A pesar de padecer verborragia desde la infancia, a pesar de hablar a
enorme velocidad y a un volumen demasiado alto (intento rebajarlo, me esfuerzo,
pero me sale de natural a un nivel excesivo -y no tiene nada que ver con estar
enfadado: también expreso el contento de una manera estentórea-), aunque a las
primeras de cambio tomo las riendas de cualquier conversación y la transformo
en un monólogo (o, cuando menos, hago un parlamento demasiado largo, al estilo
de mis párrafos, esos que los leales tienen a bien soportar con infinita
paciencia -e incluso demandar, todo hay que decirlo, gracias por la paciencia-),
tengo a gala ser un magnífico oyente, un podría decirse escuchador profesional,
algo que vino dado por mi predisposición casi natural (la vocación que aunque
tardó en dar la cara ya estaba pujando por asomar la cabeza y robarme el
corazón) a todo lo relacionado con la radio y la televisión: la primera fue mi
despertador desde bien pequeño, lo he contado en infinidad de ocasiones, la tía
Carmen me levantaba con Radio Hora “a través de EAJ2, Radio España”, las
voces de Carlos Sainz, Ferrera Álvarez y Enrique Dausá (hubo otros, sí, pero
ese es el trío que yo recuerdo, dichos de ese modo y en ese orden -y de patéticos
intentos por revivirla, cuando no plagios descarados ya entonces, prefiero no
hablar-) daban “la hora exacta minuto a minuto” mientras desgranaban
noticias y otros contenidos de lo más variopinto entre los que destacaba (de
8.30 en adelante) “el cuento corto de hoy”, alimento indispensable junto
al desayuno antes de salir hacia el colegio (que al principio estaba a un par
de minutos de casa como mucho, en 3º de EGB me cambiaron a otro que estaba algo
más lejos -tampoco demasiado-, por lo que podía escucharlo en su totalidad);
luego estaban las tardes de merienda y juego de cartas con la abuela escuchando
Peticiones del oyente en Radio Intercontinental (qué lejos estaba de
imaginar que frente a esos micrófonos debutaría profesionalmente y pasaría
algunos de mis años más felices), fui oyente compulsivo de radio a cualquier
hora dependiendo de los horarios lectivos y las diferentes edades. La
televisión también me capturó desde siempre (incluso demasiado, puede, pero
viendo -o mejor aún: no teniendo ni idea- dónde fueron a parar o cómo se
desarrollaron las cosas -permítanme el eufemismo y guardar silencio- con
quienes lo reprobaban y daban la tabarra a los tíos para que no me dejasen ver
más que los dibujos animados -con cuentagotas- creo haber demostrado que los
equivocados -en eso y en tantas cosas- eran ellos), no sólo la variada y cuidada
programación infantil de TVE, las series, los programas, las películas, no
importaba lo que comprendiese o no y siempre que el contenido no fuese
totalmente inapropiado para un chaval, en ese sentido recuerdo que no pude ver Holocausto
(sí, por ejemplo, la segunda parte -también la primera, claro- de Hombre
rico, hombre pobre, que la madre de mi amigo Joaquín consideraba muy perniciosa
por “reflejar una América corrupta” -argumento inapelable, ¿verdad? Aún
me provoca carcajadas-). Y muy pronto me gustaron los programas de tertulias,
entrevistas, debates (tantos y tan espléndidos: La clave siempre en lo
más alto, desde luego, Autorretrato, Esta noche, Su turno,
A fondo, Buenas noches,
imposible enumerarlos todos), los que, sin ser entonces consciente de ello,
fueron mis mejores libros de texto para lo que estudiaría y, sobre todo,
ejercería años después, programas en los que saciar mi eterna curiosidad, en
los que conocer mejor a personas a las que ya admiraba o a las que me enganchaba
después de escucharlas, horas frente a la pequeña pantalla (que no caja tonta,
por más que se empeñasen quienes, en lugar de apagarla y dar ejemplo, despotricaban
sobre sus contenidos con pelos y señales, fijándose hasta en el más mínimo
detalle-) en las que aprendí a dialogar, razonar, exponer, conversar, escuchar
como ya dije (algo que en muchas ocasiones me han agradecido los oyentes a lo
largo de mi ya un tanto olvidada y lejana trayectoria profesional), fueron mis
primeras lecciones de retórica (en realidad las únicas porque, salvo muy
contadas excepciones, en las aulas no la enseñaban -ni practicaban-).
Y, no podía ser de otro modo centrándose en los personajes en que lo
hace, es algo que recupera/reivindica de un modo natural y gozoso Laura Mas en
su ópera prima, La maestra de Sócrates, recientemente publicada por Espasa,
el título que ha supuesto el regreso de los encuentros con escritores
organizados y moderados por mi Pepa Muñoz aunque, por el momento, deban ser a
través de Zoom, cada uno en su casa, en su ventanita de la pantalla, tesela de
un mosaico cuyo conjunto es una conversación fluida y coral pero ordenada y
correcta, sin interrupciones a deshora, sin palabrería hueca o excesiva más allá
del momento en que se tiene el turno para hablar (en ese sentido, aunque uno, a
pesar de su querencia al anacoretismo y su carácter más bien asocial, prefiere
el contacto directo, se agradece infinito lo que este sistema propicia). Y
antes de entrar verdaderamente en materia, aunque ya digo que es asunto central
en la novela que nos ocupa, por si alguien piensa que el título del presente
texto es irónico o busca la confrontación pura y dura (o saben de mi bien
ganada fama, lo acepto, de porfiador -si creo, si estoy seguro de tener razón,
sobre todo en lo que se refiere a un dato concreto, me embalo-), diré que me
remito, como tantas veces, al DRAE, donde “discutir” (que, por cierto, viene del
latín discutĕre y se traduce como “disipar” o “resolver”) es en su
primera acepción y “dicho de dos o más personas: examinar atenta y particularmente
una materia”, mientras que la segunda habla de “contender y alegar razones
contra el parecer de alguien”, es decir, hay un podríamos decir tono belicoso,
pero muy sosegado y contenido, se trata de razonar y llegar a conclusiones, más
aún cuando atendemos a que “discusión” se define como “análisis o comparación
de los resultados de una investigación, a la luz de otros existentes o posibles”.
En este mundo rebosante de gritos, ruido (en singular, como se estudia/identifica
en Teoría de la Comunicación Social), insultos, discursos que no merecen tal
nombre, faltas de ortografía incluso al hablar, ninguna argumentación, con la
capacidad lingüística totalmente mermada (por no ponernos más drásticos), con
un vocabulario reducidísimo en el que la mayoría de las palabras ha perdido su
verdadero significado, algo que se ha exacerbado en estos últimos terribles y procelosos
tiempos (en redes sociales, en los medios, desde los balcones, en la
sobreabundancia de comportamientos incívicos cuando no directamente imprudentes
y hasta temerarios/peligrosos, en el odio galopante y cada vez más
generalizado, en el todos contra todos del que algunos extraen rédito), se
añoran programas como los evocados, discusiones de las que salir enriquecidos y
con lazos más estrechos, poner la mente a trabajar, hacernos preguntas, interesarnos
por las respuestas que aportan los demás y seguir construyendo diálogo,
razonamientos, observaciones, utilizando nuestra mejor herramienta para
expresarnos, comunicarnos, explicarnos, puliendo las palabras, queriéndolas y
dotándolas de vida, acuñando otras, dándoles sentido y contenido.
Como señalaba anteriormente, y es fácil colegirlo por el título, Laura
Mas recupera las más puras esencias de este método de estudio/investigación, las
raíces más hondas de aquello a lo que llamamos filosofía: su novela se trenza y
desarrolla fundamentalmente en base a diálogos mediante los que los personajes
se dan a conocer, se explican, se interrogan, se manifiestan, se revelan,
indagan y se indagan, analizan, descubren, se confunden, capta a la perfección
y reconvierte en muy atractivo material novelesco el espíritu de la mayéutica
socrática, el modo en que hemos conocido al considerado/indudable padre de la
filosofía política, así lo estudiamos en COU, aunque eso parece poco para referirse
al pensador de cuyas palabras dimanan de una forma u otra todas las grandes
cuestiones a las que, unos veinticinco siglos después, aún seguimos (o deberíamos)
dando vueltas, aquel que puso la dialéctica en el centro de su método,
dialéctica imperfecta cuando (y tenemos demasiados ejemplos de ello hoy en día)
se polariza, cuando se restringe a los extremos, cuando podemos decir se vuelve
maniqueísta, simplista, cuando se contenta con un par de absolutos, cuando
rechaza/no contempla/impide la existencia de terceras (y cuartas y quintas) vías:
“Tu manera de debatir tiene una carencia, Sócrates. ¿No te has dado cuenta
de que existe algo intermedio entre los opuestos? Hay cosas que no obedecen a
la dualidad, que no son un sí ni un no. Y el amor es una de ellas. De ahí viene
su misterio”. Así se lo afea/reprocha/reclama Diotima, la auténtica protagonista
de la novela, la que la titula, la que supone todo un descubrimiento, el
personaje que Laura Mas rescata del olvido, del desconocimiento de las palabras
que Platón puso en boca de Sócrates, cuando en El banquete le hace
decir: “(…) Voy a hablaros del discurso sobre Eros que un día escuché de labios
de una mujer de Mantinea, Diotima, quien era sabia en estos y en otros muchos
temas (…). Ella fue precisamente quien me instruyó también a mí en las
cosas del amor”. Aunque al menos queda así reconocida, la sacerdotisa que
libró a Atenas de la peste en el 440 a.C. lleva demasiados siglos entre
sombras, diluida, sepultada, anulada, y eso a pesar de que los historiadores se
han ocupado de ella: “Cuando empecé a documentarme, me sorprendió que Diotima
aparece mencionada en muchas obras, por más que sea un personaje que nos
resulta desconocido; eso sí, sólo me la he encontrado en ensayos, por eso pensé
que una novela era la mejor manera de reivindicar su figura”. Elección de género
que hay que alabar porque Laura hace un enorme ejercicio de honestidad (“No
soy historiadora”) al presentar su trabajo bajo los auspicios de la
invención literaria, ya que no de otro modo conocemos a Sócrates, quien es el
máximo ejemplo de ese fenómeno que se conoce como “el autor sin obra”: es Platón
quien transmite el saber de su maestro, Sócrates es un filósofo netamente oral,
no escribió ni una sola línea, no estoy diciendo que su discípulo se lo
inventase, pero es a través de cómo él lo plasmó en sus escritos como hoy
seguimos estudiándole y conociéndole, que Laura incida en el aspecto
novelístico entronca directamente con la propia formulación del pensamiento
socrático. La honestidad de que hace gala la escritora también se nota en el
mimo puesto a la hora de recrear la época, el modo de hablar/narrar, capturando
con destreza y exquisitez el aire, la cadencia, el vocabulario, el modo de contar,
sin caer en la falsa erudición, en la rimbombancia, poniéndoselo fácil al
lector, acercando con sencillez la vida cotidiana y por encima de todo la
manera de hacer filosofía (iba a decir “filosofar”, pero por desgracia para
muchos es un término peyorativo, pasando por alto/ignorando su etimología), de
desarrollar el conocimiento, de codearse con la sabiduría como algo habitual,
el amor a todo eso (“philos” y “sophia”, las dos palabras griegas reunidas en
una) es lo esencial para poder hablar de una asignatura que no puede dejar de impartirse,
que debe ser columna vertebral de todo plan de estudios que quiera ser poder
llamado así, asignatura que apoyándose en textos tan ricos, reveladores,
placenteros y fáciles de leer (esto, que es un mérito que no está al alcance de
cualquiera, también es peyorativo para mucho elitista que nunca ha leído a
Platón) como el de Laura Mas sería mucho más atractiva y ganaría adeptos.
“El amor no emana de las cosas y los cuerpos, sino de los ojos de
quien mira… De quien mira con amor”, es una de las enseñanzas que Diotima
regala a Sócrates (a los lectores), una de las muchas reflexiones que se hacen
en torno al asunto principal del libro, aquel al que la maestra del filósofo
dedicó gran parte de su vida (“Toda su filosofía se basa en descifrar a
Eros: es romántica, idealista y defiende el amor más allá del físico”),
sentencias que dialogan con nosotros sin que nos demos cuenta, así de sutil es Laura
narrando (y, como se ve, aplicando el método socrático), del mismo modo, puesto
que ha tenido que fantasear, completar la historia, escribir una novela
firmemente asentada en lo que está documentado/escrito, la autora se ha
permitido algunas licencias, incorporándose al diálogo aunque sin que se note,
pero es algo de lo que advierte porque no pretende engañar a nadie: “Las
ideas que se expresan en el libro están basadas en “El banquete”, pero
no las copio literalmente: he hecho un híbrido con mis conclusiones y
reflexiones de la lectura de Platón”. Laura Mas ha construido sus personajes
manejando una documentación que se percibe exhaustiva pero que no pesa porque
la coloca al fondo, como base, sustentando la verosimilitud, pero sin que
interfiera, sin que moleste, sin que fagocite la novela, sin excederse, son
guiños para el conocedor, estímulos para el curioso, destellos aquí y allá para
aquel estudiante de COU de finales de los 80, un magnífico
acercamiento/reencuentro a una época y unos personajes que no se deberían perder
de vista. Porque, efectivamente, sé que más de uno lo estará pensando, aparece
Pericles, no puede ser de otro modo, pero junto a él, soportándole (en toda la
polisemia del término, por más que se amasen con fervor), creándole,
ayudándole, con personalidad propia, con una obra que resaltar, reivindicar y
descubrir, con una vida que merece más que un par de líneas o una nota a pie de
página, encontramos a Aspasia, una mujer impresionante, audaz, inteligente, un
personaje muy bien jugado por la autora para que, sin merendarse al resto, deje
clara su categoría y cautive irremisiblemente al lector.
“Nadie sabe a ciencia cierta cómo era Sócrates: nos ha llegado sobre
todo a través de lo que cuenta un discípulo que le admira muchísimo”, nos dice Laura a la hora de explicar lo
mucho que ha disfrutado (y trabajado -esto lo añado yo-) creando a su filósofo,
el que ella misma ha ido descubriendo, intuyendo, imaginando mientras escribía:
sorprenderá mucho lo relacionado con su aspecto físico/poca higiene, pero no
conviene olvidar que hablamos de otra época, y que ese asunto aparece recogido
en textos considerados canónicos (mi profesor en aquel lejano COU lo mencionó
en alguna ocasión y hasta se permitía algún chiste sobre ciertos tufos), sin
embargo un servidor se ha quedado más impactado con su faceta guerrera (que
desconocía por completo), hombre del Renacimiento antes de tiempo (recuérdese,
por ejemplo, a Garcilaso de la Vega: el ideal en ese tiempo era el hombre que
combinaba las letras con la guerra), aunque si llamamos así a ese periodo
porque resurgieron los saberes clásicos tal vez es algo que, simplemente, hemos
echado en el olvido o, al menos, un servidor jamás había reparado en/sabido de ello.
Sin embargo, sí recuerdo que en aquellas clases se habló/discutió (en el
sentido antes expresado) sobre la concepción del amor como ciencia, algo que
Laura recoge cuando Sócrates expone: “He llegado a la conclusión de que no hay ninguna ciencia que
desconozcamos tanto como la del amor. Y, sin embargo, esa fuerza ignota
gobierna el mundo y a aquellos que vivimos en él”. Por eso, por lo mucho que queda por descubrir (y vivir), porque no
hay que dar nada por sabido (sólo que no se sabe nada, realidad palmaria se
pongan algunos todo lo ufanos que se pongan, aupados a la soberbia de su
mediocridad e ignorancia), porque nunca dejamos de extraer enseñanzas y hacer
descubrimientos, porque son más actuales que nunca, hay que regresar/no hay que
abandonar a los clásicos, por eso es una magnífica noticia que La maestra de Sócrates nos acerque a estas mentes pensantes de un
modo tan cercano y accesible, que nos deje en la cabeza (y el corazón, que es
de lo que se trata), conclusiones tan certeras como la que formula Diotima ante
su discípulo en un momento dado: “Es
un misterio y es bueno que así sea. Porque si pudiéramos comprender el amor,
descifrar sus leyes como el arquitecto calcula las dimensiones y pesos al
proyectar un edificio, entonces no valdría la pena vivirlo. Tal vez por eso son
tantos los que temen a este poderoso sentimiento, porque es un misterio que no
pueden descifrar”. Gracias a Laura
Mas, le perdemos el miedo (o parte al menos) y le despojamos de algún que otro velo, dialogando
con la novela y con nosotros mismos.