miércoles, 16 de marzo de 2016

RELLENANDO LOS HUECOS



  


   Es muy difícil plasmar la vida tal cual, ese concepto tan inaprensible, tan etéreo, tan indefinido e inconcreto, tan particular, tan subjetivo, uno no puede dejar de rendirse y pasmarse ante los creadores capaces de reproducir atmósferas, intimidades, sensaciones, afectos y desafectos, reacciones reconocibles aunque sean opuestas a las nuestras, sucesos con los que nos identificamos aunque nos sean totalmente ajenos, sentimientos tal vez muy alejados de los propios (o desconocidos por no experimentados) pero que nos recuerdan anécdotas, vivencias, gentes de nuestro entorno o con las que nos hemos topado en algún momento o, cuando menos, nos resultan verosímiles, creemos que alguien pueda comportarse de esa manera o decir esas palabras que el autor pone en boca de algún personaje. Por lo demás, hay que asumir ciertos códigos porque, por mucha veracidad que las páginas de un libro contengan, a pesar de que el narrador sea claramente realista tanto en paisajes y escenarios como en psicologías, aunque se describa con acierto notarial (pero con prosa más vivaz y expresiva), la existencia de cada uno se compone en una proporción muy amplia (puede que excesiva, pero uno así lo tolera e incluso propicia y desea) de rutinas, de convencionalismos, de momentos anodinos (especialmente para los demás -ya me dirán qué tendría de divertido e interesante que en uno de mis escritos me pusiera simplemente a reflejar lo que estoy haciendo ahora y repito durante muchas horas, es decir, estar sentado frente a la pantalla mientras golpeo el teclado imperiosamente (es lo que hago, no puedo evitar: tecleo con demasiada energía, lo sé, pero cuando pillo la idea me pasa como cuando hablo, quiero decirlo todo de tirón, se me acumulan las palabras y me precipito), igual Dobby se baja un momento del sofá en que dormita para beber un poco de agua, yo mismo echo un trago de la botellita que tengo a mano y sigo con la tarea-), si no hubiese una cierta sublimación, una necesaria dramatización, un contenido que dar al relato, una labor de reescritura (en el sentido de tomar algo del natural y reelaborarlo, no contarlo en crudo como acabo de hacer un poco más arriba), pocas creaciones literarias interesarían a los posibles receptores más allá del ombligo de cada autor (aunque los hay que sólo saben dar vueltas en torno al suyo y eso no es óbice para que vendan miles y miles de ejemplares, va en gustos). Y, no obstante, hay algunos privilegiados capaces de crear historias apasionantes a base de recoger aquí y allá lo que una de las maestras de esta literatura sutil, íntima, cotidiana, llamó fragmentos de interior, eso que está oculto entre visillos y a lo que se da poca o ninguna importancia, la cotidianidad a la que sólo damos cauce en el cuarto de atrás, asumiendo nuestra insignificancia, quitándonos importancia (ejercicio inteligente porque no somos para tanto, pero que hay que practicar en la justa medida para no anularnos -y especialmente no consentir que nos anulen-), porque lo raro es vivir y que de nuestra existencia pueda extraerse un relato que despierte curiosidad.
   Es curioso el modo en que uno va estableciendo vasos comunicantes entre los libros que va leyendo, uniendo en el ánimo y los latidos escritos separados incluso por siglos, poniendo en común a escritores que tal vez (o con toda seguridad) no se conozcan, pero no he podido dejar de pensar en la llorada Carmen Martín Gaite mientras devoraba la por ahora última novela de Colm Tóibín, la que por fortuna no se ha hecho esperar demasiado en el mercado español gracias a la firme apuesta que la editorial Lumen está haciendo por el autor irlandés (ojalá recupere su producción anterior y regresen a las librerías los escasos títulos que han sido traducidos a nuestro idioma). Nora Webster es, sin duda, una novela narrada a ritmo lento, fruto tal vez del modo en que se ha ido fraguando y forjando durante doce años, los que ha necesitado Tóibín para enfrentarse a sus propios recuerdos, para encontrar las palabras precisas con que homenajear y plasmar la figura de su madre, la de tantas mujeres que quedan viudas con hijos pequeños y han de erigirse en pilares de su hogar (aún más de lo que ya lo eran por mucho que la sociedad les conceda un papel secundario -no es que las cosas hayan avanzado tanto como algunos pretenden hacer creer, como sería deseable, pero la historia nos lleva a lo que sucede en una ciudad irlandesa en la década de los 60 del siglo XX-), mujeres que se convierten en cabeza visible de la familia, en el ejemplo a seguir, que deben ocultar su pena para no agrandar la de sus hijos, disimular las lágrimas, reprimir suspiros, sonreír sin aparente esfuerzo, atender el dolor de los demás, impedir que el duelo se instale permanentemente, si el libro de instrucciones de los padres siempre está por escribir (el de la vida en general también, ya decíamos al comenzar que es indefinible por definición -aunque suene paradójico-), sus páginas son en una circunstancia así de un blanco tan impoluto que llega a herir. Uno nunca sabe qué decir ni cómo comportarse ante alguien que ha perdido a un ser querido, da igual que hayamos pasado por una experiencia similar, lo que a nosotros nos fue útil puede no serlo para otros (no hay dolores, hay dolientes), por mucho que lo procuremos parece inevitable caer en la conmiseración, en la lástima, en mirar a la persona como si le faltase un miembro, como si el hueco que deja el ausente en el interior se materializase, como si (en este caso) la viuda llevase adherido un agujero que nos impide mirarla como un ser completo, del mismo modo esa madre no tiene claro cómo gestionar ese espacio que ha quedado vacío en el hogar, cómo atender a las necesidades de sus hijos sin remarcar la ausencia, con naturalidad, haciendo equilibrios para que puedan seguir con sus vidas sin que parezca que dan carpetazo al episodio relativo a su padre, no pasando por encima de él pero sin hacer girar cada minuto del día en torno a su muerte, consintiendo que la herida siga manando con la intensidad del primer día.
   Nora es humana, se equivoca, delega funciones, no sabe comunicarse, no es capaz de expresar sus sentimientos, no comprende los ajenos (aunque sean similares a los suyos), yerra y abunda en el error, opta por el silencio, es lo que Tóibín recuerda: “Mi padre era profesor en un colegio y cuando falleció, aquel septiembre, yo tuve que ir al colegio donde él trabajaba, recibir clases donde él las daba y estar con los profesores que eran sus compañeros. Fue muy duro. Lo que hicimos en casa para sobrevivir fue no hablar de él. Era una ausencia muy presente. Mi madre volvió a trabajar en el lugar donde lo hizo de soltera. Cada día, al volver a casa, nos contaba todo lo que había hecho y visto”. Y en esos silencios, en lo que no se cuenta, en lo que se percibe sin que se verbalice, en las elipsis, en los sobrentendidos, el autor es un maestro, sus interlineados son prodigiosos, en sus puntos y aparte cabe todo un mundo, en sus pausas sucede toda una vida, la otra vida, lo que no hace falta explicar, “el objetivo es que el lector sepa más que el narrador”, es otra de las declaraciones que Tóibín hizo recientemente a Winston Manrique Sabogal para El País. Nora Webster es una novela amarga, triste, perturbadora, pero lo consigue a base de sugerencias, de ecos, de puntos suspensivos, de enfrentarnos a nuestros propios vacíos, los que han quedado tras la marcha de nuestros seres queridos, los que sentimos en lo más profundo, de expresar sin virulencia ni palabras la impotencia que nunca deja de asaltarnos cuando en ocasiones querríamos consultar algo con ellos, compartirlo físicamente aunque los sintamos con nosotros y percibamos su impulso, su energía, su apoyo, su fuerza, su beso de buenas noches, su satisfacción, también su disconformidad, su oposición, su desconcierto cuando no hacemos lo que ellos hubiesen hecho o nos hubiesen aconsejado que hiciésemos. En su prosa diáfana y minimalista, en su falta de pretensiones, en su deseo de desaparecer como autor para que la novela, los personajes, se comuniquen directamente con el lector, en su despojamiento, en su aparente ausencia de estilo aflora el poeta, el creador capaz de expresar emociones, de estimularlas, de provocarlas, de regalarlas con unas pocas palabras, las precisas, las que sólo un escritor de su fuste puede encontrar y reunir, las que sólo alguien tan talentoso puede insuflar en el receptor para que éste las sienta como propias, para que desarrolle su propio discurso, para que se adueñe de la novela y la haga suya.