Puede que no tenga nada que ver con lo que voy a contar (no sería yo si
no me fuese por las ramas incluso aunque todo termine por encajar), el caso es
que dando vueltas a lo que ahora voy a escribir (y he tenido tiempo para rumiarlo:
asuntos profesionales remunerados -aunque escasos y esporádicos- me han forzado
a abandonar este ángulo oscuro del salón, algo que no puedo dejar de celebrar
por más que eche de menos lo que siento como mi refugio) me fueron viniendo a
la cabeza las palabras de algunos de los grandes escritores a los que he tenido
el inmenso placer de conocer; así, recordé cuando, con su mesurado y elegante humor,
con su ironía de tan afilada casi imperceptible (pero contundente), Mario
Benedetti, echando la vista atrás (no en vano presentaba La borra del café), reconoció que debería dar las gracias a los
milicos por haberle hecho escribir, que tal vez no lo hubiese hecho tanto o tan
activamente sin su por otro lado indeseada aparición en su vida. Del mismo
modo, coincidiendo con la publicación de Los
cuadernos de don Rigoberto, Mario Vargas Llosa, comentando las diferencias
de esta novela con gran parte de su producción, habló de las posibilidades
literarias que ofrece una dictadura, un periodo difícil, un conflicto bélico,
cualquier enfrentamiento, mientras que los tiempos considerados de paz en los
que impera la placidez son veneno para el escritor (no lo dijo exactamente así,
pero ese era el sentido), no inspiran porque no remueven, no es necesario tomar
partido, no hay una chispa que prenda el ánimo, de ahí pasó brevemente a la
poesía para indicar que, si nos detenemos un poco en la que más nos gusta o más
popular se hace, en la mayoría de los casos trata sobre el desamor en
cualquiera de sus posibilidades, si valoramos (o deseamos) el amor es por lo
mal que nos sentimos cuando no lo tuvimos/lo perdimos (a veces, añade un
servidor, influenciados por canciones, películas, frases hechas, sublimaciones
varias -poemas incluidos-).
Más allá de estos ejemplos más o menos pertinentes, no se puede negar
que si buscamos/procuramos/añoramos la paz, la felicidad, el bienestar, estados
y sensaciones que nos reconfortan, es porque conocemos la otra cara de la moneda,
sin reverso no hay anverso, muchos términos/realidades perderían su razón de
ser, su significado, su contenido, de no estar enfrentados a lo antagónico, a
su contrario, a lo que se les opone, que ambos se necesitan y están indisolublemente
unidos por más que tendamos a separarlos. Pocos escritores han entendido esta
dualidad intrínseca a cualquier cosa como Jesús Ferrero, pocos le han sacado
tanto partido emocional e intelectual, pocos la han situado en el eje de su
obra tal y como vuelve a hacerlo en Las
abismales, novela con la que obtuvo el Premio Café Gijón 2018 y que Siruela
publicó el pasado febrero, momento en que tuve la inmensa fortuna de participar
en el encuentro organizado en la sede de su editorial junto a mi Pepa Muñoz y muchos
de los compañeros habituales en estos placenteros avatares lectores. El autor
sitúa la acción en un Madrid muy reconocible, muy actual, poco o nada
fantasmagórico, una ciudad de la que se va adueñando una atmósfera de
destrucción, de desolación, de muerte, aunque las fronteras entre la
considerada última frontera y lo que llamamos vida están muy diluidas, sean
imprecisas, los propios personajes no las tengan muy claras, el lector deba
manejarse como mejor crea/pueda/considere, libertad/intervención que Ferrero
demanda/posibilita siempre, es una de sus características/premisas, es una de
sus señas de identidad dentro de una producción variopinta y múltiple, maneja
con enorme oficio y obteniendo resultados impactantes lo que habrá quien
considere ambigüedad pero un servidor prefiere llamar maleabilidad de la
realidad (o, entrando de lleno en el asunto, de lo que como tal recibimos, a lo
que la convención sanciona de ese modo): “Yo
quiero que mis novelas creen un tejido de emociones que va transportando al
lector hasta el final y si al concluir consigo que se haga alguna pregunta me
doy por satisfecho. Pero las novelas son máquinas de imaginar en las que el
autor pone el texto y el lector todo lo demás, de una manera aún más intensa y
plena que en la música o el cine, allí hay cosas que ya vienen dadas, mientras
que el lector construye mentalmente la novela y crea sus propias imágenes”.
Desgranar el argumento de una novela de Jesús Ferrero es un territorio
peligroso porque, aunque sea sin pretenderlo, se puede adelantar más de lo
necesario o porque cada uno dará su versión, la contará a su modo, tal vez condicione
más de lo debido la lectura de los demás, algo que se agudiza en el caso de Las abismales puesto que es una
narración muy sólidamente construida que, al mismo tiempo (precisamente por
ello), se comporta como un caleidoscopio, no da nada por sentado, interroga y
se interroga, cambia de registro con pasmosa facilidad, puede que no sea
polisémica pero sí es poliédrica, dejemos que sea el propio autor quien cuente
su génesis, sirva esto como aproximación a la trama: “Mis novelas suelen empezar con ideas bastante abstractas que tienen que
ver con mis obsesiones: ya en mi ensayo «Las experiencias del deseo. Eros y
misos» me hacía la pregunta de qué miedo podía ser más inquietante o más
devastador para la conciencia, si el miedo a lo conocido o el miedo a lo
desconocido y el origen de esta novela es esa misma pregunta. Una vez la idea
empieza a flotar en mi cabeza, sin yo pretenderlo, aparecen personajes que la
encarnan, que me poseen tal y como lo hacen los fantasmas o el recuerdo de
alguien que murió, que se ponen a hablar, no tomo apuntes, suelen pasar años,
llega un momento en que compruebo que la historia que quiero contar está más o
menos plena y es cuando empiezo a escribir, aun sabiendo que todo se va a ir
modificando en el transcurso de la escritura, de hecho de esta novela he hecho
unas cinco o seis versiones, me ocurre con todas. Serafina, uno de los
personajes más importantes, no apareció hasta la última reescritura, lo mismo
sucedió con su caballo y sin ambos la novela quedaría coja, que es como estaba
hasta ese momento”. Esa podríamos decir sensación de obra en constante
transformación se percibe para bien en sus páginas en el sentido de que hay algo
inasible pero muy notorio que se nos contagia, el autor nos impregna con sus
inquietudes, con sus reflexiones, con sus dudas, con lo que los personajes
dicen y/o experimentan, la novela es un organismo vivo que continúa latiendo en
manos del lector, se produce la mayor de las complementariedades posibles, la
que nunca descuida Ferrero, la que se da entre su escritura y quien la lee, aquella
afecta a este y viceversa, hay una sucesión casi interminable y heterogénea de
clics, depende del modo en que se encare la lectura, se reproduce lo que el
propio escritor experimenta durante el proceso de creación: “Cuando estás trabajando en una novela, todo
ocurre de una manera bastante mágica y extraña, las teorías que haces sobre
ella son a posteriori y son tremendamente embusteras, puedes decir cualquier
cosa. Pero cuando aparecieron Serafina y el caballo sentí que la novela se
completaba y lo hicieron juntos e inseparables. Siguiendo con ello, aquí
empiezo con un desbordamiento. ¿Tú crees que lo tenía pensado? ¡Se me ocurrió
al final! Y la saqué de algo real que había escuchado contar a mis padres”.
Como intento de aproximación a Las
abismales podríamos escoger unas cuantas palabras, algunas ya han surgido
en este texto de boca del propio autor, otras las ha citado el que suscribe (y
escribe), se habla de lo conocido y lo desconocido, de la vida y la muerte, del
miedo y la tranquilidad, de dicotomías a las que nos enfrentamos día a día, de
dualidades que constituyen una única realidad: “Juego con algo que viene de la física cuántica: la fábula del gato que
está vivo y muerto al mismo tiempo. Se da, además, la circunstancia de que
muchas de las historias que está generando la ciencia llegan a nosotros en
forma de mito, cumplen a la perfección la definición de mito y por qué y para
qué se elaboran. El caso es que hay muchas dudas, en la novela, sobre si
Berenice está viva o muerta, casi ni yo mismo lo sé, lo que está claro es que David
percibe que ahora ella posee su ser más que cuando estaba presuntamente viva.
También, en un momento dado, la ciudad va a parecer una pesadilla,
inconscientemente, fui buscando una especie de unidad dialéctica entre la
vigilia y el sueño, que nunca se tuviese claro si David vive o sueña, nunca
aviso al lector de en qué dimensión estamos. Cuando estás escribiendo una
novela, el inconsciente juega un papel muy importante, cuando estoy en plena
creación, los sueños me ayudan mucho, me levanto casi sonámbulo a escribir y,
aunque luego tengo que corregir, del sueño surgen ideas muy aprovechables,
necesito entrar en la dimensión de la mente que es la escritura para que eso
suceda, tengo que estar en un estado de transporte o no puedo escribir”. Jesús
Ferrero mantiene tan rozagante como el primer día su compromiso con la
literatura, su coherencia estilística, su personalidad desbordante al margen de
modas (todo lo contrario, las ha creado -cómo olvidar el modo en que sus
primeras novelas pasaban de mano en mano en la Universidad-), siendo el primer
sorprendido (y prisionero, refiriéndome con ello al inevitable enganche que se
siente con sus palabras) por lo que sus novelas cuentan/reflejan/convocan/desvelan:
“Cuando la terminé me di cuenta de que,
sin haberlo querido así, tenía la atmósfera de nuestra época: eso que posee
Madrid y que no sé si llamar siquiera una entidad, eso que no se sabe si es algo
real o fruto de una alucinación colectiva -yo mismo como autor lo he dudado,
ahora ya no-, se convierte en la metáfora de lo que nos asedia continuamente,
ahí tenemos lo que está sucediendo en Francia con los chalecos amarillos, una
situación desconocida al menos por el modo en que se está desarrollando aunque
se puedan encontrar referentes históricos o momentos similares. No digamos en
España, es algo habitual en el sentido de que la Historia nos enfrenta a
situaciones desconocidas de las que a veces se sale bien y en otras mal y los
miedos colectivos se gestionan muy mal por parte del Estado”. Lo que sí
tuvo claro casi desde el principio fue el escenario perfecto para que Las abismales pudiese resultar verosímil
y no diese pábulo a (re)interpretaciones no deseadas ni mucho menos intencionadas:
“Escogí Madrid como escenario para que la
novela tuviese las dimensiones justas que yo quería que tuviese y no se
pudiesen hacer lecturas políticas que no están en mis intenciones, es decir,
darle una interpretación venenosamente política que se comiera toda la historia.
Es algo, la elección idónea de dónde ocurre la acción, que tenían muy claro los
griegos, no hay más que revisar su teatro”.
Otra palabra que no puede olvidarse a la hora de esbozar las líneas
maestras de la novela es el mal, motor, de un modo u otro, de casi todo lo que
sucede: “Esa entidad que se adueña de la
ciudad no tengo claro que sea el mal, es algo que tal vez lo representa ante
los que sienten sus efectos, pero el caso es que depende de cómo te relaciones
con ella los resultados pueden ser unos u otros totalmente opuestos. También
responde a algo que ya ha aparecido en mis escritos y es que creo que el mal no
desaparece, simplemente se desplaza, incluso en uno mismo, el mal personal de
cada uno que se manifiesta en forma de obsesiones más o menos negativas”. Y
así aparecen en David, un estudioso de los mitos, hermano de Berenice, aquella
conectada con el tiempo profundo con un alma “de una profundidad que espanta”, David, quien, aunque llega a la
lapidaria conclusión de que los mitos no resuelven nada, comprende que es
necesario un relato: “David pensó que
tejer todo lo que estaba ocurriendo en una misma narración podía ser muy
peligroso, pero, al mismo tiempo, ver la sucesión de hechos como elementos
deslavazados y sin relación alguna resultaba cada vez más difícil. Desde sus
orígenes, la humanidad había concebido relatos de cuantos fenómenos habían
jalonado su difícil existencia. Las culturas lo interpretaban todo a partir de
relatos, y un fenómeno sin un relato que lo explicase de algún modo resultaba
demasiado abismal y podía generar un miedo muy superior a todos los miedos
imaginables, porque se convertía en miedo a la propia respiración. Todo se
envenenaba, también el aire. Y se envenenaba el sueño, y se envenenaba la
vigilia, y el miedo se convertía en una sustancia tan vasta como absorbente”.
El anterior fragmento es un magnífico ejemplo del poder adictivo de la prosa de
Jesús Ferrero, de su manera de penetrarnos y envolvernos, de su capacidad para
aunar saberes en pocas palabras y ajustarlos al engranaje de la maquinaria novelística,
un escritor de potencia y profundidad inigualables que construye personajes
capaces de sintetizar la condición humana (sea esta la que sea) en unas cuantas
líneas: “Es común decir que el hombre
teme sobre todo lo desconocido, pero yo pongo en duda esa presunta verdad. Es
posible que temamos más lo conocido, y la historia nos indica que ya hemos
estado muchas veces en el infierno. Imagine que se repiten de nuevo los
aquelarres sangrientos a los que se entregaron nuestros abuelos no hace tanto
tiempo. Imagínese que regresan los campos de exterminio, las depuraciones
étnicas, la irracionalidad, la perversidad extrema y las exterminaciones en
masa… Los delirios, hijo, son el motor de la historia, aunque algunos crean que
son las ideas, y lo creen porque no miran atrás con los ojos bien abiertos. A
veces me digo que no merecemos el privilegio de estar vivos”.