremecedores extremos alcanzados por Joan Didion en El año del
pensamiento mágico, pero consintiendo unas bocanadas de aire, algún que
otro respiro mientras que la californiana (se) los negaba. Hay un dolor
sosegado pero continuo e imposible de acallar que vertebra el conjunto, una
pena ante lo inevitable que lo empaña todo, una asunción de que la muerte ha
ganado la partida de antemano que le confiere un pragmatismo (el de las
personas que conviven con ella a diario) que no evita las fisuras, el desánimo,
incluso las lágrimas o su mero atisbo, tal y como le señala (y agradece) la esposa
de un paciente a Dominique Louiron, médica residente: “Hace tiempo que
quería decirle que me gusta verla así, al borde de las lágrimas… Sí, resulta
reconfortante ver la emoción de los médicos. Es agradable, porque es humano. Y,
sobre todo, tranquiliza a los familiares y amigos. Sabe a lo que me refiero,
¿verdad?”.
Una presencia ideal es, por encima de todo, vitalista, sin
frasecitas para enmarcar, sin prosa placebo, sencillamente porque no de otro
modo pueden (y quieren) afrontar su trabajo los profesionales que acompañan el
tránsito, perdón por el eufemismo, lo diré como se debe, que esperan la muerte
junto a los pacientes, al lado de los familiares, con la singularidad de cada
una (“(…) los tópicos, la verdad, dejan de funcionar en cuanto nos
enfrentamos a la enfermedad y a la agonía”), con lo que todas tienen en
común (“Si hay algo que se aprende rápido en este oficio es a callar cuando
no se tiene respuesta”). El mejor y más sincero aplauso, la manera más sincera
de respetar, apoyar, homenajear a quienes no quieren ser considerados/tratados
como héroes (y menos todavía con discursitos vacíos, agradecimientos rutinarios
y con hora que se esfuman al día siguiente), es dejarles hacer su trabajo,
ayudarles en lo posible, acercarnos con prudencia y a través de lo que ellos
quieran compartir/expresar: “No, yo no hablo de lo que pasa en la unidad ni
con mis amigos ni con mi familia, excepto con mi madre. Es la única que no me
desaconsejó venir aquí hace dos años. Es la única que me hace preguntas que van
más allá de las banalidades habituales. Los demás apenas me hacen preguntas;
los demás no entienden nada. En el fondo, me digo, no quieren entender. Hablar
de la muerte y del sufrimiento no está al alcance de todo el mundo. Así que me
callo. Y los protejo”. Basta con saber que están ahí siempre, que no dan un
paso atrás, pero es de agradecer que alguien como Eduardo Berti les haya hecho
justicia y lo haya puesto negro sobre blanco para la posteridad.
Miércoles 12:
APLAUSO INTERMINABLE
Confieso que no siempre lo logro, pero cada
vez más procuro quedarme con lo que, a pesar de la nostalgia, de la añoranza por
lo que no regresará, me hace feliz, con los buenos momentos vividos,
con lo placentero de aquellas tardes de sábado en que nada (ni, sobre todo,
nadie) perturbaba la paz, en que descubría cantantes, grupos, músicas, canciones,
en que celebraba a mis ídolos, en que compartía la pasión con los tíos, en que
veíamos Aplauso y se ampliaba mi eclecticismo, el mismo mamado en casa
donde igual se escuchaba a doña Concha Piquer como a Patxi Andión, Luisa
Fernanda o Jesucristo Superstar, donde convivían sin problemas
Barbra Streisand y Antonio Machín. Por eso, entre otras muchas cosas, era
genial aquel programa donde lo mismo veías a Parchís como a Duran Duran, a
Massiel como a Kiss, a Iva Zannicchi como a Pecos; durante muchas emisiones el
realizador del programa fue Hugo Stuven, quien ha muerto hace unos días, es
como si otro trocito de mi infancia, de la de tantos, se desprendiese del
corazón, aunque siempre habrá un rinconcito para recordar tantos buenísimos
momentos. ¡Gracias, maestro!
Jueves 13:
FANTASÍA EN LIBERTAD
De vez en cuando, hay libros que te llevan
de viaje en cualquier sentido posible, que te hacen regresar a los tiempos en
que querías leerlo y descubrirlo todo (en realidad, continúo inmerso
en ellos), que te reaviven tu placer por el género de fantasía y lo que por tal
aprendiste a degustar desde muy pronto, incluso antes de tener plena conciencia
y la capacidad mínima para ir más allá de la mera aventura (razón más que
suficiente para devorar tantos títulos). Y ese es uno de los goces provocados
por Viajeros de un mar de nubes, el novelón (si no pongo el aumentativo
me parece que le hago de menos) que se ha marcado Borja Vaz y que ha publicado
recientemente Martínez Roca. En esta ocasión, nos voy a dar la vara porque lo
mejor para abrir boca y ganas es escuchar lo que el autor compartió con los del
club de lectura LL en el encuentro que mantuvimos con él, donde una vez más ejerció
como hada madrina mi Pepa Muñoz: https://www.youtube.com/watch?v=NJ8vDbOiI88&t=9s.
Viernes 14:
¿Y EL LUGAR DE LOS DEMÁS?
Las calles están abarrotadas, mañana es
festivo en Madrid, perdón por resultar alarmista, no es mi carácter anacoreta
(que no oculto), casi mi condición, pero creo que no nos podemos permitir este
desfase, este libertinaje, esta manga ancha, esta complacencia, este “hay que
ponerse en el lugar de los jóvenes, tanto tiempo confinados”. Bueno, no caeré
en ese cierto absurdo de comparar unas edades con otras, unos
tiempos (no tan diferentes, no nos hagamos ahora los formales) con otros, pero
no puedo dejar de pensar en ese egoísmo (que, por cierto, no sabe de años cumplidos
o por cumplir) implícito/explícito en la frasecita de marras: me pongo en ese
lugar, por supuesto, a pesar de querer ser Nero Wolfe he sufrido las
restricciones de movilidad, el no poder ver a la tía Carmen y a mi madre durante
casi tres meses, he perdido posibilidades de trabajo, de ocio, de estar con los
amigos, pero no queda otra, al menos así lo creo, así lo voy a seguir haciendo.
¿No podéis poneros por un momento al menos en el lugar contrario? ¿No tengo
derecho a reclamarlo?
Sábado 15:
MAESTRA EN/DE LETRAS
Viene Concepción Valverde al programa, la
llamo así porque de ese modo firma sus novelas, pero la quiero como Concha,
además me pide que me dirija a ella con esa familiaridad, con esa cercanía que
tenemos aunque es la primera vez que nos vemos cara a cara, hasta ahora nuestro
contacto ha sido a través de Facebook, el primero que mantuvimos fue cuando leí
El último fado (publicado por Almuzara, al igual que su ópera prima, La
biblioteca Fajardo) y quedé cautivado por una prosa rebosante de sabiduría
literaria, de una exquisitez plácida y placentera, de un indudable conocimiento
de la pulsión narrativa, una gran lectora que devino en magnífica maestra (tuvo
que serlo, no hay más que disfrutarla mientras evoca algunos de los
títulos/autores que la envenenaron de palabras, de historias, de sueños), una
estupenda escritora que en breve presentará Las soledades del Inca y de
todo ello (de lo que da tiempo) habla con verbo encendido y pasión incontenible
y contagiosa en la versión televisiva de este blog: http://www.dejatedehistorias.es/wordpress/2021/05/15/conocemos-a-la-escritora-concepcion-valverde-y-sus-libros-favoritos-el-arpa-de-becquer-dejatetv/.