A veces, los prejuicios surgen por persona interpuesta, a través de
otros, es decir, son tantas las ocasiones en que te has aburrido, hartado,
indignado, tal vez ofendido, han sido tantas las oportunidades en que has leído
un libro, visionado una película o serie, hecho una actividad (o cuando menos intentado)
y el resultado ha sido tan calamitoso, tan contrario a lo que hacían prever los
que ya has aprendido a reconocer como cantos de sirena, aplausos paniaguados, intereses
creados, búsqueda de beneficios profesionales o personales, opiniones acríticas,
fanatismos ilimitados, que inmediatamente pones en cuarentena lo que esas voces
glorifican, te colocas a la defensiva, no puedes evitar ser escéptico,
revolverte, huir hasta del agua fría, caminar en dirección contraria a la de
quienes, así lo señala la experiencia, no debes hacer caso como no sea para
obrar en consecuencia, o sea, al revés (aunque no haga falta aclarárselo a los
fieles, por si alguien llega de nuevas o le surgen dudas, esto no va por gentes
que demuestran un criterio y lo explican, reconocen y asumen filias y fobias,
no tienen reparo en dejarse sorprender o decepcionar, gentes con las que no
siempre coincides pero con las que se dialoga y discute en buena lid; lo
anterior hace relación a critiquillos bien instalados -aquí o en Los Ángeles-
que utilizan la profesión para medrar y ponen su firma en almoneda -olvidando
la hemeroteca- o a absurdas autoproclamadas expertas que, para empezar,
utilizan la palabra “generación” cuando querrían decir “genealogía” -o lo que
sea, pero no el vocablo utilizado porque es incorrecto- o no tienen claro qué
es el metraje de un filme). Por lo tanto, tal y como se ha contado aquí en
textos anteriores, esa actitud en sí no es prejuiciosa, brota espontánea y
hasta irracionalmente pero con firmes raíces en lo sucedido, da coraje cuando,
de repente, se refieren a una obra que te despierta interés o te mueres de
ganas por conocer, es inevitable que el horizonte se oscurezca cuando esto
sucede y las expectativas se frustren o mengüen, pero sólo se puede hablar de
prejuicio, en el sentido más estricto del término, cuando te niegas a conocer
algo por el hecho de que alguno de estos personajillos hace un encomio
encendido de sus (supuestas) virtudes.
Y algo así me ha sucedido, lo reconozco, con Kent Haruf; por más que
personas que me transmiten confianza y me han descubierto otros autores hablasen
muy bien y razonadamente sobre la obra de este escritor, el hecho de que alguno
de esos a los que hay que mantener a raya se hubiese deshecho en elogios (de lo
más triviales y llenos de lugares comunes, por cierto) me hizo mantenerme al
margen de su éxito póstumo, posición de prevención/precaución en la que me reafirmé
(me encastillé) cuando vivimos la (relativa) decepción que supuso el
reencuentro en pantalla (¿Qué más da el tamaño de la misma?) de dos leyendas
como Jane Fonda y Robert Redford protagonizando la adaptación de la novela que
Haruf no llegó a ver publicada puesto que murió poco después de entregar las últimas
correcciones. Nosotros en la noche,
más allá del carisma y la energía que sus estrellas (sobre todo ella) mantienen
intactos, más allá de la entrega que se percibe en ambos casos (saben que las
rentas les conceden un público entregado de antemano pero se aplican a la tarea
con oficio y entrega, sin vivir de las mismas), sobre todo debido a la dirección
plana y sin ninguna intención de Ritesh Batra, se nos quedó en un trabajo
correcto y poco (o nada) más, en una oportunidad desperdiciada, se podía intuir
que detrás, en el fondo, había una historia emocionante (también dolorosa, al
menos de las que arrugan un poco el corazón en algunos pasajes), pero en su
traslación a imágenes no dejaba de resultar convencional, ciertamente trivial,
tan anodina que ni siquiera se transformaba en ñoña. Y me quedó ese regusto
amargo de la desilusión, sobre todo porque lo que conocía sobre sus escritos (sumado
a lo que asomaba aquí y allá en la película) parecía indicar que Kent Haruf tenía
muchas papeletas para cautivarme y deleitarme, pero seguía sin atreverme a dar
el paso hasta que Literatura Random House, el mismo sello que había publicado
en castellano Nosotros en la noche, anunció
que iba a recuperar la que se conocía como Trilogía de la Llanura (formada por tres
títulos que aparecieron en EEUU entre 1999 y 2013) y me dije que era ahora o
nunca y, por fortuna, ha sido lo primero.
La canción de la llanura, traducida
por Agustín Vergara con mimo y primor, ha supuesto toda una revelación para
este lector, el reencuentro con una tradición literaria muy propia del país de
origen de Haruf aunque no resulta complicado encontrar lazos con autores de
cualquier lugar que hablen de lo más íntimo, de pequeñas comunidades, de gentes
que viven lejos de todo y de casi todos (incluso de aquellos que pueden ser
considerados vecinos, tanto en lo meramente físico como en lo anímico). Haruf
situó la acción (aunque habrá quien diga que no es la palabra adecuada, en
seguida explicamos por qué) de todas sus novelas en el pueblo imaginario de
Holt, Colorado, estado en el que nació y murió, centrándose en un paisaje y paisanaje
que entronca con el utilizado por Annie Prouxl o Cormac McCarthy, puede
trazarse una cronología que nos lleve hasta Willian Faulkner (lo anticipábamos
ayer al hablar de Tres anuncios en las
afueras, la fantástica inmersión del a medias británico e irlandés Martin
McDonagh en eso que suele denominarse la “América profunda”, etiqueta que
también se podría utilizar -y se hace y se hará, lo peor es cuando se hace
incidiendo en lo peyorativo del término-), da igual que se escriba sobre zonas
de Wyoming, Texas, el condado ficticio (pero tan real) de Yoknapatawpha, Missouri
u otros lugares, por más que en cada relato haya detalles muy específicos, las
soledades, amarguras, interioridades y brutalidades, los silencios, odios
propios o heredados, los rituales, los usos y costumbres pueden ser
intercambiables, no sería insólito (ni forzado) que un personaje de Hijo de Dios o No es país para viejos, igualmente alguno de los que pueblan los
magníficos relatos de Annie Prouxl, apareciese en La canción de la llanura o viceversa.
El título original de la novela (Plainsong
–“canto llano” sería su traducción-) hace referencia a esa música vocal
utilizada en la Iglesia cristiana desde siempre, es “cualquier melodía o aire
sencillo y sin adornos”, tal y como se indica en la nota colocada al principio,
y así es la prosa de Kent Haruf, sobria, austera, precisa, sin adornos
(emparenta especialmente, de entre las citadas, con la de McCarthy, aunque éste
es mucho más seco, más rotundo, más incómodo -lo que no supone un demérito en
el autor que ahora nos ocupa puesto que su modo de narrar es más sutil, menos
hiriente, no por ello menos perturbador-), a veces se diría susurrada,
contenida, refrenada, medida con diapasón, hay que felicitar en este momento a
Agustín Vergara por el modo en que respeta la cadencia, el tono, el ritmo, logrando
que en nuestro idioma la novela suene como lo que es, como un canto murmurado
en voz muy baja, sin pretender destacar, casi dicho con vergüenza, de ahí las
pausas, los múltiples puntos y aparte, las frases breves, los diálogos picados
y sin señales que los destaquen, como parte de la tonada, salmodia si se
quiere, ese ir dejando caer las palabras al modo en que lo hiciera Delibes en Los santos inocentes (y no es sólo esa
la conexión que puede hacerse entre ambas obras, los McPheron y Paco “el Bajo”
se hubiesen entendido con un par de miradas), esas enumeraciones que recurren
en todo momento a la conjunción “y” (“Cruzaron
la portilla de una valla y Raymond se bajó y la cerró y volvió a subirse al
tractor y pasaron traqueteando ruidosamente por delante de los corrales y se
detuvieron junto al establo”) que resuenan machaconamente como estribillo y
a ratos desasosiegan (para bien, es parte fundamental de la atmósfera de la novela)
porque parecen indicar una fatalidad de la que nadie puede escapar (lo uno
lleva lo otro Y lo otro Y lo otro -y así hasta el infinito o la extenuación-).
“Hay demasiado silencio” se queja en un momento Victoria, una muchacha a
su vez sumamente callada, refugiada en su pena, expulsada de casa por su madre
al saber que está embarazada, desubicada, asustadiza, desconfiada, víctima de
otros y de sus propios reproches, inexperta a la hora de dosificar y expresar
afectos, sin embargo tal vez sea el personaje en que Kent Haruf concentra las
esperanzas, la posibilidad de cambiar el panorama (y de poder hacerlo sin tener
que abandonar el lugar en que, por más que se presente y perciba como hostil,
uno quiere estar, puede que por tradición, por desconocimiento, porque no queda
otra, el caso es permanecer, sobrevivir, respirar, no dejarse aplastar). Por
eso se dijo que alguien que conozca esta novela puede pensar que hablar de “acción”
es exagerado o poco preciso, aunque hay varios personajes que mantienen una
actividad constante, caminan, montan a caballo, atienden su granja, no están
quietos, pero lo que Haruf narra, lo importante, sucede en el interior de cada
uno, apenas es perceptible, es una melodía callada que resuena según se van
pasando páginas y al lector también le pasan cosas, el corazón se contagia de
ese ritmo peculiar y preciso y, sin aspavientos, sin casi señales externas, se
conmueve, duele, pasma, reconoce, alienta con un canto llano a unos personajes,
reprueba con contundencia silenciosa a otros (especialmente, al menos un
servidor, a la señora Beckman), se admira ante el escalpelo delicado pero firme
que el autor aplica, ese que hace posible emocionarse con conclusiones tan lapidarias
como aquella en que, ante la pregunta “¿Tú no tienes cicatrices?”, alguien
responde “Por dentro”. Ahí es donde habitan, por fortuna hay quien, como Kent
Haruf, no duda en ponerlas negro sobre blanco.