«…A PASAR, COMO ENTONCES, POR LA PLAZA DE
ORIENTE»
Por más que lo hago a diario, dos veces en cada jornada, es el recorrido
habitual de lo que llamo “el paseo largo” de Fosco, no puedo evitar cierta
emoción cuando llego a la Plaza de Oriente, desde siempre ha obrado en mí una
transformación, me provoca un estremecimiento, me transporto, me dejo llevar
por los ecos de la Historia y, por supuesto, por la melodía de Almudena,
una de las grandes creaciones de doña Concha Piquer. Aunque ya digo que la
fascinación viene de lejos, no me duelen prendas en afirmar que desde la
remodelación finalizada en 1996 (al César lo que es el César), sin entrar en
otras polémicas o en la figura de quien era alcalde en aquellos momentos (y en
tantos más), aún la gozo más, que ahora imagino mucho mejor (prácticamente la
veo, aparece ante mí) a aquella muchacha que vendía violetas una tarde de mayo y
se encontraba unos ojos que le daban la vida y le daban la muerte, no es
necesario poner el oído con detenimiento, aplicarse demasiado, en seguida vuelve
a resonar “el romance que cantaban los niños en redor de la fuente”,
el mismo que Almudena, la protagonista de la copla (de ahí su título), desoye
al quedar obnubilada por ese duque al que los pequeños que juegan han visto “con
el rey ir y venir, con su traje, su sombrero y su capa carmesí” (el modo en
que el estribillo incorpora la popular e infantil Arroyo claro a este
canto de advertencia –“él es duque y tú, una pobre violetera de Madrid”- es
prodigio sólo al alcance de talentos tan inconmensurables como los de Rafael de
León y el maestro Manuel Quiroga). En cuestión de segundos, vuelvo a ser aquel
chaval que disfrutaba aprendiendo/conociendo como si fuese una aventura, por
placer, visitando lugares, viendo Érase una vez el hombre…, leyendo sin
tregua, sin imposiciones, sin exámenes, libremente, así daba gusto y no pesaba,
así no era ninguna molestia, no lo sentía como un deber, como una imposición, en
clase se trataba de memorizar fechas, batallas, nombres, sin ir más allá,
eliminando lo divertido, lo apasionante, lo que no cuesta esfuerzo retener, lo
que se hace propio. Y hoy, ocurre a menudo, topo con un grupo de chavales con
uniforme escolar que, armados de cuadernos, bolígrafos y hojas fotocopiadas
con, supongo, las cuestiones a resolver, recorren la plaza buscando tal o cual
estatua, preguntando a los transeúntes aquello que se ven incapaces de
responder por sí mismos (qué representan las tres banderas que ondean en la
fachada del Teatro Real), evoco el nerviosismo y la alegría incontenibles que
nos invadían cuando el colegio nos llevaba de excursión cultural, daba igual
que hubiese que hacer un trabajo sobre el terreno o a posteriori, eran horas de
libertad, así regresan a mi ánimo tantas mañanas de fin de semana en que iba
con mi hermana y alguna de sus amigas a visitar museos o exposiciones, también
esas otras en que mi madre nos apuntaba a alguno de los tours que organizaba la
Junta Municipal de Chamberí en la que ella trabajaba, así fuimos a Segovia, a
Toledo, a otras poblaciones más o menos cercanas, a El Escorial, al Museo
Sorolla, al propio Palacio Real, ahora que algunos han decretado que lo de la
nostalgia como que no (salvo cómo, cuándo y en el sentido en que ellos
decidan), yo, que ando instalado en ella, en la evocación, en el permanente recuerdo
de mis gentes, de lo que fui, de lo hice, de cómo llegué hasta aquí, yo, que
nunca dejo de hacer memoria y mantenerla viva/activa, la revindico más que
nunca.
Sábado 12:
LO DEL
PARECIDO Y LA REALIDAD
Adriano Moreno no esconde que su primera y muy divertida novela, Si
me dijeras que sí, publicada por Suma de Letras, tiene tintes autobiográficos,
se ha permitido guiños a sí mismo, a sus amigos, a lo que él vivió en su primer
año en la Universidad Complutense en la Facultad de Ciencias de la Información,
la suya y la mía. Pero, partiendo de lo vivido, como tantos escritores, ha
fabulado/imaginado, ha alterado cosas, ha añadido, habla del curso 2017-18, él
ya no estudiaba entonces, pero hay circunstancias, sensaciones, sentimientos,
experiencias que son de cualquier momento, la prueba es que yo me sentido
concernido, apelado, casi retratado, y eso que llegué a ese edificio conocido
como “el búnker” en 1988. Adriano ha conseguido trenzar una historia que va más
allá de lo particular, que rompe barreras generaciones, que es de su tiempo
pero habla de los que estuvimos antes y, en gran medida, de los que llegarán
después, una novela sobre el primer amor, complejo en sí mismo, siempre
sublimado por canciones, películas y mitos, es importante y definitorio para el
narrador principal sus deseos/miedos por salir o no del armario, por vivir su
sexualidad sin complejos ni mentiras, sin ser señalado por ello, pero el autor
va más allá de lo meramente reivindicativo, construye un relato plenamente
emocional en cuyos latidos lo de menos es quién ama o deja de amar a quién, lo
que interesa e implica va más allá de las etiquetas, esas que en el fondo tanto
necesitamos (o eso creemos: siempre somos niños aprendiendo a andar). Novela,
vuelvo a incidir en ello, a ratos tronchante que aborda asuntos complejos y
dolorosos con infinita naturalidad, esa es otra de sus virtudes, tal vez la
máxima. ¡Qué gustazo haber podido conversar con él en el programa! https://www.youtube.com/watch?v=ma8z2MJglk&list=PB3-fnCkxDciwVuzEPUxPDXlLB94uUAzE&index=5.
Domingo 13:
LA CICATRIZ QUE TE ACOMPAÑA HASTA LA MUERTE
Y embebido en la memoria, en la añoranza de
aquel tiempo en que todo parecía fácil en que tan protegido y cómodo me sentía en
casa, en que las noches frente al televisor eran mágicas, por más que el niño
que fui no lo apreciase del todo, no lo valorase lo suficiente, se lo tomara
todo a la tremenda, se enfurruñase a la mínima, fuera tan injusto, aparece una
novela impactante, realista hasta el tuétano, que habla de ti aunque no
hubieses nacido en la época en que transcurre, aunque tu cotidianidad fuese
otra, una novela que te arrasa, te traspasa, te traslada, te hace caer en la
cuenta y, si ya lo habías hecho, escarba en la herida porque, aunque lo reconozcas,
tampoco es que hagas mucho por cambiar (o, como suele suceder, ya es tarde para
eso, lo que aún escuece más), una novela que te lo dice a la cara y desde el
título: Los ingratos. Esos somos todos nosotros (sálvese quien pueda),
los desagradecidos que hemos dado por hechos y merecidos a nuestros mayores, a
aquellos que fueron guía, soporte, luz, ejemplo, cobijo, amor incondicional,
esos a los que homenajea/recupera Pedro Simón en la sublime obra que le ha
valido el Premio Primavera de Novela 2021 y que, por supuesto, como viene
ocurriendo desde hace 25 años, ha publicado Espasa.
Sin melodramatismo, sin sublimación, con el tono y las palabras
precisas, demostrando su grandeza de oficio periodístico (al que ha regalado
tantas páginas brillantes), su enorme capacidad para transmitir hasta la
médula, el alma y/o las entrañas adjetivando lo justo, dando un salto de
proporciones descomunales como escritor de emociones (sea dicho con el sentido
más literario posible, que es lo que aquí importa y destaca), dominando con
maestría el interlineado, lo que no hace falta contar, lo que basta con que se
insinúe o asome para que cale (por no decir horade) en el lector, Pedro Simón
ha logrado una novela que se respira y transpira, que hace vibrar, que
despereza emocionalmente, que hay que aplaudir y agradecer porque no podemos
olvidar a nuestra(s) Emérita(s), todos tuvimos una (o varias), yo tengo la
fortuna de tenerla aún muy cerca aunque su cabeza, su personalidad, su realidad
ya no sea la de la tía Carmen que siempre tengo presente y llevo en el corazón (y
aunque así es, no dejo de reprocharme todo lo que no he estado junto a ella, lo
que no le expliqué, lo que no le conté, lo que no le agradecí cuándo y cómo debía).
¡Bendita cicatriz la de la infancia, como acertadamente señala Pedro Simón! Le
recibiremos en breve en el programa y será el momento de regresar entonces a Los
ingratos, una novela de la que no quiero/pienso despegarme, que ya guardo
en mi almario, que no voy a olvidar, sería ser, una vez más, un ingrato.
Lunes 14:
CUANDO LO
BREVE SE HACE LARGO
El clásico es el clásico, da igual que no le hayamos leído o no se le
relea/reedite lo suficiente, es decir, no voy ahora a enmendar la plana a
Baltasar Gracián, pero lo cierto es que hay muchas frases que repetimos en plan
sentencia inapelable que, sin restarles méritos, pueden ser matizadas,
cuestionadas, contradichas, no servir para todo y en todo momento. Para
empezar, procuro evitar (por no decir desterrar) los adjetivos “bueno” y “malo”
en aquello que escribo, sobre todo a la hora de ejercer la crítica, de hacer
una valoración, incluso de expresar una opinión muy particular, porque no
describen nada, porque aprendí en la facultad a tenerlos lejos y a buen recaudo,
porque nadie decreta qué es una cosa y qué la contraria en lo que al arte (que
es lo suele ocuparnos en este ángulo oscuro del salón) se refiere). Más allá de
esto, lo de “lo bueno si breve, dos veces bueno”, como prácticamente
todo (por no ser categórico), depende de a qué nos refiramos, hay películas de
duración estándar que parecen prolongarse por horas y otras que uno se bebe sin
ser consciente del tiempo, lo mismo puede aplicarse a obras de teatro, a
cualquier espectáculo, hay novelas que no llegan a las 200 páginas y que se
hacen bola intragable y otras que superan las 1.000 y ni te enteras. Esa
sensación es la que he vivido con Insecure, la serie creada e
interpretada por Issa Rae, simpática y con momentos hilarantes/memorables,
compuesta hasta el momento por cuatro temporadas de ocho capítulos de en torno
a treinta minutos, salvo la última que tiene diez, vaya usted a saber por qué,
es decir, a pesar de su brevedad, llega un punto en que se estanca, en que la
cosa no avanza, tal vez con excepción de la primera, a todas las temporadas les
sobra algo, capítulos enteros, dan vueltas a lo mismo, pensaba que precisamente
se trataba de evitar eso. El caso es que, debo decir, estoy esperando la nueva
tanda de episodios, en parte para ver si recupera fuelle, si vuelve a
encarrilar el rumbo, si se olvida del personaje de Yvonne Orji, que al margen
de haberse vuelto terriblemente antipático (o de haber perdido la gracia de
serlo) se ha convertido en un lastre muy pesado (y que, personalmente, no me
aporta nada). Eso sí, visto lo visto, con ocho capítulos será más que suficiente,
gracias.
Martes 15:
MI NOSTALGIA
LA GESTIONO YO
Como, aunque voy tomando notas a diario, tardo un tiempo en pasar a limpio/ampliar/redactar
definitivamente las entradas del diario, a veces me salto la cronología, es
decir, hablo de algo que aún no ha pasado y, así, no estoy seguro de si en este
martes puedo mencionar algo que, en puridad, sucederá dentro de unos días, lo
cierto es que no estoy seguro, pero da igual, al fin y al cabo es algo
personal, a quién le importa. Ahora resulta que ser nostálgico es ser
reaccionario, así lo ha decretado alguien por ahí para vender la serie que ha
escrito y así se lo aplauden/jalean muchos, entre ellos el ruidoso (y en
ciernes, como acertadamente le definieron en un periódico hace tiempo -y en
ello sigue: toca muchos palos, no destaca en nada, se pega a este y aquel, está
en la sombra y se comporta como estrella, se adhiere como el poeta huero de
RNE, pero no es nadie por más que se crea alguien y haya quien se lo
crea/consienta-), decía que bien se ha encargado el aspaventoso y desquiciante
jefecillo de prensa de un importante director de pregonarlo a los cuatro
vientos y, de paso, de dar palos a diestra y cuando se pone a siniestra (eso
menos, todo hay que decirlo), olvidando (como tantas veces) que hace unos años
exigió respeto y buenas palabras para cualquier obra de arte por el mero hecho
de existir. Pues mira, bonito, la nostalgia tiene muchos tonos, muchos colores,
muchos modos de vivirla/manejarla, por otro lado no se puede condenar a quien
habla de su vida y evoca momentos felices, fueron los suyos, ¿qué hay de malo
en que los cuente? No maquilla nada, no blanquea, no impone, cuenta su vida, si
pretende convertirla en categoría es su problema, nadie me catequiza a estas
alturas (que es lo que en realidad pretendéis tú y los tuyos, que nos conocemos
hace mucho, ¿no te acuerdas?). Por lo menos, para desmontar/atacar/renegar de
la nostalgia, J. M. G. Le Clézio ha escrito Canción de infancia (publicada
en España por Lumen con traducción de María Teresa Gallego y Amaya García
Gallego), explica/justifica admirablemente por qué no le gusta ese término, ese
sentimiento, intenta llegar a los recuerdos prístinos, los que no ha
contaminado el adulto, aquellos a salvo de la influencia de los relatos de
otros, tanto de los bienintencionados, de los que uno evoca lo más limpiamente
posible, como/sobre todo de los que tergiversan/inventan/reorganizan, llegan
teñidos de ideología, de cualquier sectarismo, de recuerdos que a su vez son
prestados o heredados. Es un estupendo y honesto ejercicio de memoria, aun
yendo se diría a la contra de esta, un libro que, en su distanciamiento, en su
a veces sólo aparente frialdad, en su contención, en su afán por no hacer
literatura (dicho en tono peyorativo o con comillas), emociona y conmociona
como pocos libros de este tipo.