domingo, 11 de julio de 2021

«EL HORROR… EL HORROR…»

 

Miércoles 16:

 

DÍAS EN BLANCO (O NO TANTO)

 

   Podría decirse que mi auténtico diario es el muro de Instagram, no dejo de publicar (eso sí, salvo rarísimas excepciones, no más de un post al día), por ahí van desfilando lecturas, series, películas, actividades, emociones, experiencias, gentes queridas, gentes admiradas (y a veces ambas cosas a la vez); por lo tanto, se diría que es bastante fácil ir completando este diario al que podría considerarse más canónico, a la vieja usanza, bastaría con rehacer/copiar lo que ya escribí, la entrada ya existe, pero el caso es que no me gusta repetirme (bastante redundante soy por naturaleza) y, aunque aborde algunos temas también por aquí, aunque me extienda sobre ellos, me gusta rehacer/ampliar el discurso (incluso matizarlo, variarlo, depende de lo que haya sucedido entre medias), explotar otras facetas, mover el caleidoscopio, descolocar el calendario (soy una contradicción andante, ¿para qué llevar un diario entonces?). El caso es que no me faltan temas (sólo durante los paseos con Fosco voy acumulando material que, si me pusiera a ello, daría para más de una novela -pero como decidí/acepté/asumí que eso no es lo mío, dejémoslo en breves, sueltos, pequeños reportajes, si se quiere ensayos, todo lo que sea periodístico/no ficción-), pero como escribo pasado un tiempo, por más que no dejo de anotar un tema para cada fecha, a veces me sucede que topo en el cuaderno que relleno antes de pasar al teclado con un día en el que no aparece nada que reseñar, no porque no haya sucedido (todo lo contrario), sino porque al no apuntarlo sobre la marcha o en el momento en que lo pensé, después pasé a otros asuntos, a las jornadas posteriores, y ahí quedó el hueco hasta que (como acabo de hacer ahora) me pongo a la tarea y, mezclando dos canciones que adoro, algo de mí va dejando el rastro de mi alma en forma de texto.


Jueves 17:

 

CALLES CON SOMBRAS DE SIGLOS




 

   Se me agolpan los adjetivos, confluyen y se confunden sensaciones diversas, complementarias y contrapuestas, hay tanto que destacar, aplaudir, vibrar y experimentar en las páginas de Soleá, dame la mano, la segunda novela de Alberto Álvarez Campos publicada por Ediciones Alfar, que no sé bien por dónde empezar. Tal vez por el acierto de la fecha de su aparición, el pasado mes de marzo, cuando aún no había llegado la fecha en que arranca la narración, Madrugá de 2021, la segunda consecutiva en que no hubo procesiones por las calles de Sevilla; eso incorpora/exacerba un elemento sobrenatural, inquietante, ominoso a una escritura muy realista, a una descripción detallada y emocionada de la tradición, el fervor, la fe, la cultura que durante esas horas (durante toda la Semana Santa, pero en esa noche de Jueves a Viernes Santo se multiplican hasta lo infinito -y lo digo porque fui testigo de ello hace muchos años y jamás lo olvidaré-) recorren la ciudad, la inundan, la transforman, la embellecen, una realidad que el autor recoge con exquisita plasticidad tanto en lo religioso y en lo artístico como en lo social y en lo íntimo, un único latido en miles y miles de corazones, una atmósfera indudablemente mágica (dicho con todo el respeto del mundo, en el sentido en que se señala en la segunda acepción del DLE) que se hermana con lo más hondo de la espiritualidad de cada uno, sin dogmas, sin imposiciones, sin poder (ni querer) resistirse.

 

   Destaco ese aspecto porque cuando la novela estaba llegando a las librerías ya era un hecho que no habría Madrugá, por lo que, de ese modo, Soleá, dame la mano adquirió unos tintes ucrónicos que contribuyen sobremanera a que el lector, desde el principio, se sienta inmerso/atrapado en lo alucinatorio e inexplicable, en el ataque colectivo de pánico que asoló la celebración en la misma fecha del año 2000, en ese temblor que aún permanece, en esa resquebrajadura que no se ha cerrado del todo, en ese estremecimiento del que parte el autor para trenzar su historia, para abrir tres líneas temporales que se disparan hacia su inevitable confluencia como vehículos descontrolados e irrefrenables. La novela bebe con avidez, eficacia y pertinencia de diversos géneros, los reescribe, aporta una voz muy personal y un plausible conocimiento de los recursos literarios tanto en el manejo de la estructura como en el desarrollo de la acción y, especialmente, en el dibujo de los personajes, en los abismos a que nos hace descender, en las fibras que toca, en las almas que retrata, en no renunciar a las emociones, en ponerlas en el foco y convertirlas en el motor, en el auténtico misterio, en lo que hay que desentrañar, destacando a mi juicio un personaje que estremece, absolutamente desolador, castigado con saña por un azar/destino (cada uno que escoja lo que prefiera) cruel, un personaje que hace pensar en lo que escribiera Miguel Hernández tras la muerte de su amigo Ramón Sijé, alguien que agrupa tanto dolor en su costado que le duele hasta el aliento (y al lector con él).

 

   Y, por supuesto, Sevilla, escenario tratado como un personaje más, influyendo en quienes la habitan/transitan, afectando (en el sentido de, como dice el diccionario, producir alteración o mudanza) a propios y extraños (que, tal vez, lo sean mucho menos de lo que creen -dicho con toda la intención-), una ciudad en la que lo pensado imposible puede ocurrir, una ciudad a la que Alberto Álvarez Campos nos transporta con la fuerza de su prosa, con la poesía interiorizada, vivida y vívida, con la fuerza de los cantes que nacen del alma de las gentes, de los siglos acumulados en las piedras, en las imágenes, en lo cotidiano, de eso intangible que, sin embargo, parece materializarse en los lugares que rebosan Historia.  


Viernes 18:

 

¿CONVERSACIONES PRIVADAS?

 

   Como, de natural, hablo a un volumen bastante alto, incluso excesivo, como procuro moderarme todo lo posible para no llamar (sin quererlo) la atención, como, para colmo, mi madre me obliga a soltar auténticos berridos (no sólo por su sordera, sino por su vicio de no escuchar, de no dejar hablar, de responder por uno), soy cada vez más susceptible a quienes van hablando a voz en grito por el móvil, no digamos en el transporte público, no digamos si les da por poner el altavoz e incluso hacer una videollamada. Más allá de la malísima/nula educación que demuestran, me pregunto dónde queda el pudor, y no lo digo en el sentido más literal sino porque son muchos los que comparten con todo el vagón/autobús intimidades que deberían seguir siéndolo; además, como suelo ir leyendo, me descentran, me invaden, no negaré que alguna vez me dejan intrigado, ya te hacen partícipe de la historia que la terminen, que calculen las paradas como hacen los músicos ambulantes, que no se bajen antes que tú (o después) justo en lo más interesante.


Sábado 19:

 

MÁS DE LA STROUT

 

   Si le bastó un título, Olive Kitteridge, para convertirse en una autora a la que seguir y venerar, la reciente publicación de Luz de febrero en la que recupera a este personaje (y sobre la que escribí no hace mucho), más la lectura de Me llamo Lucy Barton, han elevado a Elizabeth Strout a lo más alto de mis preferencias, también de las de Pablo, de ahí que le dedicásemos gran parte de un programa en televisión: https://www.youtube.com/watch?v=x8XJj6iJSZY&list=PLB3-fnCkxDciwVuzEPUxPDXlLB94uUAzE&index=3.  


Domingo 20:

 

NUNCA A SALVO

 

   Sigo pensando en lo que retrata Soleá, dame la mano, el terror puede aparecer en cualquier lugar, de hecho alcanza su mayor paroxismo cuando invade la esfera de lo íntimo, de lo cotidiano, de lo que consideramos seguro y/o a salvo de su influencia, por eso nada ha podido ser igual después de aquella Madrugá del 2000, porque la fragilidad del ser humano volvió a quedar al descubierto, porque encontrar una explicación/justificación no siempre es fácil (o posible), porque encontrarla puede ser más desasosegante aún. El caso es que, por unos segundos, Pablo y yo nos hemos sentido en una de Stephen King yendo en el metro, luego todo ha quedado en unas risas, incluso de la en un principio víctima (soltó un par de carcajadas, la primera un poco nerviosa, de esas que exorcizan cualquier demonio), una joven de yo diría poco más de veinte años (si acaso) que iba tan tranquila (ni voceando por el móvil ni molestando a nadie) apoyada en una puerta de las que dan acceso a la cabecera del vagón cuando, de pronto, se abrió como si la hubiera atravesado un vendaval, sin tiempo para reaccionar/percatarse, vamos, que despareció ante nuestros ojos durante un par de segundos hasta que pudo recomponerse, recuperar la verticalidad, volver a su sitio y cerrar la puerta con un golpe sonoro que la dejó bien encajada (al menos durante el resto de nuestro trayecto). Después, como digo, llegaron las risas, pero el sobresalto de los que estábamos cerca no nos lo quita nadie (y yo, envenenado de ficción, me fui al tío Esteban -el King-, también porque estoy leyendo algo suyo, ya escribiré sobre ello).