DÍAS EN BLANCO (O NO TANTO)
Podría decirse que mi auténtico diario es el muro de Instagram, no dejo
de publicar (eso sí, salvo rarísimas excepciones, no más de un post al día),
por ahí van desfilando lecturas, series, películas, actividades, emociones,
experiencias, gentes queridas, gentes admiradas (y a veces ambas cosas a la
vez); por lo tanto, se diría que es bastante fácil ir completando este diario al
que podría considerarse más canónico, a la vieja usanza, bastaría con
rehacer/copiar lo que ya escribí, la entrada ya existe, pero el caso es que no
me gusta repetirme (bastante redundante soy por naturaleza) y, aunque aborde
algunos temas también por aquí, aunque me extienda sobre ellos, me gusta
rehacer/ampliar el discurso (incluso matizarlo, variarlo, depende de lo que
haya sucedido entre medias), explotar otras facetas, mover el caleidoscopio,
descolocar el calendario (soy una contradicción andante, ¿para qué llevar un
diario entonces?). El caso es que no me faltan temas (sólo durante los paseos
con Fosco voy acumulando material que, si me pusiera a ello, daría para más de
una novela -pero como decidí/acepté/asumí que eso no es lo mío, dejémoslo en
breves, sueltos, pequeños reportajes, si se quiere ensayos, todo lo que sea
periodístico/no ficción-), pero como escribo pasado un tiempo, por más que no
dejo de anotar un tema para cada fecha, a veces me sucede que topo en el
cuaderno que relleno antes de pasar al teclado con un día en el que no aparece
nada que reseñar, no porque no haya sucedido (todo lo contrario), sino porque
al no apuntarlo sobre la marcha o en el momento en que lo pensé, después pasé a
otros asuntos, a las jornadas posteriores, y ahí quedó el hueco hasta que (como
acabo de hacer ahora) me pongo a la tarea y, mezclando dos canciones que adoro,
algo de mí va dejando el rastro de mi alma en forma de texto.
Jueves 17:
CALLES CON
SOMBRAS DE SIGLOS
Se me agolpan los adjetivos, confluyen y se confunden sensaciones diversas,
complementarias y contrapuestas, hay tanto que destacar, aplaudir, vibrar y experimentar
en las páginas de Soleá, dame la mano, la segunda novela de Alberto Álvarez
Campos publicada por Ediciones Alfar, que no sé bien por dónde empezar. Tal vez
por el acierto de la fecha de su aparición, el pasado mes de marzo, cuando aún
no había llegado la fecha en que arranca la narración, Madrugá de 2021, la
segunda consecutiva en que no hubo procesiones por las calles de Sevilla; eso
incorpora/exacerba un elemento sobrenatural, inquietante, ominoso a una
escritura muy realista, a una descripción detallada y emocionada de la
tradición, el fervor, la fe, la cultura que durante esas horas (durante toda la
Semana Santa, pero en esa noche de Jueves a Viernes Santo se multiplican hasta
lo infinito -y lo digo porque fui testigo de ello hace muchos años y jamás lo
olvidaré-) recorren la ciudad, la inundan, la transforman, la embellecen, una
realidad que el autor recoge con exquisita plasticidad tanto en lo religioso y
en lo artístico como en lo social y en lo íntimo, un único latido en miles y
miles de corazones, una atmósfera indudablemente mágica (dicho con todo el
respeto del mundo, en el sentido en que se señala en la segunda acepción del DLE)
que se hermana con lo más hondo de la espiritualidad de cada uno, sin dogmas,
sin imposiciones, sin poder (ni querer) resistirse.
Destaco ese aspecto porque cuando la novela estaba llegando a las librerías
ya era un hecho que no habría Madrugá, por lo que, de ese modo, Soleá,
dame la mano adquirió unos tintes ucrónicos que contribuyen sobremanera a
que el lector, desde el principio, se sienta inmerso/atrapado en lo
alucinatorio e inexplicable, en el ataque colectivo de pánico que asoló la
celebración en la misma fecha del año 2000, en ese temblor que aún permanece,
en esa resquebrajadura que no se ha cerrado del todo, en ese estremecimiento
del que parte el autor para trenzar su historia, para abrir tres líneas temporales
que se disparan hacia su inevitable confluencia como vehículos descontrolados e
irrefrenables. La novela bebe con avidez, eficacia y pertinencia de diversos
géneros, los reescribe, aporta una voz muy personal y un plausible conocimiento
de los recursos literarios tanto en el manejo de la estructura como en el desarrollo
de la acción y, especialmente, en el dibujo de los personajes, en los abismos a
que nos hace descender, en las fibras que toca, en las almas que retrata, en no
renunciar a las emociones, en ponerlas en el foco y convertirlas en el motor,
en el auténtico misterio, en lo que hay que desentrañar, destacando a mi juicio
un personaje que estremece, absolutamente desolador, castigado con saña por un
azar/destino (cada uno que escoja lo que prefiera) cruel, un personaje que hace
pensar en lo que escribiera Miguel Hernández tras la muerte de su amigo Ramón
Sijé, alguien que agrupa tanto dolor en su costado que le duele hasta el aliento
(y al lector con él).
Y, por supuesto, Sevilla, escenario tratado como un personaje más,
influyendo en quienes la habitan/transitan, afectando (en el sentido de, como
dice el diccionario, producir alteración o mudanza) a propios y extraños (que,
tal vez, lo sean mucho menos de lo que creen -dicho con toda la intención-), una
ciudad en la que lo pensado imposible puede ocurrir, una ciudad a la que Alberto
Álvarez Campos nos transporta con la fuerza de su prosa, con la poesía
interiorizada, vivida y vívida, con la fuerza de los cantes que nacen del alma
de las gentes, de los siglos acumulados en las piedras, en las imágenes, en lo
cotidiano, de eso intangible que, sin embargo, parece materializarse en los lugares
que rebosan Historia.
Viernes 18:
¿CONVERSACIONES
PRIVADAS?
Como, de natural, hablo a un volumen bastante alto, incluso excesivo,
como procuro moderarme todo lo posible para no llamar (sin quererlo) la
atención, como, para colmo, mi madre me obliga a soltar auténticos berridos (no
sólo por su sordera, sino por su vicio de no escuchar, de no dejar hablar, de
responder por uno), soy cada vez más susceptible a quienes van hablando a voz
en grito por el móvil, no digamos en el transporte público, no digamos si les
da por poner el altavoz e incluso hacer una videollamada. Más allá de la malísima/nula
educación que demuestran, me pregunto dónde queda el pudor, y no lo digo en el
sentido más literal sino porque son muchos los que comparten con todo el
vagón/autobús intimidades que deberían seguir siéndolo; además, como suelo ir
leyendo, me descentran, me invaden, no negaré que alguna vez me dejan intrigado,
ya te hacen partícipe de la historia que la terminen, que calculen las paradas
como hacen los músicos ambulantes, que no se bajen antes que tú (o después)
justo en lo más interesante.
Sábado 19:
MÁS DE LA
STROUT
Si le bastó un título, Olive Kitteridge, para convertirse en una
autora a la que seguir y venerar, la reciente publicación de Luz de febrero en
la que recupera a este personaje (y sobre la que escribí no hace mucho), más la
lectura de Me llamo Lucy Barton, han elevado a Elizabeth Strout a lo más
alto de mis preferencias, también de las de Pablo, de ahí que le dedicásemos
gran parte de un programa en televisión: https://www.youtube.com/watch?v=x8XJj6iJSZY&list=PLB3-fnCkxDciwVuzEPUxPDXlLB94uUAzE&index=3.
Domingo 20:
NUNCA A
SALVO
Sigo pensando en lo que retrata Soleá, dame la mano, el terror
puede aparecer en cualquier lugar, de hecho alcanza su mayor paroxismo cuando
invade la esfera de lo íntimo, de lo cotidiano, de lo que consideramos seguro
y/o a salvo de su influencia, por eso nada ha podido ser igual después de
aquella Madrugá del 2000, porque la fragilidad del ser humano volvió a
quedar al descubierto, porque encontrar una explicación/justificación no
siempre es fácil (o posible), porque encontrarla puede ser más desasosegante
aún. El caso es que, por unos segundos, Pablo y yo nos hemos sentido en una de
Stephen King yendo en el metro, luego todo ha quedado en unas risas, incluso de
la en un principio víctima (soltó un par de carcajadas, la primera un poco
nerviosa, de esas que exorcizan cualquier demonio), una joven de yo diría poco
más de veinte años (si acaso) que iba tan tranquila (ni voceando por el móvil
ni molestando a nadie) apoyada en una puerta de las que dan acceso a la
cabecera del vagón cuando, de pronto, se abrió como si la hubiera atravesado un
vendaval, sin tiempo para reaccionar/percatarse, vamos, que despareció ante
nuestros ojos durante un par de segundos hasta que pudo recomponerse, recuperar
la verticalidad, volver a su sitio y cerrar la puerta con un golpe sonoro que
la dejó bien encajada (al menos durante el resto de nuestro trayecto). Después,
como digo, llegaron las risas, pero el sobresalto de los que estábamos cerca no
nos lo quita nadie (y yo, envenenado de ficción, me fui al tío Esteban -el
King-, también porque estoy leyendo algo suyo, ya escribiré sobre ello).