Hubiese podido escribir este texto hace cosa de un mes, pero tuve que
dejar el libro aparcado cuando iba más o menos por la mitad para atender otras
lecturas de cara a entrevistas y compromisos previos de los que aquí se ha ido
dando cuenta (y alguno que se está cocinando); eso, por un lado, ha provocado
que llegue en el mejor momento posible, es decir, formando una especie de
díptico con El diario completamente
verídico de un indio a tiempo parcial (que fue el asunto de la entrada del
blog anterior a ésta), es como si aquel relato de Sherman Alexie complementase el que ahora nos ocupa, añadiendo otra perspectiva
en algunos aspectos, y, por otro, al verme obligado a regresar esporádicamente
a sus páginas, terminándolo a pequeños impulsos, he podido apreciar aún más su (nunca
mejor dicho) sólidamente construida estructura, esa que el propio autor
denomina “tipo tapiz” y, así, he ido reuniendo poco a poco las piezas
(“entrecruzando los hilos”, continúa con la metáfora el escritor) hasta tener
completa la historia que, cubriendo un periodo que abarca de 1886 a 2012, narra
Michel Moutot en Las catedrales del cielo,
novela editada a comienzos de este año por Grijalbo con traducción de Elena
Bernardo Gil y Alicia Martorell Linares. Y no es que no sea absorbente y
apasionante lo que se cuenta, no es que no invite a seguir leyendo sin tregua, no
es que el ritmo decaiga o la calidad se resienta en algún momento, puede
decirse que de la necesidad quiero extraer alguna virtud, pero lo cierto es
que, integrándose perfectamente en el conjunto, cada capítulo posee una cierta
unidad y acepta una lectura atomizada (pero no independiente, es decir, hay que
leerlos todos), aunque no conviene saltarse el orden propuesto para
comprenderlo todo e ir conociendo los hechos en la progresión que el autor ha
considerado idónea. Ahora bien, sin esta particularidad, sin este hallazgo, sin
esta fragmentación que no pierde de vista el todo pero consiente la
interrupción (por más que no me haya quedado otra, no ha sido algo voluntario),
sin la facilidad con que disemina datos, personajes y escenarios para que el
lector no se disperse ni confunda, sin el modo en que está trabajada cada pieza
en sí misma, a pesar de lo interesante de la propuesta y de la(s) historia(s)
real(es) que componen la novela, es bastante posible que no la hubiese
terminado.
Michel Moutot fue corresponsal de France Presse en Nueva York entre 1999
y 2004, por lo tanto residía en la ciudad aquel fatídico y tristemente conocido
día que ha pasado a la Historia como 11-S, como mucho nombrando el mes, pero
sin que haga falta dar más datos para saber a qué nos referimos (al igual que,
por desgracia, basta decir 11-M para que la herida que Madrid -España- nunca
podrá cerrar supure más dolor, la ponzoña sembrada sigue envenenando y
pudriendo sonrisas, amores, vidas); sin embargo, no fue exactamente el atentado
lo que le movió a dar el salto a la ficción (aunque firmemente asentada en la
realidad), sino parte de sus consecuencias y, sobre todo, de las personas que
se vieron involucradas: “Aún sin ser consciente
de ello, empecé a fraguar la novela cuando, durante la cobertura de los meses
posteriores al atentado, en aquellas titánicas tareas de desescombro conocí a
un indio trabajador del acero, cuya historia personal me apasionó. En 2002, el
Museo Nacional de los Indios Americanos que está en Manhattan organizó una
exposición que tituló “Booming Out: Los Ironworkers Mohawks construyen Nueva
York” sobre los mohawks como constructores de la ciudad y visitándola fue cuando
tuve claro que ahí había una historia que, pensé, ya estaría contada. Pero como
al buscar libros sobre el tema no encontré nada parecido, empecé a trabajar en
ella”, así lo explicó Michel Moutot durante un encuentro con los
responsables de blogs literarios (gracias por incluir este que no lo es estrictamente,
Pepa Benavent) cuando visitó Madrid el pasado 22 de enero. Las catedrales del cielo cuenta la construcción de las Torres Gemelas,
el atentado que las derrumbó, la frustrante búsqueda de supervivientes entre
toneladas de piedras, hierros, escombros que provocaron la reapertura del vertedero
de Kills, el mayor de la región, cerrado muy poco antes del 11 de septiembre, el
levantamiento de la Freedom Tower, todo a través de John Laliberté, un indio
mohawk que, al igual que sus antepasados, es trabajador del acero y se ofrece
como voluntario apenas unos minutos después de la catástrofe para participar en
las tareas de rescate. A partir de este personaje, una mezcla de varias personas
a las que Moutot ha conocido, la novela traza una especie de biografía de los
mohawks, recupera su historia y destierra alguna leyenda, especialmente la que
afirma que es una raza que no conoce el vértigo: “No es algo real, por supuesto. He estado en Montreal, en Kahnawake,
también en otra reserva que hay más al norte, volví a Nueva York para seguir
documentándome, encontré su origen en 1886, cuando se construye el puente para
el ferrocarril que va a cruzar el río San Lorenzo. Cuando los mohawks reciben a
los que vienen a pedirles permiso para cruzar sus tierras, ellos aceptan a
cambio de que contraten a los jóvenes y les enseñen a trabajar con el acero,
hasta ese momento eran una tribu de carpinteros. El primer contramaestre que
los contrata se asombra de lo rápido que aprenden y de la capacidad que tienen
para trabajar a gran altura por lo que, buscando una respuesta para esta facilidad
que demuestran, empieza a decir que no tienen vértigo, pero hay que tener en cuenta
que él sólo se relacionaba con sus trabajadores, no con el resto de la tribu, donde,
obviamente, había muchos que lo sufrían y, por eso, no podían formar parte de
alguna cuadrilla”.
Con un estilo a ratos documental, muy tributario (lo que no es negativo,
aunque es comprensible que él quiera distanciarse un tanto de esa faceta, desterrando
de su escritura los reflejos y mecánica adquiridos durante treinta años) de su
probado oficio como periodista (recibió, precisamente, el Premio Louis Hachette
por su cobertura de los atentados, anteriormente el Albert Londres por su
trabajo en Kosovo), Michel Moutot va transmitiendo datos imprescindibles para
comprender los hechos, consigue que lo más abstruso o ajeno sea accesible para
cualquier lector y, lo más importante, lo hace apasionante, tanto en lo
particular (los pequeños detalles con los que caracteriza y otorga vida a sus
personajes) como, muy especialmente, en lo general, ya sea en, por ejemplo, por
qué se hundieron las Torres (le bastan dos o tres pinceladas arquitectónicas -y
algo más que no debe contarse por más que en parte esté anticipado en el texto-
para comprimir la información precisa): “Me
gusta comprender cómo funcionan las cosas, las sociedades, las ciudades, tengo
mucha curiosidad y creo que es una cualidad para mi trabajo. Conocer cómo se
construyó el World Trade Center ayuda a entender por qué cayeron las Torres y
desterrar las teorías conspiranoicas de esos cretinos que no se informan pero
hablan demasiado: hay una estructura hueca, el fuego quema el acero, vimos
todos el resultado en directo”. Y ese conocimiento del terreno es el que le
permite escribir en primera persona los capítulos que protagoniza John, meternos
de lleno en la tragedia, zarandearnos y espantarnos, lograr una viveza (y
crudeza) que ha recopilado de aquellos que fueron testigos directos: “La Zona Cero fue cerrada herméticamente,
sobre todo para los periodistas, no hubo filtraciones ni medios privilegiados
porque, día a día, lo que salía publicado era prácticamente lo mismo que podía
ir conociendo yo, apenas había diferencia entre unos medios y otros. Cuando, coincidiendo
con el aniversario de la catástrofe, empezaron a publicarse testimonios, libros
que los editores pedían a los que habían trabajado en las tareas de desescombro
pudimos ir conociendo el infierno vivido, la desesperación, la frustración, la
angustia”. Y todas las refleja Moutot con precisión y ecuanimidad, no
exacerba el heroísmo natural de aquellos que, literalmente, se jugaron la vida
por intentar salvar la de otros, lanza críticas despiadadas al modo en que el
protocolo de rescate no era el mismo para todas las víctimas, habla de los
saqueos en medio de los escombros, nos encoge el alma con la desmotivación de
los perros entrenados para localizar supervivientes puesto que sólo encuentran
cadáveres, describe sin paliativos las terribles consecuencias del aire contaminado
más allá de cualquier extremo que respiraban los trabajadores (y de la
inconsciencia, por no decir actitud criminal, de los que negaron su existencia
y minimizaron secuelas, sentencias implacables).
Las páginas dedicadas a los mohawks recuperan ese hálito de las sagas
y/o epopeyas que conocimos primero a través de la televisión y después en
aquellas novelas río a las que tantas horas dedicamos en la juventud (e incluso
ahora, pero en aquel tiempo buscábamos especialmente volúmenes con muchísimas
páginas e incluso editados en dos tomos), nos permiten conocer la Historia a
través de los que la hicieron posible, de lo individual pasa a lo colectivo, hace
justicia con unas gentes que estaban en sus tierras, fueron despojadas de
ellas, arrinconadas, encerradas en guetos (no otra cosa son las reservas, en
este aspecto es donde mejor encaja El
diario completamente verídico de un indio a tiempo parcial), a las que se
recurre cuando se necesita para que hagan el trabajo sucio, peligroso, el que
otros no quieren, el que consideran indigno o pesado o accesorio o todo junto
cuando sin obreros que lo llevasen a cabo no habría avance, no habría edificios,
no habría ciudades, porque son gentes que construyen y se sienten orgullosos de
ello (hablan de los edificios como suyos porque se sienten -y saben- parte de
ellos, por eso los aman y cuidan) y de ser quienes son. Al margen de un
homenaje a los mohawks en concreto, Las
catedrales del cielo es un canto a la convivencia y al respeto, un
reconocimiento a quienes los hacen posibles.