AFONÍA Y HASTA RONQUERA
Recuerdo a un “creativo” (lo pongo entre comillas porque ni tanto como
se piensa y/o algunos pretenden/pregonan, le pasan la mano por el lomo,
pelotean sin tacha, inflaman una amistad que tiene mucho de conveniencia, de
pretender un rédito, de halagos que son facturas; también porque es a lo máximo
que llega, un momento más o menos inspirado, por más que reivindique su faceta
dizque “creadora”, permítanme que me ría), bueno, pues me acuerdo de este tal
que, en cierta ocasión, lanzó a sus huestes (que tampoco son muy numerosas por
él mismo) en las redes contra la crítica en general, en bloque, al grito de
“toda obra artística merece el aplauso por el mero hecho de existir”,
recurriendo a lo que se supone reprobaba, utilizando argumentos repletos de
prejuicios, de inexactitudes (por no decir algo peor), sin dialogar ni aceptar
matizaciones. El caso es que un tiempo después no tuvo recato (y seguro que no
era la primera vez, que nos conocemos, en esa ocasión lo vi porque uno de mis
contactos le respondió) en atacar a una película de manera bastante
inmisericorde, reírse del prestigio que en general la aureolaba, hacer análisis
tan profundos como “es bastante ñe”. Verán por ahí al tal caballerete, siempre
pegadito a las estrellas, cepillando chaquetas, buscando foco, subiéndose al
pedestal que obtiene de forma vicaria (aunque le incluyen en listas de
“influyentes” tildándole de “cineasta en ciernes” -sí, eso lo hace muy bien-),
apartando micrófonos porque “esto es un atraco” y “Pedro tiene que hacerse una
foto de ganador” (eso es, ganó él, no tú -aunque le saques partido todo el
rato-). Y es por gentecilla así por la que gran parte del cine español resulta
tan antipático, es tan difícil cubrir eventos (ya antes de la pandemia), conseguir
unas declaraciones promocionales (de lo otro ya, para qué hablar), que la
relación entre prensa y las gentes del cine sea fluida, cordial, sin tensiones,
esta es la obra de los que me gusta llamar “deipés” (no lo voy a explicar, es
algo circunscrito a mi oficio) aunque, desde aquello que antes comenté, también
los denomino “los que se ciernen”, los que se han quedado, los que han barrido
a excelentes profesionales como Nieves Peñuelas, Teresa Figueroa, Esther Rambal
y otras y otros (algunos en ejercicio a pesar de todo).
Y, las cosas como son, son tipos tan jactanciosos, tan soberbios, tan
faltos de autocrítica, tan pagados (y pegados), los que predisponen en contra
de obras y autores (también estos se las pintan solos para ello), los que
encienden tus alertas, los que te estomagan antes de tiempo, lo mismo puede
decirse de tantos al más puro estilo de la experta cateta, especímenes que
usurpan un lugar que no les corresponde y por los que son/somos juzgados el
resto para bien o para mal, siempre para lo segundo (porque si estos palmean y
babean sin criterio -incluso para eso se puede/debe demostrar-, no digamos sin
conocimiento, los que hacemos lo contrario, por mucho que
argumentemos/expongamos/seamos correctos, caemos bajo la guillotina del en
ciernes y sus acólitos). Habrá quien diga que escribí sobre el cortometraje La
voz humana antes de verlo y no lo oculto, comenté una frase que parecía
atribuida a Pedro Almodóvar, aunque fuese cosecha de quien firmaba la crónica
era igual de terrible (adjetivo que viene muy al caso), hablando de que se le
había quitado la parte polvorienta al texto original de Jean Cocteau. Bueno,
siempre queda la opción de escribir algo propio y no aprovecharse de un
nombre/título de relumbrón (incluso aunque te inspires en ellos), tampoco lo
necesita quien (por méritos indudables que no me cansaré de reconocer) ha
transformado su apellido en una categoría propia, se le puede llamar de otra
manera, no hacer algo que parece un mero pegado de descartes de sus anteriores
películas, un destrozo en toda regla de un texto vibrante que no hace muchos
años volvió a sacudirnos interpretado con brío, dolor y profundo dramatismo por
Ana Wagener (o sea, mantiene su vigencia, su pertinencia, su enjundia), todo lo
contrario que Tilda Swinton, muy en su papel de ella misma, qué pesada y
rimbombante es cuando se disfraza (que no es lo mismo que caracterizarse), qué
ajena resulta cuando va a cara descubierta, qué afónica ha quedado esta voz tan
escasamente humana.
Miércoles 14:
EL
ESCRUTINIO QUE NO CESA
No lo oculto, no lo suavizo, no niego que he sido (y en gran parte no he
dejado de serlo) un crítico ciertamente implacable, incluso a veces brutal (puede
que de eso sí me arrepienta, por más que procuré justificar y argumentar hasta
el mínimo exabrupto), tal por eso me di por tan aludido cuando ese al que hacía
referencia escribió (más todavía porque le invité en una ocasión a un programa
para que hablase sobre un libro que había escrito -y que me gustó-), tal vez
porque me duele constatar en qué se ha transformado, en qué hemos consentido
que devenga el noble oficio del análisis (el desempeño/ejercicio del periodismo),
cómo nos hemos dejado colonizar por el griterío, las ocurrencias más o menos
jocosas/brillantes, el ruido en toda su amplitud comunicacional (aunque suene a
oxímoron). Pero, sin duda, cuando soy juez extremadamente riguroso, emitiendo
sentencias de enorme dureza, sin titubeos ni concesiones, es cuando juzgo mi
trabajo, sólo veo los defectos, lo que podría mejorarse, lo que debería haberse
hecho de otra (y mejor) manera. Por eso, porque ya me basto yo solo para ese derribo,
me afecta tantísimo que personas muy cercanas (empezando por mi madre) me hagan
sentir como si jamás acertase, como si metiese la pata continuamente, sobre
todo en lo cotidiano.
No falla: cada poco tiempo, prácticamente a diario, vuelvo a sentirme el
más torpe, el más tonto, el que no tiene pericia, el que nunca hace las cosas
bien o a la primera (o tal y como esperan los demás). Desde que la tía Carmen
es un (cada vez más) muy pálido reflejo de quien fue, las palabras de orgullo y
aplauso me llegan con cuentagotas y, a veces, sólo lo hacen para tornar en
reproches, en quejas, en arrojarme a la cara que me equivoqué (incluso aunque
no sea así, el caso es minar mi escasa autoconfianza, el eterno “sí, pero no”),
incluso cuando no he recibido instrucciones previas, a veces parece que se
delega en mí sólo para sacarme los colores, para refunfuñar, para poder sacar
el tema cuando convenga. Y así voy campeando mi propio temporal lo mejor que
puedo/sé, un tanto hundido, triste casi por definición, sin poder disfrutar al
cien por cien, dejándome arrastrar por la inundación, siendo demasiado
consciente de mis limitaciones, algunas las supero pero, entonces, no me lo
reconocen, encuentran otros flancos, hace mucho que lo asumí, eso no evita que vuelva
a hundirme, que mi ciclotimia se agudice, que aunque no haya verdaderas razones
para ello caiga en mi particular infierno (como cuando era niño, como después,
como siempre) en cuestión de segundos.
Jueves 15:
A SALVO DE
LA TORMENTA
Leo desde que tengo memoria, lo he contado muchas veces, no soy capaz de
señalar el momento concreto en que empezó todo, es algo que traje en el corazón
y fue muy fácil alimentar; y, al modo en que lo diría John Doone, nada impreso
me ha sido ajeno, por lógica he ido desarrollando unas preferencias, un
criterio, unas particularidades, pero en general no tengo límites ni fronteras,
sólo autores a los que no pienso regresar, a otros o a títulos concretos les
tengo prometida una segunda oportunidad, cualquier posibilidad de lectura me
resulta atractiva, no tengo eso que ahora tanto se utiliza de una zona de
confort específica, si estoy leyendo estoy en ella y punto. Fuese en forma de
cómics, con adaptaciones/reducciones, incluso con textos censurados y/o edulcorados,
catequizando y adoctrinando, tuvimos acceso a gran parte de la literatura
universal en aquellas fabulosas colecciones la editorial Bruguera, por eso
tantas veces (y ahora lo he transformado en una etiqueta en Instagram, en un
epíteto recurrente) me reconozco como lector omnívoro, échenme letras, palabras,
páginas y déjenme tranquilo.
Aterrizar en las páginas de La rosa de Hereford, la nueva novela
de Brenna Watson publicada en febrero por Vergara, ha supuesto una de las
alegrías más intensas de los últimos tiempos, un regresar a aquellas tardes y
noches en que me aislaba de todo, me refugiaba en los libros, me sumergía en la
lectura, descubría personajes, nombres, asuntos, vivía mil aventuras, todas las
emociones posibles y hasta las imposibles, me dejaba envenenar, creaba mi
fortaleza, no necesitaba (casi) nada más, no me sentía solo, notaba cómo las
historias echaban raíces en mi ánimo, en mi cabeza, en mi vida continuamente
enriquecida con amores, desamores, desastres (naturales e íntimos), intrigas,
epopeyas, realidades y ficciones. Brenna Watson rompe moldes, quiebra esquemas,
se niega a los convencionalismos, no sigue ninguna moda, no escribe con escuadra
y cartabón (tal y como, por desgracia, exigen muchos lectores), nos entrega un
novelón a la vieja usanza, sí, pero con pulso narrativo del siglo XXI, con su
propia voz, sorprendiendo casi en cada página, dejando que la Historia asome y
decida en algunos momentos el destino de los personajes, colocándonos frente a
la piedra Rosetta (esa a la que susurré “gracias a ti estamos todos aquí”),
recuperando aquel año sin verano (1816) al que tanto debemos en lo literario,
en definitiva, una novela colosal en todos los aspectos. Fue todo un placer
participar en el encuentro que los del club de lectura LL mantuvimos con la
autora (¡Gracias, mi Pepa Muñoz!), iniciamos una apasionada conversación que, cruzo
los dedos, anhelo y confío en que tendrá continuidad en el estudio, por lo
tanto no les cuento nada más (pero, si lo desean, les invito a ver lo que dio
de sí de la tarde: https://www.youtube.com/watch?v=6555aGd5I9o&t=1s).
Viernes 16:
LO ESENCIAL
Llámenme suspicaz, lo soy, lo acepto, en parte como defensa a tanta insidia
como percibo/recibo, digamos que estoy alerta antes de que suceda algo, que me
pongo a la defensiva antes de tiempo, que no consigo refrenar mi casi habitual
crispación, que a ello me he/me han acostumbrado, también es cierto que gracias
a eso no comulgo con ruedas de molino que otros procuran hacer tragar. El caso
es que el barrio (como la mayoría) lleva demasiado tiempo en obras, pequeñas e
inmensas, paralizadas durante el confinamiento de hace un año, retomadas a
rachas, iniciadas y reiniciadas, tardías, caóticas, parches sobre parches, se
dice que arreglando los desperfectos ocasionados por aquella Filomena del
mes de enero (y por tantos incívicos, insolidarios, salvajes, violentos), que
el paseo con Fosco, no digamos hacer la compra, se convierte en una carrera de
obstáculos (o en una encerrona, en un continuo topar con vallas, en cambios de
dirección constantes), que desaparecen aceras, que hay calles intransitables,
que el acceso a una librería ha estado muchos días casi impracticable mientras
el tramo de calle peatonal en que cierta chocolatería (cuya clientela esperando
su turno forma dique en la confluencia de dos calles -antes y ahora-) coloca su
terraza fue rápidamente adecentado y renovado, que el negocio pudiese continuar,
hay sectores esenciales, ya saben ustedes. Y, lo que son las cosas, es en ese
establecimiento donde muchas veces se ve a algún policía desayunando (como
digo, llámenme malpensado).
Sábado 17:
PREGUNTAS
AL AIRE
Santiago Díaz, generoso como siempre, no lo dudó un segundo, no acababa
de contarle lo del programa cuando ya había dicho un “sí” rotundo de los suyos
y llega al estudio para contarnos algunos de los entresijos (los que se pueden
desvelar, los spoilers se los dejo a las que frecuentan otras riveras tuiteras)
de El buen padre, esa novela publicada por Reservoir Books que no me
canso de recomendar, esa novela que escupe preguntas que van directas a lo más
hondo de cada uno, esa novela que obliga a tomar partido, esa novela impactante
y espléndida. Además, recordamos a la querida tía Agatha con el arranque de El
tren de las 4.50 (las primeras palabras suyas que leí) y Pablo evoca la
colección Elige tu propia aventura. Si pinchan aquí, pueden ver el
programa completo: http://www.dejatedehistorias.es/wordpress/2021/04/17/talion-justicia-o-venganza-con-santiago-diaz-el-arpa-de-becquer-dejatetv/.
Domingo 18:
¿DÓNDE LA
EBRIEDAD?
Como podrán comprobar, estos días me siento más vulnerable de lo
habitual, más irritable, más susceptible, hipersensible, aunque es algo que
llevo notando (y sufriendo) desde hace un tiempo, de hecho lo comenté aquí
recientemente, voy un tanto volado (con o sin Fosco) por la calle, percibo
amenazas en cualquier sombra, en pasos que suenan a mi espalda, no digamos
cuando se trata de esquivar a ciclistas, repartidores, patinadores y demás que
invaden aceras, no respetan direcciones, van atropellados y atropellando. Ahora
que tanto se habla de convivientes, allegados, familiares, tal y cual, acabo de
descubrir una nueva especie (o dos): los visitantes, los que no son del barrio
(ni de cerca) pero están por aquí a menudo, en las terrazas con los colegas,
bebiendo hasta el infinito (y a gran velocidad por aquello del toque de queda
-que al menos, y hasta donde sé, respetan-), con una ebriedad que se me antoja
violenta, cuando menos invasiva, grosera, altiva (y, todo hay que decirlo,
bastante desaseada -salvo alguna excepción-).
Tal vez por eso, contemplo con estupor la tan laureada y loada Another
Round, la nueva película de Thomas Vinterberg candidata (y favorita) al
Oscar en la categoría de Película Internacional, la misma que le ha valido su
primera nominación como director, recordando la indignación que me asaltó
cuando, hace treinta años, vi Drugstore Cowboy, aquella apología de la
droga, aquella supuesta modernidad rupturista que no ocultaba sus verdaderas
intenciones, aquel entonces encumbrado Gus Van Sant con quien jamás me he
reconciliado (y del que tantos abjuraron por hacer películas netamente comerciales
-y facilonas-). A pesar de lo bien que en imágenes se cuenta la historia, a
pesar del carisma de Mads Mikkelsen y de su calidad interpretativa, el filme me
revuelve, me inquieta, me provoca el mismo rechazo que en su día (y eso que el
tono era muy distinto y, al menos, más realista -en parte-) sentí ante Leaving
Las Vegas, Maruja Torres (¡Brava!) alzó su voz para reírse del absurdo de
que un caballero inmerso en una ebriedad épica, destructiva, al borde del
delirium tremens, exhibiese el pulso firme necesario para atrapar un cubito de
hielo con unos palillos chinos, aquí, más allá de algunas pinceladas/sugerencias,
diríase que beber en exceso es positivo, que se rinde más y mejor, que se
recuperan las ganas de vivir, de ejercer tu profesión, que el talento
descuella, que la inspiración (re)aparece, que sin alcohol todo es peor. Y, sí,
en lo que es, en cómo se presenta a nuestros ojos, en cómo nos la hace vivir el
actor protagonista, la última secuencia es plausible, rotunda, un magnífico
broche, pero me pregunto qué dirían muchos de esos que cantan sus excelencias si
la película viniese de Hollywood, de ese de los grandes estudios o plataformas.
Puestos a ello, me quedo mil veces con La gran comilona o, sobre todo,
con Parranda, uno de los títulos menos conocidos/repuestos/revisados de
Gonzalo Suárez. Para verlo en vivo y a lo vivo, vengan por aquí y conozcan a
los visitantes trasegadores (por eso dije que eran dos categorías: los hay que
son sólo lo segundo), estos sí que piden otra ronda y otra y otra, pero no se
vuelven creativos ni mejores.