martes, 5 de marzo de 2019

DE LO FAMILIAR EN SUS DIFERENTES FORMAS





   Aunque perdí hace tiempo esa sensación que conocemos como “espíritu navideño” (que cada quien define o aplica a su modo, por más que en el imaginario colectivo esté instalada una podríamos decir versión oficial de en qué consiste), a pesar de la avasalladora e incontenible nostalgia que me agujerea un poco más las ausencias y me provoca lágrimas amargas por lo que no volverá, por los que se fueron, en los días previos a las celebraciones no logro (ni, en gran medida, quiero) contener el cosquilleo infantil ante fechas que traen promesas de alegría (o eso me empeñaba en anhelar cada año, tal deseo se empañaba inevitablemente la tarde del 25 de diciembre y/o del 1 de enero -lo familiar no siempre es agradable, en realidad lo es menos de lo que algunos pregonan, a veces simplemente es lo reconocible, lo que ya conoces, es un término polisémico-), jornadas sin clases y aparición de regalos al despertar la mañana de Reyes, el cascabeleo de los villancicos que me brotan desde muy dentro (el pistoletazo de salida -ni luces en la calle ni decretos de los grandes almacenes ni el muy esperado anuncio de Freixenet- se daba en casa cuando el tío Miguel consideraba que había llegado el momento propicio para escucharlos y procedía con ello), los días en que todo se va contagiando de Navidad siempre me han acariciado el corazón (incluso merecía la pena tener exámenes, algo muy habitual, con tal de lo que vendría después) y, como digo, todavía soy capaz de abstraerme y dejarme llevar aunque sea por unos minutos (pero, todo hay que decirlo, cada vez aterrizo peor y el batacazo anímico me duele durante semanas). Y, a pesar de que las fechas señaladas no fueron especialmente brillantes (todo lo contrario) y tuve un sabor muy amargo en la boca (y en el corazón) mientras tanta gente compartía mesa, canciones, brindis, algarabía e incluso Telepasión (que cada año bate cotas de falta de imaginación y entusiasmo), recuerdo que durante los últimos días de noviembre y gran parte de diciembre logré sobrellevar mi ciclotimia, controlarla con mano firme para no dejarme arrastrar por esa enervante hipersensibilidad que rápidamente me hunde en las aguas negras de la compunción (a veces sin más motivo que mi propia tendencia a ello), sacar todo el partido a las oportunidades dadas (que fueron variadas) para alegrarme el alma y disfrutar de mi vocación periodística y mi pasión lectora.

   Tal vez por eso, por preservar el momento, por mantenerlo a buen recaudo, puede que hasta por egoísmo, he estado guardando la crónica de uno de esos momentos especiales hasta hoy, uno vivido en lo que se antoja (sí, lo del tiempo es relativo pero parece que casi todos coincidimos que pasa veloz) un lejano día de finales de noviembre, aquel en que pude conversar durante un rato muy agradable con Anne Jacobs en su hotel de Madrid para luego asistir junto a mis queridas colegas blogueras a la presentación en sociedad (en la acogedora librería Los Editores) de Las hijas de la villa de las telas, segundo tomo de una exitosa trilogía que está publicando en España Plaza y Janés (el tercer volumen -El legado de la villa de las telas- aparecerá en abril) y que en esta ocasión han traducido Paula Aguiriano y Ana Guelbenzu. Para ponerme al día y hacer una entrevista pertinentemente documentada, leí primero el volumen con que comenzó todo -La villa de las telas, editada en castellano en enero de 2018- porque es imprescindible conocer toda la historia y en el orden debido para captar ciertas sutilezas, la evolución de los personajes y aquello que no se cuenta, ya que la autora alemana hace unas prodigiosas elipsis, de un capítulo a otro pueden pasar meses que se resumen en un par de líneas (si acaso, a veces basta con una mención al tiempo transcurrido desde los últimos hechos narrados), cuenta con la complicidad y participación de los lectores que, envueltos en el ambiente y conocedores del modo en que se han ido fraguando (o quebrando) las relaciones, saben rellenar huecos o dejar a un lado lo que no es necesario, algo, por cierto, que Anne Jacobs hace con enorme maestría y un punto de osadía en lo que parece norma de este tipo de novelas -y en muchas ocasiones es tan sólo exhibicionismo del autor o un mero llenar páginas como si se cobrase al peso-, primando los diálogos para suministrar de una manera ágil la información, dotando a la narración de un gran dinamismo a base de capítulos no demasiado largos, manejándose con inmensa soltura en escenas corales que imprimen velocidad al no detener la acción, todo lo contrario, puesto que las cosas suceden mientras se habla o son las palabras que se cruzan los personajes las que dan cuenta de lo que pasó o está pasando fuera de campo.

   La trilogía se publicó en Alemania hace unos años (este segundo título en concreto lo hizo en 2015), es por eso que en España se va a poder leer completa en poco más de uno, no porque se haya escrito precipitadamente o aprovechando el tirón comercial; en realidad, el verdadero éxito llegó a la saga cuando ya había aparecido el tercer volumen y, desde el principio, Anne Jacobs la concibió de este modo, la trabajó en conjunto, algo que se percibe a la perfección en Las hijas de la villa de las telas por la manera en que van encajando las piezas y van brotando nuevas ramificaciones, se nota la unidad, no en vano se trata de una saga familiar pero que no pierde de vista ser también un fresco histórico: “El trasfondo de la historia es la guerra y eso proporciona una unidad, un contexto, siempre se vuelve a ella de un modo u otro, todos los personajes se ven inmersos y afectados por su desarrollo”. Es un territorio conocido (y preferido, no lo voy a esconder), las sagas familiares que sirven para contar la historia de una ciudad, de un país, para dar testimonio de una época, que abarcan muchos años (y hasta siglos en algunos casos), un subgénero que Anne Jacobs aborda con personalidad propia, ya hemos indicado algunas de sus características, atendiendo a muchos frentes (nunca mejor dicho) y dando a cada uno su espacio, sin eludir una estructura establecida (que, al fin y al cabo, es la que sirve para reconocer la obra y poder catalogarla -y no dar gato por liebre al lector-) pero manejándola a su modo, no poniendo la columna vertebral en una única historia de amor (aunque sea un ingrediente fundamental, desde luego, especialmente en el primer tomo donde la vimos nacer) ni tan siquiera eligiendo una como centro puesto que, a pesar de (no puede ser de otra manera) contar con una heroína como es Marie, la relevancia en la trama está muy bien repartida entre un nutrido puñado de personajes, todos ellos perfectamente definidos a través de lo que hacen y dicen: “Los planifico concienzudamente: antes de sentarme a escribir mantengo un diálogo con ellos en mi cabeza, los analizo, les contradigo, veo qué tienen que contar. Por otro lado, cuando estás tanto tiempo inmersa en la escritura de un libro y trabajando con los mismos personajes, resulta que los conoces mucho mejor que a tus vecinos, jajaja”. Y, así, sortea con pericia el tan habitual (y cansino) maniqueísmo de tantas sagas, las personalidades están bien forjadas y expresadas, no cabe duda de quién es esto y quién aquello, pero nadie es de una pieza, lo que redunda en la viveza de la historia y en la capacidad para la sorpresa, empezando por la propia autora: “El ser humano es ambivalente por definición, aunque tenga un lado más oculto que otro: el malo malísimo tiene un corazoncito por ahí perdido y el más simpático o amable tiene su retranca cuando se pone. Pero debo confesar que en ocasiones los personajes se independizan: Humbert apareció porque el anterior sirviente que ocupaba su puesto se iba a América y, al principio, no me encajaba demasiado porque era engreído, pendiente de no ensuciarse, no tenía muy claro qué hacer con él. Por eso le mandé a la guerra y fue cuando el personaje pudo desarrollarse”. Gracias a Humbert, precisamente, aparece el humor en Las hijas de la villa de las telas y puede que la manera que menos se espera puesto que, al modo de la espléndida El buen soldado Švejk, lo hace en la parte bélica, un estupendo contrapunto a la barbarie (que no deja de reflejarse, sobre todo sus terribles efectos y consecuencias), del mismo modo que el propio Humbert lo es del resto de personajes (no sólo de los criados): “Ha habido muchos lectores que han llegado a pedirme que prescindiese de Humbert o se quejaban y me decían que podía habérmelo ahorrado y, sin embargo, podría decir que casi casi es mi personaje favorito. Es tremendo narrar una guerra, por eso me dejé llevar por la tentación de que Humbert focalizase los pasajes puramente bélicos: un personaje que rechaza la guerra, muy impresionable, el mero sonido de un trueno le provoca desmayos, no me pude resistir a contar la guerra poniéndome en la piel de alguien así. Gracias a él he podido introducir algunos pasajes muy jocosos, especialmente el momento en que las chicas le desvisten, le quitan su disfraz, un momento que suelo escoger cuando leo en público fragmentos de mi obra y que en general es muy bien recibido”.

   La historia de la familia Melzer es también, ha quedado claro con lo anterior, la de sus criados y, por supuesto, la del país (Alemania), pero lo es más en concreto de la ciudad de Augsburgo y, por encima de todo, de la villa de las telas, de la fábrica, es muy interesante cómo se integran los necesarios cambios a los que se vio obligada la industria textil del momento por mera supervivencia: “A lo largo de la investigación, tropecé con el hecho de la aparición de las telas sintéticas, invento al que obligó la guerra, la ausencia de las materias primas tradicionales, no había lana, algodón ni lino, todos esos problemas afectaban al día a día de una familia como la protagonista”. Y estos múltiples detalles contribuyen a que la novela (mejor en plural por más que me esté centrando en la segunda) posea esa viveza, esa verosimilitud, esa verdad que la autora ha sabido trasladar de lo que ha encontrado en los libros y en quienes estaban a su alrededor: “He sacado muchos detalles de mi propia familia: mi padre luchó en la Primera Guerra Mundial y mi madre sufrió sus penurias porque eran cinco hermanos, niños en aquel momento. Siempre contaba que la comida casi única era una sopa hecha con patatas, algún día había zanahorias y la carne brillaba por su ausencia. Como tenían mucha hambre, recogían en un parque de Fráncfort un tipo de semilla muy oleosa que caía de los árboles y que terminó por enfermarles. El poco alimento que había se enviaba al frente, era lo prioritario”. Resulta conveniente volver a señalar que, a pesar de este vínculo personal, Anne Jacobs ha sabido despojar su texto de digresiones, afluentes cuyo caudal no enriquece el principal, demostraciones de erudición inconvenientes: “Cuando, durante la investigación previa, vas encontrando detalles, historias, hechos apasionantes, es difícil dejarlos a un lado, pero no hay que olvidar que estás escribiendo una novela y no se puede agotar al lector con demasiada información, sobre todo cuando no es necesaria para el desarrollo de la narración. Además, no soy profesora de Historia, no es esa mi pretensión, hay libros magníficos para quien busque ese tipo de escritura o quiera saber más”. Pero podremos saber más sobre la familia Melzer, no sólo porque en apenas un mes estará El legado de la villa de las telas en todas las librerías, sino porque la autora se encuentra preparando una cuarta parte y aprovecha su paso por Madrid para anunciar esta promesa de disfrute y de lectura familiar en todos los sentidos (positivos) posibles.