Aunque perdí hace tiempo esa sensación que conocemos como “espíritu
navideño” (que cada quien define o aplica a su modo, por más que en el
imaginario colectivo esté instalada una podríamos decir versión oficial de en qué
consiste), a pesar de la avasalladora e incontenible nostalgia que me agujerea
un poco más las ausencias y me provoca lágrimas amargas por lo que no volverá,
por los que se fueron, en los días previos a las celebraciones no logro (ni, en
gran medida, quiero) contener el cosquilleo infantil ante fechas que traen promesas
de alegría (o eso me empeñaba en anhelar cada año, tal deseo se empañaba inevitablemente
la tarde del 25 de diciembre y/o del 1 de enero -lo familiar no siempre es
agradable, en realidad lo es menos de lo que algunos pregonan, a veces
simplemente es lo reconocible, lo que ya conoces, es un término polisémico-),
jornadas sin clases y aparición de regalos al despertar la mañana de Reyes, el
cascabeleo de los villancicos que me brotan desde muy dentro (el pistoletazo de
salida -ni luces en la calle ni decretos de los grandes almacenes ni el muy
esperado anuncio de Freixenet- se daba en casa cuando el tío Miguel consideraba
que había llegado el momento propicio para escucharlos y procedía con ello),
los días en que todo se va contagiando de Navidad siempre me han acariciado el
corazón (incluso merecía la pena tener exámenes, algo muy habitual, con tal de
lo que vendría después) y, como digo, todavía soy capaz de abstraerme y dejarme
llevar aunque sea por unos minutos (pero, todo hay que decirlo, cada vez
aterrizo peor y el batacazo anímico me duele durante semanas). Y, a pesar de
que las fechas señaladas no fueron especialmente brillantes (todo lo contrario)
y tuve un sabor muy amargo en la boca (y en el corazón) mientras tanta gente
compartía mesa, canciones, brindis, algarabía e incluso Telepasión (que cada
año bate cotas de falta de imaginación y entusiasmo), recuerdo que durante los
últimos días de noviembre y gran parte de diciembre logré sobrellevar mi ciclotimia,
controlarla con mano firme para no dejarme arrastrar por esa enervante
hipersensibilidad que rápidamente me hunde en las aguas negras de la compunción
(a veces sin más motivo que mi propia tendencia a ello), sacar todo el partido
a las oportunidades dadas (que fueron variadas) para alegrarme el alma y
disfrutar de mi vocación periodística y mi pasión lectora.
Tal vez por eso, por preservar el momento, por mantenerlo a buen
recaudo, puede que hasta por egoísmo, he estado guardando la crónica de uno de esos
momentos especiales hasta hoy, uno vivido en lo que se antoja (sí, lo del
tiempo es relativo pero parece que casi todos coincidimos que pasa veloz) un
lejano día de finales de noviembre, aquel en que pude conversar durante un rato
muy agradable con Anne Jacobs en su hotel de Madrid para luego asistir junto a
mis queridas colegas blogueras a la presentación en sociedad (en la acogedora
librería Los Editores) de Las hijas de la
villa de las telas, segundo tomo de una exitosa trilogía que está publicando
en España Plaza y Janés (el tercer
volumen -El legado de la villa de las
telas- aparecerá en abril) y que en
esta ocasión han traducido Paula Aguiriano y Ana Guelbenzu. Para ponerme al día
y hacer una entrevista pertinentemente documentada, leí primero el volumen con
que comenzó todo -La villa de las telas,
editada en castellano en enero de 2018- porque es imprescindible conocer toda
la historia y en el orden debido para captar ciertas sutilezas, la evolución de
los personajes y aquello que no se cuenta, ya que la autora alemana hace unas
prodigiosas elipsis, de un capítulo a otro pueden pasar meses que se resumen en
un par de líneas (si acaso, a veces basta con una mención al tiempo transcurrido
desde los últimos hechos narrados), cuenta con la complicidad y participación
de los lectores que, envueltos en el ambiente y conocedores del modo en que se
han ido fraguando (o quebrando) las relaciones, saben rellenar huecos o dejar a
un lado lo que no es necesario, algo, por cierto, que Anne Jacobs hace con
enorme maestría y un punto de osadía en lo que parece norma de este tipo de
novelas -y en muchas ocasiones es tan sólo exhibicionismo del autor o un mero llenar
páginas como si se cobrase al peso-, primando los diálogos para suministrar de
una manera ágil la información, dotando a la narración de un gran dinamismo a
base de capítulos no demasiado largos, manejándose con inmensa soltura en
escenas corales que imprimen velocidad al no detener la acción, todo lo
contrario, puesto que las cosas suceden mientras se habla o son las palabras
que se cruzan los personajes las que dan cuenta de lo que pasó o está pasando
fuera de campo.
La trilogía se publicó en Alemania hace unos años (este segundo título en
concreto lo hizo en 2015), es por eso que en España se va a poder leer completa
en poco más de uno, no porque se haya escrito precipitadamente o aprovechando
el tirón comercial; en realidad, el verdadero éxito llegó a la saga cuando ya
había aparecido el tercer volumen y, desde el principio, Anne Jacobs la
concibió de este modo, la trabajó en conjunto, algo que se percibe a la
perfección en Las hijas de la villa de
las telas por la manera en que van encajando las piezas y van brotando
nuevas ramificaciones, se nota la unidad, no en vano se trata de una saga familiar
pero que no pierde de vista ser también un fresco histórico: “El trasfondo de la historia es la guerra y
eso proporciona una unidad, un contexto, siempre se vuelve a ella de un modo u
otro, todos los personajes se ven inmersos y afectados por su desarrollo”.
Es un territorio conocido (y preferido, no lo voy a esconder), las sagas
familiares que sirven para contar la historia de una ciudad, de un país, para
dar testimonio de una época, que abarcan muchos años (y hasta siglos en algunos
casos), un subgénero que Anne Jacobs aborda con personalidad propia, ya hemos
indicado algunas de sus características, atendiendo a muchos frentes (nunca mejor
dicho) y dando a cada uno su espacio, sin eludir una estructura establecida
(que, al fin y al cabo, es la que sirve para reconocer la obra y poder
catalogarla -y no dar gato por liebre al lector-) pero manejándola a su modo,
no poniendo la columna vertebral en una única historia de amor (aunque sea un
ingrediente fundamental, desde luego, especialmente en el primer tomo donde la
vimos nacer) ni tan siquiera eligiendo una como centro puesto que, a pesar de
(no puede ser de otra manera) contar con una heroína como es Marie, la relevancia
en la trama está muy bien repartida entre un nutrido puñado de personajes, todos
ellos perfectamente definidos a través de lo que hacen y dicen: “Los planifico concienzudamente: antes de
sentarme a escribir mantengo un diálogo con ellos en mi cabeza, los analizo,
les contradigo, veo qué tienen que contar. Por otro lado, cuando estás tanto
tiempo inmersa en la escritura de un libro y trabajando con los mismos
personajes, resulta que los conoces mucho mejor que a tus vecinos, jajaja”.
Y, así, sortea con pericia el tan habitual (y cansino) maniqueísmo de tantas
sagas, las personalidades están bien forjadas y expresadas, no cabe duda de
quién es esto y quién aquello, pero nadie es de una pieza, lo que redunda en la
viveza de la historia y en la capacidad para la sorpresa, empezando por la propia
autora: “El ser humano es ambivalente por
definición, aunque tenga un lado más oculto que otro: el malo malísimo tiene un
corazoncito por ahí perdido y el más simpático o amable tiene su retranca
cuando se pone. Pero debo confesar que en ocasiones los personajes se
independizan: Humbert apareció porque el anterior sirviente que ocupaba su puesto
se iba a América y, al principio, no me encajaba demasiado porque era engreído,
pendiente de no ensuciarse, no tenía muy claro qué hacer con él. Por eso le
mandé a la guerra y fue cuando el personaje pudo desarrollarse”. Gracias a
Humbert, precisamente, aparece el humor en Las
hijas de la villa de las telas y puede que la manera que menos se espera
puesto que, al modo de la espléndida El
buen soldado Švejk, lo hace en la parte bélica, un estupendo contrapunto a
la barbarie (que no deja de reflejarse, sobre todo sus terribles efectos y
consecuencias), del mismo modo que el propio Humbert lo es del resto de
personajes (no sólo de los criados): “Ha
habido muchos lectores que han llegado a pedirme que prescindiese de Humbert o
se quejaban y me decían que podía habérmelo ahorrado y, sin embargo, podría
decir que casi casi es mi personaje favorito. Es tremendo narrar una guerra,
por eso me dejé llevar por la tentación de que Humbert focalizase los pasajes
puramente bélicos: un personaje que rechaza la guerra, muy impresionable, el
mero sonido de un trueno le provoca desmayos, no me pude resistir a contar la
guerra poniéndome en la piel de alguien así. Gracias a él he podido introducir
algunos pasajes muy jocosos, especialmente el momento en que las chicas le
desvisten, le quitan su disfraz, un momento que suelo escoger cuando leo en
público fragmentos de mi obra y que en general es muy bien recibido”.
La historia de la familia Melzer es también, ha quedado claro con lo
anterior, la de sus criados y, por supuesto, la del país (Alemania), pero lo es
más en concreto de la ciudad de Augsburgo y, por encima de todo, de la villa de
las telas, de la fábrica, es muy interesante cómo se integran los necesarios
cambios a los que se vio obligada la industria textil del momento por mera
supervivencia: “A lo largo de la
investigación, tropecé con el hecho de la aparición de las telas sintéticas,
invento al que obligó la guerra, la ausencia de las materias primas tradicionales,
no había lana, algodón ni lino, todos esos problemas afectaban al día a día de
una familia como la protagonista”. Y estos múltiples detalles contribuyen a
que la novela (mejor en plural por más que me esté centrando en la segunda)
posea esa viveza, esa verosimilitud, esa verdad que la autora ha sabido
trasladar de lo que ha encontrado en los libros y en quienes estaban a su
alrededor: “He sacado muchos detalles de
mi propia familia: mi padre luchó en la Primera Guerra Mundial y mi madre
sufrió sus penurias porque eran cinco hermanos, niños en aquel momento. Siempre
contaba que la comida casi única era una sopa hecha con patatas, algún día
había zanahorias y la carne brillaba por su ausencia. Como tenían mucha hambre,
recogían en un parque de Fráncfort un tipo de semilla muy oleosa que caía de
los árboles y que terminó por enfermarles. El poco alimento que había se
enviaba al frente, era lo prioritario”. Resulta conveniente volver a
señalar que, a pesar de este vínculo personal, Anne Jacobs ha sabido despojar
su texto de digresiones, afluentes cuyo caudal no enriquece el principal,
demostraciones de erudición inconvenientes: “Cuando, durante la investigación previa, vas encontrando detalles,
historias, hechos apasionantes, es difícil dejarlos a un lado, pero no hay que
olvidar que estás escribiendo una novela y no se puede agotar al lector con
demasiada información, sobre todo cuando no es necesaria para el desarrollo de
la narración. Además, no soy profesora de Historia, no es esa mi pretensión,
hay libros magníficos para quien busque ese tipo de escritura o quiera saber
más”. Pero podremos saber más sobre la familia Melzer, no sólo porque en
apenas un mes estará El legado de la
villa de las telas en todas las librerías, sino porque la autora se encuentra preparando una cuarta parte y
aprovecha su paso por Madrid para anunciar esta promesa de disfrute y de
lectura familiar en todos los sentidos (positivos) posibles.