Guardé hace unos meses un artículo de Javier
Marías pensando en escribir un estado de Facebook, pero empecé a dar vueltas al
asunto, lo dejé reposar mientras atendía otras obligaciones y placeres, volvía
a él porque alguna noticia me lo recordaba o reavivaba mis reacciones cuando lo
leí por primera vez, fui dándome cuenta de que iba a salirme un texto demasiado
largo (no es que sea sintético en aquella red social, por mucho que pretenda
ser breve siempre se me escapan demasiadas palabras, pero tampoco se trata de
publicar parrafadas inacabables sin ton ni son –para eso, precisamente, tengo
este rincón en que el arpa no acumula demasiado polvo porque suena cada poco,
agradeciendo las veces que haga falta el estímulo recibido de los lectores
fieles y pacientes, que haberlos haylos-), esperé, como tantas veces, el
momento que sintiese como propicio para ponerme al asunto y, al final, ha sido
cuando hoy cuando no he podido contenerme más. Debo explicar que Javier Marías
me resulta uno de los escritores más aburridos que puedo recordar, sus novelas
(aquellas que me he atrevido a abrir, creo que después de terminar al menos
cuatro –no sin agotamiento y a punto de tirar la toalla, obligándome para poder
juzgar cada título en su totalidad- me he ganado la libertad como lector de no
dejarme enredar nunca más por su prosa fatua y hueca), lo que él llama novelas
(y ahí, en realidad, no le censuro puesto que el género tiene que estar
necesariamente vivo y cada cual lo acomete como mejor le parece) aparecen ante
mis ojos como un mamotreto en que una trama mínima y que en realidad es una
mera excusa va hilvanando tres o cuatro asuntos a los que se vuelve
obsesivamente, agotando el diccionario, deleitándose con su (envidiable)
conocimiento del idioma para barroquizar, exacerbar, erigirse en el
protagonista, estirando lo que a buen seguro sería un interesante y bien
fundamentado artículo periodístico, llenando páginas con elucubraciones, citas
de otros autores, en una mixtura de géneros que le deja mucho más del ensayo,
haciéndose presente en cada frase, describiendo a los personajes con frialdad,
con distancia, como si se la trajesen al pairo, usándolos tan sólo para derivar
la narración (lo que debemos entender como tal, creo que sería incapaz de hacer
un resumen de las acciones, de los condicionantes, de lo que se supone que
sucede –o deja de suceder, que hay autores expertos en dotar de importancia y
presencia a lo que se narra pero se intuye o se deja atisbar-), para regresar
cien veces a la misma anécdota, al mismo razonamiento, a la misma tesis, al
mensaje que quiere transmitir, es un escritor hosco e incluso brusco con aquel
que se permite discrepar, no intenta dialogar, impone su visión del mundo sin
paliativos ni miramientos, no deja espacio para que el lector respire y/o
matice, pone en marcha la catarata de palabras y no cesa hasta 300 ó 400
páginas después (o las que sean, y es cierto que no todas sus novelas son tan
extensas como las últimas, pero en el recuerdo –en el particular- lo parecen).
Y, sin embargo, por ese toque altivo, displicente, tremendamente elitista,
mordaz con los contrarios, por cómo argumenta y estructura, por el brío que
sabe imprimir a unos pocos párrafos, soy fiel seguidor de sus textos para
prensa, coincidiendo con la gran mayoría, mostrándose en desacuerdo con
algunos, pero siempre encontrando una escritura bien fundamentada e informada
que mantiene una línea de pensamiento muy coherente a lo largo del tiempo (hay
por ahí tanto elemento suelto que no soporta el enfrentamiento con su propia
hemeroteca, con el historial de sus exabruptos en las redes sociales).
Sin embargo, el 7 de junio apareció en su
sección La zona fantasma un artículo
titulado Morse, Lewis y Hathaway que
me hizo arrugar la nariz ante uno de sus vicios recurrentes, uno demasiado
presente en nuestra sociedad, uno que los medios de comunicación hemos
potenciado y transformado en virus del oficio, ese que glorifica de un modo
artero la libertad de expresión para, en realidad –y ojalá fuese un
comportamiento que sólo se practica en Twitter, Facebook y demás, no lo
desgraciadamente muy habitual en estudios de radio, platós de televisión,
prensa escrita, cualquier tipo de medio de comunicación-, refocilarse en lo
mendaz, lo insultante, incluso lo delincuente, justificarlo, alardear de ello
en aras de la democracia; Javier Marías se queda sólo en lo primero (en seguida
exponemos la segunda parte, esa que tanto abochorna –no diremos algo más
grueso- cuando incurren en ella supuestos profesionales, esos que demuestran no
serlo por su persistencia en el error (que no es tal cuando se repite en el
tiempo –y se les nota su satisfacción al saber que no encontrarán réplica o que
la acallarán muy pronto porque tienen la sartén por el mango y los contactos
adecuados: ¿No se han dado cuenta de que Alfonso Rojo, Ana Samboal, Curri
Valenzuela, Graciano Palomo, Almudena Grandes o Ana Pastor comparten gestos y
decires, da igual el sesgo que den a sus parlamentos?-)-, esa libertad mal
utilizada y pisoteada que se deja en manos de gentes que tienen las
oportunidades que se niega a tanto profesional que sigue creyendo en el
periodismo a pesar de todo), es decir, el autor de Corazón tan blanco cae en el irresistible defecto de opinar sobre
cualquier cosa cuando se tiene una tribuna pública para ello, ser al menos
honesto en reconocer que no se conoce un asunto (lo de dominarlo ya es para
nota) pero seguir hablando sobre el mismo, con ese atrevimiento que da la
ignorancia, sin freno ni filtros, hablando porque hay que llenar espacio,
porque nos consideramos superiores y somos incapaces de asumir nuestra
incompetencia y ceder la palabra a quien corresponda. Y, así, aunque afirma que
no es aficionado al género policíaco, se lanza a teorizar sobre los gustos
generales de los lectores y/o espectadores, aupado a su atalaya para pontificar
y diferenciarse del común, afirmando cosas que son fácilmente desmontables
porque basta con atender a los hechos o con conocer un mínimo aquello sobre que
él escribe; lo más gracioso, por cierto, es que habla de unas novelas que su
padre (Julián Marías, confeso lector de este tipo de libros, apasionado
defensor de los mismos) le recomendó vivamente y lo que él glorifica es la
adaptación televisiva de los títulos de Colin Dexter y no el original literario
(que aunque esté muy respetado, no será exactamente lo mismo ni, desde luego,
aquello que su progenitor ponía “en un altar, a la altura o por encima de
Simenon”). Y a partir de estas series (Inspector
Morse y Lewis) aprovecha para
crecer unos centímetros en su propia consideración (el posible doble sentido –que
uno no niega pero camufla- queda al albedrío de aquel que quiera detenerse a
pensar por dónde aumenta el ego de Marías) puesto que él las está viendo en
formato doméstico adquirido en el extranjero, ya que “como no son
estadounidenses (y en España sólo parece haber ojos para lo que viene de más
allá del Atlántico, país papanatas y americanizado), nadie las ve, ni habla de
ellas, ni las emite, ni existen los DVDs en nuestro mercado”. Pudiendo
coincidir en alguna de sus quejas, nada más lejos de la verdad el hecho de que
sólo veamos las series hechas en EEUU (por cierto, señor Marías, más allá del
Atlántico hay muchos países, ¿eh?, se le entiende pero mejor ser preciso, ¿no?,
que no en balde es usted miembro de la RAE –y por mucho que se haya aceptado la
acepción para dirigirse a los de aquel país, un americano viene de cualquier
lugar de América, son ustedes los que se han dejado colonizar al sancionar ese
uso del adjetivo-); sí, son más numerosas, siguen colonizando sin recato ni
medida, venden sus productos en bloque, pero, precisamente si el autor de Los enamoramientos fuese seguidor de lo
policíaco, podría haber pasado muy buenos momentos con Broadchurch, El comisario
Montalbano y su precuela El joven
Montalbano, Wallander o esas
series que se ha dado en decir vinieron del frío (es decir, las que siguen la
estela del auténtico boom experimentado por la novela negra escandinava),
infinidad de títulos emitidos en algún canal, que cuentan con muchos
seguidores, que pueden adquirirse en cualquier punto de venta, no es necesario
que venga él a descubrirnos nada (aunque, por otro lado, se agradece que
recomiende lo que, a buen seguro y teniendo la calidad de la producción
británica en general y de la televisiva en particular –que conocemos, adoramos
y seguimos, más allá del género al que nos hemos circunscrito ahora-, será
digna de ser tenida en cuenta como La
caza, Happy Valley, Downton Abbey, The Missing, eso por no remontarnos a
las clásicas e imprescindibles Elisabeth
R, Yo, Claudio, Retorno a Brideshead o Arriba
y abajo).
Y a buen seguro, él mismo u otro cualquiera
podrá decirme “bueno, es su opinión, él lo ve así” y de este modo llegamos al
segundo asunto a tratar, es decir, la sobrevaloración que tiene la opinión en
estos tiempos en que con teclear unos cuantos caracteres podemos ser leídos en
todo el mundo (en el que se tenga acceso a la red de redes o a cualquiera de
esas nubes en las que, en lugar de Heidi, se recuestan contenidos audiovisuales,
archivos personales, identidades, rayos y centellas), el fomento de que toda
opinión es válida como cimiento de la necesaria democracia, como expresión de
libertad, sin atender a que esa opinión puede ser improcedente, invasiva,
abusiva, como ya se señaló antes, puede amparar un delito al tildar como tal –“opinión”-
lo que es un insulto, una amenaza, una mentira, una calumnia, una injuria, ser
parte de una campaña de descrédito, una tergiversación, un relato partidista,
una diatriba sectaria, unas palabras cargadas de racismo, homofobia, misoginia
o que hacen burla de un defecto físico, de un cuerpo que no responde a los
cánones de belleza estandarizados que se imponen a golpe de bisturí, de
enfermedades, de adicciones. Hannah Arendt, alguien que sufrió en sus propias
carnes la condena de aquellos siempre dispuestos a defender y consentir tan
sólo la libertad de expresión que conviene a sus intereses, intentando eliminar
cualquier voz disidente por bien documentada que ésta esté (ahí radica el
vibrante discurso que Cate Blanchett esgrime en el tramo final de la muy
interesante y por momentos apasionante La
verdad, la crónica cinematográfica del despido de Mary Mapes y Dan Rather:
hay que aceptar que los documentos aportados son falsos, pero las reacciones,
los testigos, los hechos confirman que lo que aparece en ellos sucedió y,
entonces, como tantas veces, se mata al mensajero aunque no esté mintiendo, se
aprovechan un tecnicismo y una circunstancia para ensuciar el conjunto y restar
credibilidad a lo básico, a la verdad), la filósofa alemana dijo que “los
hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos
entre sí” pero comprendiendo que “los hechos dan origen a las opiniones” y que
éstas son “legítimas mientras respeten la verdad factual”, y no creo que, se
haga la lectura que se haga de sus escritos, alguien pueda pensar que Arendt es
dictatorial o quiere coartar la libertad de opinión: se trata, sencillamente,
de investigar, de conocer, de ser precisos, de dar rienda suelta a la pasión
con tiento, de intentar ser lo más ecuánimes posibles o radicales sólo cuando
los hechos son inapelables. Pero, por desgracia, y los trágicos sucesos de
París de hace una semana han servido para que más de uno (y más de mil) hagan
el peor alarde posible de inhumanidad, diciendo que es su opinión, cayendo o
superando con creces aquello que se suponen condenan, erigiéndose en conciencia
crítica que no sabe mirar más allá de sus narices, coincidiendo mucho más de lo
que querrían (o no) con los criminales, aprovechando ahora los dramáticos y
dolorosos atentados vividos en Mali para, afeando el diferente trato concedido
en los medios de comunicación y por lo tanto en el sentir popular, traspasar todas
las líneas del decoro (dejémoslo ahí) y utilizando las víctimas para tener
presencia y sacar rédito político (o personal), retorciendo los argumentos para
acusar a los demás de conductas en las que también incurren, para establecer
jerarquías, para ponerse medallas (el 11-S fue terrorífico en este sentido,
igualmente el modo torticero en que unos y otros arrimaban/arrimaron el ascua a
su sardina en aquellas espantosas horas que se vivieron el 11-M, qué decir de
la manera en que mucho “demócrata” justifica cada nueva matanza en algún centro
educativo de EEUU –o en el lugar que ocurra- diciendo “eso pasa porque pueden
comprar armas en el supermercado” –sí, eso es cierto, pero no podemos quedarnos
en el “ellos se lo buscan, tienen lo que se merecen, bueno, esa es mi opinión”,
y lo mismo vale cuando Charlie Sheen anuncia que tiene el VIH o ante cualquier
suceso al que se quiere quitar importancia-). Sí, no creo que toda opinión
tenga validez, al menos no la tiene aquella que se sustenta en el prejuicio, el
desconocimiento, la intencionalidad dolosa, el sectarismo, la invención, la que
no sabe argumentarse ni desarrollarse, la opinión que se aferra a una
reivindicación ombliguista (y, para colmo, ese tipo de “razonamientos” suelen
ser expresados sin que nadie los requiera, tan sólo porque “oye, que tengo
derecho a expresar mi opinión” –bueno, si quisieses escuchar y dialogar, tal
vez-).