Hoy me salto el diario, vuelvo a las viejas costumbres (en realidad, más
allá de seguir el orden que las fechas señalan, poco ha cambiado este ángulo
oscuro del salón), a pesar de mi notoria anarquía a la hora de ir sintetizando
(jajaja, si la verborragia no entiende de tal cosa) la vida de lector en estos
textos, procuro ser metódico, preciso, no faltar a mi faceta periodística, esa
que mantengo viva contra vientos, mareas y poetas hueros (y algún que otro
espécimen que anda suelto por ahí), por lo tanto cabían dos opciones para hacer
encajar la charla telefónica que mantuve a principios de la semana pasada con
Carlos Augusto Casas: atribuirle una fecha falsa (que no hay por qué) o esperar
a que las anotaciones del diario llegasen al día concreto en que conversamos,
pero estaba deseando compartirlo con los leales (de hecho, ya lo hago con
cierto retraso, ¡ni modo dilatar más la ocasión!). Además, en esas carambolas
literarias que tanto me apasionan, dejar este escrito como fuera del tiempo,
insertado entre dos días concretos (el último indicado en la publicación
anterior y el primero de la próxima), supone vivir una especie de ucronía, casi
casi (perdón si suena osado o irreverente, nada más lejos de mi intención)
plantear una distopía, cuando menos ponernos en una nebulosa (que, sin embargo,
es bastante concreta: el propio blog, por defecto, publica la fecha en que
aparece cada entrada), una especie de “no tiempo” que sienta como un guante a este
género que Carlos Augusto reformula con inquietud y sabiduría periodísticas,
con las mejores herramientas del oficio que viene desempeñando con brillantez
desde hace algunas décadas (y especializado, además, en el tan necesario
periodismo de investigación, el que más debería fomentarse, reconocerse y
difundirse).
Aunque, y por ahí comenzamos, El Ministerio de la Verdad, su
nueva novela publicada el pasado mayo por Ediciones B, no es tanto una distopía
como un futurible, es decir, habla del ahora mismo, al modo en que, en
realidad, lo hiciera Orwell, muy pegado al momento en que escribía en gran
parte de su obra, han sido otros los empeñados en promocionar (y denostar) como
“ciencia ficción” (sobre todo, lo segundo) un libro como 1984 que leído
ahora (y no me refiero a este momento ya tan largo de pandemia sino a hace unos
cuantos años) aún resulta más real, más lapidario, más grito en el desierto,
más advertencia terrorífica, más lapidaria constatación de que en este
pantanoso terreno (donde podemos incluir y citar -y de hecho lo hacemos- a
Bradbury, a Huxley o a Atwood-) la imaginación siempre se queda corta (o no es
necesaria: basta con escudriñar, con indagar, con levantar alfombras): “Ahora
que la novela lleva un par de meses a la venta y empiezo a tener contacto con
los lectores, la mayoría me dice que no está de acuerdo con considerarla como
una distopía, y creo que es así: tiene más que ver con la realidad que con un
futuro próximo o posible”. La acción transcurre en el Madrid de 2030, en
parte por puro azar, para potenciar los aspectos novelísticos que, en realidad,
disfrazan poco lo que (y se lo digo y aplaudo) es un magnífico reportaje que,
por desgracia, en ese su formato natural no hubiese tenido salida/sido
publicado: “La novela, indudablemente motivada por la pandemia, surgió al
reflexionar sobre qué elementos de “1984” se estaban dando o podían dar en la
sociedad actual. Después, a medida que fui escribiendo, creció por sí sola y,
evidentemente, ese Madrid de 2030 que reflejo está construido a partir del de
ahora; en realidad, la situé en ese año por dos motivos fundamentales: uno,
porque no quería que ningún lector cayese en la tentación de identificar el
Ministerio de la Verdad con ninguna ideología o partido político; en segundo
lugar, para hacer algo más verosímil el hecho de que España esté gobernada por
los cuatro Ministerios de la novela de Orwell, de situarlo en la actualidad iba
a chirriar, pero tampoco me fui muy lejos, apenas nueve años, no quería que mi
novela pudiese entrar en la categoría de ciencia ficción; con distopía me
siento cómodo, con thriller por supuesto, también con el resto de etiquetas que
cada lector pueda ponerle, pero mis motivaciones fueron esas”.
George Orwell, ese autor en gran medida a reivindicar y descubrir, no
todo es 1984 y Rebelión en la granja, para muchos alguien
superado por el tiempo que intentó vaticinar cuando, en realidad, no fue eso lo
que pretendió (pero estos y otros matices son imposibles de entender para
quienes condenan sin leer, perpetuando etiquetas inmerecidas -o que no son
capaces de justificar-, desconocen una producción de lo más variopinta, ignoran
tanto Homenaje a Cataluña como Que no muera la aspidistra, por no
extendernos en más ejemplos de su ductilidad literaria), un clásico pese a
quien pese, un maestro, una inspiración para muchos, empezando, claro, por Carlos
Augusto Casas quien, precisamente por ello, titula a su novela del modo en que
lo hace: “Orwell está más de moda que nunca, no sólo por “1984” en sí, sino
por la cantidad de veces que los políticos, sobre todo en estos últimos tiempos
de pandemia, han citado el Ministerio de la Verdad, al propio autor, han
mencionado su obra más famosa, es un referente de la sensación que la gente
tiene con respecto a la falta de libertad, el control de cualquier actividad no
se sabe bien si por los estados, las empresas o los poderes fácticos. Creo que
se ha vivido un rejuvenecimiento de Orwell, es cierto que se le veía como
trasnochado o superado, pero ha sido la propia sociedad la que he puesto en
valor lo que él contó, tanto en “1984” como en el resto de sus obras”.
Orwell, cronista a ratos desoldador e implacable de su época, no podía serlo de
otro modo, así Casas nos noquea con apuntes del natural que estremecen por
verídicos cuando no vividos por uno mismo: “Escogí un futuro próximo porque,
incido en ello, la gran mayoría de elementos de la novela están tomados del
presente, empezando por los contenedores llenos de libros, por desgracia no me
lo he inventado, los libros ocupan sitio en las casas y se opta por tirarlos,
un desprecio total por la cultura y el saber. No me invento tampoco que los
ancianos se manifiestan por los derechos de todos mientras los jóvenes hacen
cola para poder comprar el último modelo de telefonía móvil. No quería que el
lector reflexionase sobre una sociedad futura a la que podríamos ir, sino sobre
la sociedad en la que estamos”.
Por eso El Ministerio de la Verdad también transpira el aliento,
ya lo hemos señalado, de Huxley, especialmente de Bradbury (al menos para quien
esto escribe, y no sólo de su canónico Fahrenheit
451, sino de la magnífica adaptación firmada por François Truffaut, aquella
película que un sábado por la mañana de principios de los 80 transformó mi vida
en tantos aspectos), entronca con los grandes títulos distópicos (por utilizar
el término más popular y reconocible), parte de zozobras comunes a esos
autores: “La idea central del libro, más allá de Orwell, es la importancia
de la verdad como bien necesario para cualquier sociedad, que los ciudadanos no
estén manipulados. Creo que lo está sucediendo ahora mismo es mucho más
peligroso que lo que reflejaba “1984”: tomando de nuevo el tema de los libros,
en la novela de Orwell era el Estado dictatorial, controlador, el que los
prohibía; ahora se ha conseguido que sea la gente la que decide que no le
sirven para nada y, libremente [qué paradójico, pero qué certero Carlos al
emplear esta palabra], los tira a la basura. Lo mismo ocurre con la censura,
ya no es necesario que se genere desde un órgano estatal: es la propia gente la
que la ejerce a través de las redes sociales, se carga contra quien intenta
aportar la más mínima reflexión, algún matiz al pensamiento más general; es por
eso por lo que un montón de intelectuales se han marchado de las redes
sociales, de algún modo se han rendido. Me parece que somos nosotros mismos, de
ahí que antes hablase de peligro, los que de un modo u otro hemos elegido, al
menos lo aceptamos, vivir en una mentira: elegimos el entretenimiento y se
renuncia a conocer la verdad, hay gran parte de culpa en los medios de
comunicación que no han sabido captar a un público que rechaza los
informativos, no digamos leer un periódico, sin haberlos visto antes”. Aquí
llegamos al meollo de la cuestión, tanto de la novela como de la sociedad
actual, aquí llegamos a lo que espanta y también remueve, a lo que deja hundido
en el asiento y al mismo tiempo enciende una alerta en nuestro ánimo, a lo que
Carlos Augusto desnuda sin tapujos mientras ofrece una espléndida novela: “Hay
que fomentar el espíritu crítico, pero desde el principio: ser consciente de
qué se lee, qué se ve, qué se escucha, buscar diferentes puntos de vista,
extraer tus propias conclusiones. Ahora lo que ocurre es que nadie quiere
información, sólo que le cuenten lo que quiere oír, que le refuercen su
ideología, pero hay algo aún más grave, ya que las nuevas tecnologías han
cambiado el paradigma de cómo funciona la información. Antes era el ciudadano
el que la buscaba, compraba el periódico y tal, ahora es al revés porque la
información llega a través del móvil, filtrada por algoritmos, y es la que cada
uno espera, la que le reafirma”.
En un momento dado, El Ministerio de la Verdad lanza una pregunta
desesperada que le devuelvo a su autor: “¿Por qué nos cautivan tanto las
mentiras?”. Esta es su respuesta: “Las mentiras son más cómodas,
cualquier idea que suponga un esfuerzo es rechazada y las mentiras son fáciles,
resultan muy atractivas, te salvan de un montón de problemas, aunque sea
momentáneamente, por eso se opta por ellas. Yo creo que muchas cosas que señalo
en la novela la gente las sabe, pero no está dispuesta a prescindir de su vida
más o menos cómoda para cambiarlas, las mentiras han ganado la batalla”.
Esto enlaza con otro de los asuntos que vertebra su novela, el miedo, así
leemos, por ejemplo, “El miedo es lo que nos hace progresar, superarnos.
Miedo a perder el empleo, miedo a que nos deje nuestra pareja, miedo al futuro,
miedo a una crisis, miedo a perder lo que tenemos. El miedo es lo que mueve el
mundo”. Páginas más adelante se rubrica con “El miedo a perder nuestras
ridículas posesiones materiales nos convierte en esclavos. El miedo es el mejor
educador de todos los tiempos”. Sí, ese miedo que otorga el poder a quien
lo controla, no hay más que mirar alrededor, asumir nuestra podríamos decir
complicidad, lo que facilitamos el trabajo cuando, como también se dice en la
novela, “hemos cambiado libertad por seguridad”, yo añado que por
comodidad, algo que ya ha señalado antes Carlos y que ahora completa: “El
miedo te hace caer en la mentira, la verdad es dura y hay miedo a aceptarla.
También hay miedo a perder las pocas posesiones que tienes, a que la sociedad
cambie, hay formas de expresarlo y todas se fomentan desde el Estado. Con esto
tampoco quiero decir que estamos sometidos ni caer en teorías conspiranoicas,
pero es así: es más fácil controlar y coartar las libertades individuales en
aras de una mayor seguridad, se fomenta el miedo, es algo que lleva pasando
desde hace mucho tiempo, se organizan ideologías en torno a ello, consiguiendo
que la gente vote visceralmente no racionalmente”.
A pesar de lo que pueda parecer, sin caer en fábulas, nihilismos ni
blanqueamientos (ahora que tanto se lleva/denuncia, que tanto se da), hay un
optimismo latente en El Ministerio de la Verdad, hay una cierta
esperanza de que, aunque sea lentamente, la deriva pueda variar, de hecho,
Carlos Augusto cree en ello, aunque es consciente de que aún falta para que se
vean resultados, para conseguirlos hay que ser realistas, por más que eso
suponga abanderar un pesimismo informado, utilizar un lenguaje que se
corresponda con lo que está pasando: “Vivimos una ficción de democracia: el
imperio de lo políticamente correcto es como una especie de teatro, una cosa es
lo que decimos de cara a la opinión pública, una mentira absurda, otra cosa es
la verdad profunda, pero permitimos que lo políticamente correcto nos constriña
y el hartazgo de esta situación es la que saben aprovechar partidos como el
primer Podemos o VOX. Es algo que también sucede en las redes sociales, se han
transformado en un linchamiento constante, se imponen los ignorantes, no es una
cuestión de elitismo, se ha forzado que las voces importantes e informadas se
callen y hablen los que no saben”. Este ya es motivo más suficiente para
leer con interés, ojos despejados, tomando conciencia de que lo que cada uno
podamos hacer (aunque tantas veces nos neguemos nuestras capacidades), una
novela que funciona como thriller, que perturba como distopía reconocible (o
sea, no lo es tanto, volvemos a incidir en ello), que sacude como vigoroso
reportaje de un osado y fantástico periodista/escritor.